Capítulo 25

Encontraste un alma

que te salió rana.

Y rompiste a llorar, en pleno carnaval.

Escondida estos ojos bajo una cabeza de princesa,

el mundo se reía, y tú, escondida en una esquina.

No llores, el verano que viene volverá a haber verbena.

No llores, el verano que viene volverá a haber verbena.

Por que tú eres princesa, y ellos son idiotas.

Por que tú eres preciosa, y ellos son la bestia.

MURFILA

En clase de filosofía, unos días más tarde

Los alumnos están superatentos a las clases que da Toni. El profesor les puede sorprender en cualquier momento y ponerse a hablar de lo que menos esperan. Hoy le ha tocado el turno a Leonardo da Vinci, un artista por el que el docente siente auténtica devoción.

—¿Sabéis cuánto tiempo tardó en pintar su famoso cuadro La última cena? —Toni continúa sin esperar que nadie conteste a su respuesta—. Pues unos tres años, más o menos. En nuestros tiempos, parece que todo se tenga que hacer de prisa y corriendo y, si uno tarda demasiado en hacer algo, lo tachan de inútil. Pues dejadme que os diga una cosa importante: tomaos vuestro tiempo. No sólo para pensar, reflexionar o… —y esto lo dice después de una larga pausa y mirando a Bea de reojo— amar. Ser creativo requiere tiempo. Ya sé que no todos estamos al nivel de Da Vinci, pero no hace falta: me basta con que no necesitéis buscar la perfección absoluta, con que estéis satisfechos y felices con lo que hagáis. He aquí otro apunte importante sobre este artista: Cuando murió, le dejó parte de su herencia a su cocinera, lo que demuestra que también era un hombre humilde y bueno. Aparte de un gran amante de la cocina, claro. La humildad y el talento son dos de las características más importantes que debe tener alguien para llegar a ser un genio. No lo olvidéis.

Bea sonríe, no puede evitar pensar en su amigo Miguel. Le encanta la cocina como a Leonardo, es creativo y la persona más humilde que conoce. «Seguro que hará grandes cosas en la vida», piensa mientras lo mira sin que éste llegue a percatarse.

—Antes de que nos vayamos, y cambiando de tema —sigue el profe—, querría hablar de una de las acciones que realizaremos para conseguir dinero para el viaje. Pero no lo haré yo, sino Estela Flores, quien a partir de hoy será la encargada de este evento al que llamaremos… ¿Cómo lo llamaremos?

Estela se levanta entre aplausos y dice:

—¡La Fiesta Golosina! Me explico… —continúa la chica, que ya está en la pizarra—. ¿Puedo? —le pide permiso al profesor.

—Adelante —contesta éste—. Todos tuyos.

Estela, delante de toda la clase y como si estuviera en un gran teatro, empieza su monólogo:

—El tema es el siguiente: Marcos ha localizado un centro cívico cerca del insti donde caben unas doscientas personas más o menos. Ellos nos dejan el local ¡gratis! —Todo el mundo aplaude—. Pero para que todo funcione y ganemos dinero para el viaje, necesitaremos que nos compréis entradas. Cada una cuesta cinco euros y vienen numeradas, porque durante la fiesta haremos un sorteo. No podemos deciros qué se sorteará, porque es una sorpresa, pero que no os quepa duda de que será algo… ¡genial! Si conseguimos vender las doscientas entradas que tenemos, podremos ganar ¡mil euros!

—¿Y la bebida? —pregunta Crespo.

—Hablaremos con los del Piccolino.

—O sea, que de bebida gratis nada, ¿no? —vuelve a apuntar el chico.

—Si te quieres emborrachar, te traes el cubata de casa, ¿vale?

—Chicos, chicos… —dice el profe, poniendo un poco de calma—. Estela se encargará del evento, y confío en que lo gestiones debidamente —le dice a la muchacha mientras le entrega una cajita metálica con una llave—. Aquí puedes guardar los talonarios, el dinero y los tiques de lo que compréis. Y todo lo que sobre, ¡para el viaje!

Más tarde, en la puerta del insti

A la salida de clase tenemos a Estela como si fuera una girl scout vendiendo galletas. Está convenciendo a todo el mundo para que compre ya su entrada.

