Capítulo 29

Deseo.

Mire donde mire, te veo.

Mire donde mire, te veo.

Mire donde mire, te veo…

Igual que hace millones de siglos,

en un microscópico mundo distante, se unieron

dos células cualquiera…

Instinto,

dos seres distintos

amándose por vez primera.

JORGE DREXLER

En el insti, a las ocho de la mañana

Con un nudo en el estómago, y vestida con un chándal de andar por casa y unas zapatillas de deporte, la moderna Estela más bien parece salida de un domingo de resaca. Lleva el pelo recogido y se ha quitado los piercings para ir a hablar con el profe. Lo que más vergüenza le da es que las vean sus compañeros. Aunque en teoría es secreto, sabe que Marcos no habrá podido evitar contar lo suyo, y teme que todo el mundo esté al corriente. A punto de cruzar la acera, respira hondo y piensa: «Venga, tú puedes. Cosas peores has pasado en la vida, vas a salir de ésta».

Minutos más tarde, en la sala de profesores

Toni se está preparando un té cuando oye que llaman a la puerta. La abre y deja pasar a Estela, cuyo aspecto refleja su agitación. Sin dejar su actitud seria, Toni la recibe con dulzura. Le pide que se siente y le ofrece algo de comer.

—No, gracias, no tengo hambre —contesta la chica, que tiene un nudo en la garganta.

—Bea me ha contado por qué lo hiciste —empieza el profesor.

—Lo sé. Lo siento mucho —dice la chica, claramente afectada.

—Me habría gustado que confiaras en mí y me lo contaras. Soy tu tutor y estoy aquí para ayudaros, pero entiendo que no debe de ser una situación fácil para ti. Aunque la causa es noble, sabes que lo que has hecho no está nada bien.

—Lo sé, y voy a recuperar el dinero. ¡El sábado voy a limpiar una casa! —exclama ella, queriendo demostrar que está dispuesta a todo para devolverle el dinero.

—Eso está bien.

Hay un silencio entre ellos. Estela mira a su tutor y se muerde el labio.

—Pensaba devolverlo, ¿sabes? De un modo u otro iba a conseguir reunir la cantidad que tomé prestada.

—Ya. Antes de que me enterara, y quizá utilizando métodos poco… legales, ¿no? —la cuestiona Toni.

—Sí —contesta la chica, avergonzada.

—Bueno, voy a contarte lo que haremos. El lunes volverás a clase. Como te ha contado Bea, ya he repuesto el dinero que faltaba. Y tú, cuando puedas y sin que eso os haga ir mal en casa, me lo vas devolviendo poco a poco, ¿de acuerdo? No hay ninguna prisa; pero me lo tienes que devolver.

«Este profe es la bomba», piensa Estela.

—¿Y los números repetidos? —pregunta, inquieta y angustiada.

—Tranquila, he ido a la copistería y he encargado otro talonario. El local es grande, caben cincuenta personas más sin problema. Pero te tendrás que encargar de cambiarles el número a todas las personas a quienes les vendiste un número repetido, ¿de acuerdo? ¿Es posible? ¿Te acuerdas de ellas?

—Sí, sí. De todos —afirma la chica, que por primera vez sonríe.

—Bueno, pues creo que esto es todo. Espero que no vuelva pasar nada parecido, y vuelvo a confiar en ti, ¿eh? Si tienes algún problema en casa, por favor, cuéntamelo.

—Gracias, Toni, eres un gran profesor —le agradece Estela—. ¿Puedo hacer algo por ti?

—Creo que no, pero ¡gracias!

Estela hace ademán de marcharse, pero entonces piensa que igual sí que puede hacer algo por él. Se vuelve y le dice:

—Por cierto, otra cosa importante: Bea… no tiene novio.

La chica sale por la puerta, dejando al profesor con una sonrisa de oreja a oreja.

A la hora del recreo

—¡Bea, Bea! —llama Miguel a la chica, que está a punto de salir del insti. Él corre tanto como puede para alcanzarla. Por eso, cuando ella se detiene y se da la vuelta, él no tiene tiempo de frenar y choca contra ella. Ambos caen al suelo.

—¿Qué haces? —grita ella mientras intenta incorporarse.

Miguel se echa a reír como un loco.

