Pido que no me falles,
que nunca te me vayas y que nunca te olvides,
que soy yo quien te ama,
que soy yo quien te espera,
que soy yo quien te llora,
que soy yo quien te anhela los minutos y horas.
Me muero por besarte,
dormirme en tu boca.
Me muero por decirte que el mundo se equivoca.
LA QUINTA ESTACIÓN
La hora del recreo
Los alumnos del último curso tienen permiso para salir a la calle. Unos aprovechan para ir al bar a desayunar, otros se tiran en el suelo a comer pipas, algunos, los más aplicados, van a la biblioteca, y los más atrevidos, en busca de sus parejas para amarse un rato. Las Princess acostumbran a ser de las que comen pipas en el suelo, y suelen acompañarlas Marcos y su guitarra. A menos que haya exámenes o algún control importante, porque entonces Silvia y Ana siempre van a la biblioteca.
Hoy las Princess están todas desperdigadas. Estela aprovecha la media hora para intentar colocar todas las entradas que le quedan. Siente un malestar terrible por lo que hizo la noche anterior, y encima no se lo puede contar a nadie. «Robar seiscientos euros de la caja, ¿cómo se me ocurre? Si me pillan, me muero —piensa, sin poder quitarse el tema de la cabeza—. Ni vendiendo todas las entradas conseguiría recuperar el dinero», se dice angustiada. Tiene que encontrar una solución, y rápido. Toni confía en ella, pero no por mucho tiempo. La fecha del concierto se acerca y le tendrá que entregar la caja con los tiques y el dinero. «Lo primero que tengo que hacer es vender todas las entradas que me quedan. Y luego veré cómo recupero el dinero». A lo lejos, divisa a Teresa, una de esas alumnas repipis que ni muerta iría a un concierto, pero Estela está tan desesperada que no duda en ofrecerle una entrada.
—¿Ya tienes tu tique para la gran fiesta?
—No, pero no soy de ir a este tipo de cosas. Me agobia mucho la gente —contesta la chica con timidez.
—Pero ¡si es en un espacio enorme! —exclama Estela.
Y es entonces cuando a Estela se le enciende la lucecita: «Podríamos ser más… Si fuéramos doscientos cincuenta nadie lo notaría, y yo podría recuperar parte del dinero con esas entradas de más. ¿Cómo no se me ha ocurrido antes…? Claro, ¡ésta es la solución!».
En el Piccolino
Bea está sola en una mesa, tomándose una tila. No tiene ganas de aguantar a nadie. Se repite una y otra vez la conversación que tuvo con su madre, y se siente algo mareada. No tiene ganas de hablar con nadie. Por eso, al acabar la clase, ha salido pitando sin decirles nada a las chicas. Por suerte, ninguna de ellas la ha seguido: Silvia se ha ido a la biblioteca y Estela se ha quedado vendiendo entradas. Sentada en la terraza, Bea piensa en la única persona a la que le puede contar lo que le pasa: Toni, su profesor. «Acostumbra a pasarse la hora del patio en la sala de profesores, pero apuesto a que si le envío un mensaje, viene», se dice mirando el móvil de reojo y pensando en si se va a atrever. «Tampoco sería nada raro, Toni es un profe enrollado y muchas veces toma el café con los alumnos —se convence—. Claro que nunca lo han visto con una sola chica. ¡Qué demonios! ¿No dice mamá que hay que ser feliz?», se desafía mientras coge el móvil, abre el WhatsApp, comprueba que Toni está en línea y, sin pensárselo demasiado, escribe:
Cenicienta
En línea
Estoy en el Piccolino. Te importa venir a charlar un ratito?
Su tutor no tarda nada en contestar.
Toni
En línea
Dame cinco minutos.
Bea sonríe. Le encanta la seguridad con la que él se desenvuelve.
