Capítulo 21

Es una lástima que no estés conmigo

cuando miro el reloj y son las cuatro

y acabo la planilla y pienso diez minutos

y estiro las piernas como todas las tardes

y hago así con los hombros para aflojar la espalda

y me doblo los dedos y les saco mentiras.

MARIO BENEDETTI

Casa de Marcos, sábado por la mañana

Suena el timbre en casa de Marcos. La señora Soler va a abrir la puerta, convencida de que es algún vendedor ambulante y, al hacerlo, la ve a ella. Una chica con una pinta muy extraña, con el pelo rojo, rastas y un piercing en la nariz. De entrada, no le gusta nada.

—Hola —dice Estela quitándose los cascos—. ¿Está Marcos?

—Sí, creo que está en su cuarto —contesta la madre, con la voz entrecortada por la impresión que se ha llevado al ver a la chica.

—¿Puedo pasar?

—Sí pasa, pasa, perdona —se disculpa la señora, que parece que ha visto un fantasma—. ¡Marcos, tienes visita!

El chico se despierta sobresaltado con los gritos de su madre. Está echado en la cama, con la guitarra encima, y vestido con la misma ropa del día anterior. Se ha pasado la noche componiendo y tocando hasta quedarse dormido. Como su madre vea que ha dormido vestido, le va a caer una bronca de las de campeonato.

Estela y la madre de Marcos andan todo el pasillo de la casa sin decir nada. La chica va detrás, y la madre no hace ni un solo gesto para que la amiga de su hijo se sienta cómoda. Llegan a la habitación del muchacho y, al abrir la puerta, la señora Soler dice:

—Marcos, despierta, que ha venido tu amiga… —La mujer hace una pausa al darse cuenta de que ni siquiera le ha preguntado cómo se llama.

—Estela —contesta la chica con una sonrisa que la madre no sabe interpretar.

—Sí, perdona, que no te había preguntado. —La madre vuelve a repasar a la muchacha de arriba abajo, y luego hace lo mismo con su hijo—. Qué pinta me llevas, Marcos, ya has vuelto a dormir vestido, ¿no?

—Sí, bueno… —contesta el chico, algo avergonzado ante la presencia de su amiga.

Estela relaja el ambiente con una gran carcajada. La señora Soler la recibe con sorpresa, pero a la vez piensa que si la chica es muy extraña, su hijo lo es todavía más. «Tal para cual», piensa. Y antes de irse, dice:

—Os dejo.

Los dos chicos se miran y se parten de risa. Luego se quedan callados un rato. Marcos no entiende muy bien qué hace Estela en su casa un sábado a las once de la mañana, y ella se siente un pelín cortada.

—Así que duermes vestido… Ahora entiendo por qué tienes siempre cara de recién levantado.

—Bueno, ahora estoy recién levantado —aclara el chico—. ¿A qué se debe esta visita inesperada?

Estela no contesta y curiosea por la habitación: está llena de trastos y de cajas sin vaciar… Mira los libros, la música y los diferentes instrumentos extraños que colecciona Marcos… Descubre un piano pequeñito con un tubo.

—¿Qué es esto? ¿Cómo funciona? —pregunta curiosa, cogiendo el peculiar instrumento de la estantería.

—Es un piano que se toca con la boca. Soplas por el tubo y le das a las teclas.

—¡Como un piano de viento! ¡Qué diver! ¿Cómo se llama? —pregunta intrigada.

—Es una melódica.

—¿Melódica? —repite la chica con la boca ya metida dentro del tubo—. Parece el nombre de un grupo de música… ¡LA MELÓDICA!

Se pone a tocar. No tiene ni idea de cómo se hace, pero la chica es muy intuitiva, y parece que no le sale del todo mal. Resopla a la vez que abre los ojos con fuerza, y mira a Marcos. Entonces deja de soplar y dice:

—Doy clases de música en el teatro.

—¿Y qué instrumento tocas? —pregunta él, interesado.

—Ninguno. Doy clases de canto, quería decir. Me gusta cantar pero creo que necesitaría saber un poco de solfeo. ¿Podrías enseñarme?

—¿Yo? —contesta Marcos un poco desconcertado.