—Perdona, perdona, pero es que estoy contento.

—Ya. —La chica se levanta y le ofrece la mano a su amigo para ayudarlo a ponerse también en pie—. ¿Qué te ha pasado?

—Adivinaaaa…

—¡No lo sé! ¡Dímelo tú!

—¡Ya tengo hecha la web! —Miguel sonríe entusiasmado.

Bea se arroja a sus brazos: han estado trabajando mucho para que el día de hoy llegara.

—¿La puedo ver?

—Ahora no, que no traigo el portátil. Me pasé casi toda la noche trabajando.

—¡Qué buena noticia! ¿Quedamos después de clase?

—¡Ups! Después no podré… Tengo que acompañar a mi abuela a la compra. Pero si quieres, podemos quedar sobre las siete en mi casa.

—¡Jo! No puedo, tengo entrenamiento. ¡Pero quiero verlaaa!

—Pásate después del entrenamiento —le propone él.

—¿Después? Siempre que acabo de entrenar tengo una hambre… —se excusa la chica.

—¡Te vienes a casa y comemos!

—Perdona, Bea, ¿tienes un momento? —los interrumpe Toni, que los sorprende a ambos apareciendo por detrás y agarrando de manera inconsciente el codo de la chica.

—Eh… Sí, claro —responde ella, cortada. Luego se dirige a Miguel—: Entonces nos vemos luego, ¿vale?

—Ok —responde éste, y remarca—: En mi casa, después del entrenamiento.

Toni y Bea se dirigen a la biblioteca, que está justo en la entrada del instituto. Durante la hora del recreo hay poca gente, prácticamente están solos ellos dos y la bibliotecaria. Y ésta, como siempre, anda sumergida en sus libros.

Bea se deja guiar por el profesor, que camina hacia uno de los pasillos repletos de libros. «¿Me querrá recomendar algún libro?», piensa la chica mientras lo sigue. Justo entonces, Toni se detiene en la sección de novelas. Bea lo observa. Él se comporta de una forma extraña, curiosea algunos libros y parece nervioso.

—Toni, ¿por qué estamos aquí? Es la hora del patio y tengo hambre… —dice Bea bajito para romper el hielo. Su tutor sigue enfrascado en la lectura de los títulos de una de las estanterías—. ¡Toni! —exclama en un susurro—. ¿Qué buscas?

Entonces el profesor mira a un lado y al otro y, sin decirle nada, se precipita hacia ella y la besa brevemente con pasión. La chica se sonroja. ¡No se lo esperaba para nada! ¡En la biblioteca del insti!

Bea se deja llevar por su sabor, por la locura del momento. No hay libro en toda la biblioteca que pueda contar lo que sienten en ese instante, que para ellos parece eterno.

De pronto, Toni rompe el beso y vuelve a centrar la atención en los libros. A Bea le sorprende esa separación tan brusca, pero entonces, con el rabillo del ojo, ve aparecer a la bibliotecaria, con su carrito de libros para ordenar, y lo entiende todo.

—Casi nos pillan… —murmura Toni, con la voz ronca por el deseo.

—Sí, por muy poco —contesta Bea, aún sonrojada. Y entonces sonríe—. ¿Esto era lo que me querías decir?

Toni se vuelve hacia donde está la bibliotecaria, para comprobar si les presta atención… y sí, ésta los mira. No es que sea una mujer cotilla. Lo que sucede es que está sola todo el día, ahí, donde no se puede hablar, de modo que pasa gran parte de su tiempo observando a quienes están en la biblioteca. Y tantas horas de contemplación la han dotado de una intuición infalible: sabe perfectamente cuándo está pasando algo que no tiene que ver con buscar un libro o dedicarse al estudio.

—Será mejor que nos marchemos… ¿Nos vemos en clase? —Toni no deja que Bea le conteste. Le aprieta la mano y se va.

La chica permanece inmóvil ahí, entre el silencio de los libros y el olor a papel viejo. Espera un rato para no levantar sospechas.

—¿Has encontrado lo que buscabas? —pregunta la bibliotecaria, que la mira por encima de sus gafas de lectura.

