Capítulo 23

Ahora nadie realmente me está escuchando,

pero yo quiero hacerle una canción a mi amor.

Como no he tenido amores duraderos,

nadie va a pensar que estoy hablando de sí

cuando diga cosas del abrazo,

de las despedidas y los besos,

el beso de que hablo

se lo pude haber dado a mi guitarra.

SILVÍO RODRÍGUEZ

Tres días más tarde, en la puerta del insti

La salida del insti a veces puede colapsar la calle durante más de media hora. Los alumnos no se resisten a seguir comentando lo que ha pasado durante el día, y les da pereza marcharse corriendo a casa. Algunos van directos al Piccolino, pero la paga de un adolescente no alcanza para ir todas las tardes. Hoy el tema estrella sigue siendo el mismo de toda la semana: el viaje de fin de curso. Parece que a los alumnos les hace más ilusión todo lo que tendrán que hacer para conseguir el dinero que el viaje en sí.

Las Princess, acompañadas por Marcos y Miguel, se encuentran en la esquina de la calle haciendo corrillo y comiendo pipas. Marcos improvisa unos acordes a la guitarra y dice:

—Está claro que hay que montar un concierto.

—Eso está muy bien, pero no es suficiente —dice su chica con una libreta y un boli con los que irá apuntando todas las ideas que se les ocurra al grupo—. Podríamos alquilar un local y, aparte del concierto, hacer más cosas.

—¿Como qué? —pregunta Bea.

—Pues no sé. Monólogos, poesías, juegos… Sortear alguna cosa. ¿Qué os parece?

—Me gusta la idea. Yo me encargo de promocionar el evento en Facebook —dice Miguel, que mira a Bea en espera de su reconocimiento. Desde que la vio besándose con Pablo en el Club no se la puede quitar de la cabeza. Como si el verla con otro activara un resorte en él que lo impulsara a actuar, a hacerse notar. Sabe que ella sólo lo considera un buen amigo, pero no puede evitar sentir lo que siente. Y aunque quiere que ella se dé cuenta de lo que vale, desde ese sábado se siente más cortado porque Bea es su mejor amiga y tiene miedo de perderla si, al final, le confiesa su amor y ella no le corresponde.

—¿Y si sorteamos un lote de pasteles hechos por ti? —pregunta justo entonces ella, dirigiéndose a él—. Es el mejor cocinero que conozco —prosigue, con un gran entusiasmo—. Hace un pastel de golosinas genial y superoriginal con nubes, gusanitos y ositos… ¡Brutal!

Miguel se ruboriza. ¿Habrá podido leer Bea sus pensamientos?

—Sí, claro, contad con ello. Seguro que mi abuela nos ayuda —responde tímido, con los mofletes ligeramente sonrosados.

—¿Y a ti qué te pasa, princesa, que hace rato que no dices nada? —le pregunta Estela a Ana al notar que ésta sigue ausente de la reunión, mirando el móvil y sin decir ni una palabra.

—Es que… acabo de recibir un e-mail de David, que lleva tres días sin decirme nada de nada, y me temo lo peor. No soy capaz de abrirlo.

—No digas eso. Seguro que no es nada —la anima Silvia, aunque no tiene ni idea de cuáles son las intenciones de su hermano.

—¡Pero mira que ir al 101 con el gili de Crespo! Ya te vale —la regaña Marcos.

Todos se quedan callados. Es una manera de darle la razón a Marcos sin echarle a la benjamina la culpa de su situación. Ana se levanta y dice:

—Me voy. Prefiero leer el e-mail yo sola, en un lugar tranquilo.

Y se marcha en dirección al parque.

«Si supieran que Crespo y yo nos hemos besado… No sé qué pensarían de mí. Seguro que les daría un patatús», se tortura.

—Bueno, entonces ¿qué hacemos? —pregunta Silvia, retomando el tema. Como observa que nadie dice nada, coge las riendas—: ¿Le proponemos a Toni hacer un concierto para recaudar fondos?

