Capítulo 11

Ésta es la historia de un corazón

que andaba por el mundo buscando

una razón, una razón para vivir,

una razón para morir,

una razón para seguir latiendo

al ritmo que marcaba el viento.

JARABE DE PALO

Martes por la tarde, en el parque

Hoy, al salir de clase, Silvia y Ana se han marchado corriendo a casa a estudiar, mientras que Bea y Estela han decidido acompañar a Miguel a casa mientras dan un paseo. Como éste vive justo delante del parque, pueden quedarse en el banco charlando un ratito antes de irse a sus respectivas casas. Bea está pendiente de su hermana, que debería haber llegado hoy, pero parece que la espesa niebla londinense no ha dejado que el avión pudiera salir. El parque es un buen lugar para hacer tiempo mientras espera la llamada de sus padres.

Los tres amigos comen pipas, sentados en el banco, y están algo ausentes.

—¡¡¡Me aburrooooo!!! —grita Miguel mirando a Bea, quien a su vez mira a Estela, que está un poco chafada.

—Yo también me aburro. Esto de estar enfadada con tu novio no mola nada —dice Estela, que se levanta del banco y se sienta en el suelo, apoyada en un árbol, de espaldas a ellos y jugueteando con el móvil.

—Pues nosotros que no tenemos novio, ¿qué? —pregunta Miguel indignado, porque no ha tenido novia en la vida, y no por eso está todo el día de morros.

—Lo siento, en realidad estoy así porque tengo un casting y no recuerdo dónde es, y… ¡estoy de los nervios! —se disculpa Estela, que intenta encontrar la dirección buscando en el teléfono.

Justo delante del banco, de espaldas a ella, se encuentra la finca donde vive Miguel, y en el cuarto piso está la casa de su abuela Margarita. Los chicos están distraídos mirando a la nada, cuando de repente Miguel divisa a una mujer grandota que sale del portal de su casa. «No, no es —piensa el chico mientras observa a la mujer—. Huy, sí, ¡sí que lo es, sí!», se dice a sí mismo. Se trata de la mujer de la limpieza, o «empleada del hogar», como dice su abuela. «Qué vergüenza que nos vea, después del papelón que hicimos —piensa el chico—. Que no venga hacia el parque, por favor», suplica Miguel para sus adentros, al tiempo que le da un codazo a Bea para que ésta preste atención.

—¡Noooo! —susurra Bea, quien mira fijamente a la mujer—. ¡No puede ser!

—Pues parece que sí que lo es —murmura Miguel, que mira al suelo, disimulando.

Estela está tan concentrada en su móvil que no les presta ninguna atención.

—No voy a soportar otro ataque de risa. Todavía me duele la barriga de la última vez —comenta Bea mientras esboza una sonrisa.

—Cállate y no mires —le ordena su amigo.

No cabe duda: la mujer se dirige hacia ellos. Probablemente vaya a coger el metro, pues la parada está junto a la entrada del parque.

—Que viene, que viene —advierte Miguel mientras agacha la cabeza.

Al oírlo, Estela levanta la cabeza y, para sorpresa de sus amigos, exclama:

—¡Mamá! ¿Qué haces aquí? ¿Adónde vas tan cargada? —le pregunta mientras se levanta de un salto y se acerca a la mujer para ayudarla con las bolsas—. Sabes que el médico te tiene prohibido llevar peso.

—Nada… Unos recados, hija —se justifica su madre, y le da dos besos.

Petrificados en sus asientos, Bea y Miguel se miran, incapaces de reaccionar ni de articular palabra. El ataque de risa, que podría haber empezado hace apenas unos instantes, se ha cortado en seco. «¿La mujer de la limpieza es la madre de Estela?», piensan ambos, temerosos de que la madre de su amiga le cuente a ésta su metedura de pata.

—Estelita, ¿no me vas a presentar a tu amigos? —pregunta la mujer poniéndose bien uno de los clips de la cabeza y arreglándose el pelo.

