Capítulo 26

Juventud, divino tesoro,

¡ya te vas para no volver!

Cuando quiero llorar, no lloro…

y a veces lloro sin querer.

Plural ha sido la celeste

historia de mi corazón.

Era una dulce niña, en este

mundo de duelo y aflicción.

RUBEN DARÍO

Miércoles por la mañana

Las Princess llegan por separado a clase, sin pasar por el Piccolino. Cada una acude desayunada de casa, y parece que no es el día más propicio para reunirse y cotillear antes de entrar. Ana está en su nube, pensando en su calcetín; Bea y Silvia siguen enfadadas, y Estela está contenta con su nuevo proyecto con Marcos, pero también tiene esa extraña sensación en su interior que apenas la deja comer.

Son las 8.57 y toca clase de mates. Ana ya está sentada a su pupitre, escribiendo en su libreta, cuando aparece Crespo, uno de los chicos con más éxito del insti. Es el clásico guaperas, con el pelo rubio y pinta de surfero que se cree que todas están loquitas por sus huesos. El típico personaje a quien se supone que ninguna chica le puede decir que no. Si estuviéramos en una peli americana, él sería el capitán del equipo de baloncesto y Ana, la repelente a la que no miraría nunca. Pero no estamos en Estados Unidos, y ha pasado algo, porque el chico, por primera vez en todo el curso, le dirige la palabra.

—Hola, ¿qué haces? ¿Escribiendo para tu blog?

—¿Perdona? ¿Me…, me…, me lo dices a mí? —pregunta la chica, alucinada porque alguien como él le dirija la palabra.

—Pues claro… ¿Alguien más escribe un blog aquí? —pregunta el chico, haciéndose el gracioso y mirando a su alrededor.

—No lo sé. Supongo que sí —contesta Ana, sin entender muy bien qué intenciones tiene Crespo, cerrando su libreta y abriendo el libro de mates.

Entonces pasa algo absolutamente inesperado. El chico abre su mochila, la pone encima de la mesa, saca un paquete y se lo da.

—Para ti.

Suena el timbre y el muchacho se dirige a su sitio, no sin antes mirarla de reojo con picardía. Pero ¿de qué va esto? Ana está absolutamente desconcertada. No sabe qué contiene el paquete, y tendrá que esperar a que termine la clase para descubrirlo. Se da la vuelta y observa a Estela, que lo ha estado viendo todo desde lejos y le hace un gesto para que se lo explique.

Ana se encoge de hombros y mira al frente. La profesora acaba de entrar en el aula.

A la misma hora

El padre de Bea se dedica a las ventas. No sabemos muy bien qué es lo que vende, pero se pasa media vida con el coche arriba y abajo. En su último viaje, el coche lo dejó tirado un par de veces y, antes de que le vuelva a pasar, decide llevarlo al mecánico. Un colega le ha recomendado un nuevo taller que, al parecer, es barato y de confianza. Con los coches pasa lo mismo que con los médicos: hay que confiar en ellos.

En cuanto entra se queda fascinado de lo limpio que está todo. Por lo general, los talleres están sucios y huelen a aceite y gasolina. No es que éste huela a flores, pero el nivel es bastante digno. Parece que sólo hay un mecánico. Sus pies aparecen debajo de un coche.

—Perdona, chico, ¿te pillo en mal momento?

—Bueno, si me da un par de segundos, salgo —dice la voz que se esconde debajo de un Seat Ibiza.

—¡Hecho! No sé qué le ocurre a mi coche, pero pasado mañana salgo de viaje y necesito que esté arreglado —comenta el señor Berruezo, mientras comprueba si tiene mensajes nuevos en el correo electrónico de su Smartphone.

—Bueno, no se preocupe, si hace falta le dejo un coche de los míos.

«Un chico eficiente —piensa el señor Berruezo—. Me da una solución antes de que aparezca el problema. Eso me gusta». Se queda mirando el local, que es bastante grande y está bien situado. De repente, alguien le toca la espalda.

—Usted dirá —dice el chico limpiándose las manos de grasa con un trapo.

El padre de Bea se vuelve, y se lleva una sorpresa mayúscula cuando se da cuenta de que el chico es Pablo, el ex novio de su hija. Parece que ha crecido, ha montado un negocio y se ha convertido en alguien responsable.

—Pablo, ¿eres tú? ¿Cómo estás, chaval? —dice el hombre con simpatía.

