Capítulo 1

Fue en ese cine, ¿te acuerdas?,

en una mañana al este de Edén.

James Dean tiraba piedras

a una casa blanca. Entonces te besé.

Aquélla fue la primera vez,

tus labios parecían de papel…

LUIS EDUARDO AUTE

Domingo a media tarde, en un balcón con vistas al parque

Una ancianita se asoma por un balcón con una regadera de lata vieja. Está regando su pequeño jardín de claveles y margaritas mientras descansa la mirada sobre el parque. El agua refresca las plantas, y por el balcón se cuela la melodía de un tango argentino que suena desde su radio de los años sesenta.

El sol de la tarde le acaricia el cabello canoso, y su mirada se deja llevar por unas palomas que sobrevuelan el parque haciendo un giro armónico y pomposo hasta que se dejan caer cerca del banco del parque donde una pareja de enamorados les tiran migas de pan.

—¡Miguel, ven!

—¿Qué pasa, abuela?

—¿Ves a esa pareja que está sentada en el banco?

—Sí. ¿Y…?

—Pues que a ver si aprendes.

—Abuela…

—Eso sí que es amor, y lo demás son tonterías. Me recuerdan tanto al abuelo y a mí cuando…

—Son Silvia y Sergio, abuela.

—¿Son amigos tuyos?

—Bueno… Sí, los conozco.

—¿Sabes si la chica tiene una hermana?

—¡Abuela!

—No te lo voy a repetir: debes salir más de tu habitación y conocer a alguna chica. Si no, te perderás los mejores años de tu vida, Miguel, créeme.

—De acuerdo.

—No te creo. ¡Dime que sí!

—Que sí…

En el banco del parque

Después de tres meses de relación, Sergio y Silvia tienen sus pequeñas costumbres de pareja. Son esa clase de costumbres que para los enamorados son casi una ley, una especie de ritual de pareja sagrado. Desde hace unas semanas, todos los domingos por la tarde dan un paseo por el centro.

Aunque pueda parecer algo cursi y rutinario, siempre hacen el mismo recorrido. Quedan delante de una heladería italiana. Sergio se pide un capuchino para llevar; Silvia, una bola de helado de vainilla. Se cogen de la mano y pasan por delante de las tiendas de ropa cerradas y del viejo cine, donde curiosean la cartelera mientras discuten sobre sus películas favoritas. Después se dirigen al parque, donde ponen fin a su trayecto. La pareja se sienta en su banco de siempre, para charlar y estar juntos antes de despedirse y empezar la semana.

—Nunca pensé que yo sería de ésas… —Silvia sonríe para sus adentros, y les tira unas migajas de pan a las palomas.

—¿A qué te refieres?

—A todo esto… A ti y a mí. ¿Sabes? Desde que estoy contigo cuento los días…, y hoy… ¡Adivina! ¡Hacemos tres meses!

Sergio le responde a Silvia en silencio, buscando su mano y entrelazando los dedos con los de ella. La chica está relajada. Si Sergio le hubiera acariciado la mano hace unos meses, ella se habría puesto hecha un flan. Es su primer novio formal, y prácticamente todo es nuevo para ella: los besos, las caricias y esas miradas eternas con los ojos brillantes que rezuman amor y felicidad. Hoy sus besos, como cada domingo, saben a café italiano.

Estos tres meses han sido muy importantes para ella. Es como si hubiera dejado atrás los años de la adolescencia para convertirse en una mujer. Pero no nos engañemos: Silvia tiene diecisiete años, y Sergio, veintiuno.

—¡Celebrémoslo! —La chica se lanza a sus brazos.

—A ver… ¡Sorpréndeme!

—No sé… ¡Hagamos una locura! —Sergio no lo puede evitar, y le hace cosquillas. Silvia se ríe y lucha con las manos juguetonas del chico—. ¡Para, para! No puedo con las cosquillas… ¡Ya lo tengo! —A la chica se le ilumina la cara.

—Si no me convences, te voy a hacer más cosquillas… ¡Es el precio que deberás pagar! —El chico se acerca a ella lentamente con las manos en forma de garras, como si fuera un tigre.

—¡No! Más cosquillas no, por favor. ¡Te invito!

—¿A qué?

La chica se lo piensa y se sienta en su regazo.

—A… ¡una cena ROMÁNTICA!