—Sí, me gustaría mucho saber algo de música. Escribo letras y tengo nociones de canto; pero de música, ni idea. Me gustaría saber tocar la guitarra, o el piano, ¡o la melódica! —exclama ella, guiñándole el ojo y con una gran sonrisa.

—¡Para, para! —le interrumpe Marcos—. ¿Te crees que esto se aprende en dos minutos? La carrera de guitarra dura más de diez años, y la de piano, ni te cuento. Yo llevo años practicando.

—¿Qué quieres decir con eso? ¿Que no me ves capaz de aprender o que no quieres darme clases?

Marcos no sale de su asombro: ¡Estela se ha presentado en su casa para que le dé clases de guitarra! Esta chica es una caja de sorpresas. La idea no le desagrada, estaría bien tener una compañera para practicar. Pero ¿no será una excusa para ligar con él? Él no es en absoluto creído, pero está más que claro que le gusta a Estela. Y a Marcos le irrita que la gente no se tome la música en serio. Para él es algo muy importante. Y, ahora mismo, no se fía de las verdaderas intenciones de Estela.

Mientras, en casa de Manu y Sergio

Sergio se ha levantado más ansioso de lo normal. No tiene clase de pintura hasta las cinco de la tarde, y hoy se ha levantado sobre las diez de la mañana. Lo habitual es que, al aprovechar las noches para pintar grafitis, no se levante antes de las doce del mediodía. Parece estresado. Pone la música a tope y se prepara un café con leche y unas tostadas. Manu se despierta con tanto ruido. Sale de su cuarto, que está junto a la cocina y, sin que su primo se dé cuenta, coge la taza de café aún caliente de Sergio y le da un sorbo.

—¡Primo! Eres un gorrón, sabes que no soporto que hagas eso.

—Me has despertado, tío. ¿Se puede saber a qué viene este follón? ¿Adónde vas tan pronto?

—Pues no lo sé. No tengo clase hasta las cinco.

—¿Has quedado con Bea? —pregunta el otro.

Antes de contestar a Manu, Sergio ya se siente mal. Se acaba de dar cuenta de que se ha levantado alegre porque había quedado con Silvia y no con Bea. Sabe que eso no está bien, pero no puede evitar sentir lo que siente. Está hecho un lío.

—No. He quedado con Silvia al salir de clase —confiesa.

—Uy… Que nos estamos metiendo en un buen lío…

—No sé qué me pasa, primo. Pero desde el primer día… Hay algo en Silvia que… Te lo digo de verdad; creo que voy a ser sincero con ella y se lo voy a contar.

—No lo hagas —dice Manu muy en serio.

—¿Por qué?

—Porque no lo tienes claro. No la cagues como siempre.

Manu tiene razón. Sergio es un chico muy impulsivo y siempre tiene la necesidad de actuar. Va demasiado rápido. Sabe que le gusta Silvia, pero también le gusta Bea, aunque las cosas entre ellos no parezcan fluir con facilidad. Su problema es que no está totalmente seguro de que le guste a Silvia.

—Necesito saber, Manu.

—¿Saber qué?

—¡Si le gusto! Si no le gustara, todo sería más fácil.

Manu se sienta a la mesa, abre el frasco de mermelada, mete el dedo hasta el fondo, lo chupa y dice:

—¡Mujeres! No podemos vivir ni con ellas ni sin ellas.

Sergio se ríe. Su primo es así. Sabe que después de esa frase tan típica y tópica les espera una buena charla.

Más tarde, en el parque

Marcos ha decidido salir a pasear a Atreyu con Estela. No tiene muy claro que esto de la música vaya en serio, y quiere asegurarse. Van a una zona del parque que está algo escondida, llena de palmeras y arbustos mal cuidados. A la gente no le gusta porque es una zona demasiado agreste, pero a Marcos y a su perro les encanta. Sobre todo a Atreyu, que sabe que puede correr con libertad y husmear por donde le plazca. Los chicos se sientan debajo de una de las palmeras, y Marcos saca su guitarra.

—¿Por qué yo, Estela? Si vas a clases de teatro, podrías apuntarte también a clases de música. ¿Por qué quieres que te enseñe yo?

—Porque ya me ha costado bastante convencer a mi familia para hacer teatro como para decirles ahora que quiero cantar. No me tomarán en serio…

—Entiendo. A veces es difícil —contesta Marcos, abrazando la guitarra.

