Capítulo 13

Cuando te beso

todo el océano me

recorre por la venas,

nacen flores en mi cuerpo

cual jardín

y mi amor así mejora.

Soy feliz.

DAVID BUSTAMANTE

Por la tarde, en el Milano

Bea, Miguel y Crespo han quedado para programar el trabajo en grupo. Después de lo que pasó la última vez en casa de Miguel, han decidido que lo mejor será un terreno neutral como el bar Milano. De esta manera, si están en un lugar público, se evitarán enfrentamientos.

Bea llega a la cita con media hora de antelación. Se siente triste y no quiere estar en casa. La noticia de la separación de sus padres le provoca un dolor inmenso. No deja de pensar en cuando era pequeña, y en cómo celebraban entonces las Navidades, las comidas, las risas, los villancicos, la emoción de abrir los regalos y las caras satisfechas de sus padres mientras las observaban a ella y a su hermana. Le invade una sensación extraña. Se aproximan momentos de cambios: está en el último año de instituto, sus padres se van a separar, no tiene novio y no sabe cómo se resolverá todo este lío.

Miguel también aparece en el bar un poco antes. Ve a su amiga en la última mesa, garabateando en su agenda, y se acerca a ella con una sonrisa en la boca.

—¡Hola! —la saluda—. ¡No pensaba que hubieras llegado ya!

—Habíamos quedado, ¿no? —responde ella con desgana.

—Sí, sí, me refería a…

—Ya, tranquilo. Ya te he entendido.

—¿Estás bien? —pregunta el chico.

—Sí, sí.

La respuesta de Bea no lo convence en absoluto.

—Ya… ¿Estás segura?

La chica sigue con sus garabatos, en silencio. Los ojos se le humedecen y, sin poder hacer nada para evitarlo, se desmorona. No es capaz de contestar ni un simple «no». Miguel se sienta a su lado con actitud comprensiva. Bea solloza, y el chico la consuela con la mano en la espalda.

—Si te cuento una cosa, ¿no se lo dirás a nadie? —hipa ella.

—Claro, Bea. Confía en mí.

—Mis padres se van a separar.

Por toda respuesta, Miguel la abraza y suelta un profundo suspiro. Luego dice:

—Lo siento mucho. Sé un poco cómo te sientes, porque mis padres también están separados… Separados de mí, quiero decir. No es lo mismo, pero…

—Ya está —zanja Bea mientras se seca las lágrimas de un manotazo—. Supongo que no es para tanto —dice, intentando quitarle hierro al asunto—. No quiero llorar más, estoy harta de llorar…

—Si necesitas llorar, hazlo. No te cortes. ¡Llorar es bueno! —dice Miguel con la mejor de las intenciones.

—Pero es que llevo todo el día así —dice ella—. Ya no puedo más… Me siento tan abandonada y sola… —Su voz se pierde y vuelve a sollozar.

—¡Así! Sácalo todo. ¿Sabes? Dicen que cuando lloramos es que nos estamos vaciando de todo lo malo, de todo el dolor que nos han causado o que hemos sentido, para volver a llenarnos con experiencias nuevas y positivas.

—Bueno, dentro de poco vendrá Crespo —dice Bea esbozando una sonrisa—. ¡Eso sí que es una experiencia nueva!

El chico ríe y la achucha con cariño.

—Sí, hacer el trabajo con Crespo es toda una experiencia…, pero no puedo decir que sea positiva, ja ja. Oye —cambia de tercio—, tengo una sorpresa para ti. —Miguel hace un pequeño silencio para crear expectación—. ¡Tengo una oferta de dos por uno para ir al cine! Mira, si la reunión dura media hora nos dará tiempo a ir a la sesión de las seis y media. Así desconectamos un poco. Invito yo. ¿Sí?

—No sé…

—Nuevas experiencias, ¿recuerdas? —dice el chico, intentando convencerla.

—Vale. Pero la película la elijo yo.

Miguel sonríe y se sonroja. Es la primera vez que invita a una chica al cine.

—¿Eso quiere decir que tenemos una cita?

Cuando oye la pregunta, a ella se le dibuja una sonrisa. Miguel es un auténtico buen amigo, siempre está ahí cuando lo necesita. Y aunque sea por él, la chica va a esforzarse por intentar estar un poco más alegre y olvidarse de las lágrimas, que ya se está secando con la manga.

