Por ahí un papelito
que solamente dice:
Siempre fuiste mi espejo,
quiero decir que para verme tenía que mirarte.
JULIO CORTÁZAR
Sábado
Después del ajetreo y las emociones de ayer, hoy es de esos sábados que parecen domingos. El día se ha ido cubriendo de nubes negras, y amenaza tormenta a media mañana.
Silvia abre los ojos, como cada sábado, sin la ayuda del despertador. Se siente más cansada de lo habitual. Desde la cama, mira por la ventana. Ve que está lloviendo y decide seguir remoloneando un rato, acurrucada bajo las sábanas. Se lo va a tomar con calma. Puede que incluso se pase todo el día con el pijama puesto.
Cuando el hambre ya ha conseguido que le rujan las tripas, se despereza y salta de la cama. Una vez en la cocina, prepara un buen desayuno con tostadas de pan integral y zumo de naranja; después ordenará la habitación para empezar bien la semana y se pondrá al día con los capítulos de esa serie que sigue por Internet. Quiere distraer la mente de todo lo que ha sucedido durante estos últimos días.
En un piso vecino
Sigue lloviendo en la ciudad. A Marcos le encanta la lluvia. Sentado en la vieja butaca de su habitación, oye la lluvia salpicar y mojar los cristales. Le gusta ver cómo se desliza el agua por la ventana. Le despierta su lado más poético.
Sin embargo, Marcos no está pasando por un buen momento. Instituto nuevo, sin amigos, sin su padre… Su habitación sigue aún desordenada y llena de cajas de la mudanza, pendientes de abrir. Siente que su única compañía es la guitarra, y Atreyu, que yace en un pequeño cojín en un rincón de la habitación.
Poco a poco, el ritmo de la lluvia le cala hasta los huesos. Coge la guitarra (o, como él la llama, «mi pequeña») y empieza un arpegio lento y melancólico. Cierra los ojos, y su imaginación lo transporta a otro lugar.
Está en un diminuto escenario de un bar musical repleto de gente. Él está detrás de su guitarra, que tiene colgada del cuello. Una luz cenital lo enfoca sólo a él que, sentado en un taburete, se enfrenta al público. Éste enmudece. Entre la multitud se encuentran Silvia y Estela, que lo miran expectantes.
Levanta la mano y dibuja los primeros acordes con su púa, que él mismo apoda la Púa del Destino. Empieza a cantar una melodía triste y romántica que va in crescendo a medida que él toca la guitarra con más vehemencia. Silvia lo mira fascinada. No es la única: a su lado, su amiga Estela también escucha admirada.
La gente le aplaude emocionada cuando acaba la canción; sobre todo, Silvia. Marcos sale del escenario con la vista fija en el suelo. Es un artista maldito de chupa de cuero y guitarra colgada al hombro. Se va del bar. La calle es fría, es de noche y las farolas blancas proyectan su doble sombra en el asfalto. Marcos oye a alguien que corre a sus espaldas y grita su nombre.
—¡Marcos, espera!
Marcos se vuelve, y Silvia se detiene a pocos metros del chico. Él calla. Espera. Es un gran artista. En los ojos de Silvia se puede observar el brillo de la admiración.
Silvia avanza poco a poco hacia él, sin mirarlo a los ojos, con la vista fija en su chupa de cuero.
—Yo…, yo…
Silvia roza la nariz del chico con la suya, lo mira a los ojos y lo besa con dulzura. En ese instante empieza a llover, pero ellos dos siguen besándose, ajenos a todo lo que pasa a su alrededor.
Marcos sale de su ensoñación. En su regazo tiene la guitarra conectada a un pequeño bafle. Se sonríe a sí mismo. «Qué cosas…», piensa mientras coge la Púa del Destino y rasguea los primeros acordes.
«Esta canción se la dedicaré a Silvia, la vecina, aquella a quien no conozco, a la niña del pijama. Me gusta…». Apunta en su libreta a modo de borrador.
—«La niña del pijama». Parece un buen título, sí —se dice a sí mismo, y marca el primer acorde.
Marcos escribe rápidamente el primer verso. Sabe que no es muy bueno, pero, cuando lo canta con acompañamiento de guitarra, imagina que ella lo escucha y se da cuenta de que es la protagonista de la canción. A Marcos le fascina la idea, y sube el volumen del bafle y la voz a medida que toca, cada vez con más energía.
La niña del pijama
yo no sé si es buena o es mala.
Parece la guardiana de los sueños,
que mientras duermo me acompañan.
En ese mismo instante
Silvia está conectada al Msn y chatea con Bea. La conversación ha empezado de manera muy cordial, pero hay cosas que se deben hablar.
Silvia dice: Aún estás enfadada conmigo?