—¡Señor Berruezo! No me lo puedo creer… —El chico lo mira fijamente—. Vaya, vaya… Para empezar, le diré que no soy ningún chaval. En cuanto a ¿cómo estoy? Bien, todavía me estoy recuperando de lo que me hicieron.

El padre de Bea es incapaz de reaccionar. Parece que el chico no está para tonterías. Va directo al grano. No parece el niñato que salía con su hija hace unos años.

—Erais muy jóvenes…

—No. Su hija era muy joven. Yo soy prácticamente el mismo. Ahora tengo trabajo, sí, y vivo solo. Pero sigo siendo el mismo.

—Chico… No me guardes rencor. Tienes que entenderlo. Bea era muy pequeña y tú le llevabas… ¿cuántos años?, ¿cinco? Era imposible.

—Eso es lo que usted se creía. Yo adoraba a su hija —dice el chico, que alza el tono de voz y se vuelve a secar las manos grasientas con el trapo.

La verdad es que los dos tienen su parte de razón. No es que Pablo fuera demasiado mayor para Bea, pero sus padres creían que ésta no tenía edad de andar con novios, todavía era una chiquilla. Este argumento nunca le ha cuadrado a Bea, porque sus padres se conocieron muy pronto y siempre han sido muy felices. Pero eran otros tiempos, en los que las mujeres sólo podían marcharse de casa si se casaban, y no tenían por qué estudiar si no querían. Los padres de Bea quieren que su hija sea una mujer independiente, libre y feliz. Y aunque Pablo era un buen chico, no les gustaba que estuviera tan unido a su hija. En dos palabras: tenían miedo. De alguna manera, presionaron al chico para que la dejara. También manipularon un poco a Bea para que ésta aceptara que aquello era lo mejor para ella. Le decían que era muy dominante y que no la quería de verdad.

Lo cierto es que el padre de Bea ve al chico, unos años después, y se da cuenta de que quizá fuera un pelín duro con ellos. Sobreprotegió a su hija, pero no se le puede culpar por ello. ¿Acaso no es lo que hacen todos los padres?

Unas horas más tarde

Suena el timbre y las chicas van directas a la mesa de Ana. Ésta les hace una seña para reunirse en los aseos. Cuando llegan, la primera que habla es Estela.

—Anda, ¡ábrelo! ¿Qué será?

—No me puedo creer que Crespo haya hablado contigo. ¿Qué te ha dicho? ¿Qué te ha dicho? —pregunta Silvia, intrigada.

—¡Que ha leído mi blog! —exclama Ana, sorprendida.

—No sé de qué te sorprendes —le dice Silvia—. Te hemos dicho mil veces que ¡todo el insti lee tu blog!

—Es verdad… —la secunda Bea, que mira a su amiga, pero se acuerda de que sigue enfadada con ella y baja la vista.

Ana no dice nada más, y abre el paquete poco a poco, como para hacerlo más emocionante. Las caras de las chicas son un poema. Sólo Ana entiende lo que pasa. Dentro del paquete hay… ¡un calcetín!

—¡Qué fuerte! —dice.

—¡Qué asco! ¿Creéis que estará limpio? —bromea Estela.

Entonces Ana las invita a leer su blog y les cuenta la historia del calcetín. Lo que no tiene demasiado claro es qué narices tiene que hacer con él. Y entonces, cuando están a punto de marcharse, Ana guarda el calcetín dentro del paquete y, al hacerlo, se encuentra con una tarjeta que dice:

Te encontré. Si me llevas puesto, eso significará que me quieres.

Todas las chicas gritan a la vez, y no pueden parar de reír. Este tal Crespo parecía un supercreído, pero por lo visto es un chico romántico.

—¡Es brillante! —exclama Estela, emocionada—. Sin saberlo, Ana ha creado un nuevo código de amor: si te gusta alguien, le das tu calcetín y, si éste se lo pone, es que está por ti. ¡Genial!

—Sí, genial, lo que nos faltaba. Mi novio lleva una escayola —ironiza Bea—. Será alguna señal divina.

—No digas eso —le dice Silvia con dulzura.

—Yo digo lo que me da la gana —le contesta la otra, enfadada.

Es evidente que las chicas están de mal rollo. Lo mejor será volver a clase y calmarse un poco.

Después de las clases, todo el mundo se ha enterado del asunto del calcetín. Las chicas con novio ya se han intercambiado los suyos y, en cuestión de horas, ya se puede saber quién tiene novio y quién no en el insti. Todo el mundo está como revolucionado, y la entrada de Blancanieves tiene más visitas y comentarios que nunca.