—Claro que sí, mamá. Él es Miguel, y ella, Bea. Van conmigo al insti —contesta la chica.

—Sí —dice Miguel, cortado y muy avergonzado—. Nos conocemos del insti.

—Ella es mi estupenda madre —dice Estela, y le hace una reverencia a la mujer como si fuera una reina. Se nota que la quiere mucho—. ¡La Herme!

—«Herme» de Hermenegilda —apunta la madre con una media sonrisa dirigida a Bea y a Miguel—. Es un nombre particular, sí, que le hace gracia a mucha gente, pero es el mío y me gusta —añade—. Bueno, os dejo, que tengo mucho trabajo en casa.

—Voy contigo, mamá, que tengo un casting y así pillamos el metro juntas y hablamos un poco —dice Estela. Coge las bolsas a su madre y, antes de irse con ella, se despide—. ¡Hasta luego, chicos!

—Hasta luego —contestan bajito sus amigos, avergonzados.

Esperan a que pasen los treinta segundos de rigor para comentar lo que ha sucedido. El primero que habla es Miguel:

—¡Qué fuerte! Ahora entiendo de dónde ha sacado Estela el talento para ser actriz. ¡Cómo ha mentido la señora!

—¡Y nosotros! —apunta Bea—. Me siento fatal.

—Pero ¿tú sabías que la madre de Estela limpiaba casas? —pregunta él, sorprendido.

—No. A mí siempre me había dicho que tenía una empresa —le contesta Bea, igual de sorprendida.

—No lo entiendo, ¿por qué debería mentir sobre eso? ¿Tú crees que se avergüenza de ella? No me lo puedo creer viniendo de Estela, y más después de haber visto lo cariñosa que es con ella…

—No sé, no sé por qué ha mentido, pero lo mejor será que no le contemos esto a nadie, ¿te parece? —dice la chica muy seria. Si Estela miente, por algo será.

Aunque a Bea no le gusta nada la idea de que su amiga sea una mentirosa, no puede evitar defenderla. Ante todo es una Princess. Y si miente, tendrá sus razones.

—Vale —contesta Miguel.

El móvil de Bea corta la conversación. Es un mensaje de su madre. Por lo visto, su hermana Marta está a punto de aterrizar. Bea se levanta de un salto como si la impulsara un resorte, que no es otro que las ganas de ver a su hermana después de tantos meses. Así pues, se marcha corriendo, sin ni siquiera despedirse de Miguel, quien se queda solo en el banco, comiendo pipas y pensando en lo que le dirá a Herme la próxima vez que se la encuentre limpiando su alfombra de huevo.

Dos horas más tarde, en la zona alta de la ciudad

Aunque Estela llega puntual a la hora en que la han citado, se encuentra con una cola de más de cien personas. La gente habla mucho, parece que la mayoría ya se conocen de otros castings, y ella se siente un pelín fuera de lugar. Aquí es una más entre un millón. Hay personas mucho más conocidas que ella y, si alguno la reconoce, tampoco le dirá nada. En el mundo de los famosos, no se lleva el conocerse en plan fan. Mientras observa a las otras chicas piensa en si dará el papel. «Dios mío, son todas preciosas… Seguro que haré el ridículo. Está claro que buscan a una chica muy guapa». Inmersa en ese pensamiento, la sobresalta una mano que le da unos golpecitos en la espalda. Estela se vuelve y casi se queda sin respiración al ver al protagonista de la serie juvenil de moda Amores de colegio.

—¿Eres la última? —pregunta el joven actor.

Estela se queda sin palabras. Ha visto a ese chico un millón de veces en la tele y ni en sus mejores sueños se habría imaginado que algún día lo pudiera conocer. Es guapísimo, alto, con unos ojos azules increíbles y un piercing en la ceja. Es mucho más delgado de lo que aparenta en la serie. Lleva una camiseta ajustada que le marca pectorales, y tiene un cuerpo de escándalo. Se nota que va mucho al gimnasio. Tiene un look un poco gay, pero al estilo de muchos actores de moda. Estela sabe que le gustan las chicas, pues lo sigue en las revistas y en Internet. Por eso sabe también que hace poquísimo que lo ha dejado con su última novia, la presentadora de un programa de una tele autonómica.