—¿El qué?

—Pues eso. ¿Te crees que a mi madre le gusta o entiende que esté todo el día con la guitarra? Ella lo considera una pérdida de tiempo. No está nada orgullosa de mí en ese sentido.

—¿Por qué pasa eso, Marcos? ¿Por qué si aspiramos a ser médicos o abogados, nuestros padres se sienten bien, pero si queremos dedicarnos al mundo del arte piensan que nos equivocamos?

—No lo sé, pero es verdad que lo tenemos más difícil que los demás.

—¡Muy difícil! Porque, para colmo, el artista depende del reconocimiento de la gente.

—¡Exacto! —contesta Marcos, emocionado, como si lo acabara de descubrir en ese mismo instante—. Es importante que los que te quieren te digan que lo haces bien, que tienes talento, y que te apoyen… Nadie me ha dicho nunca que tengo talento, ni me ha animado, ni nada por el estilo…

—No me lo creo. ¡Pero si el otro día, cuando tocabas en el bar, nos dejaste a todas flipando! —le recuerda Estela.

—Era la primera vez que tocaba con público. Nunca-nunca, ¿recuerdas?

—Fuiste muy valiente, Marcos. Yo también soy muy vergonzosa en ese sentido.

—¿Vergonzosa, tú? No me lo creo.

—En serio. Créeme. Puedo ser muy extrovertida y habladora.

—Lo eres.

—… y a la vez ser vergonzosa.

—Quizá sí. Pero eres fuerte. Me gusta la gente fuerte.

Estela guarda silencio. Lo que le ha dicho Marcos le gusta y no le gusta. Es verdad que es fuerte, pero también es tremendamente frágil y sensible.

—Muchas veces tengo miedo —confiesa.

—¿De qué?

—De casi todo. Tú sí que eres fuerte. Has superado la muerte de tu padre.

—¿Quién te ha dicho que la he superado?

—Bueno, estás aquí.

—Sí claro, pero los días son muy duros. Tú puedes luchar para conseguir ese reconocimiento que tu familia no te ofrece. A mí ya no me da tiempo. Mi padre era el único de mi familia a quien le gustaba la música. El único que igual, algún día, se podría haber sentido orgulloso de mí. Ahora ya no tengo a nadie.

—No digas eso. Tienes a tu madre. El reto es mucho más difícil, pero no imposible. Creo que podemos intentarlo juntos. En serio, Marcos, ¿puedes darme clases de guitarra? Dame una oportunidad.

—No sé, no sé… ¿Tú qué dices, Atreyu? —En cuanto oye su nombre, el perro corre a su encuentro y se abalanza sobre él—. Creo que esto es un sí —le dice el chico a Estela, y le guiña un ojo.

Ocho de la tarde en la plaza de la Libertad

Silvia es incapaz de llegar tarde a una cita, pero también lo es de llegar puntual. Un cuarto de hora antes, sentada en un bar de la plaza de la Libertad, espera a que Sergio salga de la academia. Está sentada en una terraza, aunque hace un frío que pela, para poder ver al chico cuando salga. Se ha pedido un té con leche.

Saca de la mochila un libro de poemas de Mario Benedetti y se pone a leer. De vez en cuando tiene que releer algunos de los versos porque, nerviosa como está, se distrae pensando en la cita y no se entera de lo que ha leído. Bueno, la verdad es que no puede dejar de pensar en Sergio. Está realmente nerviosa. Sabe que el chico quiere decirle algo importante porque, si no fuera así, la cita no tendría ningún sentido.

El otro día, en el chat, le insinuó que quería hablar de Bea. A lo mejor le quiere preguntar cosas como qué le podría regalar para su cumpleaños, o adónde la puede llevar de viaje. Pero lo cierto es que Silvia se está haciendo ilusiones. ¿Ilusiones para nada? Tal vez sea lo mejor. No está nada bien liarse con el novio de una amiga, y Silvia, tal y como es ella, no lo haría jamás. Antes que eso, Bea y Sergio tendrían que cortar, a su amiga no tendría que importarle que Silvia empezara algo con su ex y ella tendría que estar convencida de que él es el hombre de su vida. ¡Dios! ¡Qué complicado! Toma un sorbo de té y se da cuenta de que está helado. Mira la hora. Son las ocho y media. Qué extraño… Una de las cosas que Sergio y ella tienen en común es que no suelen retrasarse. Bueno, eso es lo que le dijo él un día por chat.