Al salir de clase, lo primero que hace Ana es llamar a David, quien de alguna manera ha creado esta nueva moda entre los adolescentes. Estela se marcha en bici, y Bea y Silvia se separan sin decirse ni adiós. Bea está muy triste; le espera comida familiar en casa y no le apetece nada conversar con sus padres. Y lo peor es que no tiene ni idea de la sorpresa que le va a deparar la charla del mediodía.

Hora de comer, en casa de los Berruezo

Bea puede comer con sus padres muy pocas veces al año. Primero, porque casi siempre come en el insti, y después, porque el padre no está casi nunca. Hoy es un día especial, pero Bea no está de humor. Llega, se encierra en el baño y espera a que la mesa esté puesta. Sabe que, si sale, su madre la va a obligar a ayudar: poner los platos, cortar el pan, lo que sea… Mientras, su padre está tirado en el sofá, viendo las noticias. Como esto la saca de quicio, espera el grito de rigor:

—¡A la mesa! —grita Lucía—. ¡La comida ya está lista!

Bea sale del baño, se sienta a la mesa y, sin decir ni una palabra, coge el tenedor y corta un trozo de la lasaña de verduras. Es uno de sus platos favoritos pero no hace ningún comentario al respecto. Entonces el señor Berruezo, que nota que su hija no tiene un día demasiado comunicativo, decide (no sabemos si acertadamente) contarle que ha visto a su ex. A Pablo. Le explica con bastante entusiasmo: que el chico le ha sorprendido; de alguna manera, le quiere decir a su hija que lo siente. Siente la bronca del otro día, y siente haber sido tan duro con ella en el pasado.

—Perfecto, ahora resulta que Pablo era el chico perfecto, ¿no? —murmura Bea con rabia.

—Que no, hija, no te pongas así. Te lo cuento porque he pensado que debías saberlo —aclara el padre.

—Muy bien, ¿y me puedes decir qué me aporta ahora esta información? ¿En que mejora mi vida saber esto?

—Bueno…, no lo sé. Pensaba que te alegraría —repite serio el padre, mientras mira a la madre para que le eche un cable.

—Me costó mucho superarlo, ¿sabéis? —les dice Bea, mirándolos a ambos—. Me dijisteis que Pablo no era bueno conmigo. Y ahora resulta que es el novio ideal.

Bea está a punto de echarse llorar.

—Nadie ha dicho esto, Beatriz. Creo que estás haciendo una montaña… —le replica la madre.

—Sí, sí, seguro. La culpa siempre es mía.

—Nadie habla de culpas. Hace tiempo de lo de Pablo, y la gente crece, madura… Tú eras muy pequeña, Bea, hicimos lo que creímos correcto y mejor para ti y, quizá, gracias a eso, Pablo es mejor persona —aclara la madre—. ¡Pero si hablabais de iros a vivir juntos, sin un duro, y tú eras menor de edad! ¿Qué sería ahora de vosotros?, ¿eh? Tú, sin estudios, y él… —Su madre calla. Luego mira a su hija y prosigue—: ¿Crees que tendría el taller si hubiese seguido contigo?

Bea ya no puede más. Se echa a llorar y, cuando hace amago de irse a su cuarto, su madre la coge del brazo y la abraza fuerte. En cuestión de segundos, el padre se levanta y hace lo mismo. La familia Berruezo se funde en un gran abrazo. A veces son duros los unos con los otros, pero está claro que se quieren. Lo que no saben es que Bea no llora sólo porque recuerda su pasado más triste, sino porque su presente tampoco es muy halagüeño.

En la habitación de Marcos

Estela está sentada en la cama de Marcos y, mientras éste ensaya unos acordes con la guitarra, ella no para de escribir en su libreta. Si alguien los viera, pensaría que llevan años ensayando juntos. Ni siquiera tienen nombre como grupo, pero buscan una sintonía a través del concurso de la tele.

—No sé si daremos la talla —duda el chico.

—¿Perdona? Nada de inseguridades, Marcos, ¡vamos a por todas!

—Es que llevamos aquí todo el día y ¡no me sale nada! Estoy superagobiado. ¿Te importa si salgo un momento a tomar el aire con Atreyu? —pregunta, dejando la guitarra en la cama.

Estela capta perfectamente que quiere ir solo y, sin tratar de impedírselo, deja que se vaya.

—¡No tardes!

—Tranquila; serán diez minutos como mucho —contesta él, cerrando la puerta.