No han pasado ni dos minutos cuando alguien se le acerca por detrás. Ella no se da por aludida ni se vuelve, pues finge que está enfrascada con el móvil. La persona coge la silla para sentarse y le susurra al oído:
—¡Sorpresa!
Bea mira al chico que le ha hablado, y se queda de piedra.
—Alegra esa cara —le pide Pablo—, que me he escapado del taller para desayunar contigo.
—No, es que… —balbucea ella, que no sabe cómo salir de ese lío y mira intranquila hacia la puerta, por si ve llegar a Toni—. No te esperaba. ¡Menudo sorpresón!
—¿Qué miras? ¿Esperas a alguien?
—Creo que a mí —contesta la voz grave y segura del profesor, quien aparece también por sorpresa—. Soy Toni —se presenta, y le tiende la mano al chico.
—¿Toni? ¿Qué Toni? —pregunta Pablo, impertinente.
—El tutor de Bea. ¿Y tú eres…?
—Pablo. El novio de Bea.
—¡No, no! —grita la chica, totalmente abrumada por la situación—. No es mi novio. Es mi… Es mi…
—¿Ah, no? —pregunta Pablo. Ahora el sorprendido es él—. ¿Y qué soy, si se puede saber?
—Pablo, ¡por favor! Me estás avergonzando —susurra la chica cabizbaja, incapaz de mirar a su profesor.
—Chicos, no pasa nada, ya me voy —cede Toni—. Bea, si necesitas hablar, llámame.
Ella está muy enfadada. Se ha quedado sin poder hablar con Toni, y Pablo la ha dejado en evidencia.
—Muy bien, muchas gracias por la sorpresa, Pablo. Me has hecho quedar fatal con mi profe.
—¿Ah, sí? ¿Y yo qué? ¿Cómo te atreves a decir delante de él que no somos novios?
—Porque no lo somos. Lo fuimos, pero ya no.
—¡Estupendo!, y yo pensando que lo del otro día…, que estábamos volviendo…, pero ya veo que no, que sólo soy un juego para ti.
El chico, herido, se levanta y se va. Bea vuelve a estar sola, y se ha quedado sin la oportunidad de poder hablar con nadie.
A dos calles del insti
Crespo y Ana se han fugado dos calles más abajo para que nadie los vea. A él le da lo mismo, pero ella es más reservada y sabe que está jugando con fuego. No quiere que las Princess la vean.
—Bueno, ¿me vas a contar hoy lo que te pasa? —le pregunta él directamente.
—¿Nos sentamos? —responde ella, y señala una marquesina de autobús que está vacía.
Ana se queda un momento en silencio, pensando bien lo que va a decir. Y opta por hacer lo más sencillo: ser sincera.
—Creo que David me ha dejado.
—¿Crees? —pregunta Crespo, que intenta disimular la alegría que eso le provoca.
—Sí. Me mandó un e-mail diciéndome que necesitaba tiempo, y no nos hemos vuelto a ver desde entonces.
—¿Desde cuándo?
—Después del sábado en que salimos todos. A David no le sentó bien que tú y yo nos diéramos un beso.
—¡¿Le contaste lo del beso?! Eso significa que te gusto un poco, ¿no? Si no, habrías mentido —resuelve él, orgulloso.
—Yo no miento. Yo intento ser sincera con mi pareja.
—David es tonto. Si tú fueras mi pareja, no te dejaría escapar ni por todo el oro del mundo. Ni aunque me fuera la vida en ello. Eres lo mejor que le ha pasado a ese tío en la vida, y si él no lo ve porque es rematadamente idiota, tú no puedes hacer nada.
—¿Tú crees? ¿Y eso de que necesita tiempo?
—No seas ingenua. Él ya no te quiere. Te ha dicho esa tontería del tiempo porque es un cobarde. No se atreve a decirte: «Te dejo porque ya no te quiero».
—Pero eso es muy duro —dice Ana con los ojos llorosos.
