Capítulo 22

¡Qué bonita es la princesa!

¡Qué traviesa!

¡Qué bonita

la princesa pequeñita

de los cuadros de Watteau!

Yo la miro, ¡yo la admiro,

yo la adoro!

Si suspira, yo suspiro;

si ella llora, también lloro;

si ella ríe, río yo.

MANUEL MACHADO

En el gimnasio municipal, domingo por la mañana

Bea no puede parar de correr. Lleva un montón de rato corriendo y parece que le va a saltar el corazón. No le gustan demasiado las cintas, ella es más de correr en la calle, pero a veces las luces, los coches o los árboles la distraen. En la cinta del gimnasio puede correr, y nada más que correr. Parece una modelo. Con sus mallas negras, su coletero rosa y su top apretado blanco a juego con las zapatillas. También lleva un pulsímetro en la muñeca para medir los latidos de su corazón.

A su alrededor sólo ve gente mayor.

«¿Quién va al gimnasio un domingo por la mañana? Viejos y gente rara», se dice. Lleva todo el fin de semana sin salir, y superagobiada, pensando en Sergio. Le pidió espacio, así que ella no piensa llamarlo. Lo tiene claro. Es demasiado orgullosa.

—Chica, para, que llevas más de una hora —le dice un monitor.

—Sí, creo que ya tengo suficiente —contesta Bea resoplando, y aprieta el botón de stop de la máquina.

Salta de la cinta, bebe agua y, sin cambiarse siquiera, vuelve a casa. Por el camino, sopesa la posibilidad de llamar a Sergio, pero sigue pensando que no es una buena idea. «Cuando llegue a casa me conecto al Messenger».

Y así lo hace. Al llegar, lo primero que hace es encerrarse en su cuarto y abrir el ordenador. Ni rastro del chico. Curiosea en su pestaña de favoritos buscando alguna web interesante para leer. Y se encuentra con el blog de Blancanieves. Parece que Ana ha colgado una nueva entrada:

Nueva entrada:

Mirada de Princesa

Tiene mirada de princesa. La veo, la observo y me pregunto: «¿Dónde estará el fallo?». Creo que no lo hay. ¿Será ése el fallo? Hay que encontrarlo para intentar superarlo. Pero ¿cómo superar algo que es demasiado perfecto? No se puede.

Tenía ese sentimiento hace un tiempo, cuando mi amado no estaba conmigo, sino con ella, con la mujer perfecta. Yo me sentía mal, y no hacía nada más que lamentarme. Su perfección me creaba mucha inseguridad y me convertía en más imperfecta aún. Hasta que un día se descubrió el pastel. La mirada era de princesa pero el corazón lo tenía de bruja. Y mi envidia se convirtió en compasión.

Moraleja: Créetelo. Te quiere. Y no pienses nunca nunca en que otra es mejor para tu príncipe. Tú eres la princesa y puedes llegar a tener tu propio reino. Sólo tienes que ser buena y confiar en el amor.

Firmado:

Blancanieves

Bea no se lo puede creer. Parece como si Ana hubiera escrito esta entrada para ella. ¡Qué fuerte! Sin pensarlo, coge el teléfono y llama a Sergio. Se lleva una sorpresa mayúscula cuando contesta una voz de mujer.

—¿Dígame?

Bea se queda callada, comprueba en la pantalla que está llamando a su chico y, al ver el nombre del chico allí, reacciona:

—Sí, hola, quería hablar con Sergio.

—¿De parte de quién? —pregunta la voz.

—De Bea.

Le gustaría decirle que es su novia, pero no tiene ni idea de con quién está hablando. Y entonces la voz le confiesa que es la madre del muchacho, y le explica que su hijo ha tenido un accidente.

—No es nada grave, pero va a tardar en volver a andar. La operación ha sido de urgencia, y muy larga. Ahora está en la UCI. En un par de días podrás venir a verlo.

Destrozada, Bea cuelga el teléfono. Se siente paralizada. Gritaría. Lo único que se le ocurre para paliar ese dolor es volver al gimnasio a correr dos horas más.