Todos asienten y, en ese momento, Bea recibe un mensaje. Es de Pablo y dice lo siguiente:

Pablo

En línea

En cinco minutos ve a la biblioteca de tu instituto y no contestes a ninguno de mis WhatsApp.

Bea se levanta y, sin pensarlo ni un minuto, dice:

—Me largo. Tengo cosas que hacer. Nos vemos mañana y seguimos hablando.

—¿Adónde va ésta tan rápido? —pregunta Estela, curiosa.

La joven deportista no se da por aludida, y ni responde ni se vuelve. A la velocidad del rayo, se planta en la puerta de la biblioteca.

En un banco del parque

Ana llega al parque y se alegra al ver que su banco está libre. Se sienta, respira hondo y mira su teléfono móvil. Abre el e-mail que le ha mandado su querido príncipe y entonces lee:

Asunto: Lo siento

Ana tiene ganas de vomitar. Un «lo siento» no puede significar nada bueno. Se arma de valor y sigue leyendo…

Hola, primero de todo te pido disculpas por haber tardado tanto en decirte algo. Estaba demasiado enfadado y no tenía nada claro. Lo primero que necesito que sepas y que quiero que te quede bien claro es que te quiero. Dicho esto, necesito pedirte un favor. Necesito que me des un poco más de tiempo. Necesito aire, necesito respirar, necesito pensar en lo que realmente quiero y entender si eso es lo que más me conviene. A veces me siento culpable por estar contigo. Pienso que tú te mereces algo mejor que yo. Un chico más joven a quien tus padres acepten y con una relación que no te dé tantos problemas. A veces tengo miedo y pienso que la diferencia de edad que nos separa es más importante de lo que creemos. Tú tienes mucha vida por delante. Necesitas conocer a más chicos, vivir la vida… No quiero cortarte la alas. Tengo miedo de que me dejes.

Sé que me estoy comportando de forma egoísta y, si tú crees que es mejor que lo dejemos del todo, lo entenderé. Te quiero, Ana, pero sólo si tú me quieres de la misma forma. Dices que tu beso con Crespo no significó nada, pero ¿por qué lo hiciste? Me cuesta entenderlo. Creo que este tiempo que te pido también te servirá a ti para saber qué es lo que quieres. Perdona si no te he dicho esto en persona, pero creí que así sería mejor. Nos haremos menos daño. Te quiero. Nos vemos pronto.

Ana no da crédito a lo que lee. Le caen unos lagrimones tan grandes que podría llenar un vaso de agua en un minuto. «“Aire”, “tiempo…” “tengo miedo de que me dejes…”. ¿De qué narices está hablando? ¿Me está dejando?», piensa, triste. Coge el móvil de inmediato, y responde. Un e-mail corto, claro y conciso.

Asunto: Yo también lo siento

Si ésta es tu decisión, no puedo hacer nada más que respetarla. Espero que este tiempo no sea muy largo, y que no sirva para que dejes de quererme. Te espero, mi amor.

Ana

En la biblioteca

Bea ya está en la biblioteca y, cuando apenas lleva diez segundos esperando en la puerta, su móvil emite un zumbido. Abre el mensaje con una sonrisa en la cara. Está clarísimo que es de Pablo.

Pablo

En línea

Ahora entra, baja hasta el sótano y dirígete a la sección de historia. Busca la Gran Enciclopedia de la Ciencia. Coge el tomo 23 y ábrelo por la página 342.

La chica entra en la biblioteca y baja la escalera. Sólo recuerda haber bajado a ese sótano una o dos veces en su vida. Todo el mundo está en silencio. Por el camino se cruza con dos o tres ratas de biblioteca que están sumergidas en sus lecturas.

Al poco rato encuentra la enciclopedia. Es de color verde oscuro, y muy antigua. El tomo 23 pesa un montón y no lo puede abrir si está de pie, así es que se lo lleva a una mesa y lo abre por la página 342.

