Capítulo 6

Cómo quisiera poder vivir sin aire.

Cómo quisiera poder vivir sin agua.

Me encantaría quererte un poco menos,

pero no puedo.

Cómo quisiera poder vivir sin ti.

Siento que muero.

Me estoy ahogando sin tu amor.

MANÁ

Jueves por la tarde, en un piso céntrico y luminoso

Delante del parque donde se reúnen las Princess, en un cuarto piso sin ascensor, se encuentra el hogar de Miguel y de su abuela Margarita. Es un lugar acogedor que siempre huele bien, por el montón de plantas que hay en toda la casa o por la cantidad de manjares que les gusta cocinar a los dos.

Se presenta una tarde de estudio, y a Miguel le gusta ser un buen anfitrión. No para de correr de la cocina al cuarto cargado de cosas: todo debe quedar perfecto. La casa es muy grande, unos ciento cincuenta metros cuadrados, aunque casi todo es pasillo, y está decorada con muebles muy antiguos que nadie ha tocado en los últimos cincuenta años. En una punta se encuentra la habitación de la abuela, y en la otra, la de Miguel. A medio camino, la cocina, que es donde pasan la mayoría del tiempo. Es una cocina comedor. Es enorme, hay estanterías llenas de libros de cocina, y junto a ella, una mesa alargada donde podrían comer tranquilamente quince personas. En lugar de sillas, hay dos bancos de madera que hacen juego con la mesa. A ellos les encanta, porque es ideal para preparar sus guisos. Cortar, amasar, mezclar… Nunca falta espacio en la cocina de Margarita.

—¡Van a quedar encantados, abuela! —comenta el chico mientras monta unos canapés de salmón y queso fresco en una bandeja de metal.

—¿De quiénes hablas? —pregunta la abuela, que no sabe por qué está preparando su nieto tanta comida.

—De mis compañeros, que vienen a hacer un trabajo. ¡Si te lo dije!

—¿Un trabajo? Pensaba que estabas montando una fiesta —comenta Margarita, y acto seguido se lleva un canapé a la boca.

—¡Abuela, no toques nada! —la reprende Miguel, que no soporta que nadie picotee de sus platos antes de que estén perfectos y acabados.

—Si le pones una aceituna negra le dará un toque muy bueno, ya verás.

—Está bien, abuela, pero déjame a mí.

—¿Viene alguna chica?

—Sí. Bea.

—Y no te gusta nada, ¿no? —pregunta la anciana en tono resignado.

—¡Abuela! Eres una pesada. ¿Quieres dejar ya el tema? El amor no es tan importante.

—Tienes razón, mi rey. Hay cosas más importantes, como… —La abuela abre el horno, pone cara de misterio y grita—: ¡Las tartas!

—¡Yupi! ¡Has hecho tarta! Entonces, ¿te acordabas?

Margarita se ríe y saca el recipiente del horno con cuidado para no quemarse. Es un pastel de manzana con una pinta deliciosa.

—¡Mmmm! Ya decía yo que este olor a manzana no podía ser de la vecina. ¡Gracias! Qué grande eres, abuela.

—Pues sí —afirma ella mientras desmonta el molde y sirve la tarta en una bandeja de color amarillo.

—¿Qué lleva? —pregunta Miguel mientras huele, intentando descubrirlo por sí mismo—. No, no me lo digas, no me lo digas… La textura es como de bizcocho normal, ¿me equivoco?

—No, vas bien —contesta la mujer, orgullosa.

—Y luego has colocado la manzana a rodajas encima, con un poco de azúcar moreno y… ¡No me lo digas! ¿Anís?

—¡Bravo! Pero hay que poner la manzana cuando el bizcocho está casi hecho, para que no se queme. Ése es el truco para que la tarta quede perfecta.

Miguel abraza a su abuela con un amor que sólo pueden entender las personas que se quieren mucho. ¡Y qué bien huele la abuela! Miguel siempre dice que si su abuela fuera un condimento, sería la canela.

Por asuntos de trabajo, los padres de Miguel se marcharon a Oslo y decidieron que lo mejor para su hijo sería que continuara sus estudios en España, así que lo dejaron a cargo de la abuela. Los padres de Miguel son empresarios, viajan mucho y celebran un sinfín de reuniones. Tampoco podrían cuidar de él. Vuelven de visita en Navidades y en verano, pero Miguel pasa el resto del año con su abuela, que lo educa con mano firme, pero también con mucho amor. Hace de padre, de madre e incluso de amiga.