—Sí, pero ¿no eres tú la que acaba de decir que no te gustan las mentiras? No puede andar uno rompiendo el corazón a la gente y dándole falsas esperanzas.
Ana agacha la cabeza. Se siente muy triste. Las palabras de Crespo la han dejado hecha polvo. Él aprovecha el momento de bajón de la chica, se acerca a ella y la besa. Esta vez, la pequeña Princess no aparta la cara. Le devuelve el beso, que cada vez es más largo y profundo. Parece que están solos en el mundo. El autobús acaba de llegar, los pasajeros suben y bajan, pero la pareja sigue besándose como si el mundo no fuera con ellos. No pasaría nada si no fuera porque una de las personas que ha bajado del autobús es alguien que les puede traer muchos problemas: Marta. Ésta se queda parada, mirándolos, pero no les dice nada; se marcha en silencio sin poder evitar preguntarse si debe contarle lo que acaba de ver a su amigo David.
Unos minutos más tarde, en la copistería
Estela lleva un rato en la copistería haciendo fotocopias. Si vende cincuenta entradas más ganará doscientos cincuenta euros extra, así que sólo le faltarían trescientos cincuenta para reponer el dinero que ha cogido «prestado». Ha fotocopiado uno de los talonarios con cincuenta entradas más. Mientras hace cálculos, se da cuenta de un detalle que se le ha escapado. «¡Mierda! Cada entrada tenía un número para el sorteo. ¿Y si le toca a un número repetido? ¡Madre mía, qué estrés!». Plan C: revisa su correo en el móvil para ver si tiene algún casting, pero nada. Todo pinta muy negro. «Bueno, cálmate, Estela. Ya pensarás en cómo solucionar el asunto del concurso. Lo importante ahora es vender todos los boletos y conseguir trescientos cincuenta euros». De vuelta a clase pasa por delante del Piccolino, donde ve a Bea sentada y con la cara pocha.
—Nena, parece que vengas de un funeral. ¿Estás bien? —le pregunta.
—¿Y tú? Porque también llevas un careto…
—Nada, estoy estresada con las entradas. Un palo. ¿Y a ti que te pasa? —le pregunta mientras se sienta, mira la hora y le pide un café al camarero a gritos—: Rápido, ¡que en cinco minutos tenemos clase!
Bea la pone al corriente de lo que acaba de suceder, y Estela le da su veredicto rápidamente.
—Amiga, lo que tienes que hacer es andarte con mucho cuidado con ese profesor, y decidir si quieres que Pablo sea o no sea tu novio otra vez.
—No se trata de eso, Estela. Lo tendrías que haber visto. ¡Me ha marcado como si fuera un perro! Como si fuera de su propiedad. Y encima he quedado fatal con Toni, que pensará que soy…
—¿Que eres qué? —la corta su amiga.
—No sé. Creo que si tenía alguna posibilidad con él, la acabo de perder.
En ese mismo instante, el móvil de Bea emite una vibración. Ésta no hace ni caso.
—Princesa, el móvil —la alerta la otra.
—No lo quiero coger. Seguro que es Pablo dando la brasa otra vez.
—¡Pero cógelo —insiste Estela—, que igual es importante!
—Está bien, pesada —le contesta Bea, que mira el móvil sin mucho interés, más que nada para hacer callar a su amiga. El corazón casi se le para al ver que es un mensaje de… ¡Toni!
—¡Es de Toni, es de Toni! —chilla emocionada.
—¡Aaaah! —grita Estela—. Pero ¿quieres leerlo de una vez?
Bea suspira y lee:
Toni
En línea
¿De verdad que no tienes novio?
—No le digas nada todavía. ¡Que sufra! —la aconseja Estela, rotunda.
Las dos Princess se echan a reír, y Bea se siente un pelín mejor. En cuanto a la pregunta, se da cuenta de que no puede contestar a algo que ni siquiera ella sabe.