—Venga, que sólo tenemos doscientas. Si os esperáis al último momento, ¡os podéis quedar sin ellas! —grita la Princess.

—Estela, ¿te importa si me voy a casa con Silvia? —le pregunta Marcos—. Tengo que pasear a Atreyu y, la verdad, creo que no me necesitas.

—No, príncipe, márchate, que ya has hecho suficiente encontrando el local. —Le da un beso en los labios y se despide de Silvia con la mano.

—Adiós, ¡y que tengas suerte y vendas muchas más! —le contesta su amiga a modo de despedida. Pero Estela ya se ha olvidado de ellos, enfrascada como está en la venta de entradas.

—Parece que le va la vida en ello —comenta Marcos cuando ambos se han ido.

—Sí, es increíble la energía que tiene. Es capaz de venderlas todas hoy.

Estela sigue entregando entradas y recibiendo dinero por ellas y, en un momento en que alza los ojos, ve a Ana y a Crespo, a quienes pregunta:

—¿Qué? ¿Vosotros también os vais?

—Sí, tenemos pendientes los deberes de mañana, y como yo lo ayudo un poco… —se justifica la pequeña de las Princess. Y ambos caminan calle abajo.

Cuando Bea, que ha observado la escena desde lejos, está segura de que no la pueden oír, se acerca Estela.

—Estos dos se traen algo entre manos —dice.

—Ya te digo —responde su amiga sin dejar de contar las entradas que lleva vendidas.

—¿Tú crees que estarán enrollados? —pregunta Bea claramente preocupada.

—No lo sé, pero, teniendo en cuenta que David la ha dejado, no me extrañaría nada que Crespo estuviera aprovechando la oportunidad.

—No la ha dejado, sólo le ha pedido tiempo.

En una calle cualquiera de la ciudad

Crespo y Ana caminan calle abajo sin decirse nada. Él rompe el silencio y le pregunta:

—¿Qué es lo que te pasa? ¿He hecho alguna cosa que te molestara?

—No, no… Es sólo que… No, nada.

—Dime —insiste el chico—. Si te pasa algo, quiero saberlo.

Ana se queda unos segundos en silencio, pensando bien su respuesta. No quiere decirle que ha cortado con David porque todavía no se ha hecho a la idea, y también porque no puede quitarse de la cabeza las palabras que Crespo le dedicó en la biblioteca. Bueno, aquello fue una declaración de amor en toda regla. Ana ve en su compañero algo que parece que nadie ve, pero le da pánico reconocerlo. ¿Y si se equivoca? ¿Y si se acerca demasiado a él y pierde a David para siempre? Aunque, en teoría, ahora es libre, ¿no? Podría hacerlo y no pasaría nada. Nadie le podría reprochar que esté haciendo algo malo. Podría probar con Crespo y así saldría de dudas.

—No me lo vas a contar.

—Todavía no. ¿Te importa?

—No me importa, pero ¿sabes qué me gustaría?

—A ver, di… —Ana se detiene y lo mira.

—Me gustaría andar contigo cogido de la mano. ¿Puedo? —El chico le ofrece la mano derecha.

—Esto está hecho —responde ella sonriente, y le coge de la mano.

Unos minutos más tarde, cerca de casa de Marcos

Atreyu se ha encontrado con Marlene, una chihuahua divina que le ha robado el corazón. Cada vez que se encuentran en el parque, saltan, se lamen y se huelen.

—Qué bien se lo montan los perros, ¿verdad? Sin complicaciones. Si se gustan, se gustan. No necesitan decirse que se quieren —dice Silvia.

—Sí, sólo tienen que olerse el culo para saberlo.

—¡Ay, Marcos!, no seas cerdo—le grita su amiga, dándole una colleja.

Marcos se ríe, y ella también. Los dos amigos tienen una complicidad que a veces echan de menos en sus respectivas parejas.

—Ojalá Estela se lo tomara todo a risa como tú. A veces es tan sentida, tan sensible… Y que conste que esto también es lo que más me gusta de ella, ¿eh? —aclara el chico.

—Y si yo pudiera hablar de sexo con Sergio como lo hago contigo, sería genial. Te hice caso, ¿sabes?

