Yo quiero
decirte que te amo
en esta hora cuando
tú tiemblas
y no sabes
por qué.
JOSÉ AGUSTÍN GOYTISOLO
A media tarde, en una plaza del centro
—¡Ve tú!
—Pero ¿cómo voy a ir yo, Bea? ¡Es tu cita!
—Por favor, Silvia… ¡Que me da una vergüenza que me muero! ¡Es tan mono!
—Pero si lleváis siglos hablando por el Messenger… ¿Y ahora te da vergüenza?
Silvia mira a su amiga y no se lo puede creer. Hace meses que Bea no deja de hablar de Sergio, de cuánto tienen en común, de lo que le gusta chatear con él casi todas las noches, y de que por fin van a conocerse en persona… Y ahora que lo tiene a sólo unos pocos metros, está bloqueada. ¡Bea! La valiente deportista que parece más fuerte que un roble está paralizada de repente.
—Está bien, ¿qué quieres que haga? —responde Silvia, dándose por vencida.
—¡Ésa es mi chica! —exclama Bea, al tiempo que da un sonoro beso en la mejilla de su amiga—. Sólo tienes que ir y decirle que eres mi amiga Silvia y que te he enviado porque me he puesto enferma y por eso no he podido acudir a la cita; que, como no tenía su móvil, te he pedido que fueras para avisarlo y no darle plantón.
—Muy bien, Bea, escúchame —le dice Silvia mirándola directamente a los ojos—. Sólo quiero que te lo pienses una vez más. Llevas semanas esperando este momento. ¿Estás segura de que no quieres ir?
—Me gusta mucho, Silvia —confiesa su amiga con los ojos temerosos—, y tengo miedo de que esto no funcione. ¿Y si no le gusta mi voz, o no resulto tan divertida como cuando chateamos? ¿Y si no le gusto?
—Pero ¿cómo no le vas a gustar? Con lo preciosa que eres —replica Silvia para subirle la autoestima pero, sobre todo, porque lo cree—, y con ese tipazo que tienes.
—No sé, Silvia… Hoy no, ¿vale? Prometo quedar con él otra vez y ser más valiente, pero hoy no, Silvia. Por favor.
Silvia mira a su amiga y suspira.
—Lo haré —responde en tono tranquilizador.
Bea abraza muy fuerte a su amiga.
—Anda, quita, lapa; déjame, que tengo una misión —dice Silvia con guasa y guiñándole un ojo.
Unos minutos después, en el mismo lugar
Sergio mira el reloj: Bea se está retrasando. Empieza a pensar en lo que le ha dicho su primo Manu: que era tonto por quedar con una chica a la que no conoce, que probablemente le daría plantón, o ¡que la foto que le mandó era falsa y que, en realidad, se trataría de un hombre! Pero no hay que hacer demasiado caso a Manu: es de esas personas que creen que todos los que están en Internet son unos tarados. En cambio, Sergio piensa que Internet es exactamente igual que el mundo real. La única diferencia estriba en que empiezas conociendo a la gente desde dentro, y lo último que descubres es el físico. No es que la belleza de Bea no le importe, por supuesto que sí, pero en los dos meses que llevan chateando le ha demostrado que tiene un buen fondo y que es una chica legal, y eso sí que lo tiene en cuenta.
Pero la muchacha se está retrasando. «¿Y si Manu tiene razón y, al final, Bea me deja plantado?», piensa Sergio. Justo en ese momento ve a una chica acercarse a él.
«No es Bea, a menos que se haya teñido el pelo o me haya mentido», piensa Sergio. Bea es rubia como Cenicienta, y delante de él tiene una morenaza de mucho cuidado. Mira a un lado y a otro, y la chica se sigue acercando.
«¿Y si no tuviera nada que ver con Bea? ¿Y si resulta que he ligado? Antes ha pasado un grupo de chicas y se han quedado mirándome entre risas. Pues si he ligado…, ¡a buenas horas! Como ahora llegue ella y me vea hablando con otra chica…, ¿qué pensará?».
—Hola —dice Silvia acercándose a él. Sergio se queda mudo—. Vaya, ¿se te ha comido la lengua el gato, o es que en tu casa no saludáis?
Sergio no se lo puede creer. «¡Qué chica más graciosa!».
—Pensaba que te habías equivocado de persona; perdona.
—Tú eres Sergio, ¿no? —pregunta Silvia.
Eso lo descoloca. ¿Quién debe de ser esa chica que no le suena de nada pero que sabe cómo se llama?
—Sí. ¿Y tú? Porque no tengo el placer de conocerte… ¿o sí? —Sergio piensa en la posibilidad de que Bea le haya mentido en cuanto a su físico, y que sea ella en realidad.
«Vaya —piensa Silvia—, por fin despierta».
—Soy Silvia —responde ofreciéndole la mano—. Amiga de Bea.
Eso tranquiliza a Sergio, que sigue callado, atento a lo que va a decirle la chica.
—Bea se ha puesto enferma esta mañana, algo no le ha sentado bien, y por eso no ha podido venir a la cita. Me ha pedido que viniera. Como no tiene tu móvil… —Silvia calla; el chico parece algo decepcionado.
«Claro, pobre, si tenía la mitad de ganas que Bea de tener esa cita, ¡no me extraña!».
—Bueno… Pues otro día será, ¿no? —contesta el chico.