—Suena bien.

El chico la abraza y Silvia le ofrece un beso largo y tierno. Sus manos acarician el pelo de Sergio, y ambos enamorados cierran los ojos como si estuvieran degustando un fresón rojo y jugoso.

En el mismo instante

Bea vuelve de su habitual recorrido de footing con sus shorts deportivos azules metálicos, mallas negras debajo, y una camiseta azul claro repleta de logotipos. Lo tiene todo cronometrado. Desde el portal de su casa hasta la avenida hay dos kilómetros. Después gira a la derecha, y sube y baja una pequeña colina dentro de la ciudad donde puede correr entre árboles. Tres kilómetros más. Y luego ataja por varios callejones hasta llegar al parque para hacer estiramientos. El recorrido suma un total de diez kilómetros.

Antes no tenía la costumbre de salir a correr los domingos. Desde que cortó con su chico, los domingos ya no son lo que eran. Ahora improvisa y no se siente mal por ello. Bea es de esa clase de personas que no entienden por qué la gente se aburre. Ella es de las que piensan que si la gente se aburre es porque le falta iniciativa, o bien para salir a correr o bien para, por lo menos, dar un paseo.

Camina fatigada por el parque mirando su reloj. «¡Nueva marca! ¡Cincuenta y un minutos justos!». Cuando levanta la vista para buscar un sitio tranquilo para poder hacer estiramientos, ve a Silvia a lo lejos. Está en un banco, y besa a Sergio.

Por suerte, no la han visto. Bea se queda mirando la escena, atónita. El corazón se le acelera como cuando subía la colina. Siente una ola de calor que le recorre el cuerpo, y nota como dos gotas de sudor le bajan directas de la sien a la camiseta.

Silvia es una de sus mejores amigas, pero no esperaba encontrarse con esta escena, con ella y su ex novio besándose en el parque, y menos un domingo por la tarde. Aunque no se trate de unos auténticos cuernos, y Bea ya supiera que los dos estaban juntos, no los había visto en plan amoroso tan de cerca. Sí que había visto algún pequeño gesto, como una mano que acaricia la otra, una sonrisa, una mirada o un pequeño beso de despedida, pero todavía no los había visto en acción.

«Estos dos van en serio», piensa mientras se pone a correr hasta su casa de manera disimulada y saltándose los estiramientos. Lo que ha visto la ha dejado con mal cuerpo, aunque es consciente de que su historia con Sergio no funcionaba, y de que ella actuó de la manera correcta. Pero llegar al parque contenta porque acabas de batir tu propia marca y encontrarte con una vieja historia de amor es como para que se te rompa el corazón en mil pedazos y vengan las palomas y se coman todos los trocitos sin dejar ni rastro.

Bea entiende que si alguien encuentra aburridos los domingos es porque no tiene pareja con quien poder disfrutarlos, y por eso mucha gente se queda en casa. Porque si sales afuera, aunque sea para dar un paseo, siempre corres el peligro de ver a tu ex pareja con otra chica y, evidentemente, más feliz que tú.

Poco después, en el mismo banco

—¿Aceptas o no? —pregunta Silvia, con la mirada fija en los ojos de Sergio.

—Dicho así, ¡no podría decir que no! Pero ¿adónde me vas a invitar?

—¡Sorpresa!

—Ya sé. —Sergio se hace el interesante.

—A ver.

—Me llevarás al lugar donde nos dimos nuestro primer beso.

Silvia explota en una gran carcajada. A su mente acuden un montón de imágenes divertidas.

—¡¡Nooooooo!! ¡Ese sitio da mucho miedo!

—¿Miedo? —le pregunta Sergio, extrañado.

—Sí, miedo. ¿No te acuerdas? Era casi de noche, y me llevaste hasta las afueras de la ciudad en taxi. Tú me dijiste: «Sígueme, no tengas miedo», y yo pensaba: «¿Éste es un asesino en serie, o qué?».

Sergio se ríe.

—No será para tanto.

—¿Que no? ¡No sabes el miedo que me da el campo! Y tú vas y me llevas a una zona industrial llena de hierbas feísimas a ver uno de tus grafitis para… ¡declararte!

—Ahora me dirás que no te gustó el grafiti.