Bea dice: La verdad es que no… El otro día se me fue de las manos… Perdona.
Silvia dice: Perdóname tú a mí también…
Bea dice: Por?
Silvia dice: No lo sé; últimamente me sale todo mal…
Bea dice: No tienes la culpa, entiendo que Sergio quisiera que fueras su amiga en el Facebook. Eres buena, y la gente quiere tener amigas buenas.
Silvia dice: Gracias, me siento más aliviada. Y me alegro de que la cita fuese tan romántica…
Silvia envía la frase y se queda pensativa. La verdad es que no está siendo muy sincera con Bea. Se siente algo contrariada. Por una parte, se alegra de que su amiga esté tan enamorada pero, por la otra… ¿Por qué no conoció ella a Sergio antes?
Bea dice: Puede que nos volvamos a ver pronto.
Silvia dice: Uuuuh! Ya nos contarás!
Esta vez Silvia se siente algo incómoda con lo que ha escrito. Está siendo falsa. Sutilmente, induce el fin de la pequeña conversación.
Silvia dice: Oye, que debo irme. Mi mamá me llama… ya sabes… domingo, día familiar…
Bea se despide con cariño, y Silvia se desconecta sin despedirse para aparentar que está ocupada, pero en realidad no tiene nada que hacer. Se siente rara de verdad. Mira el calendario. «Espero que sea porque me tiene que venir la regla… Todo esto no me parece normal».
Más tarde, en el parque
Ana y Estela están sentadas en un banco de piedra, comiendo pipas. Ayer fue un día especialmente duro para Ana. Su madre la ha dejado ir al parque un rato, pero debe estar en casa antes de que llegue su padre, que ha salido a hacer unos recados. Según sus cálculos, tardará unas dos horitas.
—Por si no tuviera bastante con lo de David, Bea ni siquiera me ha llamado para devolverme el iPad. —Ana ejerce el derecho a quejarse.
Estela la escucha como una buena amiga.
—No te mereces nada de esto —la consuela, acariciándole el cabello.
—Es una egoísta. Y lo de David no tiene nombre… —Ana no puede contener las lágrimas.
—Sé lo que sientes. A mí me ha pasado muchas veces. ¿Y sabes lo que me gusta hacer cuando sufro un desamor? —le pregunta Estela, mientras intenta animarla.
Ana niega con la cabeza.
—Me doy un paseo, y después me voy a tomar algo con las amigas o con quien sea. Cuando estoy en el bar me fijo en el tío que más me guste, y voy directamente y se lo digo.
Ana se ríe entre lágrimas.
—¿Lo ves, princesa…? Llorar es doloroso, pero una siempre se acuerda de reír. Es la única cosa de la que no nos olvidamos… De reír.
Ana suspira profundamente, y le responde con un abrazo.
—Vamos a reírnos un rato, que tanta pena no está de moda. No querrás que te llamemos la llorona, ¿verdad que no? —Estela se levanta del banco. Mira a su amiga, que sigue sentada y sin ánimo, y le dice—: Venga, levántate, «lágrimas de cristal», ¿o eres de esa clase de chicas a quienes les gusta ir de víctima? Fíjate, se te ha corrido el rímel y estás guapísima. Pareces una estrella de rock, así que ¡vamos a aprovecharlo y a tomarnos algo!
—Creo que no, Estela, no estoy de humor. —Ana agradece el gesto pero se siente abatida.
—¿«De humor»? ¿Has dicho «de humor»? —Estela alza las manos, como si estuviese en un gran teatro—. Si tu estado emocional depende de un chico que, por lo que me dices, parece tonto…, vamos bien, princesa. Ana, tú eres única porque sólo tú sientes lo que todo el mundo no puede sentir. «Es mucho mejor querer que ser querido y no poder sentir, porque es siempre más feliz quien más ama». ¿Quieres que se acabe el mundo porque un chico no te hace caso? Te falta práctica, Ana. No digo que te acostumbres a eso. Una siempre sufre cuando ama y no es correspondida. Pero también aprende a llevarlo con dignidad. El mundo está lleno de gente con ganas de amarse los unos a los otros… Sí. —Estela se siente como una actriz que acaba un monólogo en un gran teatro y todo el mundo aplaude. Algunas cosas que le ha dicho a Ana son cosas que Leo le ha dicho antes en sus clases.
Ana mira a su amiga, que parece sentirse más animada. Las palabras que ésta le ha dicho le han llegado al corazón.
—Tienes razón. ¡Vamos a algún sitio! —Ana se levanta lentamente—. Pero con tranquilidad, ¡que te conozco!
Estela se tira sobre ella con el mismo entusiasmo que un bebé a los brazos de su madre. Las dos sonríen, y se marchan abrazadas y haciendo eses.
