Podrá nublarse el sol eternamente,
podrá secarse en un instante el mar;
podrá romperse el eje de la tierra
como un débil cristal.
¡Todo sucederá! Podrá la muerte
cubrirme con su fúnebre crespón;
pero jamás en mí podrá apagarse
la llama de tu amor.
GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER
Sábado noche, en casa de Ana
Suena el timbre. No es demasiado tarde, pero en casa de los Castro no es nada corriente que llamen a la puerta un sábado después de la cena. Antonio y Rita son el típico matrimonio sin amigos que se pasan el día en casa viendo la tele. De los que consideran que salir a la calle a gastar es tirar el dinero. Y no les gustan nada las visitas sorpresa.
—¿Quién narices llama a estas horas? ¿Esperas a alguien, Rita? —pregunta el señor Castro mientras se sube el pantalón del pijama—. Que no intenten vendernos nada, porque los mando al carajo.
La señora Castro no se levanta del sofá ni contesta a su marido. Está viendo un programa de esos del corazón mientras hace un crucigrama. Ni siquiera ha oído el timbre.
Ana lo oye todo desde su cuarto, pero no se levanta de la cama. Está muy desanimada, sin ganas de hacer nada, y el fin de semana se le presenta como una enorme montaña que uno tiene que subir cuando apenas le quedan fuerzas. De repente, oye que se abre la puerta y se sorprende al oír la voz de su amiga Bea:
—Hola, señor Castro, vengo a traerle su iPad —oye decir a su amiga.
En la entrada, Bea entrega el aparato al padre de Ana, como si fuera un trofeo. Antonio es de ese tipo de hombres que refunfuñan mucho pero que a la hora de la verdad ladran más que muerden. Se queda callado y coge el iPad.
—¿Le importa si entro a ver a Ana? Hemos quedado para ir al Club —dice Bea mientras se dirige hacia el cuarto de su amiga.
—¡Qué club ni qué club, niña! Ana está castigada. Sabe que cogerme el iPad es una falta imperdonable. Lo siento, pero te tienes que ir. —El padre le corta el camino y hace un gesto con la mano, invitándola a que se vaya.
—Lo entiendo, pero tiene que saber que quien cogió el iPad fui yo, y no ella. Vine a su casa y, sin que ella se diera cuenta, se lo cogí prestado. El ordenador de mi casa está roto y tenía que hacer un trabajo muy importante para el instituto. Ana no lo sabía. Cuando se lo conté se enfadó mucho, pero ya no podía hacer nada —intercede Bea, con una seguridad aplastante.
—A ver, a ver, a ver si lo he entendido bien… ¿Me estás diciendo que lo cogiste sin pedir permiso ni siquiera a mi hija? ¿Que lo robaste? —pregunta el señor Castro, a quien la actitud de Bea le parece de lo más descarada.
—No, señor. Si lo hubiera robado no se lo habría devuelto. Sólo lo cogí prestado. Sé que Ana me ha encubierto y, francamente, me parece muy injusto que esté castigada. Si quiere, denúncieme por robo, pero déjela salir.
—¡Ana! —grita el padre—. ¡Ven aquí!
—¿Sí? —responde ésta abriendo tímidamente la puerta de su habitación, como si no hubiera escuchado la conversación y no supiera qué está pasando.
—¿Es verdad esto que dice tu amiga? ¿Cogió el iPad sin que te dieras cuenta?
Ana guarda silencio. No sabe qué responder. Bea la mira y le hace señas para que asienta. Al final, su amiga afirma con la cabeza.
—Muy bien, hija, puedes salir, pero yo en tu lugar me replantearía tus amistades —sentencia su padre antes de dirigirse a Bea—. Y en cuanto a ti, quiero que sepas que voy a llamar a tu madre y voy a hablar en serio con ella de este asunto.
—Hágalo, señor Castro, pero deje salir a Ana. Por favor —suplica la chica.
—Ya he dicho que sí. Pero no vuelvas muy tarde, ¿de acuerdo?
Las chicas salen corriendo de la casa. La verdad es que el plan ha salido mejor de lo esperado. Suerte que Bea tiene una madre moderna a quien se le puede contar todo. Está al corriente de la historia y, si llama el señor Castro, ya sabe lo que tiene que decir. Ana se siente bien. Su amiga le ha contado que ha quedado con Sergio para cenar y ha aprovechado para llevarle el iPad. Es lo mínimo, pero podría no haberlo hecho. Se despiden con un abrazo, y Ana se marcha hacia el parque, donde se encontrará con Silvia y Estela.
