Te quiero, te quiero,
y eres el centro de mi corazón.
Te quiero, te quiero
como la tierra al sol.
JOSÉ LUIS PERALES
Miércoles por la mañana, en casa de Bea
Hacía mucho tiempo que los Berruezo no coincidían en el mismo hogar. El padre siempre está de viaje, y la hija mayor ha estado un año viviendo en Inglaterra. Pero esa mañana, todo será diferente. La primera en levantarse ha sido Marta, que con los nervios de la vuelta a casa ha dormido fatal. A las siete de la mañana ya está en la cocina preparando el desayuno para todos. ¡Le hace tanta ilusión! Había echado mucho de menos a la familia. El ruido del exprimidor de naranjas ha despertado a Bea, que tiene su cuarto junto a la cocina.
—¿Qué haces? Si es muy pronto —bosteza mientras se limpia los ojos con los puños.
—Calla y ayúdame. Pon rebanadas en la tostadora —le responde Marta mientras coge un par de huevos de la nevera.
Bea, con los ojos medio cerrados y a cámara lenta, coge el pan y le dice a su hermana, que parece que va a batir los huevos:
—¿Tortilla? ¿Estás haciendo una tortilla?
—Son huevos revueltos. Y en vez de hablar tanto, ¡ayúdame! Estoy preparándoles un desayuno sorpresa a papá y a mamá.
Bea se despierta de golpe. La idea le encanta, y no duda ni un segundo en ayudar a su hermana.
—Vale, ¿qué hacemos? Tostadas, zumo y huevos revueltos.
—Un poco de café y estos pastelitos de chocolate que he traído de Londres. Se llaman fairy cakes.
—¡Qué pinta! Son como mini magdalenas de chocolate —dice Bea, tentada de comerse una.
—Sí, en Inglaterra también las llaman minimuffins o cupcakes. Pero a mí me gusta más fairy cake, porque significa «pastel de hada».
—¡Ay, hermana! Qué divertido es que vuelvas a estar en casa. Cómo echaba de menos tus juegos y tu alegría.
—Esto lo hago porque no quiero que nuestros papis se olviden del romanticismo, después de tantos años juntos. Y un poco de magia no viene nunca mal —dice Marta mientras coloca los pastelitos en la bandeja.
—¡Qué dices! —contesta incrédula Bea—. Pero si son la pareja más unida que conozco.
—Sí, y a veces yo creo que nuestras relaciones con los hombres son un desastre precisamente por eso.
—¿Tú crees?
—Sí —contesta Marta seria mientras enciende el fuego—. Buscamos un amor demasiado perfecto. Lo tenemos idealizado.
—Pero ser romántico mola, ¿no? A mí me gusta.
—Sí, vivimos el amor de una forma muy intensa. Eso es genial cuando todo va bien, pero si va mal… —Marta hace una pausa en la que se le ponen los ojos vidriosos—, puedes llegar a enloquecer de dolor.
—Has sufrido mucho con la ruptura, ¿verdad?
—Mucho.
—Lo siento.
—Lo sé. Pero no te preocupes por mí. Ahora vamos a la habitación de papá y mamá y, cuando huelan este desayuno, se van a quedar de piedra.
—Humm… Qué bien huele el café mezclado con el pastel de hada —comenta Bea mientras coge la bandeja.
Las dos hermanas recorren el pasillo descalzas y en silencio para que sus padres no las oigan y sea una auténtica sorpresa. Pasan por delante del comedor y llegan al fondo del piso, donde se encuentra la habitación de sus padres. Como si tuvieran ocho años otra vez, Bea aguanta la bandeja con el superdesayuno, y Marta abre la puerta, enciende la luz y grita:
—¡Sorpresa!
Pero la sorpresa se la llevan ellas cuando se dan cuenta de que en la cama sólo duerme su madre, quien, como es evidente, se ha despertado sobresaltada del susto y no sabe qué decir para disimular.
—Niñas, ¿qué hacéis?
—¿Y papá? —pregunta Bea.
Marta deja la bandeja encima de la cama y pregunta, muy seria:
—¿Qué está pasando aquí? ¿Dónde está papá?