Lo primero que descubre es una rosa seca y una cartulina roja recortada de modo uniforme con una pequeña nota:

Este pequeño trozo de cartulina simboliza todo lo que se ha escrito sobre el amor. Ahora dirígete a la cabina telefónica que está en la esquina y espera ahí.

Bea está un poco nerviosa: Pablo ha vuelto a las andadas, a los juegos. «¿En qué estará pensando?», se pregunta mientras guarda el tomo en su estante.

Menos de un minuto después está esperando delante de la cabina. Es una de las pocas cabinas que existen todavía en la ciudad. Está casi segura de que Pablo aparecerá con un ramo de flores o algo por el estilo, pero de pronto el teléfono de la cabina empieza a sonar con un timbre de teléfono viejo.

Bea mira a un lado y a otro. En un acto reflejo comprueba su móvil, pero es evidente que el timbre llega del teléfono público. Bea piensa en las películas de suspense y de terror en las que suena un teléfono que nos advierte de que va a suceder algo terrible. Sin embargo, aunque se siente inquieta, no duda en responder. Quiere seguir con el juego, ver qué le tiene preparado su ex.

—¿Sí? —susurra.

—Escúchame bien. No preguntes. Sólo escucha. Abre la puertecilla donde salen las monedas del cambio. Dentro tienes una nota.

Aunque ya han colgado al otro lado de la línea, Bea sonríe: sabe que era Pablo poniendo una voz grave de gánster. Sus dedos finos empujan la puertecilla del cambio. La voz tenía razón. Encuentra un sobre. La chica lo abre con cuidado. Dentro hay una nota y otra cartulina roja. La nota dice así:

Este pedazo de cartón simboliza todas las conversaciones que hemos tenido y que se ha llevado el viento. Y ahora, dirígete al portal. Ya sabes…

La chica une las dos cartulinas. Los dos trozos forman un corazón cortado en horizontal.

«¡Qué mono!», piensa para sus adentros.

En el Milano

Marta está sentada a una mesa para dos, tomándose un té y fumándose un cigarro de esos tan finos y blancos. Parece salida de una película de los años veinte. Se siente como una exótica actriz que espera a un hombre misterioso para resolver un caso de espionaje. En menos de dos minutos aparece él: David. Le da dos besos, se quita la chaqueta y se sienta.

—¿Qué? ¿Cómo ha ido? —pregunta la chica.

—Lo he hecho.

—¿El qué? Venga, David, que me tienes histérica, ¿quieres contarlo ya?

—Le he mandado el e-mail y ella me ha respondido esto. A ver qué te parece.

David le da su móvil a Marta para que lea su correo y el de Ana. Ésta lee rápido y con atención.

—Muy bien —comenta—, la respuesta de ella es más madura de lo que creía.

—Sí, ¿verdad? ¡Ahora no sé si he hecho bien! —dice David, desesperado.

—Yo creo que sí. Ha besado a otro chico y ahora mismo ¡tiene que estar hecha un lío! Fue una noche de borrachera, una tontería de adolescentes, ¡pero besó a otro chico! —le recuerda la chica.

—¿Y si la he cagado? ¿Y si Ana es la mujer de mi vida y la he perdido?

—Decidas lo que decidas, siempre será lo correcto —dice Marta, con resolución—. Pero creo que el tiempo que le pides no debería ser mucho, pues corres el riesgo de que ese tal Crespo te la quite. Ella te adora y te quiere, pero ahora está sola y se siente vulnerable. Vete con cuidado.

David no contesta. Se queda callado mirando el móvil. Parece que en cualquier momento va a echarse a llorar. Marta nota que tal vez haya sido demasiado dura. Se acerca a su amigo y le da un gran abrazo. Se quedan así y en silencio durante un buen rato. Es uno de esos abrazos bonitos.

Marta no puede evitar pensar: «Esta niña es tonta, con lo majo que es David…».

En otro lugar de la ciudad

Bea está delante del famoso portal 101. La verdad es que no sabe qué hacer. En la nota no ponía que entrara. Los minutos van pasando, y su ex no se presenta.

