Que en sus brazos me sienta una niña pequeña,
sonría, le mienta y se trague mis penas.
Que sacuda mi cama como un animal
y que por la mañana me dé un poco más.
Que no sea muy malo, que no sea muy bueno,
y si me hace regalos, que no le cuesten dinero.
Alguien que cuide de mí.
CHRISTINA ROSENVINGE
En el Piccolino
Silvia y Sergio están sentados a una mesa esperando a los demás. Son casi las cuatro de la tarde y aún no han comido, así que se piden unos bocadillos.
—Sergio, quiero decirte una cosa —aprovecha la chica ahora que están sentados a solas y tranquilos.
—Dime —responde él mientras le da un mordisco al bocadillo.
—Quiero darte las gracias.
—¿Las gracias? ¿Por?
—Pues por estar conmigo.
Sergio deja la comida en el plato, se limpia las manos y le acaricia la mejilla con cariño.
—De nada.
—Me hace muy feliz, ¿sabes? —Silvia siente una fuerte emoción al sincerarse y hablar de ello—. Ahora, cuando íbamos en moto y yo te agarraba por la cintura, como el día en que nos conocimos, ¿te acuerdas? He experimentado una sensación tan intensa como entonces, y me he imaginado por un momento, sólo por un momento, que te había perdido, y me ha recorrido un escalofrío por aquí…
—Qué imaginativa eres a veces —sonríe Sergio—. ¡Estoy aquí! ¿No lo ves? ¡Y no me pienso ir!
—Eso ya lo sé, tonto. —Silvia también sonríe—. Lo que quiero decir es que hoy nos estás ayudando un montón. Y que siento que siempre estás ahí cuando más lo necesito. Eres comprensivo conmigo, y tienes tanta paciencia… Eso no tiene precio.
—¿Cómo no voy a estar a tu lado en los momentos difíciles? Sé que estás muy angustiada por lo de Estela, y por eso… ¡debes comer algo! —dice el chico, que coge el bocadillo de Silvia del plato y se lo ofrece—. Te sentará bien.
Silvia lo mira, ladeando la cabeza. Él le sonríe y le acerca el bocadillo a la boca. La chica lo coge y le da un mordisco.
Sergio saca de la cartera un billete de diez.
—¿Qué haces? —pregunta Silvia desconcertada. Cree que él se dispone a pagar la cuenta—. ¿Quieres irte ya?
—No; he tenido una idea. ¡Y me la has dado tú!
El chico coge una plumilla de su mochila y dibuja en el margen de uno de los billetes un corazón y, dentro de éste, dos «S», de Silvia y Sergio.
—¿Qué estás haciendo? ¡No se puede escribir en los billetes!
—¿Ah, no? —le responde su novio con cara de travieso—. Acabo de decidir que dibujaré un corazón y nuestras iniciales en todos los billetes que pasen por mis manos. —Silvia lo mira sorprendida, pero no dice nada. Sergio comprende que debe explicarse mejor—. Tienes razón: hay cosas que no tienen precio; como tu amor. No hay suficiente dinero en el mundo para pagarlo. Así que como el amor es más valioso que el dinero, lo que estoy haciendo es convertir el dinero en amor.
—Eso es una bobada —dice Silvia con ternura.
—Pues yo creo que no. Marcaré cada billete que pase por mis manos con nuestro corazón. Será mi manera de decirle al mundo que nuestro amor está por encima de todo y que su coste supera todas las riquezas de este mundo. ¡Que empiece a circular libremente el amor! —El chico le guiña un ojo y exclama—: ¡Camarero, la cuenta!
El camarero le lleva el tique en una bandejita de metal que deposita en la mesa. Sergio comprueba el importe y deja encima el billete de diez.
—Algún día, ese billete caerá en tus manos. Algún día, todos los billetes llevarán nuestro nombre. Bueno, o casi todos… Te quiero, Silvia.
La chica se levanta y le da un tierno beso.
«Eso es lo más romántico que me han hecho en la vida», piensa.
—Silvia, Silvia, Silvia… —dice Crespo, que acaba de entrar en el bar y se acerca a la pareja—. ¡Te he dicho mil veces que termines la comida antes de comerte el postre!
