Capítulo 32

¡Cómo me dejas que te piense!

Pensar en ti no lo hago solo, yo.

Pensar en ti es tenerte,

como el desnudo cuerpo ante los besos,

toda ante mí, entregada.

Siento cómo te das a mi memoria,

cómo te rindes al pensar ardiente,

tu gran consentimiento en la distancia.

PEDRO SALINAS

Lunes

Son exactamente las siete y cincuenta y tres minutos. Las Princess duermen en la habitación de Silvia. Las noches como ésta son muy especiales para ellas. No es lo mismo dormir todos los días sola en tu habitación que juntarte con tus amigas y, antes de dormir, estar charlando hasta que se te cierren los ojos. ¡El placer que produce una fiesta de pijamas no tiene precio!

A las siete y cincuenta y cinco, la madre de Silvia entra en el dormitorio con una radio a medio volumen en la que suena una canción de moda. La mujer abre la persiana para que las chicas se despierten. Al sentir los primeros rayos de sol, se van desperezando. A todas les cuesta varios bostezos abrir los ojos y, al hacerlo, los cierran inmediatamente cegadas por la luz. Cuando finalmente logran vencer el sueño, se miran y se sonríen. Las Princess están contentas de verse por la mañana.

Estela es la que más remolonea y se tapa con un cojín. Siempre le ha costado despertarse y hoy no va a ser menos. En cambio, Bea siempre es la más rápida en vestirse y ordenarlo todo; es como si las mañanas la activaran. La hacen sentir viva. En menos de diez minutos se ha vestido y ha doblado sus sábanas. Ana agradece muchísimo la música y se viste medio bailando. Silvia hace lo mismo e improvisan un pequeño baile por la habitación.

—¡Estela, despiertaaaa! —dice Silvia medio canturreando con cariño, pero Estela hace caso omiso, continúa durmiendo profundamente. Entonces Bea se planta de un salto en el colchón de Estela y se tira encima de su amiga dormilona, y Ana y Silvia siguen su ejemplo formando una montaña en cuyo pie se encuentra Estela.

—¡Parad! ¡Nooooooooo! —grita la chica debajo de ellas medio riendo porque Ana le está haciendo cosquillas—. ¡Ya me levanto, ya me levanto!

Estela estira los brazos, bosteza y se frota los ojos hinchados. Mientras, Silvia sube el volumen de la radio al máximo y Bea y Ana bailan como si estuvieran en el Club. Silvia observa a sus amigas en su cuarto. «Ojalá fuera así siempre», piensa emocionada.

Entonces se oyen tres toques en la puerta.

—¿Quién es? —pregunta la anfitriona.

—¡David! —gritan todas entre risas menos Ana, a la que miran burlonas.

—¿Puedo pasar?

Las chicas miran a Ana. «¡Buuuuuuuh!», exclaman. Ana se ha puesto roja como un tomate. Ayer fantaseó que su novio la venía a buscar durante la noche y se iban los dos a la habitación del chico para dormir juntos. David la abrazaría toda la noche y le diría cosas bonitas y le acariciaría el pelo hasta que ella se quedara dormida. Y ahora que el chico quiere entrar, no puede evitar pensar en que las chicas le están leyendo el pensamiento.

—¡Parad ya! —suplica.

—Está bien. —Silvia baja el volumen de la música y abre la puerta sólo un par de dedos, lo justo para encontrarse con la mirada de su hermano—. ¿Qué quieres? —pregunta, como si su hermano hubiera interrumpido algo sumamente importante.

—Bueno, yo…

¡David parece nervioso en su propia casa! A Silvia le gusta ver así a su hermano. La hace sentir fuerte, como si fuera él el pequeño. Ahora ella controla la situación y de alguna manera puede hacerse la madura ante él.

—Aclárate, David, que aún nos estamos vistiendo. —Lo marca con chulería.

—Sólo quería ver si estabais listas y… que dice mamá que el desayuno ya está preparado y…

—¿Y? —responde Silvia, pícara, poniéndoselo difícil—. ¡Vamos, responde! —le azuza. David oye como el resto de Princess ríe detrás de la puerta y se ve incapaz de lidiar con la situación—. ¿No querrás ver a Ana, verdad? Claro, has venido a eso, ¡a desearle los buenos días con un beso! —Silvia ha dado en el clavo. El resto de chicas sigue riéndose por lo bajinis. David se sonroja. Sí, la verdad es que ha estado toda la noche pensando que su chica dormía a sólo unos metros de él, y tan pronto ha despertado, ha sentido la necesidad de verla. Y es que cuando uno está enamorado desearía estar con la persona amada siempre. Y es así como, sin ninguna razón aparente, David se ha plantado delante de la puerta de su hermana: ha sentido unas ganas irreprimibles de ver a su chica. Y aunque consigan ponerlo colorado, en realidad le da igual lo que piensen su hermana y sus amigas, porque él les diría: «Ésta es mi cueva y ésta es mi loba. Aquí mando yo y quiero verla».