Minutos antes, en casa de Silvia
Silvia se pone guapa para salir. Una falda negra con unas medias de color gris a juego con unas botas de piel y cuello alto, también negras, un cinturón de cuero marrón de esos anchos y un jersey azul ajustadito. En el lavabo se maquilla con un poco de colorete en las mejillas y pintalabios rosa, mientras escucha algo de música pop en la radio.
De pronto oye unos golpes ensordecedores que interrumpen su puesta a punto.
—¿Ya estás o qué? —Es David, y parece enfadado—. ¡El lavabo no es tuyo!
Silvia se lleva un susto de muerte y, sin querer, tira un frasco de colonia al suelo. Por suerte no se rompe, pero el susto no se lo ha quitado nadie.
—¡Tranquilo!, ¿vale? ¡Ya salgo! —responde enfadada.
—¡Pues a ver si es verdad! ¡Voy a llegar tarde por tu culpa! —exclama su hermano dando otro golpe en la puerta.
Aunque parezca mentira, ésta es la primera conversación que tienen en toda la semana.
—¡¿Qué pasa?! —grita su madre, que se acerca con paso firme.
Silvia está de los nervios. David no actúa nunca de esa manera, salvo en situaciones muy especiales. ¿Qué le pasa?
—Nada, mamá, sólo que Silvia lleva más de hora y media en el lavabo… —responde David en tono acusador.
—¡Que ya salgo! —grita la chica desde dentro mientras recoge sus cosas.
—No discutáis, por favor te lo pido, David —pide su madre.
—¡Es que tiene tela, la niña! —responde éste.
Silvia escucha la conversación y decide no abrir la puerta hasta que termine. No quiere tener una charla de familia antes de salir de fiesta. Su madre es especialista en tener charlas de esas que no se acaban nunca, y una termina de los nervios.
Cuando cree que el pasillo está despejado, sale lentamente del lavabo sin hacer apenas ruido. Espera no encontrarse con su hermano. Pero… ¡No! ¡David está esperando apoyado en la pared del pasillo con los brazos cruzados! No tiene cara de buenos amigos. Cuando ella sale, el muchacho la empuja y entra en el lavabo. Silvia se da un golpe contra la pared del pasillo y, aunque no se hace daño, se enoja un montón.
—¡Pero qué haces, chalado! —le grita, esperando que su madre la oiga. Está harta y, además, le viene a la memoria cómo ha tratado su hermano a Ana. No es que Silvia sea rencorosa, pero la mala educación la saca de quicio.
La señora Ribero no tarda en llegar y poner orden. Silvia cree que su madre se pondrá de su parte, pero resulta todo lo contrario.
—Muy bien… Los dos castigados —sentencia Dolores en tono imperativo, y dirigiéndose a ambos—. En esta casa no permito ni gritos ni portazos ni comportamientos violentos. ¿Me habéis entendido?
—Sí, pero… —Silvia intenta justificarse, pero su madre la frena.
—¡Ni pero ni nada! No, Silvia…, éstas no son maneras… Y tú, David… —la señora Ribero tiene una actitud tajante.
—Yo, mamá, ¿qué? ¡Ha sido ella! —se excusa el chico.
—Silvia, a tu habitación. No quiero oír ninguna queja más. Y recoge todo esto. El lavabo está hecho un asco —termina, señalando el perfume, aún en el suelo.
—Se me ha caído por culpa de David. Me ha asustado con tanto grito —dice su hija mientras seca el suelo con una toalla.
—¡Qué desastre! —bufa Dolores.
Silvia no soporta que su madre se ponga así. Se va corriendo a su habitación con lágrimas de impotencia a punto de rodar mejillas abajo. «Tengo unas ganas de cumplir los dieciocho…», piensa, y se encierra en su habitación.
—En cuanto a ti, David —oye Silvia decir a su madre desde el otro lado de la puerta—, ya no tienes edad para tratar así ni a tu hermana ni a nadie. Ya eres mayorcito para que tus padres continúen castigándote y regañándote como si fueras un crío, ¿no te parece? —Dolores mira fijamente a su hijo e insiste—: ¿Entendido?
—Sí, mamáaa… Lo sientooo… —responde él.
En ese mismo instante, en el parque
Hace rato que Ana y Estela esperan a Silvia. Miran sus móviles. No hay señal de ella.
—¿Le habrá pasado algo? Silvia es superpuntual —comenta Ana.
Estela anda distraída mirando el móvil; espera recibir un mensaje de su Leo.