Minutos más tarde

Suena el timbre, y Miguel sale corriendo de la cocina, todavía con el delantal puesto, emocionado y deseando que la primera en llegar sea Bea, y no Crespo. Contesta al interfono y sus sentimientos hablan por él:

—Bea, ¿eres tú? ¡Dime que sí, que eres tú!

—Que sí, tonto, ábreme.

Bea sube los cuatro pisos de escalera corriendo y, cuando llega arriba, medio ahogada, no puede evitar el comentario:

—¿Cómo puede ser… buff… que subas y bajes esta escalera todos los días y no adelgaces ni un gramo?

—Porque como, amiga, porque como.

—¡Y no veas lo que come la criatura! —grita la abuela desde la cocina.

—¡Margarita! —Bea se apresura a entrar en la cocina para arrojarse a los brazos de la mujer—. Tenía un montón de ganas de verla.

—Vamos al cuarto, que te enseño la merienda que he preparado —le dice Miguel emocionado, separando a Bea de la abuela y llevándosela.

La habitación de Miguel está al final del pasillo. Lo primero que se ve al entrar es un montón de estanterías, todas llenas de cómics. No hay ni un trozo de pared limpia: todo son pósteres, pegatinas y fotos. En el centro del cuarto hay una alfombra con forma de huevo frito. En realidad hay dos. La yema de los huevos hace de cojín, y la clara es de una tela peluda parecida al peluche que es la mar de agradable. A Miguel le encanta coger el portátil y echarse encima a chatear o inventar recetas de cocina.

Tiene la cama escondida en lo que parece un armario. Es una de esas camas plegatines que se suben hacia arriba. Del techo cuelga una lámpara con calaveras y motivos siniestros llena de velas falsas. En una punta de la lámpara cuelga un potus. Y es que Miguel ha heredado el amor de su abuela por las plantas.

En el rincón hay una mesa redonda decorada con un mantel de mazorcas llena de canapés. También hay bebidas de cola y naranja, aceitunas, cacahuetes y patatas fritas.

—Jolines, amigo, ¡cómo te lo curras! —La chica se lanza a por los canapés.

La cara de Miguel es un poema. Le encanta ver cómo la gente prueba su comida. Le gusta incluso más que la comida en sí.

—Bueno, antes de que llegue el «amigo» —dice, refiriéndose a Crespo—, cuéntame…

—¿El qué? —responde Bea.

—Pues no sé. ¿No ocurre nada?

Aunque últimamente han estado un poco distanciados, Miguel conoce a Bea a la perfección. En cuanto la ve despeinada, con la coleta de correr y su chándal de los domingos, deduce que la chica está pasando un mal momento. Es intuitivo, sensible y muy inteligente. Siente una predilección por su amiga que, a veces, parece ir más allá de la amistad.

—Es que si te lo digo me matas —responde Bea avergonzada.

—Venga, suéltalo —la anima Miguel.

—Pues le mandé un mensaje a Pablo… Ya sabes…

—No, no sé —contesta el chico, muy sorprendido y algo a la defensiva—. ¿Y qué le dijiste?

—Le pregunté si me quería —responde ella con un hilo de voz.

—¡¿Qué?! —Miguel se atraganta con un canapé y empieza a toser—. Pero Bea, ¿cómo puede ser…? —se lamenta con la boca llena.

La chica le da unos golpecitos en la espalda y le ofrece un vaso de refresco mientras se sincera:

—No lo sé. Me sentía sola y triste…

Miguel se lo bebe todo de un sorbo y escucha.

—Todas mis amigas tienen novio, y por primera vez en mi vida me siento diferente de las demás. Y no me gusta.

—¡Bienvenida a mi mundo, amiga! —exclama Miguel mientras abre los brazos como para darle un achuchón—. ¿Hace falta que te recuerde que el año pasado, entre tanto Pablo y tanto Sergio, mi mejor amiga no me hizo ni puñetero caso?

Bea se queda petrificada. Parece que a Miguel no le afecta nada, porque siempre está de buen humor y se burla de todo. Pero, por lo visto, es mucho más sensible de lo que parece.

—Lo siento mucho, Miguel. Soy una mala amiga, ahora me doy cuenta —se disculpa Bea—. Me paso todo el tiempo hablando de mí, y ni siquiera te he preguntado qué tal estás. Lo siento.