La pareja interrumpe el beso. Sergio lo mira irritado: les acaba de fastidiar su momento romántico.
—Huy, perdón, ¿molesto? —pregunta Crespo con descaro, y se sienta a la barra justo delante de ellos.
—Pero qué morro tienes —le responde Silvia, medio enfadada.
—¡Para morros, los vuestros! —exclama su compañero de clase, burlándose.
—Oye, tú, ¡no te pases ni un pelo! —se le encara Sergio mientras se levanta de la mesa.
—Vale, vale… Tampoco es para ponerse así —responde el otro, volviéndose hacia la barra y dándoles la espalda.
Crespo no está acostumbrado a que le planten cara y lo pongan a raya. Se lo merece, ya que sus burlas y bromas son de mal gusto. El problema es que el chico no lo hace con maldad. En realidad le cuesta relacionarse, y ésa es su manera de protegerse: metiéndose con la gente. Se defiende porque se siente inseguro. Lo que realmente le gustaría a Crespo es encajar en la panda, y más ahora que se ha enrollado con Ana. Le gustaría ser uno más. No sólo uno más, ni Crespo el Aguafiestas; a él le gustaría ser «el novio de Ana» y caerles bien. Pero de momento va a tener que esperar: ella le ha pedido que guarde el secreto y no le cuente a nadie lo que ha pasado entre ellos. Y, además, los malos hábitos no se cambian de la noche a la mañana.
—Oye, ¿por casualidad no habrás visto a Estela? —le pregunta Silvia, sacándolo de su ensimismamiento.
—No, pero ya me han dicho que la estáis buscando. —Crespo señala la puerta—. Ahí llegan Bea y Miguel. Seguro que ellos saben algo. ¡A lo mejor Miguel se la ha comido! —El chico se ríe, pero su broma cae en saco roto.
—¡Bea! ¿Sabéis algo? —Silvia se levanta de la silla y corre hacia su amiga.
—Nada de nada. En su casa no estaba.
Mientras Miguel va directamente a la barra a pedir algo de comer, las dos vuelven a la mesa, donde los espera Sergio, y se sientan. Bea está visiblemente preocupada.
—¡A ver si revientas! —le suelta Crespo a Miguel.
—Hola, Crespo, tú siempre tan encantador —le contesta el otro cabizbajo, sin entrar en discusión.
—Oye, tío, ¿estás bien? —Crespo ha ido conociendo un poco a su compañero durante los días que han compartido para hacer el trabajo de la web, y se da cuenta de que éste anda desanimado. Siempre que le hace un comentario con la intención de pincharlo, Miguel salta y se enfada, pero esta vez el chico permanece pasivo y no reacciona.
—Déjame en paz, ¿quieres? Hoy no —le responde Miguel de un bufido. Luego se va y se sienta junto a sus amigos.
Crespo mira la escena desde la barra. Todos están algo serios, enfrascados en sus pensamientos.
—Creo que sé de alguien que os puede echar una mano —les advierte Crespo, quien ve a Marcos, que acaba de entrar en el Piccolino—, y justo ahora acaba de cruzar la puerta…
Bea y Silvia se vuelven a mirar. Marcos no trae cara de buenas noticias.
—¡Marcos! ¿Has visto a Estela? —pregunta Bea.
—Sí —contesta el chico con un hilo de voz.
—¿Qué ha pasado? ¿Cómo está? ¡Estamos preocupados por ella! ¡Llevamos todo el día buscándola! —prosigue la chica, nerviosa.
—Supongo que ya sabéis lo que ha pasado —susurra Marcos.
—No. Sólo sabemos que ha salido corriendo, llorando… —dice Silvia.
Marcos pide una cerveza. No sabe cómo contarles a sus amigos lo que ha hecho Estela. Sus compañeros atienden. El chico deja la guitarra apoyada en la barra, espera a que le sirvan la bebida y, una vez la tiene delante, le da un buen sorbo. Todos siguen esperando. Necesitan respuestas, una explicación.
—Parece que Estela ha robado parte del dinero de la fiesta para el viaje de fin de curso —revela el músico.
Bea y Silvia se miran desconcertadas.
—Eso no puede ser —reacciona Silvia.