Pero con lo que David no cuenta es que, además de avispadas, las Princess son juguetonas, y no van a perder la oportunidad de pasar un buen rato a su costa. Estela aparta a Silvia de la puerta de un culazo. Mira al chico con picardía y, con la voz aterciopelada como si fuese una actriz de telenovela, le dice:

—Estimado conde: la princesa se está vistiendo de gala para el desayuno. Vaya usted primero al comedor real. Estará conmigo en que la belleza es algo que se hace de rogar… Así que, ¡buen viento, mi señor! —Y, dicho esto, cierra la puerta en las narices del muchacho.

—Pobre David, no sabe dónde se ha metido —le susurra Ana a Bea.

—¿Has visto la cara que ha puesto tu hermano? —comenta Estela, que choca los cinco con Silvia.

—¡Y que lo digas! Nunca lo he visto tan…, tan…, ¡no me sale la palabra! Tan… ¡C-O-L-G-A-D-O! —deletrea Silvia como si fuese una animadora de un equipo deportivo.

Ana pone los ojos en blanco y se cubre la cara con un cojín rojo. Bea y Estela gritan: «¡Uuuuuh!».

—¡Venga, chicas, parad! —pide Ana, muerta de vergüenza.

David ha vuelto a su cuarto, ha ordenado su habitación por si acaso su chica acababa entrando en ella. También, se ha echado la colonia que sus padres le regalaron las navidades pasadas y que ¡aún no había estrenado! Para él, que Ana esté en casa por primera vez desde que salen representa una ocasión especial y debe prepararse para ello. No es que David quiera aparentar ser una persona que no es, pero nunca está de más dar la mejor impresión. Aunque es un día cualquiera, él se ha esmerado en el vestir: pantalones vaqueros, zapatillas deportivas, y una camisa de manga corta de color lila por fuera del pantalón. ¡Y se ha peinado con gomina! Si tenemos en cuenta que el chico tiene la costumbre de ir con el chándal de baloncesto a todas partes y casi nunca suele ponerse camisa, para toda su familia hoy David parece que estuviera invitado a la gala de los Oscar.

—¡Chicas, a desayunar! —grita la madre de Silvia desde la cocina.

La única de las Princess que oye la llamada es Ana:

—Silvia, tu madre nos llama.

—Sí, es una pesada… Siempre hace igual. —Silvia no acostumbra a hablar así de su madre. ¡Le encanta que haga eso, que siga cuidando así de ellos! Además, lo hace todas las mañanas. Pero a veces los jóvenes se comportan así: están con los amigos y se permiten comentarios que, en realidad, no son verdad.

—¡No digas eso! —la regaña Ana.

—Silvia tiene razón, a veces las madres son unas plastas… —interrumpe Estela dando su opinión.

—Por no hablar de los padres… ¡Ellos sí que tienen tela! —añade Bea sonriendo.

—Yo conozco a mi madre como a la palma de mi mano. Cuando grita desde la cocina quiere decir que el desayuno está en la mesa. Y cuando mi madre avisa con un grito es que el desayuno que ha preparado… ¡Es increíble! ¡Ya veréis! —Silvia se peina con las manos y abre la puerta de la habitación. Las Princess van desfilando una a una. Estela le hace cosquillas a Ana, que va primera, y ésta la mira con complicidad. La pequeña de las Princess está nerviosa porque lo más seguro es que David esté en la cocina y tendrán que desayunar todos juntos lo que ha preparado su… ¡su suegra!

Cuando llegan a la cocina se encuentran la mesa redonda tapada con un mantel floreado rosa y rojo. Encima del mantel hay una bandeja con pan tostado, mermeladas de fresa y melocotón, mantequilla, zumo de naranja y dos platos rellenos de cruasanes chiquitines hasta los topes.

—Muchas gracias, señora Ribero —dice Ana con un hilo de voz por la vergüenza, puesto que nada más entrar ha buscado a David, se ha encontrado con la mirada de la madre de Silvia clavada en ella, y se ha puesto de lo más nerviosa.

—No me llames señora, niña. ¡Será que no has desayunado veces en esta casa! Me llamo Dolores, eso ya lo tendrías que saber… —La madre de Silvia se dirige a Ana con cariño y cercanía, pero la chica lo recibe insegura. ¿Sabrá que ha empezado a salir con su hijo y no quiere ceder terreno ante ella? ¿Tendrá miedo de que David no se aplique en los estudios, si anda pendiente de ella?

—Perdón —susurra.