Entonces aparece el padre por la puerta con cara de recién levantado, y con el sentido del humor que lo caracteriza, y responde:
—¡Papá estaba en el baño! ¿Acaso no puede uno hacer pipí sin que lo echen en falta? ¿Y ese desayuno? —pregunta, mientras coge un pastelito de chocolate.
—¡Ha sido idea de Marta! Vamos a desayunar los cuatro en la cama, como cuando éramos pequeños —dice Bea mientras se mete bajo las sábanas y abraza a su madre.
Marta, que es mayor y mucho más espabilada, sigue pensando que allí pasa algo raro.
—Papá, ¿has dormido en el sofá?
A la pregunta de Marta le sigue un silencio sepulcral. La alegría de Bea se desvanece al notar cómo el cuerpo de su madre se pone rígido.
—¿Mamá? —susurra Bea de manera infantil, mientras mira a la mujer.
Su padre deja la magdalena a medias en la bandeja, se sienta en la cama y le dice a su mujer:
—Lucía, creo que ha llegado el momento.
—Sí, será lo mejor —contesta ella.
—¿Qué pasa? Me estáis asustando. No estarás enfermo, ¿no? —pregunta Bea con un hilo de voz.
—No, hija; estamos todos bien de salud. Sólo que tu madre y yo hemos tomado una decisión que tenéis que saber. Ha sido muy duro. Es una decisión muy meditada, y lo último que queremos es haceros daño. —El hombre hace una pausa larga, mira a su mujer y dice—: Vuestra madre y yo hemos decidido separarnos.
Lucía rompe a llorar, incapaz de decir nada. Su marido la consuela cogiéndole la mano, aunque tiene la mirada perdida. Bea, que sigue abrazada a su madre, pregunta:
—Pero ¿qué ha pasado? No lo entiendo.
—Yo tampoco. No sé si lo voy a poder soportar. Justo ahora que venía porque necesitaba estar con vosotros… ¡con mi familia! ¡No es justo! —grita Marta.
—Ya lo sé, amor mío —dice su madre entre sollozos—. Pero ¿quién te ha dicho que la vida sea justa?
—¿Cómo puede ser? ¿Es que no os queréis? —pregunta la hija mayor.
—Claro que sí, y mucho —contesta Lucía—. Lo que pasa es que ya no estamos enamorados. Quizá empezamos demasiado jóvenes, no sé… Sentimos que llevamos demasiados años juntos. Queremos conocer a más gente.
—¡Sois unos egoístas! —la interrumpe Bea con un grito.
—Hija, lo siento —dice su padre mientras la mira, apenado.
—Si lo sintieras no te separarías. Y ahora, ¿qué? ¿Te vas a ir? ¿Nos abandonas? —hipa la pequeña.
—Todavía no hemos decidido lo que haremos. Vosotras ya no sois unas crías, y también nos gustaría saber vuestra opinión, hablar y decidir entre los cuatro.
Bea se levanta de malas maneras y sale en estampida hacia el lavabo, a encerrarse a llorar. Al salir, se encuentra a su hermana Marta sentada en el suelo delante de la puerta. También ha estado llorando. Se abrazan.
Ocho y media de la mañana, en la puerta del instituto
El horrible timbre suena con puntualidad. Los estudiantes entran lentamente, arrastrando los pies, sin muchas ganas y medio dormidos aún. Ana y Silvia esperan para entrar las últimas.
—¿Entramos ya? —pregunta Ana.
—Esperemos un poco más, ¿no? —dice Silvia, que parece desmotivada.
—Pero es que ahora hay clase de mates.
—Por eso mismo, Ana…
—Por eso mismo deberíamos estar en clase —sentencia la otra sin entender la resistencia de su amiga.
—Vaaaaleee. Te propongo una cosa: yo voy subiendo y te guardo el sitio mientras tú esperas un rato aquí —dice Silvia con ironía.
Ana sigue desconcertada. ¿Qué le pasa a Silvia? Entonces, unas manos le tapan sus ojos. Ana enmudece. Ese tacto…, esa fragancia…, ese calor… ¡Es David!
La chica lo abraza con fuerza y lo llena de besos. Eso sí que no se lo esperaba.