Y entonces aparece Crespo. Llega quince minutos tarde, pero ambos agradecen el retraso, porque así Bea ha podido calmarse, y de este modo consigue disimular su tristeza con una sonrisa de bienvenida. Si hubiera llegado puntual se la habría encontrado hecha un mar de lágrimas.

—¿Me he perdido el chiste? —dice Crespo, que nota la complicidad entre los dos amigos.

—No, es que has llegado tú —responde Miguel con ironía.

Crespo se sienta delante de ellos y saca la agenda.

—Bien, ¡pues a trabajar!

—¿Qué te pasa hoy? ¿Te has vuelto empollón de pronto? —sigue pinchándole Miguel.

—Quiero ir a entrenar, ¿pasa algo? ¿Y tú, qué? ¿Hemos quedado en el bar para que puedas comerte una hamburguesa tranquilo? —le ataca Crespo.

—¡No vayas por ahí, Crespo! —salta Bea en defensa de su amigo—. Hemos quedado para trabajar, no para lanzarnos puyas. Porque todos queremos sacar una buena nota, ¿no? Así que ¿quién empieza con la lluvia de ideas?

Los chicos deben hacer un trabajo relacionado con Internet. El tema es libre.

—¿Por qué no hacemos un trabajo sobre el sexo en la red? —sugiere Crespo.

—Yo lo enfocaría más hacia la publicidad en Internet —comenta Miguel.

—¿Por qué no hacemos una página web directamente?

La idea les entusiasma tanto a Crespo como a Miguel. ¡Claro!, poner en práctica un trabajo en el que el profesor sólo espera teoría. ¡Lo van a sorprender! Además, les apetece poner en marcha el proyecto porque, ya que hacen un trabajo para el instituto, prefieren que sea algo que los motive y de lo que saquen provecho.

En tan sólo media hora llenan dos hojas en una libreta con posibles ideas y enfoques para el trabajo de clase. Saben que necesitarán echarle algunas horas más, y esperan que se note en el resultado. Pero lo primero es lo primero. Miguel se va a encargar de hacer una lista de ideas, Bea del diseño web, y Crespo, de redactar el proyecto.

—Bueno… Ya tenemos deberes para ir trabajando cada uno por su cuenta, así que ¿me puedo marchar ya? —Parece que Crespo tiene mucha prisa.

—Sí, sí, ya te puedes marchar —confirma Miguel.

Entones Crespo lo mira fijamente y dice:

—¿Sabes qué pasa? Que es la hora de la merienda… ¡y sé que tú no te la saltas por nada del mundo, glotón!

Por desgracia, Miguel está acostumbrado desde pequeño a este tipo de comentarios. Ya no le afectan. Además, tampoco tiene nada que envidiarle a Crespo; es un cavernícola. Sí, hoy, justamente hoy, Miguel siente que no tiene nada que envidiarle a su compañero. ¡Todo lo contrario! Es él, el glotón, el zampabollos, quien tiene una cita con una chica estupenda.

Un poco más tarde

Ana sale de estudiar en la biblioteca, donde ha aprovechado para sacar en préstamo un par de documentales de animales que verá por la noche. Anda algo más animada. A lo lejos, reconoce a alguien que camina en dirección hacia ella. Afina la vista para confirmar que es quien cree que es. «Pues sí —piensa la chica—. ¡Es Crespo!».

El chico también la ha reconocido. Es una situación curiosa: dos personas que no se conocen lo suficiente como para saludarse desde lejos efusivamente, pero que tampoco son tan desconocidos como para no decirse ni adiós. Crespo tiene la típica reacción de los cobardes: se hace el distraído. Pero es evidente que se han visto, y eso cohíbe a Ana. La distancia entre ellos es cada vez más corta. De manera innata, Ana le sonríe. Y entonces la chica toma la decisión: aunque resulte algo forzado, va a saludarlo. Después de todo, es un compañero de clase y, además, es cuestión de educación. Sin embargo, no cuenta con que Crespo seguirá la táctica de hacerse el loco para pasar junto a ella mirando hacia el otro lado. Ana podría sentirse ofendida, pero hay algo en la actitud del chico que le revela que, en realidad, el encuentro le ha dado vergüenza. Que se ha cortado, vamos. ¿A que va a resultar que ese gallito que es Crespo en clase esconde a un chico realmente tímido? Ana está dispuesta a descubrirlo, así que da marcha atrás, anda un par de metros hacia él, le da un par de golpecitos en el hombro con el dedo índice y exclama:

—¡Distraído!