—¿En qué? ¿Ya lo habéis hecho? ¿Ya le has dicho que sí? —pregunta el chico, emocionado.

—Cálmate, ni que fueras una Princess —bromea Silvia, y se ríe—. Lo hicimos por chat.

—¿En serio? ¿Y qué tal?

—Bueno, lo hice yo. Fue muy fuerte. Le dije cosas que ni muerta le diría a la cara.

—Bueno, te lo dije. Has dado un buen paso.

—Espera, que hay otro —prosigue ella.

—¿Otro qué?

—Otro paso. Hace unos días dejé que me pintara desnuda.

—¿Cómo? ¿Y no lo hicisteis? ¡Venga!, no me lo creo —dice el chico, con los ojos abiertos como platos.

—¿Quieres que te lo cuente?

—Soy todo oídos —contesta él, a quien se le notan las ganas de saber hasta el último detalle.

—Bueno, todo fue de los más profesional. Yo estaba celosilla porque no me gustaba que pintara a otras chicas desnudas, modelos de la academia donde trabaja, ya sabes. Me armé de valor y le dije que quería que me pintara a mí. Le tendrías que haber visto la cara. Se sentó, me miró y me dijo: «Yo ya estoy listo». Pero me lo dijo con un tono desafiante, porque no se creía que yo me fuera a atrever. ¡Pero me atreví, Marcos, vaya si me atreví! Me fui quitando la ropa como si estuviera en un gimnasio, sin darle ningún toque erótico. Para darle la profesionalidad de la que él siempre alardea. Cuando me quedé en ropa interior, noté que se le subían los colores; pero yo, como si nada. Primero me quité el sujetador y me tapé un poco el pecho con el pelo, y luego, sin dejar de mirarlo a los ojos, me bajé las braguitas. Allí, delante de él y completamente desnuda, me comporté como una modelo profesional. «¿Cómo quieres que me ponga?», le pregunté. Y él me empezó a dar indicaciones. Primero le temblaba la voz, pero se fue relajando y empezó a dirigirme.

—¡Qué morbo, por favor! —la corta Marcos.

—Sí, muy fuerte —se ríe Silvia ante la reacción de su vecino—. Suerte que soy una chica, porque si no…, ya sabes…, mi excitación se habría notado en un microsegundo. Pero no, estuve fría y distante, y notaba que eso todavía excitaba más a Sergio, quien intentaba disimular para que su teoría de la profesionalidad no se fuera al traste. Cuando acabó, guardó el dibujo en una carpeta y yo me vestí a la velocidad de la luz y me marché. Como una modelo de verdad. No nos dimos ni un beso, pero fue la experiencia más excitante que he tenido en mi vida.

—¡Buff! Tía, me has puesto cachondo y todo —admite Marcos.

Silvia sonríe, le tira una pelota a Atreyu y se calla el hecho de que ella también se ha excitado un poco mientras rememoraba la historia.

Piso de los Berruezo

Bea llega a casa y se encuentra con una estampa que no le hace ninguna gracia: un camión de la mudanza, y su padre y su hermana subiendo cajas a él. La madre está en la puerta, con la bata puesta y la mirada perdida. Es una mujer muy atractiva, pero se nota que no tiene un buen día. Ojos llorosos, cabello despeinado y chándal a conjunto con la bata.

—Hola —saluda la chica con un hilo de voz, mientras se sitúa junto a su madre—. ¿Qué? ¿Ya se va?

—Sí, parece que ya ha llegado el momento —dice la madre.

El padre las mira de rojo; una gota de sudor le cae por la frente. Bea se da cuenta de que llevan un buen rato cargando cajas y sus padres no se han dirigido la palabra en ningún momento.

—Bueno, parece que esto ya está —suspira el señor Berruezo mientras cierra la puerta de la furgoneta—. Voy a descargar y vuelvo a por el resto —aclara el hombre, que, todo sudado y con cara de cansancio, se sube a la furgoneta y se marcha.

Las tres mujeres de la casa se han quedado solas y también un poco tristes. Suben por el ascensor sin decirse nada y, cuando llegan arriba, se dejan caer en el sofá con una desidia impropia de ellas. Es como si un extraterrestre hubiese bajado a la Tierra y les hubiera chupado toda la energía.