Mientras, en la calle

Ana y Estela han decidido ir de compras. Ahora que Ana tiene novio, debe cuidar su look más que nunca. No disponen de demasiado presupuesto pero, con quince euros, Estela es capaz de encontrar las gangas más gangas.

—Me parece que en esta callecita había un outlet que estaba superbién —comenta Estela dando la mano a su amiga.

—¿Estás segura de dónde nos metemos? Estos callejones me dan un poco de miedo.

—Tranquila, princesa, yo te protejo —bromea la otra Princess mientras la agarra del cuello como si fuera su novio. En realidad, ella también está un poco asustada, pero no puede mostrarse débil delante de su amiga.

Entran en el callejón. Hace un día soleado, pero como la calle es tan estrecha, parece que ha oscurecido de golpe. Hay un par de mendigos tirados en el suelo y una pareja hace extraños intercambios en la siguiente esquina. El olor de la calle también ha cambiado.

—¡Qué peste! ¿Podemos salir de aquí, por favor? —suplica Ana, que está muerta de miedo.

—Tranquila, casi hemos llegado. Yo diría que era por aquí…, o no, por allá.

Ana está aterrorizada: su amiga se ha perdido. Cuando están a punto de dar media vuelta y deshacer el camino, oyen una música que les resulta familiar. Claro, es una versión de una vieja canción que les encanta. Sobre todo a Estela.

—Es un cantante callejero. ¡Cómo mola! —dice emocionada—. Me encanta esta canción…

Las chicas, que sienten curiosidad por conocer al cantante, se acercan algo más para poder verlo porque hay un contenedor entre éste y ellas que se lo impide. Se llevan una sorpresa mayúscula cuando descubren la identidad del músico.

—¡Es Marcos! ¡Agáchate! —susurra Estela al tiempo que agacha la cabeza y obliga a su amiga a hacer lo mismo.

Marcos no se ha dado cuenta. Le gusta mucho cantar en la calle, y en ese barrio en particular. Un barrio pobre, donde nadie le va a juzgar y donde no se va a encontrar a ningún conocido. Y, de este modo, también se saca algunos eurillos extra que no le vienen nada mal (quiere comprarse una guitarra nueva). Pero hace esto muy de vez en cuando. Quizá los mendigos no sean el mejor público, pero el hecho de salir de casa, sentarse en medio de la calle y cantar es una terapia para él.

Cuando en el juego de nunca-nunca dijo que jamás había cantado en público, en realidad mintió. Lo que pasa es que cantar en la calle ante viandantes que en realidad no le prestan atención no es algo que él considere cantar en público. Él se refería al público que observa sus movimientos, escucha la letra y melodía de sus canciones y que, de alguna manera, lo analiza y valora.

Marcos sigue cantando a su aire sin saber que esa mañana sí tiene un público real. Estela y Ana siguen escondidas detrás del contenedor, con los ojos como platos y la boca abierta, como si se hubieran colado en el ensayo de su artista favorita. Entonces, Estela no puede evitarlo: cierra los ojos y empieza a cantar. Ana la mira, incrédula. Su amiga canta cada vez más alto, hasta el punto de que Marcos la oye.

«¿De dónde vendrá es voz? —piensa, mientras canta—. No está nada mal, tiene ritmo y no desafina. —En el segundo estribillo, Marcos se calla para dejar cantar a la chica misteriosa—. Vamos a ver si ella sola se atreve…». ¡Claro que sí! No sólo se atreve sino que también se levanta de su escondite y se acerca a él. Ana, agazapada aún detrás del contenedor, la sigue con la mirada y ve cómo su amiga se descubre ante Marcos, que casi deja de tocar de la sorpresa. Pero no. Se sobrepone y continúa tocando la guitarra, y la chica canta cada vez más alto. Llega el gran momento final. Marcos vuelve a cantar, y su voz se complementa perfectamente con la de Estela. Parece que hayan cantado juntos toda la vida. Ana se apresura a sacar su móvil y grabarlos en vídeo. «Silvia tiene que ver esto», se dice.

La canción termina. Ana sale de su escondite, Marcos sonríe y Estela le dice, feliz:

—¡Dame un abrazo bien fuerte!

Estela y Marcos se acaban de declarar sin saberlo.