—¡Cómo te he echado de menos! —le murmura a la oreja.
—Silvia me lo ha contado todo. —El chico le sonríe con complicidad y ternura—. Me tienes que perdonar, Ana; he estado tan liado con los exámenes y el baloncesto que, aunque no habláramos tanto como antes, no pensaba que… —Ella lo acalla con un beso—. ¿Cómo va por casa?
—Buff… Están que se suben por las paredes. ¡Me han prohibido que nos veamos!
—Lo sé, lo sé… Silvia me lo ha contado. ¡No hay derecho! Vendré a verte todos los días aquí si hace falta. Oye, ¿desayunamos juntos?
Ana piensa en ello un rato. Serán sus primeros novillos.
Silvia, que los ha dejado solos en seguida y ha subido al aula de mates, observa cómo se van desde una de las ventanas y, aunque ellos no la vean, sonríe. Por su amiga haría esto y mucho más.
Abrazados, la pareja sale tranquilamente del instituto. Están agarrados con tanta fuerza que parece que sea el último día que pueden estar juntos.
En un bar, cerca del instituto, Ana le cuenta a David todo lo sucedido. No puede evitar exaltarse y llorar por lo ocurrido. El chico la escucha con suma atención.
—Seguir así es insufrible, pero no sé qué podemos hacer… Supongo que aguantar y esperar —suspira ella a modo de conclusión.
—Esperar ¿a qué? ¿A que tus padres te pongan un chip para saber dónde estás en cada momento? ¡Por favor, Ana! —le replica David algo desesperado—. ¡Que no estamos en el siglo pasado!
—¿Y qué quieres que haga? ¿Rebotarme? ¡Yo no soy una rebelde!
David calla y piensa. Ana lo mira, vuelve a lanzar un suspiro, se levanta y se dirige hacia la barra para pagar los cafés.
—Esperaremos, ¿vale? —concluye, volviendo la cabeza para asegurarse de que el chico le está prestando atención—. Déjamelo a mí. En una semana se habrán calmado. Créeme.
David asiente con resignación. Ana recoge el cambio y vuelve a sentarse junto a él. Lo abraza y le da un beso. Debe volver a clase. El chico se queda en el bar. Piensa en todo lo que le ha contado su novia, y no, no está de acuerdo con ella.
«Sólo hay una solución: llamar a sus padres y aclarar este malentendido de una vez por todas».
Más tarde, en clase de mates
Bea lleva toda la mañana esquivando a las Princess. No quiere hablar del problema que tiene en casa, porque tampoco se lo quiere creer. Algo le dice que, si no lo cuenta, no será verdad. Que volverá a casa y sus padres estarán como siempre y pensará que lo ha soñado. Se sienta al fondo de todo en clase y se dedica a hacer dibujitos. Cuando está triste dibuja, y no se le da nada mal. Aunque dibuja cosas sin demasiado sentido: una casa, un corazón, su nombre en letras grandes… Como dibuja cuando está nerviosa, para calmarse, repasa el trazo tantas veces que a veces ha roto incluso el papel. Hoy será un día totalmente perdido. No escucha, no atiende, no está.
Hoy, a Míster Respeto le ha dado por poner un examen sorpresa. Típico de él. Le gusta sorprender a los alumnos de vez en cuando y, aunque es un profe enrollado, se muestra duro también.
—Chicos, hoy habrá examen sorpresa. Dejad las cosas debajo de la mesa y coged un boli. Sólo uno. Nada de teléfonos, ni calculadoras, ni relojes. ¿De acuerdo?
Bea sigue ausente. Oye voces, pero no sabe muy bien qué dicen. Guarda las cosas de manera automática y siente un calor nada propio de la época del año en que están. De repente, el profesor le planta el examen encima de la mesa.
—Firma aquí, Bea —dice.
Ella coge el bolígrafo, mira el papel y se da cuenta de que lo ve todo desenfocado. Los números se mezclan. No ve nada… Aturdida, levanta la vista. Toda la clase la está mirando, y el profe le dice:
—Bea, ¿estás bien?
Y ella se echa a llorar.
—No, no estoy bien —contesta entre sollozos.