—Vaya palo, mami —dice Bea.

—Pues sí —le da la razón Marta.

—Papá se me ha caído a los pies. Para mí era el hombre ideal, y mira lo que nos ha hecho, nos ha abandonado. Cada vez me cuesta más creer en el amor —sentencia la pequeña de la familia.

Lucía y Marta se miran. «¿Qué ocultan?», piensa Bea, que se ha percatado de esa mirada entre ellas.

—¿Qué pasa? Se ha ido con otra, ¿no? —pregunta con miedo.

—Que no, no es eso. Tu padre es un buen hombre —dice la madre.

—No lo defiendas, es patético —suelta la pequeña.

No quiere ser tan dura con sus padres, pero está tan enfadada con el mundo, con el señor Berruezo por haberlas abandonado, como ella lo siente, que no puede evitar decir palabras que hieren, frases que en realidad no piensa pero con las que también intenta lastimar a los demás, para que ella no sea la única a quien le duela.

—Cállate, Bea, no sabes de lo que hablas —le corta su hermana mayor.

—Si alguien me lo explica, a lo mejor me entero de algo y cambio de opinión.

Lucía se levanta, se quita la bata e intenta explicarse mientras, nerviosa, da vueltas por el salón:

—Mira, hija, me da la sensación de que te has montado una película equivocada. Tu padre no nos ha dejado. —Bea escucha atenta, sin decir nada—. Tu padre se ha marchado porque yo se lo he pedido. Hacía tiempo que nuestra relación no funcionaba. Demasiados viajes, demasiada distancia, demasiado aburrimiento. Nos queremos, sí, eso es indiscutible, pero a veces eso no basta para mantener una relación. Sabéis que estamos juntos desde hace muchos años, y que es el único hombre con el que he estado, ¿no? —Ambas hijas asienten con la cabeza—. Pues eso ya no me hacía feliz. Todavía soy joven, y tengo la sensación de que no he hecho nada en la vida, sólo tener hijas. Y he sido muy feliz cuidando de vosotras, de eso no os quepa ninguna duda, no me arrepiento de todos estos años dedicados a la familia, pero ahora que sois mayores no me apetece hacer vida de jubilada. Quiero salir, conocer gente, vivir un poco la vida que no viví de joven. Y vuestro padre… no compartía ese deseo mío.

—Yo te entiendo, mamá —dice Marta, abrazándola—. Así nos has educado, diciéndonos que busquemos siempre nuestra felicidad, y ahora tú predicas con el ejemplo. Estoy orgullosa de ti, mamá. Eres muy valiente por dejar a papá por nadie. Bueno, por nadie no, por lo más importante: por ti misma.

—No sé si te entiendo. A mí todo esto me supera —dice Bea con los ojos llorosos—. Voy a echar mucho de menos a papá.

Casa de Estela

Estela llega agotada después de vender un montón de entradas. Se siente muy orgullosa de ella misma. Tiene unos setecientos cincuenta euros, y está segura de que la fiesta será un éxito. El profesor le ha encargado una tarea, y parece que ha sacado un diez. Sube la escalera soñando despierta, pensando en lo bien que lo va a pasar, en el monólogo que quiere interpretar… pero todo ese sueño se desvanece en el mismo instante en que abre la puerta de casa. ¡Hace un frío que pela! Su madre está en el comedor viendo la tele con los pies encima de la mesa y con una esterilla en la espalda. Estela la mira y, sin pensárselo dos veces y de forma natural, saca la cajita con el dinero de las entradas, pone seiscientos euros encima de la mesa y, con una seguridad aplastante, le dice:

—Dame el teléfono del hombre de la caldera, que lo llamo en el acto.

Su madre observa el dinero con los ojos como platos.

—Ya he rodado el anuncio —miente la chica.

Impulsiva y apasionada. Así es la más atrevida de las Princess, que para ayudar a su madre es capaz de todo sin pensar en las consecuencias: el enorme lío en el que se acaba de meter. Tendrán calefacción y la caldera arreglada pero ¿qué precio deberá pagar Estela por ello?