—Pues sí que puede ser. Y el profesor la ha pillado. ¿A quién se le ocurre? ¡Pero si tarde o temprano la iban a pillar! Yo no sé, no entiendo nada… No entiendo cómo ha podido hacerlo —murmura Marcos, abatido.
—¿Y ahora dónde está? —pregunta Bea, más preocupada aún por su amiga que antes.
—No lo sé —responde, triste, el chico.
—Ya sabía yo que Estela no era trigo limpio —mete baza Crespo.
—Sus motivos tendrá —la defiende Miguel.
Ante el comentario de Miguel, Bea se queda pensativa. Hace unos días, su amiga le dijo que en casa no iban bien de dinero. Estela no es una ladrona, y siempre ha sido muy legal. Está casi segura de que lo ha hecho para ayudar a su familia, pero no sabe si contárselo a los demás. Le prometió que no lo haría, así que opta por callar, seguir escuchando y ver adónde los lleva la discusión. Además, sabe que, con Crespo delante, sería de lo más indiscreta compartir ahora el secreto de Estela. Y entonces, mientras piensa todo eso, se le enciende la lucecita. ¡Una corazonada le dice que ella sí que puede hacer algo por su amiga, o al menos intentarlo! Decidida, se levanta de la silla.
—Me voy a hablar con Toni —dice.
—¿Por qué? —pregunta Silvia.
—Luego os cuento. ¡Puede que aún siga en el insti!
—¿Crees que es una buena idea? —le pregunta Sergio, cogiéndola del brazo—. Yo también soy profesor, y sé que cuando imponemos un castigo tan severo es porque lo tenemos muy claro, así que será muy difícil hacerlo entrar en razón.
Pero Bea no se amedrenta.
—No te preocupes —responde—, sé lo que me hago. Al menos, voy a intentarlo.
—Te acompaño —se ofrece Miguel.
—No, iré sola —lo detiene ella—. Esto es una cosa de Princess. Si Estela ha robado es como si todas nosotras hubiéramos robado —sentencia.
—Quiero acompañarte —insiste el chico.
—¿Y echar a perder el sándwich mixto que te acaban de traer? No, cómetelo ahora que está recién hecho y descansa, ya has hecho mucho por nosotras.
Bea no sale del Piccolino sin que Silvia le haya dado un beso de apoyo. Los amigos se quedan en silencio tras su marcha.
—Silvia… Hay algo más… —le susurra Marcos a la chica, con la mirada perdida en su cerveza.
—¿Qué pasa? —pregunta Silvia en voz baja y de manera discreta, para no llamar la atención de los demás.
—Que… que acabo de cortar con Estela.
Diez minutos después, en el insti
El conserje le ha abierto la puerta a Bea, que ha utilizado la eterna excusa de que se ha dejado en clase la chaqueta con el monedero dentro. Por los pasillos no hay ni una alma. La chica sube hasta el tercer piso, a la sala de profesores. Cuando llega respira hondo y llama a la puerta.
—¿Quién es?
—Soy yo, Bea. ¿Puedo pasar?
—¡Un segundo!
La muchacha, nerviosa y con las manos sudorosas, espera. Se repeina con los dedos. Puede oír como Toni ordena unos papeles y se levanta de su vieja silla de madera. Lo oye andar unos pocos pasos y… la puerta se abre lentamente.
—Pasa.
—No, mejor me quedo aquí —responde ella intentando aparentar seguridad, aunque por dentro todo le tiemble.
—Pues tú dirás…
—¿Has expulsado a Estela del insti?
—Veo que las noticias corren como el agua —suspira el profe, a modo de asentimiento.
—¿Por qué? —lo apremia la chica.
Si no se tratara de Bea, Toni no le contaría nada. Pero no puede evitar derretirse cuando la chica se queda mirándolo con esos ojos azules que lo vuelven un poco loco.
—¿De verdad que no quieres pasar y así hablamos un poco? —Toni se aparta de la puerta y Bea entra en el despacho.
Por la noche, en casa de Estela
La chica apenas ha comido nada. Cuando su madre ha llegado a casa estaba en su habitación, y no se ha dignado ni a salir a darle un beso. Desde ahí le ha gritado que estaba estudiando y que se iría a dormir pronto. Por suerte, su madre no ha entrado para desearle buenas noches. De hecho, y aunque le gustaría, hace tiempo que no lo hace. Sabe que su hija se ha hecho mayor, aunque eso no quita que siempre vaya a ser su niña pequeña y que, si supiera en qué estado se encuentra, no dudaría en entrar en el cuarto para consolarla.