Silvia se ha despistado y no ha estado todo el rato controlando la puerta, pero si el chico hubiera salido, la habría visto. ¿Y si la ha visto y se ha marchado? ¿Y si se ha arrepentido? ¿Y si Bea ha ido a buscarlo por sorpresa? Silvia no sabe muy bien qué hacer ni qué pensar. ¿Lo llama? Decide esperar unos minutos.

Esos minutos se le hacen eternos. Ya no aguanta más. Coge el móvil temblorosa y se decide. Salta el buzón de voz, y ella duda si dejar un mensaje o no; al final lo hace.

Hola Sergio, soy Silvia. Nada, que estoy aquí en el bar de la plaza, delante de la academia. Bueno, no sé… Espero un rato más. Supongo que estarás liado con una reunión o algo, ¿no?

Cuelga el teléfono con un mal rollo enorme. No tiene demasiado claro que él esté en la academia. Son casi las nueve de la noche. Entonces observa a un señor que sale; parece el conserje. Cierra la puerta con llave y se marcha. Está claro. No queda nadie dentro, y Sergio no se ha presentado.

Silvia deja el dinero del té con leche encima de la mesa y se marcha corriendo.

—¡Chica, que te dejas el cambio! —le grita el camarero.

—¡Para ti! —contesta Silvia desde lejos con la voz entrecortada.

Está muerta de frío. No tiene ganas de hablar con nadie. Sólo quiere que pasen las horas para encontrar una respuesta en su móvil. Entonces se decide. Lo apaga y se mete en el primer cine que encuentra. No sabe ni por qué ha entrado. No le importa. No quiere pensar.

Unas horas antes, en casa de Sergio

Sergio y Manu acaban de comer. Están con los cafés cuando llaman a la puerta. Es el vecino, Vladimir, que va allí con una botella de vodka. Acaba de llegar de Moscú y lo quiere celebrar con sus vecinos.

—¡Vladimir! Has vuelto —dice Sergio, emocionado.

—Chicos, os he echado de menos. Un chupito para celebrarlo.

Vladimir también pinta, aunque lo suyo es ser pintor de fachadas. Lleva más de tres años viviendo en España y, gracias a Sergio y Manu, habla un castellano casi perfecto. Es el típico vecino que se presenta sin avisar, que tiene una novia diferente cada mes y a quien le encanta el fútbol. Lo han echado mucho de menos en los dos meses en que ha estado fuera. Es de esas personas que parece que no están, pero que hacen tanta compañía que en seguida se las echa en falta. Les explica que su familia está bien, que no sabe cuándo podrá volver y que se alegra de que todavía vivan en el piso de al lado.

Tres chupitos más tarde, Sergio se da cuenta de que llega tarde a sus clases.

—Chicos, me tengo que marchar.

—Pero si sólo te has tomado tres chupitos de nada —bromea Vladimir.

—En serio, que tengo que dar clase y conducir. Un profesor que llega a clase borracho no queda nada serio.

Sergio sale a la calle un pelín mareado. Tal vez no tendría que coger la moto, pero son casi las cinco, llega tarde a clase, y luego ha quedado con Silvia. ¿Qué le va a contar? ¿Que no ha cogido la moto porque iba bebido a las cinco de la tarde? Ni hablar.

Se pone el casco. Sube a la moto y le da gas. Parado en un semáforo a dos manzanas de la plaza, se pone a pensar en Silvia. No tiene muy claro lo que le va a decir. Tal vez tenga razón Manu y, en el caso de no tener las cosas claras, lo mejor sería no hacer nada, pero entonces tendría que anular su cita con ella.

Mientras piensa en todo eso, el semáforo se ha puesto en verde y el chico sigue ensimismado. Entonces, el coche de detrás le pita muy fuerte. Sergio se asusta y cae de lado. Es un golpe tonto, pero la moto le cae encima, le aplasta la pierna contra el bordillo y hace palanca. Sergio pierde el conocimiento.

Menos de media hora después, se encuentra en el hospital, a punto de que lo operen de urgencia y con una posible retirada de carné por superar la tasa de alcohol permitida.