—No hay nada que perdonar, Ana, por favor. Anda, siéntate y come. —La chica ejecuta la orden de la madre de Silvia con la vista fija en el suelo—. ¡Y alegra esa cara, que parece que te hayan robado el alma!

La muchacha no sabe dónde meterse. Sonríe forzadamente. «¡Que alguien me saque de aquí!», piensa mientras mira a sus amigas. Pero las Princess parecen no haber dado importancia a los comentarios de la mujer, el desayuno les llama mucho más la atención.

Lo que Ana no sabe es que la madre de Silvia intenta ser simpática con ellas. Son las amigas de su hija y quiere caerles bien, hacerlas sentir como en casa. Aún no sabe nada de lo de Ana y David pero, de saberlo, sería la misma de siempre; incluso le alegraría la noticia, porque piensa de Ana que es una chica muy buena y centrada.

Obviando cómo ha sentado el cruce de palabras entre Ana y Dolores a la chica, en la cocina se respira muy buen ambiente. Las Princess se sientan y la madre de Silvia deja encima de la mesa unas tazas de color azul y una jarra de leche caliente.

—¿Y el té? —pregunta Silvia.

—¿Té? —se extraña Estela.

—Sí, té. Me he acostumbrado desayunar té con leche. Está buenísimo. ¿Queréis probarlo? —contesta la otra orgullosa de sus hábitos.

Estela y Bea asienten, pero a Ana no le gusta la leche, y calla.

—Ana, ¿y tú? —pregunta Silvia.

Ana no sabe qué responder. El primer contacto con la madre de Silvia no le ha sentado muy bien, y ahora teme que si dice que no le gusta la leche, le caiga peor y le suelte alguna.

—¿Eh? ¡Ah, sí, sí!… Con leche… Sí. —La chica no sabe por qué acaba de responder eso. No puede ni oler la leche, y para quedar bien tendrá que pasar un mal trago, nunca mejor dicho.

Dolores coloca una bolsita de té en cada una de las tazas y después sirve la leche caliente.

—¡Cuidado, chicas, que está hirviendo!

—Gracias, mamá. ¡Eres la mejor!

—Sí, muchas gracias, señora Ribero —dice Ana—. Digo, Lola… No, Do-Dolo-¡Dolores!

Las Princess se ríen a carcajadas. Se dan cuenta de que su amiga está muy nerviosa y que por eso no da ni una. La mamá de Silvia le sonríe con ternura y le acaricia el pelo.

—No te preocupes, Ana. Cuando tenía tu edad, mis amigas y todo el mundo me llamaba Dolo.

—¡Eso no lo sabía! —comenta Silvia, sorprendida—. ¿Te llamaban Dolo? ¿Y por qué no Lola? ¡A mí me gusta mucho más!

—Cuando era una niña como vosotras…

—Mamáaaa… ¡que ya no somos unas niñas! —aclara Silvia.

—Lo que iba diciendo… Cuando yo era una MUJERCITA como vosotras, vivíamos en un pueblo. Todas las tardes después del colegio mi madre, tu abuela Rosita, me daba unas pesetas para ir a comprar el pan y merendar. ¡Me acuerdo tanto de esas tardes en el pueblo!

—¡Mamá, ve al grano, por favor! —Silvia le vuelve a dar un toque de atención. Sabe que si la dejan hablar, la mujer podría estar contando anécdotas de su pasado durante horas.

—A eso iba, hija… Por las tardes me juntaba con mis amigas. Nos llamábamos las Rosas.

Bea, Estela y Ana exclaman al unísono:

—Uaaalaaa…

—Qué nombre más bonito, ¿verdad? —añade Dolores—. Un día, después del colegio, la abuela Rita me dio ¡cincuenta pesetas! Eso para la época era una barbaridad. Pero mi madre necesitaba cambio. Así que fui a comprar el pan y la merienda con mis amigas pero me despisté y no recogí la vuelta. Nosotras teníamos la costumbre de merendar junto a una fuente, antes no teníamos parques como ahora. Cuando nos sentamos oímos un hombre que decía: «¡D-D-DOL-DOLOOOO-DO-DOLOOOO!». —La madre de Silvia empieza a imitar la voz del panadero y a poner caras raras. Las Princess se parten de risa—. Mis amigas y yo empezamos a reírnos como hacéis vosotras ahora, a reírnos y a correr para huir del panadero que… nos perseguía para devolverme el cambio

—¿Y por qué te llamó así el panadero? —pregunta Silvia, que no conocía esta historia.

—¡Porque era tartamudo!

Las chicas no pueden aguantar las lágrimas de la risa. Ana también se ríe con ganas, pero algo más contenida. Y como ha sido su comentario el que ha dado pie a que la madre de Silvia contara esa anécdota, siente que, en el fondo, la mujer se está burlando de ella.