Silvia no puede evitar fijarse en su físico. Es bastante moreno, y el color de sus ojos es… ¿gris? ¿Gris verdoso? Tienen un color algo indefinido. Es bastante alto, o quizá lo parece más porque es delgado. El pelo, corto y lacio, le cae un poco por la frente y le da un aire misterioso. Lleva camiseta y pantalones vaqueros, va muy normal. Deportivas modernas. Y un collar de cuero en el cuello con un par de piedras, el típico que te compras tras un viaje veraniego de fin de curso a alguna isla. El chico no ha sonreído nada desde el encuentro, pero a Silvia le cae bien. Parece majo.
—Bueno… —repite el chico, alicaído.
—Oye, que Bea siente un montón no haber podido venir, ¿eh? Lo estaba deseando —dice Silvia, para proteger a su amiga.
La cara de Sergio se ilumina un poco.
—Yo también tenía ganas de verla —confiesa, a la vez que le regala una bonita sonrisa.
—Bea es una chica genial, ya verás. En cuanto se recupere, os conoceréis de una vez —le anima Silvia.
—Sí, lo sé. Esta noche la buscaré en el chat. Gracias por todo… ¿Silvia?
—Sí, Silvia.
Ambos se quedan callados, mirándose y sonriendo. Silvia nota que se sonroja. ¿Por qué?
Intenta quitar hierro al asunto.
—Vaya, ha pasado un ángel.
—Y que lo digas —se ríe él.
—Bueno, pues ya está, sólo venía a decirte eso —aclara ella tapándose las mejillas con las manos.
—Sí.
—Pues encantada.
Silvia hace amago de irse, pero la voz de Sergio la detiene:
—¿Hacia dónde vas?
—¿Qué? —La pregunta pilla por sorpresa a Silvia. Mira en dirección a Bea, que supone que debe de seguir escondida tras el quiosco de revistas, junto a la parada de metro—. Bueno…, eh… Cojo el metro —dice, con la voz entrecortada.
—¿Dónde vives? —pregunta el chico. La pregunta vuelve a coger desprevenida a la chica.
—Esto… Muy lejos; muy, muy lejos, sí —miente ella.
A Silvia no le gusta nada mentir, y se siente muy incómoda. Se vuelve a poner roja y no sabe qué decir. Sergio se ríe y pregunta:
—¿Qué es muy, muy lejos para ti?
Silvia no sabe qué responder. ¿Le miente? Pero si le miente y se empeña en acompañarla, o algo, puede acabar en la otra punta de la ciudad y con un lío de los gordos. ¿Le dice la verdad? Sí, le dice la verdad. Y la verdad es que Silvia vive bastante cerca del centro. Sergio vuelve a reírse.
—Sí que está muy muy lejos, sí… —contesta él con ironía—. Anda, te llevo en moto.
Y, sin esperar a que ella responda, Sergio empieza a andar.
—¡No, no! De verdad que no hace falta. Si me apetece caminar… —vuelve a mentir la chica.
—No seas boba, es lo mínimo que puedo hacer por ti, ¿no? Después de todo, tú has venido hasta aquí sólo para avisarme. —Sergio la mira muy serio—. Repito: es lo mínimo que puedo hacer por ti. Además, así gano puntos con Bea —añade, y le guiña un ojo.
Sergio cree que conoce muy bien a Bea, pero no es cierto. Si lo fuera, sabría que no es buena idea llevar a Silvia a casa. Bea es muy buena, pero, como la mayoría de las chicas de su edad, es insegura, y a veces las chicas inseguras pueden ponerse muy celosas.
Silvia no encuentra ninguna excusa para rechazar el ofrecimiento y, mientras Sergio se dirige hacia su moto, ella mira en dirección al quiosco y le hace un gesto de impotencia a su amiga Bea, que la mira con cara de: «¿Qué está pasando? ¿Qué hacéis?». En ese momento, Sergio se da la vuelta y le dice:
—¡Vamos! —La seguridad con la que habla abruma un poco a Silvia—. ¿Subes?
Ella duda. Sergio interpreta que la moto le da respeto y le ofrece la mano para ayudarla. Sube a la moto y se coloca el casco. «¡Quién me mandaría hacer caso a Bea! Bueno, tampoco es tan grave; en quince minutos estaré en casa, la llamaré, le contaré lo majo que es su chico y nos reiremos de todo. Espero», piensa.
—¿Lista?
Silvia asiente y Sergio enciende el motor.
Bea está que trina. «¡Silvia se ha subido a la moto de Sergio! ¡Seguro que se lo ha ligado! No, Silvia nunca haría una cosa así… ¡Es una de mis mejores amigas! Pero… ¿y entonces?». Bea no entiende nada. Ha seguido todo el encuentro de su amiga con Sergio y… ¡¿se van juntos?!
Observa cómo el chico arranca la moto y, cuando los pierde de vista, se marcha a casa un pelín agobiada, pensando que tal vez haya sido demasiado cobarde.
La moto arranca y la sacudida echa a Silvia hacia atrás, por lo que, de manera instintiva, se sujeta al chico.
—Abrázame fuerte —dice Sergio, riendo.
Al decir eso, el chico aprieta con sus manos los brazos de Silvia, que están bien agarrados alrededor de su cintura. Un escalofrío le recorre la espalda al hacerlo. A su vez, ella siente un ligero cosquilleo en la barriga.