Tengo miedo a perder la maravilla
de tus ojos de estatua, y el acento
que de noche pone en la mejilla
la solitaria rosa de tu aliento.
FEDERICO GARCÍA LORCA
En casa de Bea
Bea sale del ascensor, saca las llaves del bolso y, por enésima vez, coge el móvil para comprobar si tiene algún mensaje o llamada entrante. Nada. Su fondo de pantalla sigue con una foto de su cantante favorita, y sin rastro de llamadas perdidas ni mensajes. «¿Qué estarán haciendo esos dos juntos tanto rato?». Con un suspiro, deja caer el móvil de nuevo en el bolso y abre la puerta de casa. No puede sacarse la imagen de la cabeza; Silvia ocupando su lugar en la supermoto de Sergio.
«Soy tonta de remate. ¿Cómo he dejado que pasara algo así?».
Se oye ruido en la cocina, pero Bea no tiene ganas de que su madre le pregunte por la cita.
Bea tiene una relación con su madre que las Princess envidian. Supone que se llevan tan bien porque Lucía la tuvo de muy jovencita, apenas un par de años mayor de lo que es ella ahora. Cuando piensa en ello, Bea no se lo puede creer. Ella es incapaz de verse con un bombo, ¡con un hijo! Ya ha cumplido los diecisiete y, a esa edad, su madre llevaba tres años saliendo con su padre. Bea ha tenido pocos novios pero, con la excepción de Pablo, por el que se quedó muy pillada, el resto pasarán al olvido. Sus padres le dan envidia: el que se encontraran tan pronto, el que aún se amen y sean felices con sus dos hijas, ella y su hermana mayor, Marta, que está estudiando en Londres… A veces piensa que, tal vez por eso, ella no encuentra novio, porque tiene un referente demasiado perfecto y no se conforma con cualquier cosa. Su padre trabaja mucho, viaja y casi siempre está fuera de casa, pero cuando está con su madre es una pasada. Es detallista y atento, y ayuda en casa… No tiene nada que ver con los padres de sus amigas. Su padre es el novio perfecto.
Bea cruza el pasillo. Pasa por delante de la cocina y, cuando ya casi está alcanzando su habitación, grita:
—¡Ya estoy en casa! —Y entra en su cuarto, cerrando la puerta muy deprisa y con cuidado. Quiere estar tranquila. Echarse en la cama sin hacer nada; sólo esperar a que Silvia la llame.
Se quita la chaqueta, tira el bolso encima del colchón y, tras él, se tira ella. No enciende ni el ordenador para escuchar música. Sólo se queda ahí, echada, quieta, mirando al techo, sin apenas pensar. Esperando a que pasen rápido los minutos, a que Silvia llegue a casa y la llame.
De pronto, la puerta de su habitación se abre tímidamente, y la cabeza de su madre asoma por ella.
—Beatriz, cariño, cuéntame qué te pasa —le susurra con ternura.
—Nada, mamá. Estoy cansada. Anda, cierra la puerta y déjame tranquila. Estoy bien —contesta Bea, intentando disimular el nudo que tiene en la garganta.
En vez de hacer caso a su hija, Lucía entra en la habitación. Sin decir nada, se tira en la cama al lado de Bea y, dándole un caderazo, le dice:
—Anda, tira para allá, que no quepo.
Ese gesto hace reír a Bea, que se siente muy triste. Sabe que es tonta por sentirse tan insegura. Se siente culpable por haber sido tan cobarde, y a la vez le da rabia que ahora su amiga le robe a su príncipe. Pero no le apetece nada hablar con su madre. Suerte que Lucía es una mujer muy comprensiva y muy buena psicóloga. No le pregunta nada; se limita a estar a su lado y acariciarle el pelo con la mano.
—Te quiero —le dice Bea a su madre en tono cariñoso.
—Y yo a ti, cariño —contesta su madre, a la vez que le da un beso en la mejilla, de esos que hacen ruido.
En otra habitación, en otro edificio
—Marcos, ¿aún no has colocado tu ropa?