—Aún no… —contesta Bea disimulando y cogiendo un par de libros. Abre uno de los ejemplares y descubre que el libro está lleno de recetas, dibujos e historias apasionantes. Recuerda que esa tarde ha quedado con Miguel, y piensa que este libro le va a encantar. Mira a la bibliotecaria, que sigue observándola con cierta desconfianza y le dice—: Ahora sí, ya he encontrado lo que buscaba.

Por la tarde, delante de la academia de pintura de Sergio

—¿Quieres pasar o no? —Sergio le muestra la puerta de entrada.

—Es que me da cosa —contesta Silvia frotándose las manos, nerviosa como una colegiala.

Sergio se pone frente a ella.

—No te preocupes, que no te voy a obligar a posar desnuda delante de los estudiantes —le aclara con ternura—. Ser modelo es muy duro.

—Yo no sé si podría hacerlo —responde Silvia mientras acepta la mano que le ofrece su novio y lo acompaña al interior del centro.

—No me refería a que sea duro porque estás desnuda enfrente de todos los pintores, sino porque aguantar una postura durante mucho rato duele un montón.

El muchacho abre la puerta de una pequeña habitación que está totalmente a oscuras. Primero deja pasar a Silvia, cierra la puerta y no enciende la luz.

—Qué oscuro está… —dice ella.

El chico se acerca por detrás con cuidado y le da unos delicados besos en el cuello. Aunque disfruta de ellos, a Silvia le inquieta saber que en cualquier momento alguien puede abrir la puerta.

—He puesto el cerrojo, no te preocupes —le susurra él al oído.

Los besos de Sergio son cada vez más intensos. A Silvia le gustan, pero también tiene miedo de que las cosas se descontrolen, y de que ella tenga que pararle los pies otra vez («¡No quiero hacerlo aquí! ¡Quiero algo muy romántico la primera vez!»), y eso provoque una nueva discusión.

—No veo nada… —murmura, temerosa.

El chico se conoce al dedillo el cuartito, alarga la mano y enciende la luz. Silvia queda maravillada. Una simple bombilla polvorienta ilumina un cuarto repleto de esbozos de dibujos por todas las paredes. En un rincón hay un caballete con un lienzo a medias. Y en una esquina hay una estantería con un montón de pinturas al óleo usadas.

—Siéntate. —Le señala un taburete que ha situado en medio del cuartito—. ¿Tienes frío?

—No —responde ella, que deja el bolso en el suelo, junto a la puerta, y se sienta—. ¿Trabajas aquí?

—A veces, pero es demasiado pequeño. Por lo general, lo utilizo de almacén. Nadie quería este cuartucho, así que me lo he apropiado. Fíjate en que es todo interior, no hay ni una triste ventana. Y los pintores necesitamos mucha luz para ver bien las texturas.

Silvia no sabe adónde mirar. Tiene la misma sensación que cuando vas a la tienda de los chinos y está repleta de cosas. Pero lo que ve no son artilugios baratos fabricados en Taiwán. Son pinturas y esbozos de su pintor favorito: su chico.

—Eres la primera que entra aquí, ¿lo sabías? —Sergio le da un beso.

—¿Ah, sí? Es un honor —le responde Silvia, que le devuelve el beso.

—¿Quieres que hagamos una cosa? —Sergio la mira directamente a los ojos. «No estoy preparada…», piensa.

Sergio saca una caja repleta de pinturas y la pone a los pies de la chica. También coge un pequeño trapo que usa para limpiar los pinceles. Silvia lo observa aliviada. Él se saca el móvil del bolsillo de los pantalones vaqueros y pone música de jazz.

—¿Vas a pintarme? —pregunta ella.

—Claro. —Sergio se acerca lentamente y, muy despacio también, le quita primero el jersey, y luego la blusa. Nota como el corazón de Silvia se acelera. El chico la abraza y le da un beso. Cuando se retira, Silvia se ha quedado sin sujetador.

A continuación, Sergio hunde su pincel en un pote de pintura roja como la sangre, y lo acerca a la piel de Silvia. La chica se aparta.

—¡Oye! ¿Me vas a pintar… a mí?

—No te preocupes, que esta pintura es fácil de quitar. ¿Puedo?

Silvia asiente. Es la primera vez que alguien le pinta el cuerpo, es la primera vez que alguien la mira desde tan cerca, y es la primera vez que alguien la toca sin tocarla.