No hay nada más bello que lo que nunca he tenido, nada más amado que lo que perdí. Perdóname si hoy busco en la arena una luna llena que arañaba el mar.
Si alguna vez fui un ave de paso lo olvide pa’ anidar en tus brazos. Si alguna vez fui bello y fui bueno fue enredado en tu cuello y tus senos. Si alguna vez fui sabio en amores lo aprendí de tus labios cantores. Si alguna vez amé, si algún día después de amar amé fue por tu amor, Lucía, Lucía.
JOAN MANUEL SERRAT
Lunes por la mañana, en casa de Ana
El despertador suena a las siete en punto. Rita, la madre de Ana, siempre se levanta más temprano para preparar el desayuno. Tras su paso por la cocina, toda la casa huele a café y se oye la radio de fondo con las noticias de primera hora.
Ana se ha levantado algo más nerviosa de lo normal. Tiene una misión: ir a la caza y captura del maldito papel amarillo que tenía su padre en la mano cuando la amenazó. A la chica la carcome por dentro una gran duda: que su padre haya puesto o no realmente la denuncia. Si resulta que lo ha hecho, Ana habrá metido la pata hasta el fondo.
Ana se encierra en el baño. «Ante todo, mucha calma», se dice para sus adentros. Su plan es el siguiente: desayunará con sus padres, como todos los días, se irá de casa la primera y esperará en la calle a que su madre y su padre se vayan. Entonces, Ana volverá a entrar y empezará la búsqueda.
Un rato después, todo va según lo previsto. Los Castro no son una familia a la que le guste hablar mucho de buena mañana. Son más bien callados. Eso le facilita la misión a la chica, quien se mantiene en un silencio tenso durante todo el desayuno.
La chica sabe que si la pillan le puede caer una monumental. A ningún padre le gustaría descubrir a su hija fisgando entre sus cosas, pero al señor Castro todavía menos. De momento, el destino parece estar de su parte. Antonio, su padre, se marcha de casa diez minutos antes de lo habitual.
«¡Bien!», piensa la chica. Pero su suerte se trunca en seguida, puesto que su madre se pone a planchar un montón de ropa, algo muy inusual en ella a esas horas de la mañana.
—Mamá, ¿qué haces? —pregunta, intentando que no se le note el nerviosismo en la voz.
—¿No lo ves?
—Ya. Pero… ¿no trabajas hoy?
—Sí, pero como no tengo una reunión hasta las doce, quiero aprovechar la mañana.
—Ah —responde Ana.
La chica se encierra en su habitación. Camina de un lado para el otro. «Piensa, Ana, ¡piensa!». Si quiere resolver el problema del papelito amarillo, debe echarle valor al asunto. Le quedan diez minutos para salir hacia el insti, y está a punto de aprovechar una buena oportunidad. Su madre está planchando en el comedor. Tiene un montón de ropa. Por tanto, no debería moverse de ahí en un buen rato. El papel amarillo debería estar en el escritorio de su padre, en la otra punta de la casa. ¡Ahora o nunca!
La chica se quita los zapatos para no hacer ruido. Primero se dirige al comedor para asegurarse de que todo sigue en orden. Su madre está concentrada en planchar y plegar la ropa. «Todo controlado. ¡Perfecto!», piensa la chica mientras camina hacia la habitación de sus padres como si el suelo fuera una nube de algodón.
Cuando Ana entra en el dormitorio, un escalofrío le sube y baja por la espalda. Ahora ya no hay vuelta atrás. El silencio le impone mucho respeto. La chica aguanta la respiración, le tiemblan las manos, y rebusca en el primer montón de papeles que encuentra encima del escritorio. Un sudor frío le empapa la frente. «¡El papel debería estar aquí!». De pronto, y guiándose por la intuición, abre un pequeño arcón lleno de facturas, y lo primero que ve es el papel amarillo que tanto ansía.
La chica lo deja encima del escritorio. Las manos le tiemblan tanto que, si sigue sujetándolo, le va a resultar imposible leerlo. ¡ES UNA MULTA DE TRÁFICO!
«El vehículo con matrícula 3533-H estaba estacionado en un badén».
—Ana, ¿qué haces? —La voz proviene de la puerta del cuarto. Su madre, con la ropa planchada en las manos, la mira fijamente.
—Eh… Yo… —Ana se queda petrificada. Mira a su madre y al papel repetidas veces. La madre deja la ropa en la cama. La que le puede caer ahora promete ser descomunal. Ana se pone a llorar.