—Bueno, tranquila, que tampoco es para tanto —la consuela él, quitándole hierro al asunto—. Y entonces, ¿qué pasó? Sigue contándome. ¿Qué te respondió?

—Uf… Ayer se presentó la tuna en casa y me cantaron una canción… ¡en el portal! ¡De parte de Pablo!

Miguel boquea.

—¿Y qué hiciste? —pregunta el chico, aún sin poder creérselo.

—Lo pasé fatal… Imagínate. Llego de correr, toda sudada, y veo a unos tunos en la puerta… ¡y me empiezan a cantar en plena calle!

Ahora ya no es sólo la boca de Miguel la que está abierta, sino también los ojos del muchacho, cuya expresión de asombro no puede disimular.

—¡Y además me dieron una carta! ¡Cuando vi que era de Pablo, me quería morir! —exclama la chica.

—¿Y qué decía la carta? —pregunta él con una curiosidad desbordante.

Bea mira al suelo. Le da mucha vergüenza contárselo. Él es su mejor amigo, sí, pero no es una Princess, y el contenido de esa carta sólo se sabrá en una RPU, una Reunión de Princess Urgente. Entonces, en ese mismo instante, suena el timbre de la puerta.

—¡Noooooooo! —exclama Miguel—. ¡Cuéntamelo rápido, que viene Crespo!

Bea mira al chico con una gran sonrisa y los ojos brillantes.

—Otro día, amigo, Hay que contestar el timbre. —Se suelta el cabello con gracia y luego suspira aliviada.

—De acuerdo —refunfuña el chico, no muy convencido, mientras se dirige a la puerta—. El mero hecho de pensar que tenemos que aguantar a este tío hace que se me revuelvan las tripas. ¡Ya voy!

Unos momentos después

Crespo entra en la habitación y no puede evitar darle un repaso a todo. Con cara de fastidio, deja la bolsa encima de la alfombra de huevo, se acerca a la mesa, se lleva tres canapés a la boca y, antes de tragar, dice:

—Bueno, ¿quién va hacer el trabajo? ¿Lo echamos a suertes?

—Hombre, se supone que lo tenemos que hacer juntos —aclara Bea mientras saca unos dosieres que ha preparado para la reunión.

—Me gustaría mucho —responde el chico con ironía—, pero tengo cosas más importantes que hacer que perder el tiempo con doña Barbie y don Albóndiga.

Y dicho eso, se zampa dos canapés más de un bocado. Cuando se dispone a coger un tercer canapé, Miguel se interpone entre el plato y él y, con muy malas pulgas, clava la mirada en su compañero.

—¿Trabajamos o comemos?

—Trabajamos, trabajamos… —contesta Crespo, que coge el dosier de la mesa y demuestra que es un gallito cobarde.

—Pero podemos comer un poco de tarta, ¿no, Miguel? —pregunta Bea, que mira a su amigo e intenta desviar la atención, porque Miguel no deja de mirar a Crespo. Parece que el tiempo se ha congelado. El enfrentamiento la asusta incluso a ella, aunque sabe que su amigo no mataría ni a una mosca.

—Sí, claro —contesta Miguel, que desvía por fin la mirada de su oponente.

—Tarta de manzana. ¡Qué originales sois las Princess! Se la tendrías que haber llevado a Blancanieves —se burla Crespo.

Miguel y Bea se miran sin entender a qué se refiere, pero Crespo no tarda en explicarse.

—Blancanieves y la manzana, ¿no lo pilláis? Vuestra amiga Ana, la Princess escritora… ¡El blog de Blancanieves! —grita el chico para hacerse entender.

A Bea y a Miguel les sorprende que Crespo lea el blog de Ana y que sepa quiénes son las Princess y qué motes se ha puesto cada una. Lo miran sin saber qué decir.

—¡Soy fan del blog de Blancanieves! ¿Algún problema? Ella no es una friki como tú —comenta, dirigiéndose al anfitrión—, que tienes un cuarto que da miedo; ni va de superguapa como tú —añade mirando a Bea—. Ana es una chica diferente y sensible, y sus posts son más que simples escritos en Internet. Son como dibujos con signos de puntuación. Es capaz de alegrarte un día triste, y de hacerte pensar. No hay día en que no lea el blog de Blancanieves —suspira finalmente el chico.