El chico se vuelve.

—¡Hey, hola! No te había visto —intenta justificarse.

—Ya —contesta Ana, decidida a dejarle pasar esa mentira para no comprometerlo más—. ¿Qué haces?

—Voy a entrenar, y después tengo que empezar con el trabajo ese de grupo.

—¿Ya tenéis tema? —pregunta ella interesada.

—Sí, se me ha ocurrido hacer una página web, y a Bea y a Miguel les ha encantado —responde el chico con chulería.

—¡Qué buena idea! Yo con mi grupo ni he quedado —contesta Ana, sonriendo.

—Nosotros queremos sacar buena nota. Es el último año de curso. Es un año crucial en nuestras vidas.

Las palabras de Crespo no son muy propias de él. ¿Estará intentando impresionarla?

—Sí, tienes razón —responde ella. Y luego pregunta, curiosa—: ¿Y tú qué parte del trabajo vas a hacer?

—Me ha tocado hacer el informe. Explicar por qué hacemos una página web, y no una aplicación para ligar con blogueras de éxito —dice Crespo con picardía.

—Pues a mí es la parte que más me gusta de los trabajos: ¡redactar! —dice Ana sin hacer ningún caso de la flor que le acaba de lanzar el muchacho.

—¡Y yo que no sé ni por dónde empezar! Además, entre los entrenamientos y las clases no sé cuándo voy a sacar tiempo para hacerlo. —Crespo calla y piensa—. ¿Te puedo hacer una pregunta?

—Claro —responde Ana con amabilidad.

—Si tengo alguna duda, ¿te puedo pedir ayuda? Tú eres la empollona…, quiero decir… una de las más inteligentes de la clase, y a lo mejor, si puedes, me vendría bien que… me echaras una mano. De hecho estoy buscando una profesora particular para que me ayude a hacer los trabajos y a prepararme los exámenes.

Ana se queda sorprendidísima. Crespo parece otra persona muy distinta fuera del insti.

—¡Huy, pero yo no puedo hacerlo, Crespo! ¡Vamos a la misma clase!

—¡Te pagaría! Va… ¡Dime que sí!

Ana se ríe. Le parece muy gracioso que el payaso de la clase le pida que le dé clases particulares.

—No vayas tan rápido. Si quieres, un día podemos intentar estudiar juntos, y si además tienes alguna duda, puedes contar conmigo.

—¿Eso es un sí? —le sonríe el chico.

Ana se encoge de hombros.

—Pues supongo que sí… —responde. Crespo la mira suplicante, y la cara del chico vuelve a hacerla reír—. Vale, sí.

Más tarde, en una calle cualquiera de la ciudad

David se dirige a casa después del entrenamiento. Mira el reloj y piensa: «Es la hora». Coge su móvil y marca el número de casa de Ana. Respira hondo.

—¿Sí? —responde una voz masculina.

«Es su padre; muy bien. ¿Preparado? Ahí vamos», piensa el chico.

—Buenas tardes. Siento molestarle, soy David, el amigo de Ana. —El chico deja un tiempo para que su padre diga algo, pero el hombre no dice ni pío—. Bien, pues… le llamaba para ver si sería posible quedar con usted y su mujer para hablar de lo que pasó en el parque y también de mi relac…

El padre lo interrumpe.

—Sabes que mi hija es menor de edad, ¿verdad?

—Sí —responde David con un hilo de voz.

—Pues entonces no hay nada más que decir.

—Sí, pero… espere un momento… Yo sólo… —David se queda con la palabra en la boca: el padre de Ana ha colgado. La verdad es que, después de este primer contacto, David se da cuenta de lo que debe de estar pasando su novia, con este padre tan severo y controlador. David va de camino a casa, y piensa. Lo de Ana se ha convertido en su lucha personal. «Si Mahoma no va a la montaña, la montaña vendrá a Mahoma… ¡porque lo digo yo!». Al chico sólo le queda una alternativa, la última carta, así que cambia de dirección: Ha decidido presentarse en casa de Ana para hablar de tú a tú con los padres de la chica. ¿Será capaz de decirles, una vez allí, que está enamorado de su hija y que va a vivir ese amor contra viento y marea?