—¿Hola? —insiste el actor con una media sonrisa, pues se ha dado cuenta de que la chica se ha quedado embobada.

—Perdona, perdona —dice Estela mientras vuelve al mundo real—. Tú eres Alejandro el de Amores, ¿verdad?

—Pues no. Ése es mi personaje —le aclara el chico, y se ríe—. Yo soy Félix. Encantado. —El chico le planta dos besos.

—Félix, claro, claro. Puff… Qué metepatas soy a veces, ¡perdona! —le contesta la chica, reponiéndose y recuperando algo de su desparpajo habitual—. Yo soy Estela.

—Qué nombre más bonito, Estela —¿coquetea? el chico.

—¿Y qué haces aquí? ¿Vienes por el anuncio? —pregunta, algo menos nerviosa.

—¿Anuncio? ¡Noooo! —niega el muchacho con un tono un poco chulesco—. Yo vengo por la serie. Creo que te has equivocado de cola.

—¿En serio? Claro… Por qué vendrías tú a presentarte para un anuncio de colonia para chicas —dice ella, con la sensación de que no para de meter la pata.

Félix, que se percata de que Estela es una novata en esto de los castings, le explica cómo funcionan. Está harto de hacer pruebas, y encantado de ayudarla.

—Mira, esta agencia funciona de la siguiente manera. Lo primero que tienes que hacer es pasar por la entrada. Ya verás que hay una mesita con unas hojas encima. Coges la hoja donde está apuntado el nombre de tu casting, que creo que es «Anuncio colonia». Ahí escribes tu nombre y número de teléfono, y luego vas a esa otra cola. Si encuentras sitio, te recomiendo que te sientes, porque suelen tardar lo suyo en llamarte. Mira —dice, mientras señala a una chica morena que entra con una carpetita—, ésa es Sandra, la coordinadora.

—¡Atención, escuchad todos! —brama la chica—. Empezamos. Elena Fuentes, Mireia Gaitán y Laura Ruiz, podéis pasar.

—De acuerdo. Ya veo. Muchas gracias —le agradece Estela, quien hace ademán de marcharse hacia la mesa—. Gracias, Alejandro. ¡Ay!, ¡jo!, digo, ¡Félix!

—Que tengas suerte con el casting. Claro que, con lo guapa que eres, algo me dice que no la vas a necesitar —dice el chico, guiñándole un ojo mientras ella echa a andar, muy despacito y hacia atrás, sin poder apartar la mirada de los ojos azules del actor.

—Gr… gra… cias —tartamudea. No está acostumbrada a que la llamen guapa. Eso siempre se lo dicen a Bea, o a Silvia, pero a Estela los chicos no suelen piropearla así. «Pero ¿qué narices me pasa? ¡Parezco tonta! Buf, ¿cómo se puede tener una mirada tan penetrante? Me tiene hipnotizada».

—¿Tu novio también se dedica a esto? —le pregunta el chico, que parece que no quiere que Estela se marche.

—No, si no tengo novio —miente ella—. Esto…, bueno…, voy a firmar el papelito.

«¡Madre mía, o estoy soñando o Alejandro de Amores me está tirando los tejos!», se dice mientras escribe su nombre en la hoja, y piensa en lo bien que le vendrá para el casting este chute de autoestima.

Mientras, en el aeropuerto

Marta baja del avión sabiendo que esta vez es para quedarse. Lleva más de un año fuera, y las cosas no han salido exactamente como tenía planeado, pero la alegría de recuperar a su familia y ver a su hermana Bea es tan grande que eso le hace olvidar todas las penas. Se abre la puerta de donde salen todos los pasajeros, y entre la multitud sobresale un cabello rubio muy rizado. Marta es muy alta, pero como no lleva las gafas y está un pelín cegata, va mirando a derecha e izquierda sin saber muy bien adónde dirigirse.