Marcos mira a su madre fastidiado. «Qué plasta. ¿Es que no ve que el cuarto es un completo desastre, que no tengo espacio ni para moverme? Hay tantas cajas y cajas y cajas que no sé por dónde empezar».
—Mamá, esto es el caos, ¡la invasión de las cajas mutantes! —responde en un tono que pretende ser jocoso—. Ya lo arreglaré luego.
—Tranquilo —le calma su madre—. A ver, ¿dónde tienes la ropa?
—¿Y yo qué sé, mamá? Todas las cajas son iguales…
—¿Qué te dije de poner etiquetas en las cajas con el contenido? —le recuerda ella.
—Vale, tienes razón. No lo hice, y ahora no me aclaro. Pero ya lo haré.
La madre de Marcos es de esas mujeres hiperordenadas que quieren que siempre esté todo perfecto, pero que se niegan a ser las criadas de la familia. O sea, que ordenan y mandan todo el rato. Marcos es muy desordenado, y le gusta serlo. Tiene auténticas broncas con su madre por culpa de eso.
—Qué desastre, hijo… Los libros van en una caja más pequeña, y la ropa de invierno, separada de la de verano —dice ella mientras va abriendo cajas en plan inspectora.
—Pues yo no lo hago así —contesta Marcos.
—Pues lo haces mal —replica ella, y se prepara para soltar el típico sermón—: Mira, hijo, en esta vida las cosas sólo se pueden hacer de dos maneras: bien o mal.
—Sí, mamá, y «bien» significa como lo haces tú, ¿no? ¡Doña perfecta! —exclama Marcos, a la vez que tira un libro con rabia dentro de la caja de la ropa.
—Oye, a mí no me hables así. Un poco de respeto, que soy tu madre —responde la mujer, afectada por la actitud de su hijo.
Pero en ese momento, en el que parece que le va a caer una buena, la madre de Marcos actúa de forma muy diferente a la que le tiene acostumbrado. Marieta, que así se llama la mujer, mira a su hijo y suspira. Se sienta en la cama, se muerde los labios y le dice:
—A ver, hijo, ven.
—¿Qué? —contesta él, algo arisco. De repente, se siente como si tuviese ocho años.
—Ven, Marcos, siéntate aquí conmigo —repite ella, dando un par de palmadas en el colchón.
Marcos se sienta. Su madre se levanta y cierra la puerta. Se vuelve a sentar a su lado y lo abraza. Marcos no evita el abrazo, pero deja los brazos muertos.
—Sé que es difícil, hijo; es difícil para los dos. Pero tendremos que hacernos a la idea de que papá ya no está aquí. No quiero decir olvidarlo, ¿eh? Claro que no. Pero sí debemos empezar una nueva vida en la que sepamos estar sin él. ¿Lo entiendes? —Marieta sigue abrazándole—. Sé que papá te falta, y que es difícil cambiar de barrio y de casa, pero vamos a darnos una oportunidad, ¿quieres? —pregunta a la vez que se separa de él y lo mira a los ojos.
—Le echo mucho de menos, y no me gusta este barrio. —Marcos tiene los ojos llorosos.
Su madre calla. No quiere seguir la conversación, porque a ella también se le está formando un nudo en la garganta que le impide seguir consolando a su hijo. Marieta también necesita consuelo desde que perdió a su marido; lidiar con Marcos no es nada fácil desde entonces. Para evitar derrumbarse y echarse a llorar delante de su hijo (ya llora lo suficiente por las noches, al acostarse, con el rostro escondido entre las sábanas para apagar los gimoteos), se levanta de repente y ordena:
—Venga, no seas vago y arregla las cajas.
Marcos no soporta que su madre cambie de tema con las excusas del orden y las malditas cajas. Le indigna que ella se haga la fuerte. Eso le hace sentir débil y culpable, por no poder superar la situación. Una rabia inmensa se apodera de él.
—¡Lo haré más tarde! —exclama enfadado.
Entonces se levanta, abre la puerta de su habitación, coge la chaqueta del perchero y se marcha corriendo.
—Pero, Marcos…, ¡¿adónde vas?! —grita su madre, preocupada.