De repente, Estela se encuentra sola en la habitación. Todo el mundo sabe que, cuando dejas a alguien solo en el espacio de otra persona que le gusta, lo primero que va a hacer es curiosearlo todo. Y, en efecto, Estela no puede evitar cotillear en la librería, abrir cajones, buscar fotos, archivos… ¡Lo que sea! La cuestión es encontrar algo que le demuestre que Marcos está por ella. Y, de repente, lo encuentra: una libreta roja de terciopelo cerrada con una goma del mismo color, con el nombre de Marcos marcado en una esquina. No es la primera vez que la chica ve esa libreta. Marcos la lleva siempre encima, y escribe cosas en el momento más inesperado, y Estela sabe que él guarda allí sus más valiosos secretos, sus reflexiones más profundas y sus pensamientos más oscuros. Cuenta hasta tres y la coge. «Sólo una página», se dice. Sabe que eso no está bien pero, aun así, la abre de golpe de manera aleatoria y lee lo que aparece en la página que la fortuna ha escogido por ella:

La niña del pijama

yo no sé si es buena o es mala.

Parece la guardiana de los sueños

que mientras duermo me acompañan;

será porque me protege desde la ventana.

Silvia, mi amiga y mi guardiana.

Estela cierra bruscamente la libreta y le da un vuelco el corazón. Empieza a respirar muy fuerte y siente que se está mareando. Le invaden unas enormes ganas de llorar, pero no sabe muy bien por qué. De pronto, supone que Marcos esta enamoradísimo de Silvia y se siente muy desgraciada. Deja la libreta donde la ha encontrado, e intenta llegar hasta el baño. Le cuesta. El mareo cada vez es mayor. Siente su pulso acelerarse, le sudan las manos y la cabeza le da vueltas. Cuando por fin llega al baño, se encierra en él, se tira al suelo y se abraza a la taza del váter. No puede parar de llorar. Le duele el pecho, algo le aprieta muy fuerte ahí, y no sabe lo que es. Se siente realmente mal, con el estómago revuelto. Abre la tapa y vomita lo poco que ha comido durante la mañana. Tira de la cadena y, aunque sigue triste, parece que se sienta un poco mejor. Suena el teléfono. Es un nuevo SMS de Leo: ¿Cómo va a sorprenderme mi chica hoy?

Estela lo lee un par de veces y, por primera vez en su vida, decide no contestar. Parece una tontería pero ella no ha dejado nunca de contestarle los mensajes a Leo. En cambio, él puede tardar lo que le plazca en responder o, directamente, no hacerlo.

Estela, tumbada en el lavabo de la casa de Marcos, reflexiona sobre los chicos que hay en su vida y lo poco que parece significar para ellos en realidad, y se siente muy desgraciada.

En la otra punta de la ciudad

Silvia pedalea tan rápido que parece que la haya alcanzado un rayo. Hace unos instantes ha recibido un SMS de Sergio que le pide que vaya a verlo a casa de su madre, pues necesita su ayuda. No hay nada que le guste más a Silvia que ayudar a los demás y, aunque sabe que está jugando con fuego, no puede evitar ir a verlo. Siente el cuerpo inundado de mariposas; es una sensación que le encanta y a la vez le horroriza. Ella es muy comedida en todo lo que hace, y siempre intenta hacer las cosas bien, pero, por una vez, siente que hay algo superior a ella que la impulsa. Está viviendo una aventura que no sabe adónde la va a llevar y, aun así, no puede dejar de sonreír. Al fin, llega. La casa de la madre de Sergio está ubicada en la zona alta de la ciudad: aunque el chico parezca algo bohemio, en realidad es de buena familia.

Temblorosa, Silvia llama al interfono. No contesta nadie, pero le abren la puerta. Sube hasta el ático, y le atiende una señora regordeta con rasgos filipinos y un delantal gris.

—Pase, señorita; el señorito Sergio la espera en su cuarto.

—Gracias —contesta la chica, un poco cortada.

De camino a la habitación del chico, Silvia puede ver un sinnúmero de obras de arte, cuberterías de plata expuestas en vitrinas, platos enormes colgados de la pared… La chica observa todo atentamente hasta llegar a su destino. La sirvienta llama a la puerta con los nudillos, y se oye la voz de Sergio:

—Adelante, Gladys.

Ésta abre la puerta y deja paso a Silvia, que entra. Sergio, que está sentado en una silla de ruedas, con la pierna enyesada estirada, dice:

—Gracias, Gladys.

