Capítulo 2

No corras si te llamo de repente,

no te vayas si te digo «piérdete».

A menudo los labios más urgentes

no tienen prisa dos besos después.

JOAQUIN SABINA

Domingo por la tarde, en un viejo taller mecánico

No todo el mundo odia los domingos por la tarde. A Pablo le encantan. Se encierra en su taller sin clientes y se dedica a hacer todo lo que le gusta de verdad y que no puede hacer a lo largo de la semana; por ejemplo, restaurar una vieja Vespa de los años sesenta que pertenecía a su padre. De momento, se ha limitado a desmontarla. El suelo del taller está decorado con el manillar, el sillín, el guardabarros y la guantera. Le gusta ordenarlo todo bien y anotar meticulosamente todos los tornillos y las piezas en una pequeña libretita, indicando el lugar que ocupan en la moto. Cuida cada detalle: todo tiene que quedar perfecto y, para eso, necesita concentración y tiempo. Y claro, los domingos por la tarde son perfectos. Nadie llama, ni nadie molesta, y lo único que rompe el silencio es su respiración lenta y pausada, o el viento que hace temblar la puerta de metal.

Vestido con un mono gris y las manos llenas de grasa, no puede evitar ensuciarse la cara cada vez que apunta algo con el boli. El taller no es muy grande: a duras penas caben tres coches. A menudo tiene que sacarlos a la calle para poder trabajar. Tiene un pequeño trastero que usa como despacho, y donde también hay un pequeño baño. Además, en el despacho hay un microondas, una neverita y una máquina automática de café, por si le dan las tantas y le entra el hambre. El tiempo parece transcurrir mucho más despacio los domingos, sobre todo en el taller. Y eso le encanta.

Cuando se dispone a apuntar en su libreta todas esas piezas que no sabe exactamente dónde van, el sonido del móvil rompe el silencio. El joven mecánico saca el teléfono del bolsillo, y lo primero que ve es el nombre de Bea.

«Qué fuerte, creía que ya no quería seguir jugando conmigo», piensa, como si dudase de que el mensaje sea auténtico.

A Pablo le gusta jugar con el amor. Es un chico romántico. Bea y él se inventaban historias muy divertidas que los hacían sentir especiales. La última vez que jugaron fue el día en que la chica cumplía dieciocho años. Por aquel entonces lo llamaban «el juego del silencio». Consistía en llamar y limitarse a escuchar. Se decían cosas preciosas… En el cumpleaños de Bea, Pablo le leyó un poema, pero por alguna razón que el chico no logró descubrir, Bea colgó y dejó de contestar a sus llamadas para siempre. El silencio se hizo realidad, y eso le hizo daño.

«¿Será otro juego? —piensa antes de volver a mirar a la pantalla—. Espero que sí». Y entonces, para su sorpresa, lee:

AUN M KIERES?

Pablo suspira, muy serio, se sienta en el suelo y piensa en lo que tiene que hacer. No le gusta que Bea haya sido tan directa, sobre todo después de esos meses de silencio. Rompe la magia y le corta el rollo. Él prefiere insinuarse, así que la pregunta, lanzada a bocajarro de esta manera, le fastidia un montón. Tal vez se deba a que no tiene clara la respuesta, o a que no sabe con qué intención se lo pregunta la chica. A lo mejor sí está jugando de nuevo con él. Pero es un tipo de juego que a Pablo no le va. No se puede jugar con los sentimientos ajenos. «Ya contestaré más tarde. Ahora…, ahora no lo tengo claro», piensa, y guarda el móvil de nuevo y se dirige a lavarse las manos, sucias de grasa, en un cubo viejo lleno de agua, que ya está algo oscura.

—Bueno, algo sí tengo claro: acaba de comenzar un nuevo juego —dice en voz alta y en tono misterioso, como si alguien lo estuviera escuchando.

Coge un bolígrafo Bic, un trozo de papel, se sienta a su viejo escritorio y se pone a escribir.

Minutos más tarde, en casa de Bea

«Estupendo. No me contesta ni Pablo». Bea está metida en una increíble espiral de negatividad. Lo ve todo negro, y ahora cree que no debería haberle enviado ese mensaje a su ex. ¿Por qué ha tenido ese impulso, después de tanto tiempo? Decidió dejarse de juegos con él después de su aniversario porque, cuando cumplió dieciocho años, se dijo a sí misma que ya estaba preparada para tener una relación adulta, con un buen chico que la quisiera de verdad. Y Pablo formaba parte del pasado y no hacía más que darle falsas esperanzas. Jugar es divertido si lo haces durante un rato, pero a la larga cansa y confunde. Pero si pensaba eso, ¿por qué le ha mandado ese mensaje tan loco?