—¿Qué estabas haciendo? —le pregunta la mujer con tono muy serio.
—Mamáaaaa.
La chica se echa a los brazos de su madre, pero el abrazo no llega a su fin. La madre le agarra las manos. Ana sabe que debe dar una explicación.
—Creí que papá había denunciado a David. Porque dijo que lo haría… y yo… mamá… no podía vivir con eso. ¡YO QUIERO A DAVID! —La chica deja escapar un gran sollozo. La madre la sienta en la cama junto a ella e intenta consolarla; por fin se da cuenta de que su hija lo está pasando realmente mal.
—Ana, Ana, Ana… Lo que has hecho no está nada bien, y lo sabes. ¿Por qué no me has preguntado?
—¡Porque te habrías puesto hecha una fiera! —hipa la chica, alzando la voz.
—Intenta tranquilizarte un poco, ¿quieres? Tu padre no denunciaría a nadie a no ser que te hubiese hecho algo malo.
—¿Y cómo puedo estar tranquila, con todo lo que ha pasado y lo que me ha dicho papá? Y ahora que me has descubierto, cuando él se entere, me mata.
Ana no puede dejar de llorar.
—No te preocupes, que no le diré nada. Esto quedará entre tú y yo. Lo que has hecho no me ha gustado nada, y tienes que prometerme que no volverás a hacerlo; pero, aunque no lo parezca, respeto tu intimidad.
—Pues entonces ¿por qué os metéis en mi relación? —pregunta la chica, desesperada y confusa.
—Porque eres pequeña aún, Ana. Y porque eres menor. —Rita hace una breve pausa—. Sé que no lo entiendes, y probablemente no lo entenderás nunca, pero tu padre y yo queremos lo mejor para ti. —La madre abraza a su hija, que se siente indefensa y débil, hasta que la pequeña se calma—. Fíjate en la hora que es. ¿No deberías estar en clase?
Ana mira su reloj y asiente.
—Sí, llego tarde. Entraré a segunda hora.
—Lávate la cara, y mientras tanto te preparo una tila.
Ana obedece y entra en el baño. Al fin siente que, por lo menos, su madre la entiende un poco más.
Por la tarde, después de las clases, en casa de Silvia
La chica está terminando los deberes en su habitación cuando oye algo que impacta en su ventana. Silvia sonríe, porque ya sabe quién es: su amigo y vecino Marcos, que vive en el mismo edificio que ella.
Se puede decir que iniciaron su amistad charlando por la ventana de sus habitaciones, que dan al patio interior, y desde entonces, cuando quieren hablar o quedar, utilizan ese método de lanzarse algo a la ventana. A veces los dos se ríen porque en un radio de quince metros alrededor de sus ventanas hay gomas de borrar, papeles y un montón de bolas hechas de cinta adhesiva que ambos se han ido tirando a lo largo de estos meses, y que nadie se ha dignado a barrer.
Silvia abre la ventana.
—¡Hola!
—¿Qué tal? ¿Has terminado los deberes? —pregunta el chico.
—Estoy en ello. Y tú, ¿no tienes ensayo hoy?
—No. En el local no…
Silvia se acomoda en la ventana. Hablar a través del patio interior es otra manera de comunicarse. Le recuerda a su abuela, que hacía lo mismo con las vecinas.
—¿Aún seguís enfadados? —pregunta, refiriéndose a Estela.
—Allí estamos… Dicen que el tiempo lo cura todo. —Marcos esboza una media sonrisa. Se le nota que no quiere hablar del tema. Ambos callan. Él decide hablar, tiene confianza con Silvia, y la verdad es que necesita la opinión y el apoyo de su amiga—. No sé cómo solucionarlo. Estas cosas se me dan muy mal. ¿Me puedes ayudar?
Silvia se queda en silencio, buscando alguna idea.
—¿Y si le compones una canción?
—Eso está muy visto —suspira el chaval.
—Será para ti. ¿Le has dedicado ya alguna canción?
—Bueno… Hemos cantado juntos y eso, pero una canción para ella, para ella, dedicada a ella, pues no. Pero sí que le he escrito canciones, ¿eh?, ya sabes, pensando en ella. Sólo que no se las he enseñado aún. Quizá tengas razón, sí. Debería escoger una y cantársela. —Marcos asiente. Parece que la idea le gusta—. Pero yo no sé si ahora estoy para ensayar…
—¿Cómo que no?
—Digo en casa, Silvia. Mi madre tiene un «amigo» todo el día por aquí, y me da vergüenza tocar.