—A lo mejor ya está en el Club. Le envío un SMS y le digo que vamos para allí —responde su amiga de manera automática, tecleando en su móvil.
—¿Estás bien, Estela?
Estela suspira tras la pregunta de Ana.
—¿Sabes?… Esta semana he estado pensando en algo… —responde.
—¿En qué? —pregunta Ana, curiosa.
—Estoy harta de pasarme la vida esperando. Ya me entiendes… Tengo la sensación de esperar siempre algo mejor. Y eso «mejor» no llega nunca y, cuando llega, lo hace por sorpresa.
Ana mira a la otra Princess sin entender mucho.
—Estás hablando de chicos, ¿verdad? —pregunta.
—Pues claro —contesta Estela, con una sonrisa pícara.
Juntas, y cogidas de la mano, las dos amigas se marchan del parque en dirección al Club.
En otro lugar de la ciudad
Silvia recibe el SMS de sus amigas. Tirada en la cama, les contesta: ¡Me han castigado! ¡Error fatal! . Se levanta y se limpia la cara con una toallita desmaquillante. Se pone el pijama con la idea de tumbarse en la cama con el ordenador apoyado en el regazo y ver alguna película. Pasa de chatear. Hoy es sábado, y eso la deprimiría aún más: ¡todo el mundo está en el Club!
Cuando cierra la persiana, y por curiosidad, mira hacia la ventana de Marcos. ¡Hay luz! Abre la ventana y escucha. No oye nada: el chico no está tocando su guitarra, ni tiene la música puesta… ¡Una sombra! ¡Silvia ha visto pasar una sombra por la ventana! ¡El vecino está en la habitación!
—Tchk… Tchk… ¿Marcos? —susurra asomada a la ventana, que da al patio interior, sin recibir respuesta—. ¿Marcos?… ¡Atreyu!
La sombra parece acercarse, corre la cortina, y abre la ventana.
—¡Marcos! —Silvia intenta llamar la atención del vecino.
El chico levanta la vista. Esta despeinado. Le sonríe.
—¿Qué haces? —pregunta.
—Nada —responde ella—. Estoy aburrida. Todo el mundo ha salido. Han ido al Club. Me han castigado…
—Qué mala suerte —comenta Marcos. Luego pregunta—: ¿Qué es el Club?
—¿No conoces el Club? El Club Buda.
En ese momento, alguien llama a la habitación de Silvia. «Seguro que es mi madre, que me ha oído».
—Marcos… Un segundo… ¡No te vayas! —suplica. Cierra la ventana y corre la cortina.
—Silvia, abre la puerta, por favor —pide Dolores dulcemente desde el pasillo.
La chica abre la puerta poco a poco. Su madre le habla algo cabizbaja.
—Silvia, sabes que no me gusta que discutas con tu hermano. He estado pensando…, y creo que me he pasado con el castigo. Cuando tenía tu edad, me pasaba lo mismo con la abuela. Cuando me peleaba con tu tío, ella siempre me castigaba todo el fin de semana sin salir, así que sé lo que se siente. Yo me llevaba muy mal con tu tío, y por eso no quiero que os pase lo mismo a vosotros. Sois buenos chicos, sois hermanos, y os tendríais que llevar bien.
—No nos enfadamos casi nunca, mamá —la tranquiliza su hija.
—Lo sé. Y por eso me fastidia tanto veros pelear. Quiero que estéis unidos.
—Ya lo estamos, mami. De verdad. Ha sido una tontería.
—Te voy a contar un secreto para que entiendas lo que estoy diciendo —susurra la madre, en plan misterioso—. Si coges tu nombre, el mío y el de tu hermano, verás que se pueden unir.
—¿Ah, sí? ¿Cómo? —le pregunta Silvia, emocionada, como si de pronto volviera a tener siete años.
—DAVIDOLORESILVIA —pronuncia su madre, enfatizando las letras finales e iniciales de cada nombre—. Si quieres, los puedes unir los tres. Como si fueran un solo nombre.
Silvia alucina con su madre; hace un momento la había castigado, y ahora le suelta uno de sus típicos rollos de la unidad familiar que no entiende muy bien. «¿Por dónde me va a salir ahora?». Aun así, su madre ha conseguido emocionarla con lo que le ha contado.
La chica mira con los ojos vidriosos a su madre, que continúa hablándole con tranquilidad, sin percatarse del efecto que sus palabras han producido en su hija.
—Si quieres ir al Club, te dejo. Sé lo importantes que son para ti los sábados y tus amigas… —Su mamá aún no terminado la frase cuando Silvia ya está en sus brazos, y le da un gran achuchón que la mujer recibe con mucho cariño y alegría.