«¡¡Aaaaahhhhhh!!», grita mientras revisa el móvil y confirma que no le ha llegado ninguna respuesta. La pobre está hecha un lío. El romanticismo de Pablo le puede, y eso es lo que echa de menos. Sentirse un poco querida. Con Sergio nunca llegó a sentir lo que sintió por Pablo, y por eso lo considera realmente su EX. A él, y no a Sergio. Todos tenemos un EX que es… ¡el EX! Puede ser el que más te ha marcado, o el que más te ha hecho sufrir, o simplemente el primero. No se sabe muy bien por qué, pero todas las chicas, aunque hayan tenido mil novios, sólo tienen un hombre en la cabeza cuando piensan en su EX. Y aunque le duela reconocerlo, Sergio no la quiso nunca. Fue alguien que escogió a su amiga, alguien cuyo recuerdo la llena de pena. Al pensar ahora en él, no puede evitar ver de nuevo la imagen de Silvia besándolo en el banco del parque, y eso le da rabia, mucha rabia. Tal vez por eso decidió volver a contactar con Pablo: para no reconocer que sí le duele ver a Sergio con una de sus mejores amigas.

Bea se levanta de la cama haciendo un gran esfuerzo, se va a la cocina a ver si encuentra algo de chocolate y, cuando abre la puerta, descubre a sus padres en una actitud extraña. Sus cuerpos se separan y callan de golpe al verla. Han reaccionado como cuando pillas a alguien robando, o diciendo una mentira, o escondiéndote algo. Parece que a los padres de Bea los hayan acabado de pillar copiando en un examen.

—¿Se puede? —pregunta, algo incómoda.

—¿Qué quieres? —contesta bruscamente su madre.

—Ay, nada, perdona. Sólo quería un poco de chocolate, pero ya veo que molesto —contesta Bea, que hace ademán de marcharse.

—No molestas, hija. —Su padre la detiene—. Tu madre y yo estábamos… Queríamos…

La madre mira al padre y le coge el brazo para hacerlo callar, y Bea entiende que sus padres… ¡se estaban enrollando en la cocina! Lo que le faltaba a la pobre: pensar que sus padres ligan más que ella.

—Ya me voy, ya os dejo solos.

—Que no, hija, que no es eso —se justifica la madre, sin poder evitar que la chica salga de la cocina malhumorada.

Y al salir, piensa en la única cosa que puede arreglar su particular domingo negro. Llamar a su hermana Marta. Vive en Londres y es la típica persona capaz de levantar a un muerto de la tumba. Siempre está alegre, siempre tiene cosas divertidas que contar y, aunque a veces sea un poco pesada, se lleva muy bien con Bea.

Enciende el ordenador, abre el Skype y suspira.

«Por favor, hermanita, ¡te necesito!».

Llamando.

De repente, Marta aparece en la pantalla. Con su cabello rubio, parecido al de Bea pero rizado, gafas de pasta naranja fosforescente, un jersey de rayas muy divertido, y un gorro de lana. Un look muy londinense.

—¡Qué guapa estás! —exclama Bea. Sabe que ella es la hermana guapa; Marta no es que sea fea, pero no tiene su belleza. En cambio, tiene algo de lo que Bea carece: es diferente. Es una «guapafea». Este concepto se lo inventó Ana en su blog. Todo el mundo habla de las «feasguapas», pero ser «guapafea» es… ¡algo diferente!

Marta sí que tiene suerte con los hombres. Su novio de ahora es inglés, se llama Cameron y la adora, así que parece que la vida le sonríe.

—Tú sí que estás guapa, cariño. ¿Qué me cuentas? —contesta la hermana.

—Hoy me ha pasado algo horrible. Me he encontrado a Sergio… besándose con Silvia.

Los ojos de Marta se abren. Se quita las gafas y grita:

—¡¿Cómo?!

—Bueno, es normal. Ahora son novios. Rompimos el día de mi cumpleaños. No te dije nada porque no quería darle importancia, pero al verlos juntos me he dado cuenta de que sí que me afecta un montón —dice avergonzada, y baja la cabeza.

—Normal, cariño, es normal que eso te afecte. Las rupturas son dolorosas, y hay que ser muy valiente y muy fuerte para seguir siendo amiga de Silvia. Es normal que te derrumbes al verlo. No eres una superwoman.

Bea no puede evitar que los ojos se le empañen y, antes de que se le escape una lágrima, dice:

—No, en serio, me ha dado mucha rabia verlos juntos. —Suspira—. Y luego está Pablo…

—¿Tu ex ex? —la corta Marta.