La sirvienta asiente y se va, cerrando la puerta tras de sí. Silvia no se lo puede creer. Nunca habría imaginado que Sergio tendría una criada, no parece de esa clase de chicos. Nadie diría que es un pijo, sino todo lo contrario. «Claro que uno puede ser normal y tener una familia con dinero, ¿no?», se dice Silvia.

—Bueno, ya estoy aquí. Me tienes intrigada… ¿Qué es lo que quieres? —le pregunta al chico, a la vez que se sienta encima de la cama.

—Necesito que me ayudes con el regalo de Bea —contesta Sergio, contundente.

Esa frase le cae a Silvia como un jarro de agua fría en toda la cabeza. Llevaba media hora subida en la bici mientras iba para allá, imaginándose todas las cosas románticas que le podría decir Sergio. Está claro que se ha montado una película.

—Yo intento ayudar en lo que quieras, pero Bea y yo estamos enfadadas —le recuerda la chica.

—Lo sé. Pero eso no me importa. Bueno, claro que me importa. Quiero decir… que necesito que me ayudes como amiga.

—¿Como amiga? —pregunta Silvia.

—Sí, pero como amiga mía.

Otro jarro de agua fría. Ahora dice que son amigos. «Si un hombre te quiere como amiga es que no tienes nada que hacer», piensa. Entonces, se arma de valor y pregunta:

—¿Qué hay que hacer?

—Necesito tu opinión. Había pensado llevar a Bea a un lugar muy especial el día de su cumpleaños. Un mirador que hay a las afueras de la ciudad. Allí hay un banco de piedra que me gusta mucho, y desde el que se puede ver toda la ciudad. Ahora está lleno de pintadas horribles. La gente es de lo más incívica, ya sabes. La idea sería volver a pintarlo con motivos de amor y con un mensaje explícito para ella. ¿Crees que le gustaría? Y… ¿qué puedo poner?

—Bufff… —Parece que Silvia se va a desmoronar en cualquier momento—. No sé, chico, eso es cosa tuya. Tú eres el artista…

—Tengo claro el dibujo, lo que no sé es qué escribir. No sé qué le puede hacer ilusión. ¿Qué querrías tú leer?

—Es complicado… ¿Te quieres declarar?

—No lo sé. Igual sí. Pero ¿qué significa declararse? —pregunta Sergio.

—Pues comprometerte con ella, confesarle tu amor, decirle que la amas, que quieres pasar el resto de tu vida con ella, que quieres que tu sueño se convierta en realidad.

—¿Sueño? —pregunta Sergio inquieto—. ¿A qué te refieres?

—Que sueñas todas las noches con ella antes de ir a dormir y que te gustaría levantarte todos los días viendo su cara, sintiendo su olor, y tocando su piel. Y que lo que más deseas en esta vida es que el sueño se convierta en realidad —contesta Silvia.

—Qué bonito —contesta el chico con sinceridad, mirándola a los ojos, admirado.

—Es lo que pienso cuando estoy enamorada de alguien, que me gustaría ser lo primero que viera al despertar y lo último que viera antes de irse a dormir y que no fuera…

Entonces, los dos exclaman a la vez:

—¡Un sueño!

Mientras, en la habitación de Marcos

Marcos llega de pasear a Atreyu y se da cuenta de que algo anda mal. Estela lleva la chaqueta puesta y parece que estaba a punto de marcharse. Está muy pálida y tiene los ojos llorosos.

—¿Qué te pasa, Estela? —le pregunta.

—Nada; no me encuentro bien…

—Pero ¿así, de golpe? —se sorprende el chico—. ¿Qué tienes?

—Estoy mareada. Prefiero irme —contesta ella.

—Pero ¿por qué?

Estela no puede evitar el llanto. Marcos la abraza en seguida, consciente de que le está pasando algo grave. De un tiempo a esta parte, su amiga come poco, se marea con frecuencia y está muy pero que muy sensible. De alguna manera, tiene el presentimiento de que tal vez haya hecho algo malo. Es muy raro, ha bajado al perro diez minutos, la ha dejado sola, y ella se ha puesto así.

—Perdona, pero ¿tiene algo que ver conmigo?

—Lo siento, Marcos… Yo…

—¿Qué?

Estela le confiesa que ha leído la canción de amor a Silvia. Marcos no dice nada. Apoya su mano derecha en el hombro de Estela para consolarla pero, en el fondo, no le gusta que ella haya traicionado su confianza. Ésa es su libreta personal. Su libreta más íntima.