—¡Gracias, mamá! ¡Eres la bomba! ¡Te quiero! —exclama la chica, mientras se viste a la velocidad del rayo.
—¡Pero no llegues más tarde de las dos! —le advierte Dolores, antes de irse al comedor.
—¡De acuerdo! —contesta Silvia corriendo otra vez la cortina y abriendo la ventana de la habitación.
El vecino sigue ahí.
—¿Qué ha pasado? Empezaba a sentirme como una paloma en mi ventana —sonríe Marcos, que hacía un rato que esperaba y creía que la chica se había olvidado de él.
—Oye… ¿Qué haces esta noche? —Silvia sonríe entusiasmada.
—Nada… ¿No estabas castigada?
—¡Castigo olvidado! ¿Te vienes al Club?
Minutos más tarde
Ana y Estela están en una mesa del Club. Hoy está especialmente abarrotado de gente. Parece que hay muy buen ambiente, y la pista de baile está bastante llena. Si pueden, las Princess se sientan siempre en el mismo sitio, cerca del lavabo y al lado de un bafle donde pueden esconder las chaquetas. Así se ahorran el guardarropa y les alcanza para un chupito extra.
—¿Nos tomamos la cerveza y nos vamos a la pista? —pregunta Estela casi chillando por el ruido ensordecedor de la discoteca. Ana le dice que sí con la cabeza.
Su amiga mira el teléfono y lee el SMS de Silvia. Se lo enseña a Ana, quien lo lee y, automáticamente, pone cara larga.
—Lo que te decía de la espera… Nos habríamos pasado todo este rato en el parque. —Debido al ruido, Estela habla directamente al oído de Ana, quien vuelve a afirmar con la cabeza.
En otro lugar de la ciudad
Hace rato que Bea ha llegado a casa de Sergio. Es una casa grande y vieja, pero repleta de cuadros que él ha pintado. Eso le confiere mucha personalidad y la convierte en un hogar especial. Nada más entrar ve al primo de Sergio, Manu, a quien conoció en el bar Piccolino, jugando a la Play Station.
Bea esperaba cenar con Sergio a solas, a la luz de las velas y escuchando música romántica, pero no con la tele de fondo y ruido de videojuego de zombis. Pero bueno, ¡qué se le va a hacer! Al menos, Sergio la ha invitado a su casa… Ése es un paso importante.
Sergio aparece con una tabla de quesos y patés. Abre una botella de vino tinto. La chica está sorprendida. ¡No había cenado nunca con ningún novio así! «Lo de la Play es lo de menos», se dice.
Pero las cosas como son: el televisor está en el comedor y Manu, que juega a la consola, no duda ni un segundo en apuntarse a comer con ellos cuando ve el manjar. A Bea le parece un gesto simpático pero, no nos engañemos, el primo le sobra. Ésa no era la idea que tenía de cena romántica con novio.
Sergio sonríe todo el rato. A él no le importa, le gusta dejarse llevar por los acontecimientos, así que pone otro plato en la mesa y otra copa para Manu, quien no para de gastar bromas. Bea sonríe también, aunque está algo decepcionada.
Así pues, cenan los tres. El televisor está encendido, y la Play Station en pausa. Manu comenta sus récords y sus mejores jugadas, Bea atiende con una sonrisa tensa, y Sergio come tranquilo mientras hace pequeños comentarios sobre los patés y los quesos.
Al finalizar, Manu vuelve a su juego favorito e invita a Bea a que juegue con él. La chica mira a su chico, quien, a su vez, la anima también. Como Sergio quiere fregar los platos, Bea se sienta en el sofá dispuesta a matar zombis. «¡Qué surrealista es la vida!», piensa mientras aprieta aleatoriamente los botones del mando de la consola. No tiene ni idea, pero le gustaría conseguir una buena puntuación para impresionar a su novio.
—¡Jolín, me han matado! Soy malísima. ¿Por qué no me enseñas? —pregunta, coqueteando con Sergio, quien ya ha vuelto de la cocina y ha visto el final de la partida.
—Como quieras. —Él le arrebata el mando. Y, mirando a su primo, dice—: Venga, chico, ¡vamos a demostrarle a esta señorita cómo se mata a los zombis!