Mientras espera recuerda la primera vez que lo hizo con Pablo en ese lugar. Él lo preparó todo: de su mochila sacó velas que iluminaron tenuemente la estancia, un mantel de picnic de cuadros rojos y blancos, que puso en el suelo, y una botella de vino y dos copas preciosas de cristal. Hablaron hasta el amanecer. Después, él la besó… y acabaron haciéndolo en el viejo colchón.

«Pero ¿por qué querrá Pablo quedar aquí?», se pregunta.

De pronto, después de más de veinte minutos de espera, se abre la puerta.

—¡Pssst! —chista Pablo—. ¡Corre! ¡Pasa!

Bea se acerca a la puerta.

—¿Estás loco? ¿Y si nos pillan?

—Está todo controlado. ¡Venga, pasa! —la apremia el chico.

Ella lo obedece y se adentra en el oscuro portal.

—Espera, no te muevas —le susurra él al oído.

Bea espera en la puerta; pero en seguida se impacienta.

—¡Está muy oscuro! Esto no me gusta. ¡Tengo miedo, Pablo!

A continuación, él enciende una vela.

—¿No recuerdas qué día es hoy? —pregunta mientras prende otra vela.

—Pues no…

—¿Estás segura?

El chico se acerca a ella.

Las luces de las velas dejan entrever un pequeño mantel de cuadros rojos y blancos y una botella de vino descorchada junto a dos copas. Sin decirle nada, Pablo le da una cajita de terciopelo negro.

—¿La abro? —pregunta la chica.

—Pues claro: es un regalo.

A Bea le tiemblan las manos. Abre la cajita con cierta dificultad. Dentro hay una pequeña flecha plateada.

—¿Qué es? —pregunta.

—Una flecha. ¿No lo ves?

—Sí, pero no lo entiendo —responde entonces con una pequeña sonrisa.

—Mira… Dame los dos trozos de cartulina. —Bea busca en su pequeño bolso y los saca. El chico los junta, y los atraviesa con la flecha—. Hoy es nuestro aniversario. Hoy hace dos años que… ¿No lo recuerdas? He pensado que te gustaría reproducir «nuestro» momento.

Bea se queda sin palabras. Esto sí que ha sido un sorpresón. Es lo más romántico que le han hecho hasta la fecha.

En casa de los Flores

Estela llega a casa, se encierra en su cuarto y mira el móvil. Ni una noticia sobre el casting. «A ver si será verdad ese tópico de que cuando te dicen que ya te llamarán es que nunca lo hacen…». Su madre entra como de costumbre, sin avisar, recogiendo todo lo que encuentra por el camino. Es de esas mujeres que no soportan el desorden, pero a diferencia de otras, no se queja, sino que lo hace ella.

—Mamá, ¡déjalo! Ya lo arreglo yo luego.

—Pero si no pasa nada. A mí no me importa. Prefiero hacerlo yo que tener la casa patas arriba. ¿Sabes algo del casting? —pregunta.

—Está casi hecho —miente la chica—. He llegado a la final y ahora están entre dos chicas. Y yo soy una de ellas, mamá. Me pueden llamar en cualquier momento.

—Ay, hija. Ojalá. Con lo bien que nos vendrían esos seiscientos euros… —suspira la madre.

El timbre del teléfono corta la conversación.

—¡Son los del casting! —grita la chica, que da un salto.

—Contesta —susurra su madre—. ¡Vengaaaaa!

—¿Sí? —responde la chica muy seria—. Sí, soy yo. Sí… Vale… Sí… Muy bien… Ajá… De acuerdo… Vale… Gracias.

—¿Qué? —pregunta la madre expectante.

—¡Me han cogido! —grita su pequeña, hiperemocionada.

Estela es mucho mejor actriz de lo que ella se cree. Sobre todo, por el gran papel que acaba de interpretar delante de su madre. Ni la han cogido, ni ha quedado finalista, ni nada. Acaba de recibir la típica llamada de «Lo siento, pero no das el perfil».