—¡Es ella, es ella! —grita Bea.

—Qué guapa está —comenta su madre.

—¡Aquí, Marta, aquí! —grita Bea, saltando.

Entonces sí. Entonces Marta la divisa, deja el carrito con todas las maletas en medio del pasillo y corre a abrazar a su hermana pequeña. La madre va a buscar el carro, que pesa un montón, y antes de que su hija le pueda dar un beso empieza la retahíla de preguntas: «¿Cómo estás? ¿Has comido bien? ¿Piensas quedarte mucho tiempo? ¿Qué te apetece cenar?».

—Para, mamá, ¡que la estás agobiando! —la corta Bea.

—Ay, perdona, es que estoy tan contenta de tener a mis dos niñas juntas otra vez… —dice la mujer, y las abraza.

—¡Qué bien! —exclama Marta mientras las llena de besos—. Cómo echaba esto de menos.

Entonces ella, que es una chica muy directa y sincera, respira hondo, mira a su madre y a su hermana y dice:

—He suspendido el proyecto final del máster, he cortado con Cameron y vengo para quedarme. Para siempre, ¿ok?

—Ok —le contesta su madre, muy seria. Sabe que durante la cena lo hablarán todo, y que ése no es el momento de hurgar en las heridas.

Bea tira del carrito y las tres se disponen a buscar el coche que las llevará a casa.

Más tarde, en casa de Estela

Lejos del centro, casi al final del recorrido del autobús 37, y justo en la última parada de la línea verde del metro, viven Estela y su madre. Su padre desapareció hace tiempo, así que todo el peso de la economía doméstica recae en la madre, y últimamente los números no le cuadran. Estela tiene cuatro hermanos, pero ya se han independizado y viven en pareja, o con amigos, y muy raramente pasan por casa.

En esos instantes, la mujer anda haciendo cuentas con una vieja calculadora, y Estela, que intenta animarla y distraerla de sus preocupaciones diarias, le cuenta cómo le ha ido el casting.

—Mamá, tengo el presentimiento que este casting… ¡es el definitivo! Me van a coger seguro. Lo he hecho genial.

—Ay, hija, ojalá. Pero no quiero que dejes los estudios, ¿de acuerdo?

—Tranquila, sólo será un día de rodaje, y los seiscientos euros nos vendrían muy bien para pagar la reparación de la caldera, ¿no? ¡Estoy harta de ducharme con agua fría!

—¡Seiscientos euros! —exclama la mujer, sorprendida—. ¿Sabes cuántos pisos hay que limpiar para cobrar seiscientos euros?

—No quiero que lo hagas, mamá —dice Estela—. No quiero que limpies más.

—No veo el porqué. Es un trabajo muy digno.

—Pues claro que lo es. Sabes que, si hace falta, voy yo a limpiar también —responde sinceramente Estela—, pero no estás bien de la espalda, y la salud es lo primero. Déjame a mí, me estoy haciendo famosa y presiento que voy a triunfar. Y si eso pasa, no habrá más derramas, ni agua fría, ni nada. Volveremos a contratar gente, y la empresa de limpieza volverá a ser lo que era. ¡Tú serás la jefa, y tu lumbago lo agradecerá!

Madre e hija se funden en un gran abrazo. Es cierto que hubo un tiempo en que tenían un negocio familiar de limpieza. Todo funcionaba a la perfección hasta que los precios empezaron a subir, las clientas a bajar, la casa a romperse… y, poco a poco, todo se fue desmoronando. Estela se siente un pelín culpable, porque su madre se ha deslomado para pagarle las clases de teatro y cree que tiene la obligación moral de trabajar, triunfar y ganar dinero. Le duele verla trabajar tanto, y su madre lo sabe, y por eso la mujer disimuló delante de sus amigos cuando se encontró con ella en el parque. Madre e hija se protegen entre ellas.