Capítulo 22

Dime si me vas a querer.

Soy un hombre de poco hablar, Consuelo.

No tengo ná que ofrecer:

un conuco, un gallo y un lucero.

Y la luz de la mañana

que entra por mi ventana, cielo.

Y los ríos y la montaña.

Y el viento que peina tu pelo.

Yo quisiera ofrecerte el mundo

y no puedo.

CAMARÓN DE LA ISLA

Lunes, en el insti

Faltan pocos minutos para el descanso, y parece que este lunes es más largo de lo normal. El fin de semana ha sido muy intenso, y eso se nota en las caras de los chicos, que andan medio dormidos y poco atentos. Consciente de ello Toni, el profesor, piensa que lo mejor que puede hacer es cambiar el rumbo de la clase.

—Bueno, chicos, ya basta de mates por hoy. Quiero dedicar estos diez minutos que quedan para hablar de algo que, como tutor, creo importante. Todos sabemos que las cosas están bastante negras: basta con mirar las noticias a diario. Pero éste es vuestro último curso. Hay algo que me gustaría mucho organizar con vosotros, pero soy consciente de que va a ser muy difícil. Mas difícil que en años anteriores. Tenemos que preparar… —El profe hace una pausa, mira a los alumnos, que ahora sí están atentos, y exclama abriendo los brazos—: ¡el viaje de fin de curso!

Toda la clase grita a la vez. Luego, un gran rumor invade el aula.

—¡Ssssht! Silencio, chicos —les pide el profesor—. No os emocionéis tan pronto, que la cosa está complicada. Este año, más que nunca, vais a tener que sudar tinta si queréis hacer ese viaje. Tendremos que sacar dinero de debajo de la piedras. Quiero que penséis cosas creativas, acciones, ideas…

Ana nota como su móvil vibra dentro de la mochila. Es extraño, porque a esas horas todo el mundo sabe que está en clase. Disimulando, sin que el profe le vea y aprovechando la excitación general, abre la mochila y lee el SMS que tiene de David.

Tenemos que hablar. ¿Puedes bajar a los perritos calientes de detrás del insti a la hora del descanso?

La chica se pone muy nerviosa. David nunca le ha enviado mensajes a la hora de clase. Nunca ha quedado con ella a la hora del recreo. Algo le dice que este mensaje no augura nada bueno. Es verdad que los mensajes de móvil no tienen tono y que a veces es fácil malinterpretados, pero está más que claro que David le quiere decir algo importante.

«¿Y eso de quedar en los perritos calientes que están a dos calles del insti? Supongo que no quiere que nos vea nadie», piensa.

Ana contesta rápido con un simple «Ok» y reza para que no sea tan malo como imagina.

Mientras tanto, el profesor va apuntando en la pizarra diferentes ideas para recaudar dinero:

1. Venta de comida

2. Conciertos y fiestas

3. Venta de camisetas creativas

—¿Y adónde iremos? —pregunta Crespo—. Yo voto por Cuba.

—Eso lo decidiréis vosotros; pero, claro, depende mucho del presupuesto que consigamos. Pensad en posibles ideas. ¡Imaginación, chicos, imaginación! No lo puedo pensar yo todo.

Suena el timbre que indica la hora de descanso, y todos los alumnos se levantan y salen de clase como si los persiguiera el diablo.

Cuando Bea se dispone a pedirles a Silvia y a Estela que la esperen, el profesor se adelanta y le dice:

—¡Bea! Espera un momento, quiero comentarte algo.

En los perritos calientes

David está sentado a una mesa justo en la entrada del local, tomándose una cerveza. No es nada propio de él beber a estas horas, lo que indica que está nervioso. Anda con el semblante serio y no deja de revisar el móvil.

Ana llega muy rápido: ha salido disparada de clase hacia allí. Le inquieta lo que le tenga que decir su chico, y quiere saberlo cuanto antes. Es consciente de que el otro día perdió los papeles en el Club y, aunque ya lo arreglaron, no se siente en paz porque no se lo contó todo, así que piensa que igual la ha fastidiado.