—Sí, hoy le he mandado un mensaje porque me sentía sola y… No sé… No lo tendría que haber hecho. —Bea no puede evitar ponerse a llorar.

—Cielo, no llores. Creo que voy a tener que coger un avión e ir a verte. No me gusta verte así y, por lo que parece, me tienes que contar muchas cosas.

—¿Lo dices en serio? ¿Harías eso por mí? —contesta la pequeña, sollozando.

—Por ti y por los papás. En casa está pasando algo, Bea. El otro día estuve hablando con mamá y la noté muy rara.

—¿En serio? Pero ¿cómo vas a dejar las clases del máster y a Cameron?

—Estoy harta de este máster; primero me vine a Londres a aprender inglés, y ya lo hablo a la perfección, y en cuanto a Cameron…

—¿Qué pasa con Cameron? —A Bea le saltan todas las alarmas.

—Nada, ya te contaré —contesta Marta, y vuelve a colocarse las gafas como para disimular.

—¡No me digas que habéis cortado, que me muero!

—Cariño, no seas dramática.

—Habéis cortado —sentencia Bea.

—Pues sí. Me ha dejado por una japonesa que hace sushi, ¿te lo puedes creer?

—Si es japonesa, es normal que haga sushi, ¿no? —contesta Bea limpiándose las lágrimas con las manos y medio sonriendo. Se hace un silencio en el que las dos hermanas se miran y rompen a reír a carcajadas. A Bea siguen cayéndole las lágrimas, pero esta vez son de la risa—. Ay, hermana, qué desastre. Ven rápido, ¡que te necesito!

—Lo más pronto que pueda —le promete Marta.

—Siento lo de Cameron —le dice Bea, esta vez muy seria.

—Lo sé. Te quiero, mi amor.

—Y yo. Nos vemos pronto —contesta Bea, y cierra el Skype.

Bea apaga el ordenador y mira el móvil de nuevo. Esta vez sí tiene un WhatsApp de Pablo. Está claro que su hermana le ha traído suerte. La chica aprieta el móvil con la mano y piensa en voz alta, en la respuesta a su pregunta: «Dime que sí, dime que sí, dime que sí…», pero la respuesta es tan inquietante como sus juegos. El mensaje dice lo siguiente:

Pronto lo sabrás…

Bea se queda con la mirada fija en la pantalla y no puede evitar ponerse a llorar otra vez. Es evidente que ella no está bien, pero no llora por eso. Llora porque se da cuenta de que acaba de abrir la caja de los truenos, y esta vez, si pasa algo malo, la culpa será suya.

Bea intenta desconectar y, después de haber hablado con su hermana, no puede evitar recordar esa entrada de blog sobre la «guapafea» que tanto les gusta a las Princess. Entra en Internet y la busca. «Curiosear el blog de Blancanieves siempre sienta bien», piensa mientras se seca las lágrimas y lee:

Inseguridad

Había una vez una chica que lo tenía todo.

Era divertida.

Inteligente.

Tenía un príncipe que la adoraba.

Una familia que la protegía.

Un mejor amigo que siempre la hacía reír.

Causaba envidia entre las guapas.

Y cada vez crecía más la envidia.

Porque esta princesa no era bella,

no tenía el pelo largo ni la nariz perfecta.

Era más bien imperfecta.

Pero esa imperfección la llenaba de magia.

Esa magia que la guapa no tenía.

Entonces, ¿era fea?

¡Para nada! Era una «guapafea».

Algo que ni la guapa ni la fea podrán tener jamás.

Un don de la naturaleza.

Esto va dedicado a todas las «guapafeas» que existen.

Os envidio porque tenéis algo que nos falta a las demás: SEGURIDAD.

Firmado:

Blancanieves

Bea se siente mejor. Ana, como siempre y sin saberlo, la ha consolado. Todas nos sentimos inseguras en algún momento en la vida.

Bea no se lo piensa dos veces y abre el WhatsApp. Esta vez pasa de Pablo. La destinataria es Ana, que está en línea.

Bella Durmiente

En línea

He vuelto a leer lo de la «guapafea».

Tu blog es genial. Te kiero.

Al instante recibe la respuesta de Ana:

Blancanieves

En línea

¡Y yo a ti! ¡Nos vemos mañana en el instituto!

Primer dia. ¡k nervios!

Bea respira aliviada. Le responde con un emoticón sonriente.

Bella Durmiente

En línea

:-)

Los verdaderos mensajes, los que se responden al instante, no están hechos con el lenguaje de la desesperación sino con el lenguaje del corazón.