—¿Tu madre tiene novio? —pregunta la chica en tono pícaro.
—Creo que sí, y es un pesado. —Marcos se vuelve hacia el interior de su habitación, pues ha oído un ruido. Luego añade en un susurro—: Acaba de llegar.
—Bueno, ¿y? —pregunta Silvia encogiéndose de hombros.
—Tres…, dos…, uno… —Antes de que Marcos llegue a «cero» se oye una voz.
—Marcos, ¿estás ya en casa?
El chico agacha la cabeza en un gesto que quiere decir: «¡Otra vez, no!».
—Silvia, ya ves el panorama. Tengo que dejarte. ¿Bajo más tarde y me cuentas lo de tu cena romántica?
—Me da un poco de vergüenza, pero sí, está bien. ¡No me vendrá mal un punto de vista masculino!
Silvia cierra la ventana de su habitación mientras oye a su amigo decir «Yaaaaa vooooooy» con tono tedioso.
En el mismo instante, en otro rincón de la ciudad
Sergio y su primo Manu están matando zombis como locos en su PlayStation. Manu está especialmente viciado con este juego. Después del trabajo se pasa una media de tres horas al día matando personajes imaginarios con su querida consola. Y aunque Sergio se ve a sí mismo como un artista, también disfruta jugando a matar muertos vivientes. Aunque parezca mentira, compartir ese juego los une mucho, porque aprovechan esos ratos de ocio para hablar de sus cosas. Aunque son muy diferentes (a Sergio le gusta el arte y casi nunca ve la tele; Manu, que es todo lo contrario, disfruta con el fútbol, los chistes entre amigos y tragarse todas las películas, series y programas que echen en televisión), además de primos, se consideran muy buenos amigos.
—¿Y cómo te fue el otro día con Silvia? —pregunta Manu sin despegar los ojos de la pantalla.
—Bien —zanja Sergio, que intenta matar todos los zombis posibles.
—¿Bien? ¡Ésta no es una respuesta! ¿Hubo tema o no hubo tema?
—Noooooo hubooooo temaaaaaaa —contesta el otro, que sabe a la perfección que su primo se refiere claramente al sexo.
—Pues vaya, ¿no?
—Oye, no te pases. Cenamos de lujo, y después estuvimos un rato en el sofá, ya sabes. Además, no tengo por qué contarte lo que hago y lo que dejo de hacer con Silvia.
Por unos instantes, los dos primos vuelven a concentrarse en la partida, pero esa pequeña conversación ha abierto una brecha entre ellos. Sergio piensa que, por mucho que Manu sea su primo y que vivan juntos hace más de un año, no tiene por qué meterse en sus asuntos personales; al menos, no con esa falta de respeto.
—¿Y tú? ¿Cómo vas con el tema mujeres? —pregunta Sergio para devolverle la pelota.
Manu no dice nada y sigue con su juego. Pero el silencio dura pocos segundos.
—¡Mira, por tu culpa! ¡Nos han matado!
—¡No te pongas así! ¡Es sólo un juego! —dice Sergio mientras deja el mando encima de la mesa—. Oye, lo siento, ¿vale? Y relájate un poco, que estos zombis te están comiendo la cabeza.
—Déjame en paz, ¿quieres?
—A ver, Manu, ¿qué pasa? ¿Es por mi comentario? ¿Cuánto tiempo hace que no…? Vamos, ¡que no estás con alguien!
—¿Y tú? ¿Cuánto tiempo hace que no…? —Manu se la devuelve.
Sergio piensa.
—Pues… hummm… no lo recuerdo.
—Entonces estamos empatados.
A Sergio le sale una pequeña carcajada espontánea, a la que le sigue una de Manu. Se ríen tanto que Manu pierde otra vez la partida. Pero esta vez le da igual. Ya han vuelto a ser los de antes.
La conversación ha servido para que Sergio se decida.
«La próxima vez que vea a Silvia no dejaré escapar la oportunidad, que ya llevamos tres meses», piensa, mientras vuelve a coger el mando de la Play.
Hora de cenar, en casa de los Castro
Ana está muy tensa. Ha tenido un día muy duro, y ahora a lo mejor puede suceder lo peor. La cena familiar se puede convertir en un calvario. Su madre le prometió esta mañana que no se chivaría a su padre de lo sucedido, pero Ana la conoce muy bien: Rita no sabe estar callada.
—¿Está rico, Antonio? —pregunta la mujer mientras la chica intenta centrar toda la atención en el plato. «Cuando mamá dice cosas así es que quiere decir algo importante… ¡Ay!», piensa la chica mientras finge que disfruta de la comida.