Bea no sabe lo que acaba de hacer. ¡Una verdadera partida entre los chicos puede llegar a durar horas! Durante los primeros minutos, comenta las jugadas haciendo ver que le interesa, pero cuando ambos llevan más de media hora enfrascados en el duelo, Bea empieza a mosquearse. «Esto ya pasa de castaño oscuro», piensa mientras mira el reloj y se queda en silencio esperando a que Sergio se dé cuenta de lo que está pasando.
Pero pasan los minutos, y es más que evidente que él no se entera de que ella está cada vez más enfadada. Él y su primo están absortos por el juego y la televisión. Con cada pantalla que pasan, chocan los cinco, ríen como gorilas y se comportan como auténticos cavernícolas.
Bea vuelve a mirar el reloj. «Ha llegado el momento de dar un ultimátum».
—Bueno, chicos, yo me voy al Club —dice en voz alta y clara.
Sergio y Manu siguen luchando con un gran monstruo, están nerviosos y no quitan los ojos de la pantalla.
—Muy bien… Que te vaya bien —se despide Manu sin hacerle demasiado caso.
—¿Quieres que vaya contigo? —pregunta Sergio de manera automática, sin dejar de jugar.
«¿Qué?». Bea no sabe cómo actuar. Sergio ni siquiera la ha mirado a los ojos.
—Tranquilo, quédate jugando; ya voy sola —responde. Se levanta de golpe y se despide—: Nos llamamos.
Más tarde, en el Club
¡Silvia ha llegado al Club con Marcos! Nada más entrar, lo coge de la mano para que no se pierda y va en busca de sus amigas. El chico se siente como un pez fuera del agua. No soporta ni las luces ni el ruido ni la manera que tienen todos de bailar. Siempre intentando seducir. No le gusta nada. Pero la mano de Silvia, que lo sujeta con fuerza para que no se pierda, le da seguridad. El camino hacia la pista se le hace eterno, pero le gustan las miradas que le lanza la chica para asegurarse de que está bien. Por primera vez en mucho tiempo, Marcos se siente querido.
Pero, de repente, la mano se suelta de golpe. Ya han llegado al rincón de las Princess, y la llegada inesperada de Silvia hace que éstas se abracen y se pongan a gritar como locas. Marcos se queda en un segundo plano, sin saber muy bien qué hacer, con una sonrisa forzada. Es entonces cuando Estela se percata de su presencia.
—¡Príncipe! ¿Se puede saber qué haces tan callado? —Mira a Silvia y suelta—: Hoy hemos cambiado a Bea por Marcos, ¿no?
—Eso es lo que tú te crees, bonita —responde Bea dando un salto por detrás de ellas, sorprendiéndolas.
—¡Ahhhh! —gritan todas de nuevo a la vez.
—Pero ¿tú no habías quedado con Sergio? —pregunta Silvia.
—Sí, pero quiero ir despacio. Me ha invitado a cenar, y luego le he dicho que había quedado con vosotras —miente Bea descaradamente.
—Y la cena, ¿qué tal? —insiste Silvia.
—Increíble. Me ha llevado a un restaurante carísimo y me lo ha pagado todo. Una pasada.
—¿Y por qué no ha venido contigo? —pregunta Ana, intrigada.
—Está bien tener novio, pero no tenemos que olvidarnos de nuestras amigas, ¿no? Prefiero ir despacio.
—Lo que dices me parece súper —la apoya Estela—. Una actitud muy madura, princesa. —Y acto seguido susurra al oído a Silvia—: O muy mentirosa.
—¡Shhh! —la acalla ésta. Ambas ríen.
El pitido de entrada de un SMS en el móvil de Estela interrumpe la conversación. ¡Es Leo!
¿Qué llevas puesto?
Estela se aleja un poco de las Princess y contesta a su enamorado.
Un vestido lila…
En menos de un minuto, ya tiene su respuesta:
Me refiero a tu ropa interior. ¿Algún día me dejarás que te compre algo?
Estela se lo pasa bomba. No puede parar de sonreír y de mandar mensajes, que cada vez son más subidos de tono. «Si Ana lee estos mensajes, se muere», piensa. Y sigue mandando más SMS a Leo. Se olvida del mundo, de las Princess y de todo, pero entonces mira al frente y lo ve, riéndose con ganas junto a la chica de siempre. Están muy cerca el uno del otro, y parece que se van a besar en cualquier momento. «No, por favor, aquí no», piensa Estela. Sale corriendo en busca de su amiga Ana. Si la dulce Ana ve esto, se hundirá, porque se trata de David y Nerea. Y lo peor es que parecen felices. Estela, a empujones, consigue llegar hasta su amiga, pero ya es demasiado tarde.
Nerea y David se están enrollando y Ana los está mirando.