Susurraste un te quiero, casi sin conocernos,
con la inocencia de un niño, amarrado a mi pecho,
y tiraste la llave de mis secretos…
Desnudaste la luna, sin temor ni censuras,
mil caricias y un beso, divisiones y sumas,
que han «llenao» mi cabeza de esta locura.
MALÚ
Lunes, 21.00 horas
Bea se acerca al portal de su casa. Está haciendo footing a paso tranquilo. Ha decidido no pararse en el parque para hacer sus estiramientos. El otro día lo pasó realmente mal cuando vio a Silvia y a Sergio, y por eso hoy va a hacer los ejercicios enfrente de su casa. No es un buen sitio, y la chica lo sabe perfectamente, pero está segura de que no recibirá ninguna sorpresa tan desagradable como la del otro día.
A los cinco minutos de empezar los estiramientos se le acerca un grupo de cuatro hombres. Van vestidos con unos trajes antiguos, con capas negras que les llegan casi hasta el suelo y cargados de instrumentos musicales. Uno lleva una guitarra enorme, otro una muy pequeña, el tercero parece que lleva una pandereta, y el último unas castañuelas. Están mirando el teléfono, y se nota que buscan el número de una casa. Bea sigue con sus cosas.
—Perdona —se dirige uno de ellos a Bea—. Estamos buscando el número trece de esta calle.
—El trece es este portal —responde ella, mostrándole la placa que está justo detrás.
—Ah, gracias. Es que no conocemos esta zona. Somos tunos. No te asustes.
—No, no… —Bea se sonroja. Los chicos, universitarios, van superbién peinados y afeitados. Se les nota algo nerviosos. La chica sigue a lo suyo, pero sin dejar de mirarlos de reojo. «Por Dios, ¡qué guapos que son!».
—¡Vamos a ello, tunos! —salta el de la guitarra grande, mientras otro llama al interfono y los demás van afinando los instrumentos—. ¡Shhhht! —El que parece ser el cabecilla hace callar al resto—. ¡Que están a punto de responder!
Mientras tanto, Bea se pregunta: «Pero ¿qué se proponen?». De pronto se oye una voz en el interfono.
—¿Sí?
El tuno más guapo de todos responde:
—Buenas tardes. ¿Está Bea?
En el mismo instante, en otro lugar de la ciudad
Silvia está ayudando a su madre a preparar la cena: algo de verduras al vapor y unos filetes de pollo a la plancha. La madre escucha a Silvia que, entusiasmada, le cuenta el primer día de instituto.
—Y con Sergio, ¿qué tal? —pregunta la señora Rivero en tono cotilla.
—Bien es poco, mamá… ¡Estupendo! ¡Acabamos de cumplir los tres meses!
—¿Y lo vais a celebrar? Tu padre y yo celebrábamos todos los meses que llevábamos juntos. Pero al cumplir el año dejamos de hacerlo…
—¿Ah, sí? ¿Por qué?
—Tu padre me pidió que me casara con él —contesta orgullosa la madre.
—¡Oooh, qué bonito! —exclama Silvia. A su madre los ojos se le llenan de lágrimas de emoción.
—¿Has pensado cómo celebrarlo?
—Le he dicho que lo invitaba a una cena romántica. Pero ¡aún no sé dónde!
—Si quieres un consejo de madre, no hay mejor cita que en casa de uno. En un restaurante acabas siempre hablando de los platos, de los camareros o de las toallas del baño.
—¡Mamá! ¿Hola? ¡Aún soy menor de edad y no me he independizado! —exclama la chica.
—¡Pues vete a su casa! —le responde la madre, imitando la voz y el tono que ha puesto su hija.
—Es que le he dicho que era una sorpresa… No voy a preparar una sorpresa en su propia casa, ¿no? —Silvia hace una pausa como si esperase una respuesta—. No sé lo que voy a hacer, la verdad…
—¿Qué día habías pensado hacerla?
—El viernes —responde la chica, sonrojada.
Entonces entra su padre en la cocina e interrumpe la conversación.
—¿Qué pasa el viernes?
—Tu hija tendrá su primera cena romántica con Sergio —le cuenta su mujer sin dejar de cortar las verduras—. Eso quiere decir que tú y yo pasaremos la noche fuera. Me vas a invitar a cenar y al teatro, como en los viejos tiempos.
—¡Pero si este viernes hay fútbol! —exclama el hombre.
—¡Maaaamaaaaá! —grita Silvia, muerta de vergüenza. No quería que su padre se enterase de ese asunto. Creía que estaban hablando confidencialmente, pero su madre ha tomando las riendas y parece imparable.
—Ya me habéis oído los dos. Este viernes, a partir de las ocho de la tarde, la casa será para Silvia y Sergio. No te preocupes, hija, vamos a hacer una comida riquísima.
Silvia no sabe qué decir. Hacía tiempo que no se sentía tan avergonzada delante de sus padres.