—El grafiti me encantó, Sergio. Nadie me había dibujado en la vida, y creo que nadie lo hará mejor que tú. Jamás. Pero tienes que reconocer que el grafiti era un poco tenebroso. Yo vestida de colegiala en una pared gris mirando el descampado de una zona industrial abandonada… ¡Ja, ja!

—¡Oye! ¡Que fue muy romántico!

—¡Muy romántico! Pero ¡estaba muerta de miedo! —Silvia se ríe—. Tú tenías la pierna escayolada, y caminabas con dificultad. ¿Quién me iba a rescatar si me pasaba algo?

—¡Yo! —responde el chico, seguro de sí mismo.

—¿Ah, sí? ¿Cómo? —le replica ella con tono pícaro.

—¡Con la muleta! —Sergio se desternilla. Silvia no puede evitar reírse también y fijarse en la manera en que se ríe su novio. En ese instante, siente que realmente está bien con él, que tan sólo necesitan un banco y una tarde para gozar el uno de la otra. A esto se le llama la miel de la relación. Es cuando todo fluye, la confianza del uno en el otro goza de buena salud y parece que no tengas que decir nada para entenderte con tu persona preferida.

—Sergio, ¿te puedo hacer una pregunta? —dice Silvia después de un silencio largo y cómodo.

—Dime. —El chico se seca las lágrimas de risa con la manga de su chaqueta.

—¿Qué sentiste la primera vez que me besaste?

Sergio se queda en silencio y sonríe mirando al suelo. Es un joven que maneja bien sus emociones. Para él, sin emoción no hay arte y viceversa. Pero, aunque esté acostumbrado a analizar sus sentimientos, esta pregunta lo coge desprevenido. El silencio se alarga un poco más de lo normal. Silvia espera impaciente. El chico piensa.

—Sentí… Sentí…

—Sergio, ¡suéltalo ya! —reacciona ella, inquieta.

—Sentí que… tú… que… se había hecho realidad un sueño.

—¿Cómo? —pregunta Silvia, sorprendida ante la respuesta tan poco habitual del chico.

—Ya. No te lo he contado nunca…, pero en los meses que pasé dibujándote en el grafiti, cuando aún no éramos novios, me imaginaba que tu dibujo cobraba vida y me besabas… Así que cuando estuviste ahí y te besé… Flipé bastante, la verdad. ¡Besas mucho mejor que el grafiti!

Sergio esboza una sonrisa vergonzosa.

—¿Quieres que te cuente un secreto? Era mi primer beso —confiesa la chica en voz baja.

—¿QUÉEEE? ¡No me lo puedo creer! ¿En serio? —pregunta él, alucinado.

—¡Te digo yo que sí! Mi primer beso de verdad… Me gustabas muchísimo. ¡Ay, Sergio, no me mires así, que me muero de vergüenza!

Pero él no puede dejar de mirarla. No da crédito a lo que acaba de escuchar. ¡El primer beso de Silvia, de su chica, fue con él!

—Pues me besaste de maravilla —se sincera.

—Tenía tanto miedo de hacerlo mal…, pero he visto muchas pelis románticas en las que la gente se besa todo el rato. Supongo que eso ayuda, ¿no?

Esta vez el chico toma la iniciativa y se acerca a ella, intentando reproducir una vez más el intenso momento del primer beso. Silvia se deja besar, y la tarde transcurre entre besos. La pareja cierra los ojos. Las palomas despegan del parque y aterrizan en una azotea cercana. Se oyen los gritos de los niños que juegan en los columpios; el sol acaricia las copas de los árboles mientras los enamorados se besan y crean, sin saberlo, una bonita fotografía que nadie podrá ver nunca.

Poco después, en la habitación de Bea

La chica echa el pestillo. No quiere que nadie la moleste. Se arroja a la cama, sudorosa, y no se quita la ropa de deporte. Ver a una de sus mejores amigas besando a su ex novio le ha tocado la moral.

Tendida en la cama, no hace más que darle vueltas al asunto. Ella actuó de forma correcta, se repite. «Son cosas que pasan, Bea —se dice a sí misma—. La gente se enamora y se desenamora… Ya, pero ¿por qué me llevé yo la peor parte?». Esconde la cara en el cojín.

Contiene la respiración hasta que ya no puede más. Un pensamiento positivo le viene a la mente: «Tranquila, Bea, no es para tanto; además, tú no eres tan dramática… Sólo Estela hace cosas así».