—¡Anda, Crespo, no esperaba que fueras tan sensible! —exclama Bea emocionada, al mismo tiempo que hace ademán de tocarle la espalda para darle una palmada.

—Yo soy muchas cosas que tú nunca sabrás —vacila el chico, que le aparta la mano de malas maneras.

—¡Ufff, qué susto! Creía que te habían hechizado, o algo, y que de repente te habías convertido en un buen tipo. Pero ya veo que no —ironiza Miguel.

—A trabajar, gordito —contesta Crespo.

Miguel se levanta de la mesa, se acerca al chico y, sin pestañear y mirándolo fijamente, le dice:

—Si me llamas gordito una sola vez más, te vas a comer la tarta entera, ¿lo captas? Sabes que sin mí y sin Bea eres incapaz de hacer este trabajo, porque eres un zoquete, y seguro que tienes que buscar la palabra en el diccionario porque no tienes ni idea de lo que significa. O sea que o te calmas un poco o nos chivamos al profesor nuevo, que ya te odia, y te planta un cero. ¿Estamos?

Un ratito más tarde, en casa de los Castro

Ana no da crédito a lo que le está pasando. No ha dejado de recibir malas noticias desde el lunes. Todo empezó cuando la vieron en el parque con David. Su padre se puso hecho una fiera. No sólo la han castigado sin Internet ni televisión, sino que ahora está supervigilada por su familia y ¡le han incautado el móvil!

Todos los días tiene que ir a comer a casa, y volver justo después de que terminen las clases. Ayuda sin rechistar a su madre en las tareas del hogar y, como se aburre tanto, lleva los trabajos del curso mucho más avanzados que el resto de la clase.

En su fuero interno, Ana está destrozada, se siente muy controlada y presionada por sus padres. David no ha dado señales de vida, pero esto es relativamente normal. Entre semana no se ven casi nunca, y no son de esos novios que se llaman todos los días y se dicen que se quieren. Cuando David sepa lo que está pasando, seguro que alucinará.

El martes, después de la noche fatídica del lunes, no tuvo el valor de contarles a las Princess todo el show familiar. De hecho, durante estos dos días Ana ha estado muy callada en el instituto.

Las Princess ya están acostumbradas a esa Ana. Ella es la más observadora y reservada. Ayer, miércoles, estuvo hablando un rato con Silvia en la hora del patio. Ésa fue una gran oportunidad para decirle lo que le estaba pasando. Más que nada porque Silvia es la hermana de su gran amor, David. Pero no lo hizo. Silvia le contó emocionada lo de su primera cena romántica con Sergio, y Ana mintió y dijo que tenía el móvil estropeado.

La verdad es que la chica no sabe cómo lidiar con lo que le está ocurriendo. Ha acatado las órdenes de su familia sin rechistar. No les ha dicho nada a sus amigas, y está pasando un infierno ella sola.

Hoy, después de salir del instituto, no ha podido más y se ha ido a un cibercafé. Le ha faltado valor para enviarle un e-mail a David. Tenía treinta minutos de conexión, y lo único que ha hecho es releer su blog. Al principio ha pensado en hacer una pequeña entrada, pero finalmente no ha escrito nada.

Pero lo peor no acaba aquí. Cuando llega a casa, su padre la está esperando con una cara muy seria. Antonio Castro tiene un papel amarillo transparente en las manos. Parece como una multa de tráfico pero, por desgracia, no lo es.

—Ana, que sepas que tu madre y yo hemos ido a hablar con la policía. Esto no va a quedar así.

Ana se queda sin palabras y sólo puede pensar en una cosa: RPU.

Tres horas más tarde, en casa de Miguel

Ha sido duro, pero al final lo han conseguido: Crespo se ha marchado y, aunque parecía imposible, han adelantado bastante trabajo.

—¡Por favor, qué descanso! —grita Bea y, dicho esto, se tira encima de la alfombra de huevo con tan la mala suerte que se tropieza con una de las yemas. Miguel salta para intentar salvarla y con un brazo roza el potus, que cae de la lámpara y deja la habitación llena de barro.

—¡Noooo! ¡Mi potus! —grita Miguel, que intenta salvar su planta sin importarle que la habitación haya quedado hecha un desastre.

—Lo siento, lo siento… —se disculpa Bea, aunque trata de aguantar la risa al ver a su amigo lleno de barro después una tarde tensa de estudio—. ¡Parece que has salido de una guerra!