Las Princess se miran. Les había parecido raro que no se sentara con ellas.
—¿Sabes qué le pasa? —le susurra Estela a Ana.
—Ni idea. ¿Sabes algo, Silvia? —pregunta Ana a su vez, mientras se vuelve hacia su otra amiga.
—No, pero me da mucha pena.
Mientras el murmullo en clase crece, el profesor coge a Bea del brazo y se la lleva afuera.
—Miguel —dice antes de salir por la puerta—, te dejo de encargado. Que nadie copie.
—¡Hecho! —grita el chico orgulloso.
Al salir, Toni le ofrece un pañuelo a Bea para que se seque las lágrimas. Le coge de la mano con mucho cariño y se la lleva a la sala de profesores, que está vacía. Bea no puede ni hablar, está en estado de shock. Toni la sienta a la mesa y abre un armario, del que saca un par de tazas.
—A mí también me sentará bien un té para relajarme un poco —dice mientras llena las tazas de agua y las mete en el microondas.
—Gracias —contesta Bea de manera apenas audible.
—¿Me puedes contar lo que te pasa? No hay prisa. Tenemos una hora.
—Lo siento.
—No lo sientas. Aunque no estoy seguro de que se tomen muy en serio a Miguel como mi sustituto, la clase está controlada. No creo que, con el examen, haya lío. ¿Quieres que te confiese algo? No va a puntuar. Así que puedes estar tranquila.
Bea sonríe.
—Así me gusta. Verte sonreír —dice el profe mientras saca las tazas del microondas, añade una bolsita de té a cada una de ellas y le ofrece una a ella.
La verdad es que la chica se siente mucho mejor. Este profesor es un auténtico encanto, y encima es monísimo. Cuando ríe, se le marcan unos hoyuelos supergraciosos en las mejillas, y tiene unos ojos verdes muy bonitos. Y su barba de dos días tampoco está nada mal. Pero lo mejor es que, en apenas diez minutos, ha conseguido que se le pasen los sudores y los nervios.
—Ya me siento mejor, gracias.
Toni no dice nada. Sólo la mira. Confía en que la chica le confiese lo que le ha pasado sin que él tenga que sonsacarle demasiado. Un minuto y medio de silencio: eso es lo que tarda Bea en explicárselo.
—Mis padres se van a separar.
—Vaya —dice Toni mientras se inclina hacia ella para que la chica siga desahogándose.
—Ha sido de golpe. Yo no me lo esperaba, porque mis padres son…, eran la pareja perfecta. ¡Es tan injusto…! Seguro que piensa que soy tonta por ponerme así por una cosa tan normal, ¿verdad? Hay muchos alumnos cuyos padres están separados, y seguro que ninguno le ha montado este show.
—¿Estamos aquí para hablar de los demás alumnos y del resto del mundo, Bea? No, no le restes importancia a tu problema. Son tus padres, y es normal que estés triste y que te cueste encajarlo. ¿Estás muy unida a ellos?
—Mucho. Es que no lo entiendo. Son la pareja ideal.
—A veces las cosas no son lo que parecen.
—Ya. Supongo que sí. Que yo me creía que eran una pareja especial, unos padres diferentes de los de mis amigos, que siempre andan peleando o se divorcian… Pero son como todos los demás.
Ante esa idea, el darse cuenta que probablemente había idealizado a sus padres y el amor, la relación que tenían, Bea vuelve a soltar unas lágrimas. Toni se acerca a ella y la abraza bien fuerte.
—¡Eh, no! Sssssht, no pasa nada —la consuela—. Han sido la pareja ideal durante un montón de años, y eso está genial, pero, por desgracia, a veces el amor no dura toda la vida. Y no pasa nada. Las relaciones empiezan y acaban. Unas duran más años, y otras, menos. Y las hay que duran para siempre. ¿Sabes qué voy a hacer? Te voy a dar mi teléfono por si estás triste y necesitas hablar. Puedes llamarme a la hora que quieras, ¿de acuerdo?
Con gesto tímido, la chica se separa de su profesor y lo mira a los ojos. Y, justo en ese mismo instante, se da cuenta de que este profesor es más que un profesor…
«¡Me gusta!».