—¿Qué está pasando? ¡Se os oye desde la habitación!
«¡Oh, no! ¡Lo que faltaba! ¡David noooo!», piensa la chica mientras su hermano entra en la cocina sabiendo que se va a cachondear de ella.
—Tu hermana —le dice el padre—, que nos echa de casa para montar una cena romántica el viernes.
—¿Quéeeee? ¿De verdad? —pregunta David, pero Silvia no sabe qué contestarle. Ha empezado su madre, y ella no quiere ser la culpable de nada—. Mamá…
—Sí —responde su madre, tajante—, y no se hable más del asunto. Somos una familia y nos tenemos que apoyar. Así que, Paco, tú te vas a encargar de comprar velas e incienso y de limpiar bien el baño. David, quítale el polvo al ordenador y encárgate de hacer una selección musical en MP3 en la minicadena para la velada. ¿Te parece bien, Silvia?
La chica no sabe dónde meterse.
—Pues no, mamá. David tiene unos gustos musicales muy raros, y el MP3 ya está pasado de moda. Mejor ponemos la música de mi móvil, si no os importa.
Su hermano y su padre la miran fijamente, con gesto incrédulo.
—No sé, mamá… Yo…
—De acuerdo —zanja la mujer—. Yo me encargaré de la comida. ¡Voy a hacer una cena riquísima! Me ayudarás a prepararla, claro —prosigue, dirigiéndose a Silvia, que sigue sin decir nada. Su hermano sonríe con cara de pillo.
—Es verdad, Silvia. Mamá tiene razón. No puede fallar nada.
«¿Y ese cambio de opinión de David?», se pregunta la chica, con la mosca detrás de la oreja.
—¡Un segundo, familia! ¡Nos estamos olvidando de algo! —Todos miran al chico, parece que va a decir algo importante—. ¡Los preservativos! ¿Quién se encarga de comprar los preservativos?
Parece que la broma no le ha hecho demasiada gracia a su progenitor, quien, serio pero en tono cariñoso, se acerca a Silvia, la mira a los ojos y le dice:
—¡Ay, mi hija se nos está haciendo mayor! Pero aún es pronto para hacerme abuelo, ¿entendido?
Toda la familia se queda callada de golpe y la chica no puede evitar pensar si ya habrá llegado el momento de hacer el amor con Sergio.
En el portal de Bea
Ha oído la voz de su padre por el interfono. Le ha dicho al tuno: «Mi hija no está, pero llegará pronto. ¿Quién es?». El chico le ha respondido con evasivas. Bea no sabe dónde meterse. «¡Me están esperando a mí!», piensa, sentándose en el suelo y escondiendo el rostro sorprendido entre las rodillas.
—Oye… ¿Qué hacemos? —dice el chico de las castañuelas—. ¡Yo he quedado para cenar!
—Tranquilos, la esperaremos en el portal cinco minutos. Debe de estar al caer —dice el tuno guapo.
Bea no da crédito a lo que oyen sus oídos.
«¿Por qué me estarán esperando? ¿Qué quieren? ¡¡TIERRA, TRÁGAMEEE!!».
—¿Tenemos alguna foto de la chica? Para reconocerla si viene, digo —apostilla el tuno de la pandereta.
—No, pero me han dicho que está muy buena. La reconoceremos —dice el líder, en tono chulesco.
Bea no puede evitar sonreír cuando oye eso de que «está muy buena», lo cual llama la atención del grupo.
—Perdona —le pregunta el líder—, ¿cómo te llamas?
—Pues no te lo vas a creer… Ejem… Me llamo Bea, pero creo que no soy la Bea a la que estáis buscando, vamos, seguro —miente la chica, que sabe que no hay más «Beas guapas» en su finca.
—¡Es ella, chicos! —exclama el líder, y toda la banda se pone delante de la chica. El muchacho se pone serio y dice—: Bea, traemos un mensaje de amor para ti.
—¿Perdón? —La chica se levanta del suelo—. ¿De quién?
El tuno de la pandereta le ofrece un sobre. Bea lo mira: no hay remitente, pero parece que dentro hay una carta. Cuando se dispone a abrirla, los tunos la sorprenden con una canción.
La mejor manera de decirte te quiero
es poder cantarte música romántica.
Poder estrecharte junto a mi cuerpo.
Decirte mil cosas y llenarte de besos.
«¡Qué vergüenza!», piensa Bea mientras echa un vistazo a la calle para asegurarse de que nadie los mira. Es imposible detener el show. La gente sale a los balcones, e incluso sus padres, llevados por la curiosidad, se asoman a la ventana del comedor.
La mejor manera de decirte
de manera hermosa lo que por ti siento
es poder cantarte música romántica
y con esta música llenarte de besos.