—Hola.

—Hola.

Ni un beso, ni un abrazo, ni una caricia. Son como dos desconocidos en un ascensor. Ana le pregunta:

—¿Qué pasa? Me ha preocupado tu mensaje. ¿Estás bien?

—Pues no demasiado, la verdad —contesta sinceramente David, que ni hace el gesto de levantarse para ayudarle a apartar la silla.

Ana se sienta, sin quitarse el abrigo, se queda callada y espera a que David le diga lo que pasa.

«Está superenfadado, nunca lo había visto así», se dice la chica.

David la mira a los ojos en silencio. Parece que en cualquier momento se vaya a poner a gritar o a llorar.

—¿Qué te pasa? —le pregunta Ana muy preocupada, mientras intenta un acercamiento acariciándole el brazo. Él, sin decir absolutamente nada, aparta la mano en un gesto brusco—. Me estas asustando.

David, callado aún, le enseña la pantalla de su móvil. Ana la mira y se queda muda. Se trata del muro de Crespo en Facebook.

—Éste es el estado de tu amiguito la madrugada del sábado —dice con rabia el chico.

Noche 101. Brutal

Ana se queda sin habla. Intuye que David sabe lo que es el portal 101, pero intenta hacerse la loca.

—¿Qué significa?

—Ana, no te hagas la tonta conmigo, ¿quieres? ¡Todo el mundo sabe lo que es el portal 101! —grita el chico—. Lo que no me podría haber imaginado en la vida es que lo supieras tú.

—No fuimos, te lo juro.

—¿Ah, no? Y entonces, ¿qué significa esto que escribió?

—Bueno, yo estaba triste porque tú y yo nos habíamos enfadado… Y di un paseo con él para calmarme y llegamos hasta el portal… Pero no pasó nada ni entramos, ¡te lo juro! Estaba ocupado y…

David la corta:

—¡Ah, genial! Estaba ocupado. Me dejas mucho más tranquilo —dice en tono irónico—. ¿No lo hiciste porque estaba ocupado?

—¡Que no! Yo ni siquiera sabía que me llevaba allí —contesta Ana asustada y con la voz temblorosa.

—Pero sabías que existía ese lugar —pregunta David, que no se lo puede creer.

—¡Me lo contaron las chicas! David, sabes que soy… virgen —susurra ella con apenas un hilo de voz—. ¿Cómo puedes pensar que Crespo y yo…? ¿Cómo puedes pensar que yo…?

—A estas alturas de la película ya no sé qué pensar. Te largaste y me dejaste tirado, y luego…

—Luego vine a buscarte y tú ya no estabas.

—No intentes cambiar de tema ahora —la interrumpe otra vez—. Mírame a los ojos, Ana, mírame y júrame que no pasó nada entre vosotros.

El tono del chico es desafiante, y no admite nada que no sea la respuesta que busca.

Ana traga saliva, traga saliva y mira fijamente a los ojos de su chico, a quien tanto ama y que parece escapársele lejos aunque esté sentado junto a ella, y le confiesa, entre sollozos:

—Me dio un beso.

—¡Lo sabía! ¡Lo sabía! —Como impulsado por un resorte que no es otro que la rabia y la indignación que siente, David se levanta, coge la bolsa y hace ademán de marcharse.

—¡Que no es lo que piensas! —grita Ana, llorando.

—Me has mentido. Me has mentido, y me costará volver a confiar en ti —sentencia David, que se larga del bar y la deja absolutamente desconsolada.

A la misma hora, en clase

Todos los alumnos se han marchado y Bea se ha quedado a hablar con Toni.

—¿Qué tal? ¿Cómo llevas lo de tus padres?

—Mejor, gracias.

—Me alegra oírlo. —El profesor sonríe—. Bueno, ¿ya has pensado cómo conseguir dinero para el viaje?

—Pues la verdad es que no. No soy muy creativa, eso se lo dejo a Miguel.

—¿Miguel Prieto? Haces el trabajo con él, ¿verdad?