—Necesito tomar el aire, pasear, estar solo —susurra Marcos ya desde la puerta, casi para sí mismo—. Llorar sin que me oiga nadie…
Llama al ascensor, pero parece que otro vecino se le ha adelantado. Nota las lágrimas brotar; va a ser incapaz de pararlas, así que huye bajando la escalera de dos en dos, a trompicones, agarrado fuertemente a la barandilla para no caer en los saltos.
A pocos metros de distancia
Silvia está delante de su portería. Sergio la ha acompañado hasta allí.
—Gracias por traerme.
—De nada.
Ambos se quedan callados.
—Bueno… —empiezan los dos a la vez.
—Me ha encantado conocerte, Silvia —deja claro Sergio.
—¡Pues espérate a conocer a Bea! —exclama ella con demasiado énfasis.
—Ya la conozco —sonríe el chico—. Por Internet, ¿recuerdas?
—Pero no es lo mismo, ¿no?
—¿Lo dices porque no la conozco en persona? Eso no es tan importante; al menos, para mí. Sólo espero que Bea se recupere pronto y nos veamos al fin. Y hablando de eso, mira, te doy mi número de teléfono para que puedas avisarme si sucede cualquier cosa.
«He quedado de lo más superficial», piensa Silvia.
—Sí…, claro —responde con un hilo de voz.
—Dime —dice el chico, que ha sacado el móvil del bolsillo del pantalón.
Silvia le canta el número. Sergio lo marca y llama.
—Sé que estás ahí y oyes la llamada. Si no respondes, pensaré que no quieres hablar conmigo —bromea él, animándola a responder.
Silvia saca su móvil del bolso; está sonando. Es una canción muy cursi, y ella se avergüenza. Pero él le dice:
—Aunque me encanta esa canción, va, ¡contesta!
—¿Sí? —responde ella titubeante, interrogando con la mirada a Sergio, que está frente a ella.
—Ahora ya sé seguro que tienes mi móvil —le dice él a través del teléfono, y cuelga—. Ya está.
Vuelven a quedarse callados. Se miran. «Todo esto me parece muy raro. ¿Qué estoy haciendo con el novio de Bea?». Entonces, Silvia rebusca en el bolso, saca las llaves de casa y, sin dar tiempo a que Sergio reaccione, se las enseña, sonríe, se vuelve de espaldas a él, abre la puerta del portal y entra.
Una vez a salvo en la portería, se queda quieta, sin encender la luz, y observa cómo el chico se pone el casco mientras se dirige hacia la moto, sube a ella, enciende el motor, arranca y desaparece calle abajo. Entonces desbloquea el teléfono, que aún guarda en la mano, busca en llamadas entrantes, selecciona la última, le da a «Editar» y escribe: «Sergio». Acto seguido, pulsa en «Guardar contacto».
Silvia tantea la pared del portal buscando el interruptor de la luz. Se pone nerviosa; oye a alguien bajar de manera ruidosa por la escalera. Al final lo encuentra. Pero no le da tiempo de apretarlo, y no puede evitar que el chico que salta el último peldaño de la escalera arremeta contra ella. El impacto es tan fuerte que Silvia cae al suelo. Y, encima de ella, él.
—¡Ay! Pero ¡qué haces! —exclama Silvia.
El chico se levanta algo desorientado pero se recompone en seguida:
—Perdona —le responde, aunque de malas maneras, mientras hace ademán de salir por la puerta.
—Oye, pero ¿quién te crees que eres? —dice Silvia, que ya se ha levantado y ha puesto una mano en el brazo del chico para pedirle explicaciones. El muchacho se resiste, pero ella le aprieta bien el brazo—. No seas maleducado y mírame a la cara, que te estoy hablando.
El chico, entonces, se vuelve hacia ella, y en ese momento, aunque sigan en la penumbra, Silvia se percata de que debe de tener más o menos la misma edad que ella y de que está llorando. Él pega una sacudida con el brazo para soltarse de su agarre y, como Silvia se resiste, la empuja y sale corriendo.
Silvia no tarda ni un segundo en decidirse: echa a correr detrás de él.