Los tunos siguen cantando con una afinación espléndida. La chica esboza una sonrisa forzada. El sudor de las manos hace que el sobre que le han dado se humedezca. «¡Por favor, que termine ya esta pesadilla!», piensa Bea, mientras los tunos cantan, a coro, un final interminable:
¡¡¡¡BEEEAAAAA, TEEEEE QUIIIIEEEEERRROOOOO!!!!
En los balcones de sus casas, algunos vecinos aplauden. Incluso los transeúntes que se habían detenido dan unas palmadas. Los tunos saludan a su pequeño público improvisado como si estuvieran en un gran teatro.
—¿Me puedo ir ya? —les pregunta Bea, avergonzada.
—No, espera un momento. Ponte aquí. Vamos a hacer una foto para colgarla en nuestro Facebook —dice uno de ellos mientras extrae una cámara digital de su traje.
A Bea no le da tiempo a reaccionar. Sale en la foto con cara de circunstancias. Después, cada uno de los chicos se despide de ella con dos besos. Bea todavía no sabe si esa experiencia le ha gustado o no. Siente vergüenza pero, como la chica romántica que es, se siente halagada.
Cuando los tunos se han ido, se esconde rápidamente en el portal. Mientras sube por el ascensor abre la carta y se dice a sí misma: «Nota mental: la próxima vez, no hacer los estiramientos ni en el parque ni en el portal de casa». Lee dos líneas de la carta y en seguida reconoce la letra. ¡Es de Pablo!
Mientras, en casa de Ana
La chica ha vuelto de su paseo en el parque con David. Se siente relajada y tranquila. Su primer día de instituto ha transcurrido sin sobresaltos. Ahora sólo tiene ganas de cenar, ducharse, como mucho ver alguna serie, y prepararse para mañana.
Pero cuando llega a casa se respira un silencio poco habitual. El televisor está apagado, y sólo están encendidas las luces del comedor.
—¿Hola? —saluda al entrar en la estancia. Ahí encuentra a sus padres, Rita y Antonio, que están muy serios—. ¿Qué pasa?
—¿Dónde te has metido? —la interrumpe el padre.
—¿E… en la biblioteca? —miente Ana, insegura.
—¡Mentira, mentira y mentira! —grita el hombre.
—Tranquilízate, por favor, Antonio, que nos van a oír los vecinos. —La madre de Ana intenta calmar a su marido.
—¿Que me tranquilice? Tu hija ha estado con un chico en el parque haciendo cosas horribles… ¿y quieres que me tranquilice?
Ana suelta un pequeño suspiro. Eso sí que no se lo esperaba. Hace unos meses que está con David, y no les había dicho nada a sus padres, que son muy conservadores.
—Lo siento, papá; yo… —Ana no tiene tiempo de acabar la frase porque su padre, invadido por los nervios, se levanta y le propina una bofetada que hace que se siente en el sofá. La chica no puede evitar ponerse a llorar. Es la primera vez que su padre le pega.
—¡Antonio! —grita la madre.
—Ana, te prohíbo que vuelvas a ver a ese muchacho. Vete directamente a la cama.
—Antonio, tranquilízate, por favor. —Rita intenta calmar a su marido, quien se muestra como un sargento en medio de una batalla.
—Ya está, ya me he quedado tranquilo. —Ana hace ademán de retirarse, pero él la detiene—: Antes de irte a la cama, quiero que me des el nombre y los apellidos del chico. Sabemos que es mayor que tú, así que ahora mismo lo voy a denunciar a la policía.
Ana se tapa la mejilla, que ha quedado marcada por el bofetón y las lágrimas. Su madre se acerca a ella y la ayuda a levantarse del sofá.
—Luego, Antonio, luego.
Y, con eso, aunque su marido se quede refunfuñando en el sofá, la acompaña a la habitación.
—Esta vez sí que la has hecho buena, hija… —dice la mujer en voz bajita.
—No es lo que parece, mamá —responde Ana entre sollozos.
—No te disculpes. Voy a intentar calmar a tu padre. Tú estate calladita y no te muevas de aquí. Ya hablaremos mañana. —Rita abre la puerta del dormitorio, pero no entra en él. Ana siente que también está muy enfadada, aunque no se lo haya mostrado como ha hecho su padre.
La chica se tira en la cama y llora. Sólo piensa en David. Le da mucha rabia que sus padres no la entiendan. Desesperada, se levanta de la cama y enciende el ordenador. Sus sentimientos son una mezcla de pena, rabia, dolor y un amor inmenso hacia David.
Abre su blog. Quiere escribir una nueva entrada, pero sabe que, dadas las circunstancias, es muy difícil que le salga un texto coherente. Además, si contase lo que le ha pasado, mañana sería la comidilla del instituto.
Abre el chat del Facebook, y ve que Bea y Silvia están conectadas, pero no tiene fuerzas para contarles lo que ha pasado. Cierra el chat, suspira… y le entran ganas de volver a llorar, ahora con más fuerza.
«¡¿Por qué a mí?!».