De pronto entra David en la cocina. Cuando Silvia y su madre lo ven vestido tan formal, sus carcajadas aumentan. Bea y Estela se contagian fácilmente de su risa. El chico se detiene, inseguro. «¿De qué se estarán riendo? —piensa—. ¿Tendré algo en la cara? ¿La bragueta abierta?». Antes de que pueda asegurarse de que no es así, Ana le sonríe y le saluda.

—Buenos días, David —medio susurra, con un tanto de formalidad.

—Buenos días, Ana —responde él, tímido.

El resto de Princess los observa, y no pueden evitar que les entre la risa tonta. Ana lo está pasando realmente mal, y les lanza una mirada suplicante que significa: «Chicas, ¡no me hagáis esto!». David, por otra parte, aparenta normalidad, coge un cruasán y se sirve un vaso de zumo de naranja.

—¡Pero qué guapo se ha puesto mi niño! ¿Has quedado con alguien, quizá? —pregunta Dolores, que se le acerca y le pellizca la mejilla como solía hacer cuando su hijo era pequeño. La enternece ver cómo crecen sus hijos.

David no sabe qué responder. Hay veces en que las madres tienen un sexto sentido, pues también han pasado por situaciones similares en el pasado. Pero esto no quita que el chico se ponga algo nervioso y se beba el zumo de naranja de golpe.

—Bueno, yo ya me voy, tengo prisa —se excusa, intentando evitar la trampa mortal.

—Pero ¿hoy no tienes clase por la tarde? —Dolores está dispuesta a sonsacarle.

—Bueno, yo… Ejem… Quiero ir a la biblioteca, eso… A la biblioteca, sí… A estudiar… Y también tengo que acabar un trabajo, sí… —El balbuceo del chico es tan evidente que su explicación resulta del todo increíble, pero a su madre le basta: no piensa seguir insistiendo. Si David no quiere contar nada, mejor dejarle. Además, también debe tener en cuenta que están las chicas ahí, quizá por eso él no quiera confesar lo que ella se teme: que tiene una cita con una chica.

Aunque la realidad es otra. David suele aprovechar los lunes para dormir un poco más. Para él son como un segundo domingo; la vida universitaria a veces tiene esos privilegios. Pero hoy, sabiendo que Ana estaba tan cerca, le ha sido imposible conciliar el sueño.

—¡Adiós! —se despide David—. Adiós…, Ana…

Todas las chicas miran a Ana y exclaman:

—¡¡¡Uuuuuhhhhh!!!

David se marcha andando con algo de chulería para disimular la vergüenza y medio cruasán en la boca por los nervios. Ha dicho que se iba a la biblioteca y aunque ése no fuera el plan inicial para su mañana de lunes, tendrá que ejecutarlo si no quiere quedar como un mentiroso.

—Creo que aquí pasa algo que, de momento, se me escapa… —dice la madre de Silvia mirando a Ana—. Pero tarde o temprano me enteraré… Así que ¡mucho ojo!

—Mamáaaaa… —Silvia conoce muy bien el tono con que su madre le habla a su amiga. Es un tono pícaro, y cuando su madre se pone en ese plan es ¡insufrible!

—Deja, hija, que ¡aquí hay tomate!

—Mamáaaaa…, ¡son casi las ocho y cuarto! —Silvia intenta salvar a la Princess más tímida y qué mejor que apelar al horario del instituto.

Ante la noticia, Dolores se levanta y coge unos bocadillos ya envueltos en papel de plata.

—¡Hay uno para cada una! ¡Y acabad de desayunar rápido o llegaréis tarde a clase!

«¡Gracias, Silvia!», piensa Ana, que no sabía si era peor afrontar una conversación de amores con Dolores o tomarse el té con leche que, al final, ha podido dejar sin probar y sin que nadie se diera cuenta de ello.

—Vamos, chicas, ¡que llegamos tarde! —exclama Silvia dando un sorbo de su taza y cogiendo un cruasán para el camino—. ¡Gracias, mamá!

Todas las Princess se levantan y Bea y Estela aprovechan que la anfitriona ha cogido otra pasta para hacer lo mismo. No es cuestión de quedar mal.

—Ana, ¿no te tomas el té? —pregunta la madre de Silvia al recoger las tazas y ver que la de ésta sigue intacta.

La chica no sabe qué responder. Toma el bocadillo, sonríe y siente que no puede hacer más que sincerarse con Dolores.

—Es que… no me gusta nada la leche…

La madre de Silvia se da cuenta de lo mal que lo está pasando la muchacha.

—Ni a mí tampoco, Ana.

Entonces, la mira a los ojos y le sonríe.