Bea asiente.

—Es una suerte que me tocara con él. Formamos un buen equipo. Porque él tiene el talento, pero necesita a alguien que lo empuje a hacer las cosas, y como yo soy todo lo contrario, más práctica y emprendedora pero carente de talento, pues…

—No me creo en absoluto nada de lo que dices —afirma contundente el profesor.

—¿El qué? —pregunta la chica, sorprendida por la seguridad con la que habla Toni.

—Pues eso. Creo que tú tienes mucho talento y mucho potencial.

—¿Ah, sí, Míster Respeto?

—¿Míster qué? —pregunta el profesor sin poder evitar reírse.

—¡Buf, qué metepatas! Se me ha escapado. —Al ver la cara de diversión del profesor y sentirse tan ridícula, Bea no puede evitar soltar una carcajada—. Ése es tu mote. ¡Lo siento!

—¿Así que tengo mote? Míster Respeto —dice Toni, acariciándose la barbilla—. Me gusta, me gusta.

Los dos sonríen y se quedan así un instante, hasta que el profesor retoma el hilo de lo que estaba diciendo:

—¿Por qué crees que siempre estás haciendo tanto deporte, Bea?

—No lo sé. ¿Porque me gusta?

—Porque lo necesitas. Necesitas sacar toda esa energía que tienes. Y me parece genial, pero hay otras formas de hacerlo, aparte de correr.

—Correr está bien —dice ella, segura.

—Está bien si te persigue un ladrón. ¿No crees?

—Visto así… Me parece que a mí nunca me persigue nadie.

—¿Nadie?

Los dos se quedan callados. Es evidente que pasa algo. La magia sobrevuela el aula, y Bea siente que su corazón aletea y que va a explotar en cualquier momento.

En la biblioteca

Quedan cinco minutos para entrar otra vez en clase, pero Ana siente que si no escribe una entrada en su blog inmediatamente, le va a dar un infarto. Se sienta en el primer ordenador que encuentra libre y se pone a escribir a toda velocidad.

Nueva entrada:

Cucaracha

Me siento cucaracha.

Una más del montón, pero más bien fea y molesta.

Creo que nadie me quiere y que no le importo a nadie.

Creo que soy repugnante, como las cucarachas.

¿Alguien quiere a las cucarachas?

Normas para sobrevivir a este mundo sin sentirse cucaracha:

1. Sonreír

2. Vestir con colores alegres

3. Quererse

4. Estar segura

5. Confiar

¿Y si después de seguir estas normas sigues sintiéndote cucaracha?

Hace una pausa y, mientras piensa muy en serio en cómo contestar a esta pregunta, una voz lo hace por ella.

—Las cucarachas también pueden ser hermosas. Sólo hay que saber mirarlas con amor.

No hace falta que se vuelva. Ha reconocido su voz en seguida, y no hay nadie en el mundo tan descarado como él. Sólo Crespo puede tener la cara de ponerse a leer lo que Ana ha escrito antes de que ella lo cuelgue.

—No lo dirás por ti, ¿no? —le pregunta ella, quien se vuelve hacia él y lo mira con los ojos llenos de rabia—. Porque no es que seas una cucaracha: es que, a tu lado, las cucarachas son ¡hasta agradables! Eres el peor gusano… ¡No! ¡Eres una rata! O mejor, una paloma enferma, fea y apestosa. ¡La peor clase de piojo!

—¡Vale, vale! Ya lo he pillado —intenta detenerla Crespo. La chica sacude la cabeza, apenada, y se niega a mirarlo—. ¿He hecho algo que te enfadara?

—«Noche 101. Brutal». ¿Te suena? —pregunta Ana con ironía, mientras alza la voz y se olvida de que está en la biblioteca.

—¿Qué pasa? ¿No fue brutal? Para mí, sí.

La chica se queda callada durante unos segundos, esperando a que el chico continúe y se explique, aunque sigue muy enojada.