Echada en la cama con las sábanas mojadas de tanta lágrima derramada, la chica enciende el móvil. Tiene un montón de llamadas perdidas y de mensajes que no piensa contestar. Estela no sabe cómo resolver la situación en la que se ha metido, y su principal ayuda, aquel que le podría echar una mano y su único y verdadero amor, le ha dado la espalda.
Está desolada, pero Estela es de carácter fuerte y no quiere dejarse llevar por la desesperación. Necesita desconectar, y abre el portátil dispuesta a ver algún capítulo de una de sus series favoritas. Ella no funciona bien con tanta presión, debe relajarse para poder tomar una decisión correcta.
Pero la curiosidad le puede y, al abrir Internet y entrar en Facebook, comprueba si la noticia de su expulsión ya está circulando. Se le abren dos ventanas de chat: una es de Ana, y la otra, de Bea. Pero Estela sigue revisando su muro y los de sus compañeros de clase. De momento no hay rastro de habladurías, y decide a abrir los chats de sus amigas.
Ana: ¿Estás ahí?
Estela decide no contestar. No le apetece contarle por chat lo que ha sucedido, y le faltan las fuerzas para responder incluso con un simple «Estoy bien».
Bea: Sé que estás ahí… Contéstame, por favor. Te quiero decir algo importante.
El mensaje de Bea provoca su interés. Además, es con quien más ha hablado de un tiempo a esta parte, y su amiga está al corriente de los problemas económicos por los que están pasando en casa. Poco a poco, y utilizando tan sólo el dedo índice, escribe.
Estela: No tengo ganas de hablar
Bea: He hablado con Toni sobre lo tuyo.
Estela se incorpora sobresaltada. «Las cosas no pueden ir peor», piensa.
Estela: Y?
Bea: Aunque no te ha levantado la expulsión, me ha dicho que no te preocupes por el dinero. Pero lo tendrás que devolver, claro
Estela: No lo entiendo
Bea: Le he dicho que… bueno… le he contado lo de tu familia… He supuesto que era necesario decírselo para que te entendiera… Lo siento
Estela: Y qué le has contado exactamente?
Bea: El tema del dinero. Supongo que lo has hecho por eso no?
Estela tarda unos segundos en contestar, porque no puede parar de llorar. Su amiga acaba de nombrar la fuente de todos sus males.
Estela: Sí, y me siento súper mal
Bea: Le he pedido un poco de comprensión, y me ha dicho que, de momento, él repondrá el dinero, pero que se lo tienes que devolver, aunque sea poco a poco. También me ha dicho que quiere hablar contigo.
Estela: Y si yo no quiero?
Bea: No seas así… Quiere hablar contigo para que sigas al día con las clases. Una semana es mucho tiempo… Lo entiendes verdad?
Estela: Sí, eres una gran amiga
Bea: Te espera mañana a primera hora en la sala de profes.
Estela: Gracias, Bea
Bea:
A continuación, Estela se desconecta, pues no tiene valor para seguir hablando. Si hubieran hablado un rato más le habría acabado contando lo de Marcos, y eso sí que no lo quiere recordar porque, cuando piensa en ello, le embargan un dolor y una tristeza enormes.
En el mismo instante, en el cuarto de Bea
Bea acaba de ver como su amiga se ha desconectado sin darle tiempo ni a decirle adiós. Es un claro síntoma de que Estela no está bien y pasa por un mal momento. Aun así, la rubia tiene la sensación de haber hecho todo lo posible.
Al contrario que su amiga, siente un revoloteo agradable en el estómago. No puede dejar de pensar en Toni y en su olor; ni de repetir una y otra vez en su cabeza la conversación que han tenido sobre Estela. Recuerda cómo la miraba, cómo Toni, con palabras dulces, le hacía entender cuán grave era lo que había hecho su amiga. Y ha sentido… conexión. Verdadera conexión entre los dos. Allí, en la sala de profesores, sus miradas han dicho algo más que palabras.