—¡No te rías! —exclama Miguel mientras se tira encima de ella para hacerle cosquillas.

El chico no lo sabe, pero acaba de pasar la frontera de la confianza. Cuando un chico le hace cosquillas a una chica suele ser porque quiere algo más… Bea se deja hacer, y Miguel la inmoviliza de pronto. Le coge las manos y la agarra fuerte pero sin hacerle daño. Los dos se quedan mirándose a los ojos.

—¿Qué te pasa? —dice ella, mientras aguanta todo el peso del chico, que está encima de ella—. ¿Tengo monos en la cara o qué?

El chico no sabe qué contestar. Acaba de sentir el impulso de besar a Bea, pero no ha sido capaz. La chica se ha deshecho de sus manos, y ahora es ella quien está encima de él y le hace cosquillas.

Alarmada por los gritos, la abuela Margarita abre la puerta de la habitación. Su cara de sorpresa no tiene precio. Bea está encima del gran Miguel haciéndole cosquillas, y la habitación está hecha un desastre.

—¿Se puede saber qué hacéis? —pregunta sobresaltada al ver todo el desastre.

—Perdone, Margarita, he sido yo… Crespo se ha ido y el potus…, la lámpara de las calaveras… ¡Me he tropezado! —Bea se levanta a toda prisa.

—Sí, se ha caído. ¡Pobre potus! —exclama Miguel, mirando al techo.

Los dos amigos se miran dándose cuenta de que lo que dicen no tiene ni pies ni cabeza, y no pueden evitar ponerse a reír. Primero ella, y luego él. Y al cabo de un segundo, les entra un ataque de risa descontrolado. Bea le da al muchacho un golpe en la espalda y le dice:

—¡Lo sieeento!

Y acto seguido, resbala otra vez. Ambos caen al suelo y no pueden levantarse de la risa. Margarita huele los vasos de refresco, buscando algún rastro de alcohol que pudiera justificar tanta tontería y tanta risa. Los dos la miran, secándose las lágrimas sin saber qué decir e incapaces aún de contenerse.

Unos segundos más tarde, parece que el ataque ha pasado y Miguel promete que lo limpiará todo.

—Ni hablar, hijo. Tú serás muy bueno cocinando, pero este follón sólo lo puede limpiar alguien profesional. Fuera del cuarto. Los dos.

Bea y Miguel obedecen mientras aguantan la risa, que amenaza con volver. Al salir del cuarto ven a una señora algo rara con el cabello rojo superrizado y lleno de clips. Lleva una bata de colores que la hace parecer un payaso. Pero no: es la mujer de la limpieza.

—Chicos, os presento a mi nueva empleada del hogar —dice la abuela—. Ella limpiará este desaguisado en un santiamén. ¡Es muy buena!

Con la tontería que llevan encima, los chicos ni se miran a los ojos. Saben que si lo hacen les entrará otro ataque de risa loco. No se atreven ni a respirar.

—Se llama Hermenegilda —dice la abuela en un tono muy serio—. Hermenegilda, éstos son mi nieto Miguel y su amiga Bea.

Los jóvenes no se atreven a mirar a los ojos a la mujer. Miguel intenta decir algo, y lo único que consigue es que le salga un pequeño eructo. Bea no puede más y suelta una carcajada, seguida por una mucho mayor de su amigo. La pobre Hermenegilda no sabe dónde meterse, y la abuela está que echa humo.

—¡Miguel, basta! —grita Margarita mientras mira fijamente a su nieto y le señala la puerta con el dedo índice, ordenándole que se vaya.

—Lo siento, abuela, es que yo… no… —El chico sigue riendo y sujeta su gran estómago con las manos.

—Eso, Margarita, nosotros… no… —Bea intenta ayudar a su amigo, pero tampoco puede aguantarse la risa y opta por trampear la situación corriendo hasta la puerta de entrada.

—No se preocupe, señora Margarita, ya estoy acostumbrada a estas cosas. Los críos… Ya se sabe… Y desde pequeña que la gente se ríe de mi nombre. Puede llamarme Herme —comenta bajito mientras empieza a barrer.

—A estos dos les falta un poco de educación. Lo siento mucho, y le pido disculpas.

—Son jóvenes, no se preocupe —comenta Hermenegilda, resignada.