—Me gustas, Ana. Fue una de las noche más bonitas que he pasado en mucho tiempo. Yo no soy como tú, no tengo ni un blog ni gente que me quiera. No le caigo bien a la gente. No sé expresar lo que siento, y por eso suelto siempre tantas animaladas… Es una especie de coraza. Y sí, igual la he cagado poniendo eso es mi muro, pero era mi forma de decirte que lo pasé bien. Mejor que bien… Estuvo genial. Y que el beso que nos dimos…, aunque tú no me correspondieras del todo…, fue el beso más bonito de mi vida. Porque me gustas de verdad. Y siento mucho que te veas como una cucaracha por eso. Lo siento de veras, pero ¿sabes?, quiero que sepas que yo te quiero, aunque seas una cucaracha, una rata apestosa o… ¿cómo lo has dicho…?, «la peor clase de piojo», o que eso sea lo que realmente pienses de mí.

Ana no puede evitar esbozar una sonrisa y pensar: «¿Me ha dicho que me quiere?».

El sábado anterior en la puerta del bar Labrador

Ana y Crespo se han quedado solos. Ana mira su móvil, pero no hay ni rastro de David. Entre el alcohol, la incertidumbre por saber dónde está su novio, el portal 101 y todo, se siente rarísima. Está claro que ha llegado la hora de volver a casa, pero algo le dice que no lo haga. En el fondo, se quiere quedar un ratito más charlando con Crespo.

—¿Qué hacemos? ¿Nos vamos ya? —pregunta, sin querer demostrar su interés en quedarse.

—Bueno, también podemos entrar y tomarnos la última, ¿no? —sugiere Crespo mientras le guiña un ojo.

—A mí sólo me quedan diez euros, y los estoy reservando para el taxi.

—No te preocupes. Te invito a la copa y, además, ¡luego te acompaño a casa! —dice Crespo con la seguridad que lo caracteriza.

—No sé… —duda la chica.

—Venga, dime que sí. Sólo una copita —insiste él.

—Bueno, vale. Pero sólo una, ¿eh?

Entran en el bar y Crespo se dirige directamente al fondo, donde hay unos bancos para sentarse.

«Aquí es donde se sientan la parejitas —se dice Ana—. ¿Qué pensaría David si me viera? Bueno, él se ha pasado la noche con Marta. Tampoco es un santo», se justifica.

—¿Te puedo contar un secreto?

La pregunta de Crespo la devuelve a la realidad.

—Claro —contesta.

—Pero tienes que prometerme que no se lo dirás a nadie, ¿vale?

—Vale.

—¿Sabes porque me hago llamar Crespo?

—Bueno, ése es tu nombre, ¿no? —pregunta Ana.

—No: ése es mi apellido, pero no mi nombre.

—Lo sé. Pasan lista en clase, ¿sabes? Sé que te llamas Martín Crespo.

—De pequeño me llamaban Martín Puercoespín. Y todos se reían de mí. Lo odiaba.

—Pues a mí me gusta Martín —dice Ana, que le da la mano como si los acabaran de presentar—. Yo soy Ana. Encantada de conocerte, Martín.

«Nunca pensé que Crespo fuera de esa clase de personas que se avergüenzan de algo. ¡Y menos de su nombre! Parece tan seguro siempre», piensa, mientras él se acerca a ella para darle dos besos. El primero, en la mejilla, y el segundo… No puede evitar girar la cara y besarle los labios. Es un beso muy suave, muy tierno, y ni siquiera abre la boca, pero eso no impide que Ana note su humedad. Crespo tiene una boca grande y unos labios carnosos. Aunque no reacciona ni le devuelve el beso, la chica se deja besar. Siente un hormigueo en la barriga y, aunque le encanta lo que está sintiendo, sabe que no está bien. Crespo, que parece que de golpe se haya convertido en el ser más sensible del planeta, entiende la negativa de la chica y se aparta. Se miran a los ojos y ella dice:

—Martín es un nombre muy bonito.

—No le digas a nadie lo de Puercoespín, ¿eh? Me puedes guardar el secreto, ¿verdad?

—Sí. ¿Y tú el mío?