Bea respira hondo y se tranquiliza. La verdad es que las cosas no le van tan mal. Ha empezado segundo de Bachillerato y no tiene problemas con nadie, pero…

—¡¡¡QUIERO UN NOVIOOOOOOOOO!!! —grita, y en seguida vuelve a taparse con el cojín.

A continuación coge el teléfono móvil. El día en que una necesita un WhatsApp cariñoso es el día en que nadie piensa en ti. Esta ley es casi universal para los que no tienen pareja pero ansían enamorarse.

La chica repasa la agenda. A alguien encontrará entre sus contactos, ¿no? Desde la A, pasando por la F…, o la M… No hay nadie con quien le apetezca charlar.

Bea está un poco alterada. Si llamase a alguien, probablemente no sabría qué decirle, y si le contase lo que ha visto en el parque se sentiría muy rídicula e infantil. Incluso si llamara a Ana o a Estela, seguramente se reirían de ella.

Hace ya unos tres meses que cortó con Sergio. Transcurrido todo ese tiempo, las crisis no tienen razón de ser, sobre todo si cortaste sabiendo que era lo mejor. Pero aun así…

De pronto, los ojos de Bea se detienen en la letra P. P de Pablo. Su primer amor. Lo suyo con Pablo terminó hace tiempo, pero aún los une una aura de cariño. A veces se envían mensajes tiernos, mensajes que sólo pueden entender los ex que se han querido mucho.

Bea, que anda bastante ofuscada, está a punto de cometer una locura: escribir un mensaje de esos que, si llevaran pólvora, estallarían en mil pedazos al llegar al satélite encargado de recibir los mensajes de los enamorados y devolverlo a sus destinatarios como una flecha de Cupido.

Pero está decidida, y escribe letra por letra: «AUN M KIERES?».

Bea lo sabe. Si lo envía, se convertirá en una bomba de relojería en manos de Pablo, quien no dará crédito cuando lo reciba.

El momento de enviar un mensaje de este tipo, cuando el texto ya está escrito, es el más tenso. Bea mira fijamente la frase. Su dedo índice está encima del botón de «Enviar». «¡Piensa, Bea, piensa! ¿Lo hago o no lo hago?». Entonces le viene a la mente una conversación que sostuvo al respecto con Ana.

Ana tiene la teoría de que existe un satélite, que ella llama «guasapero», que filtra los mensajes de amor. Ana dice que nunca se equivoca, y que si envías un mensaje con un texto demasiado intenso puede que se colapse. Nunca ha pasado, pero según Ana podría pasar algún día.

Los labios de Bea dibujan una sonrisa cuando recuerda esa conversación. «¿Te imaginas que colapso el satélite y, por mi culpa, cae a la Tierra?». De pronto ejerce presión con el dedo índice. Nunca antes había hecho esto. Pero la necesidad de que alguien la abrace y le diga que la quiere se ha convertido, de manera casi inexplicable, en una necesidad vital como dormir, comer y beber. La pantalla del teléfono le confirma que el mensaje se ha enviado. Bea se queda mirando el teléfono. Si salen dos uves verdes junto a su mensaje, significará que Pablo lo ha leído. «Lo escrito, escrito está. Lo enviado, enviado está». Ahora sólo queda esperar la respuesta. De pronto, Pablo aparece «en línea». ¡Lo ha leído!

En el mismo instante, en un balcón

—¡Miguel, ven!

—¿Otra vez, abuela?

El chico se asoma al balcón. Su abuela sigue con la mirada fija en los enamorados del parque.

—Dices que conoces a esos chicos, ¿verdad?

—Sí, abuela. Son Sergio y Silvia, ya te lo he dicho.

—Están muy enganchados, ¿no te parece? Cuando conocí al abuelo ¡sólo nos dábamos la mano, y gracias!

—Los tiempos han cambiado, abuela.

—Eso ya lo sé, Miguelito.

—Hoy en día, esto es lo más normal del mundo. —Con total desinterés, Miguel se retira del balcón y se dirige a su cuarto.

—Si siguen así se les van a irritar los labios —susurra la abuela, mientras cierra la puerta vieja del balcón—. Pero ¿qué le vamos a hacer? ¡El amor es el amor!