—Destino: ¡el Piccolino! —grita Estela.
Ana se ríe. Estela es imposible.
—¡Nooo! ¡Otra vez, nooo!
En otro lugar de la ciudad
Marcos sale de su casa dando un portazo con rabia. Su madre le acaba de echar la bronca porque tocaba la guitarra demasiado alto. Siempre que oye a Marcos tocar la guitarra hace algún comentario negativo, y más desde que se murió el padre del chico, que fue el primer maestro de guitarra del chaval.
Marcos sale a la calle malhumorado y a paso rápido. Le molesta muchísimo que lo interrumpan cuando está componiendo, y parece que a su madre no le gusta nada lo que toca. Busca su cartera en el bolsillo trasero del pantalón. Diez euros con setenta céntimos. Ni uno más ni uno menos.
Pensativo y con las manos en los bolsillos, piensa que debe haber algún cambio en su vida. Que ésta no debe continuar así. No conoce a nadie y le da pereza hacer nuevos amigos pero ¡los necesita! Tiene que lanzarse. Ser más abierto. Al chico se le ocurre una locura, una aventura en toda regla. Puede parecer una tontería, pero Marcos se acaba de retar a sí mismo: hoy no vuelve a casa sin haber hecho una amistad.
Pasa por delante de un bar y lee el cartel: «Piccolino». Marcos se ríe. «Qué nombre más cutre para un bar… Es perfecto», se dice.
«Allá vamos».
Abre la puerta de cristal, se sienta directamente a la barra y pide una cerveza. Le sabe amarga, pero hoy es un día para probar cosas nuevas.
En el mismo instante, dentro del Piccolino
Estela invita a Ana a un refresco con lo último que le queda de la paga. Están sentadas la una junto a la otra, en la mesa del fondo, en dirección a la entrada. Hace rato que se distraen viendo a los chicos y poniéndoles nota. Una nota por su forma de vestir, otra por su aspecto físico y otra imaginando cómo debe de besar. Del cero al diez, sin piedad. Cada vez que emiten un veredicto se ríen sin control. Ana se tapa la cara con las manos. ¡Si la gente supiese en qué están pensando…!
La chica se lo está pasando bien. Siempre que sale con Estela siente una conexión especial que le permite salir un poco de sí misma, de su caparazón.
Al entrar, Marcos no escapa a su juego. Ana y Estela, que lo han reconocido en seguida como el vecino de Silvia, lo puntúan. La primera en dictar sentencia es Estela: un cinco por su manera de vestir, un ocho en físico y, de beso, un… ¡nueve!
Ana es la siguiente.
—Siete, nueve y… ¡diez! —exclama.
—Entonces… —murmura Estela—. ¿Por qué no te acercas y le dices algo?
—¡Loca! —se sonroja Ana.
—¿Por qué no? La puntuación habla por sí sola. ¡En marcha, princesa! ¡Demuéstrale al mundo que estás a la altura de las circunstancias!
Ana se encoge todo lo que puede. ¡Estela es capaz de obligarla! Pero su amiga sonríe. Ya sabía de antemano que Ana no sería capaz.
—Tú mira y observa —dice Estela, mientras se levanta y se dirige con paso felino hacia la barra.
Marcos anda distraído leyendo todos los nombres de las botellas que hay en las estanterías. Definitivamente, la cerveza no le gusta. Mira el cuello de la botella y da un pequeño trago. ¡Puaj! Su aventura personal no le está gustando nada. Podría retirarse. Pero su orgullo no se lo permite. ¡Alguien se le acerca!
Desde la mesa, Ana observa cómo su amiga se acerca al muchacho y lo saluda. Parece que Marcos reconoce a Estela. Le sonríe. Hablan durante un rato. Ana aprovecha para mirar el móvil. No hay mensajes de David. Cuando levanta la vista, Estela ya regresa de su particular caza.
—¿Ya está? —pregunta Ana, sorprendida.
—Sí, mi flor de loto —contesta orgullosa su amiga.
—Cuenta, cuenta… ¿Qué?… ¡Qué! —insiste Ana curiosa.
—Cine —responde Estela, obviando los detalles.
—¿Has quedado para ir al cine con él?
—Sí, mañana domingo… —Estela le guiña un ojo.
Ana se deshace en elogios
—¡Eres una crac, eres lo más!
Ana envidia la facilidad que tiene Estela para ligar.
Entretanto, Marcos paga la cerveza y saluda con la mano a Estela. No se lo puede creer: ¡volverá a casa con el objetivo cumplido! Ha empezado mal el día, y la chica del parque ha sido la única persona que se le ha acercado amablemente, con ganas de conversar. Y la verdad, ya sea en un cine o en un bar, Marcos necesita abrirse a alguien, aunque sea a una casi desconocida.