—Le falta un poco de sal —responde el padre.
«Ya está, éste es el fin», se dice Ana. Sabe que cuando su padre contesta de esa manera es que no está de muy buen humor.
—He pensado una cosa, Antonio —prosigue su madre.
«¡No, mami, no! Por favor…».
—¿El qué? —pregunta el señor Castro a la vez que rebaña el plato, muestra de que sí le ha gustado la comida.
—He pensado en levantarle el castigo a la niña —suelta su mujer mientras lo mira fijamente. La «niña» se queda muda—. Por lo menos, el de Internet. Lo necesita para los estudios.
Ana sigue sin abrir boca. Si dijera algo, lo echaría todo a perder. Los ojos se le ponen vidriosos, pues le resulta imposible retener las emociones que lo sucedido durante estos últimos días le han hecho sentir.
—Ah, estupendo: le dejamos vía libre, y así ella puede seguir haciendo lo que le venga en gana y chatear con su amiguito y tener cibersexo o comoquiera que se llamen todas esas guarradas que los jóvenes de hoy en día hacen por Internet y…
—Basta, Antonio. Ya basta —le ordena Rita con gesto grave—. Sabes perfectamente que a mí tampoco me gusta esa relación, pero si la niña quiere chatear con él lo hará igual, ¿o no hay ordenadores en el instituto?
Ana se echa a llorar. Le duele mucho que se hable de David de esa manera. Además, le indigna profundamente, porque sus padres no conocen a su chico. No saben ni cómo es, ni quién es en realidad, ni lo feliz que la hace, ni cuánto la cuida. Ana no sabe cómo hacer que lo entiendan.
—Lo hablaremos en otro momento —dice el señor Castro—. No quiero oír hablar más de ese chico, ¿estamos?
Ana niega con la cabeza porque no puede aguantar el dolor que le produce la actitud de su padre y, en un arrebato y para impedir soltar todo lo que piensa, porque sabe que eso no haría más que traerle nuevos problemas, se levanta de la mesa y se encierra en su habitación.
—¡Ana, ven aquí ahora mismo! —la llama su padre para que se vuelva a sentar a la mesa. Rita intenta acallarlo acariciándole el brazo, pero él se zafa de manera brusca. Está realmente enojado. Es la primera vez que Ana deja la mesa a media cena, y a sus padres con la palabra en la boca.
En el mismo instante, en el portal de Marcos y Silvia
Aunque le dé mucha vergüenza hablar de su cita romántica, Silvia cree que la opinión de un chico al respecto le puede servir de mucha ayuda. Marcos es sensible y muy discreto, y seguro que no le contará nada a nadie.
—¿Vamos hacia las palmeras? —le pregunta él a la vez que agarra al perro con la cadena para que no se escape.
—Sí, vamos, que allí Atreyu puede correr a su aire. ¿Verdad, Atreyu? —dice Silvia, y le acaricia la cabeza al perro.
En menos de cinco minutos ya están en la zona ajardinada. Los chicos se sientan en unas piedras y empieza la conversación que tanto preocupa a Silvia.
—Bueno, ¿qué tal fue? —pregunta Marcos mientras tira una pelota lejos para que Atreyu vaya a buscarla y se entretenga con ella—. Porque no sueltas prenda.
—Fue genial. La cena, deliciosa. Ya llevamos tres meses… y es tan mono…
—Pues si fue tan bien, ¿por qué no te veo feliz, vecina?
El chico ha dado en el clavo. Marcos la conoce cada día más, y sabe que hay algo que no va. Algo que no la deja dormir, ni estudiar ni pensar… Algo que la tiene angustiada y preocupada. Y aunque adore a su chico y se sienta tremendamente afortunada, no puede evitar percibir que algo falla.
—El hecho es que… que… no sé si me quiere —le confiesa la chica.
—¿Por qué piensas eso?
—¿Tú crees que a los tres meses es pronto para decirle a alguien que lo quieres? —pregunta Silvia.
—No es ni pronto ni tarde. El momento llegará cuando menos te lo esperes. Esas cosas tienen que salir de manera natural. Yo ya ni recuerdo la primera vez que le dije a Estela que la quería.
—Ése es el problema, Marcos. Que yo ya se lo he dicho.
—¿Y qué es lo que te inquieta? ¿Que no haya sido él el primero?
—Es que… —responde ella avergonzada, y baja la cabeza— ni siquiera me contestó.
—¿Cómo?
—Fue todo muy raro —se acelera Silvia—. Estábamos en el sofá enrollándonos, y los dos nos miramos a los ojos y no dijimos a la vez lo que pensábamos. Yo le dije que lo quería, y el que quería, pero… ¡hacerlo! ¡Que quería hacerlo, Marcos!
—Mira, Silvia, si quieres mi opinión, creo que no es para tanto, que querer hacerlo es bonito.
—No, si encima no lo hicimos. No estoy preparada —se sincera Silvia. Por su mejilla resbala una pequeña lágrima.
Entonces Marcos, que ve que su amiga está realmente afectada por el asunto, le pide ayuda a su perro para que la anime.
—¡Atreyu! —grita.
El perro aparece de entre los matorrales con la pelota en la boca, salta encima del regazo de la muchacha, suelta la pelota y empieza a lamerle toda la cara. No se sabe muy bien si es porque las lágrimas son saladas o porque no pueden soportar que la gente sufra, pero el caso es que a los perros les encanta lamer lágrimas.
—Atreyu es el mejor antídoto cuando uno está triste —dice Marcos—, aunque, para serte sincero, creo que no es para tanto. Es normal que Sergio quiera hacer el amor, y también es normal que tú necesites tu tiempo. De verdad, es normal, sobre todo porque él es unos años mayor que tú y tiene experiencia, y tú no. Y por eso estáis así, en esta situación en la que él va un paso por delante de ti en ese asunto. No le des tanta importancia, en serio. Confía en mí. Si te quiere de verdad, que yo creo que sí, no le importará esperar.
—¿Tú crees? —le pregunta la chica esperanzada, mientras se limpia la cara con la manga.
—Pues claro. Y te digo otra cosa: se pueden hacer muchas cosas geniales sin llegar hasta el final. A veces, incluso es más divertido que hacerlo. Puedes acariciar, jugar, lamer, morder, gritar, sexo por Internet… ¡o por teléfono!
—Vale, vale… Ya lo he entendido. —A Silvia sigue incomodándole un poco hablar del tema—. Pero ¿y lo del «Te quiero»?
—Te lo dirá cuando menos te lo esperes. Créeme —sentencia Marcos.
La pareja de amigos guarda silencio un rato. Los dos reflexionan acerca de la conversación. Marcos mira a Silvia, pero no le salen más palabras de consuelo. Es como si de pronto hubiera pasado un ángel.
—¿Vamos? —suspira ella.
A continuación, Marcos silba para llamar de nuevo a Atreyu, que ha vuelto a perderse entre los matorrales, le ata la correa y, con Silvia a su lado, emprende el camino de vuelta a casa. Después de todo lo dicho, apenas hablan durante el trayecto.
A Silvia no se le va de la cabeza lo que le ha dicho su amigo.
«¿Y eso del sexo por Internet? —se pregunta—. Podría ser un buen principio. Claro que no sé si sería capaz».
Entrada la madrugada, en casa de Ana
La joven Princess, tirada en la cama, sin poder dormir y contenta porque por fin ha recuperado la conexión a Internet, entra en su blog y lee con atención su última entrada, titulada «Injusticia».
Se pone triste porque se da cuenta de lo dura que ha sido con sus padres, y de lo que pasa cuando uno escribe en caliente. No se siente muy orgullosa de ello, pero la verdad es que tiene muchos comentarios, y todos son positivos:
Anónimo
Todo mi apoyo para ti. No eres la única que te sientes incomprendida.
Felicidades por el blog.
Responder
Esther
Pasa de tus padres y lucha por lo que tú consideres justo. Ahora te sientes pequeña, pero dentro de nada tendrás dieciocho años, y harás lo que te venga en gana.
Responder
Crespo
Leo tu blog todos los días, y tengo que confesarte que este post me ha impresionado. Me he sentido muy identificado. Somos más parecidos de lo que tú te crees.
Responder
«¡Un momento! ¿Crespo? ¿El Crespo de clase? ¿El que casi se me declaró el año pasado?», se dice Ana sin podérselo creer.
Se queda pensativa durante un momento, vuelve a leer el comentario e inmediatamente le da al botón de «Responder».
Ana
Muchas gracias, Crespo. Qué sorpresa encontrarte por aquí. Es bonito descubrir que no soy la única que se siente diferente de su familia.
No sabe ni por qué lo ha hecho. Pero es verdad que Crespo es un incomprendido. La mayoría de la gente lo odia, pero, después de leer ese comentario, Ana no puede evitar pensar que quizá, sólo «quizá», estén todos equivocados.