Tengo que ir despidiéndome de ti, apreciada investigadora. Tengo que marcharme ya; marcharme a continuar tramando batallas, a persistir para que la parálisis física no me impida probar las funciones más esenciales de la existencia. Me voy a buscar nuevos horizontes; a recabar más elementos de refuerzo con los que seguir subsistiendo.
Y tengo la impresión de que los continuos hallazgos que sobre Áxel voy haciendo, sus magistrales enseñanzas sobre la vida y el mundo, pueden seguir así eternamente, parece que nunca se van a acabar… Y yo quiero seguir ahondando e investigando, ampliar mis fronteras, ascender a nuevas cimas…
Quiero asir la vida y bebérmela toda, apurarla toda, sentir sus pulsaciones hasta el último instante…
Pero Áxel me priva de tantas cosas, me infiere también tanto sufrimiento…, que he pretendido dejarte constancia pormenorizada de cómo actúa para que puedas tener una mayor información de los diferentes estratos de su ser; y obtener así una cuota extra de brío y ánimos para acabar con él.
Yo, por mi parte, fluyo con él, me abro a él para que me lleve a conocer panorámicas extraordinarias; intento arrancarle unas décimas de provecho a los sucesos que se me presenten por muy aflictivos que sean. Pero, por otra parte, lo combato a muerte, ardo en deseos de eliminarlo, de aniquilarlo, de aportar mi pellizco que ayude a borrarlo de la faz de la Tierra. Lo combato para continuar esbozando pequeñas pero victoriosas sonrisas; lo combato para forzar puntos de luz a través de los cuales seguir respirando; lo combato, simplemente, para birlar más segundos de vida enamorada.
Ojalá que estas revelaciones que te he ido desgranando puedan servirte de algo. Ojalá que a partir de aquí podamos colaborar juntos, trabajar unidos, prestarnos apoyo mutuo.
Y miro a mi alrededor y veo guerras, desastres, hambrunas, violencia, hipocresía, barbarie… Y reconozco que, en un mundo en el que las diferencias entre países ricos y subdesarrollados son cada vez más grandes, en un mundo con tantas necesidades básicas por resolver se me hace difícil creer en tu existencia, querida investigadora, creer que hay alguien que se preocupa por investigar mi suerte y la de otros como yo. Se me hace difícil concebir que hay alguien a quien le importe; pero también creo que si me concentro mucho y grito con todas mis fuerzas alguien habrá que quiera escucharme, que quiera emprender este viaje de intercambio conmigo.
Mi fe en el ser humano sigue intacta, inquebrantable. Sé que existes, tienes que existir.
Creo en ti, creo en ti, creo en tu existencia, en el fruto de tu trabajo, que lentamente va acorralando a Áxel y a similar calaña; pero sin olvidar que si queremos evolucionar como seres humanos, si queremos ir desarrollando tantos talentos que reposan dentro de nosotros, no podemos ceñirnos a estimular sólo la parcela del prisma científico, sino que hay que hacer extensiva esta intención a cada uno de los estamentos que forman el todo, que definen y forman la vida. Éste es el progreso específicamente humano. Y poder participar, en la medida en la que uno pueda, en esta aventura considero que es un reto fascinante.
Trabajemos para forjar sueños, para que éstos se unan y hagan piña para apremiar el cambio y romper de una vez por todas la puerta sellada; pero esforcémonos también para mejorar nuestra capacidad para entender la situación del vecino, para ponernos en su piel, ya que así no sólo estrenaremos nuevas vías de comunicación con un semejante, sino que además aflorarán aspectos impensables de nuestro ser en el proceso. Y esto, aprender cosas nuevas bien sea del mundo o de nosotros mismos, siempre enriquece, nos sirve para crecer.
Quien, por indolencia o por temor, prefiera aferrarse al pasado, prefiera esconder la cabeza y recurrir a las frases acomodaticias para evitar pensar como «si está así es porque algo habrá hecho» o «si está sentado entonces no experimentará los mismos deseos y necesidades que nosotros»; quien se refugie detrás de los matorrales en vez de preocuparse por conocer al otro, entonces estará condenado a llevar una vida muy gris y muy superficial. Podrán vivir cien años, pero no habrán vivido ni con la mitad de autenticidad que aquéllos que han sido capaces de ir más allá.
Y cada día que pasa me doy más cuenta de que el único factor válido para poder penetrar en cada una de las partes del todo y cohesionarlas; la salsa indispensable para darle sabor a esta historia que llamamos vida; el único elemento superior que te permite acometer las empresas más intrincadas es, sencillamente, el del amor. El amor que, no lo dudes, siempre tiene que empezar por uno mismo, aprendiendo a apreciarte y a quererte con tus virtudes y defectos, para después irradiarlo hacia fuera, hacia todas aquellas manifestaciones de la existencia que te encuentres por delante.
El amor, dar y recibir, es la única arma capaz de sobrepasar las murallas ordenadas por el cuerpo, de fracturar sus cadenas, de derruir los más inquietantes obstáculos, de dejar una huella profunda y duradera en la tierra. El amor siempre, en primer lugar, como eje y fundamento de todo, como condición previa, como requisito indispensable.
Sólo un acto de amor puede impedir que las personas como yo queden totalmente apartadas y excluidas del género humano. Sólo el amor puede, realmente, consolarnos. Acércate, ayudado por él, y descubrirás que en mí habita la misma esencia que hay en ti.
No sé cuánto tiempo más voy a poder resistir. No sé hasta cuándo podré encontrar motivaciones para seguir viviendo, podré seguir rebañando las escasas fuerzas que me quedan.
Tal vez llegue un momento en el que se desfleque este canasto de planes que tengo en la cabeza o que se rompa alguno de estos hilos tan finos y frágiles que sustentan mi vida; y ya no pueda más, y tire definitivamente la toalla… Pero por ahora puedo; por ahora gano yo, aunque no sé hasta cuándo podrá ser así.
Es cierto: cada día que pasa me encuentro orgánicamente más débil, pero, paradójicamente, también soy más fuerte. Cada vez presento una mayor dependencia física, pero nunca hasta ahora me había sentido tan libre.
Nunca hasta ahora me había sentido tan libre.
Estadísticamente hablando, si hacemos caso a ese manual implacable de mi dolencia que desde siempre he tratado de saltarme o de menospreciar, cuando esté lo suficientemente fofo y machucado, a punto de caramelo, con el vestidito bien adecentado, Áxel vendrá y me matará. Entrará por esta puerta, se colocará el babero, y succionará el hálito de mis músculos por última vez. Esto es lo que dice la teoría, la maldita teoría.
Tengo miedo, claro que tengo miedo. Físicamente dependo de ti, del resultado de tus investigaciones, de que éstas avancen y lleguen pronto a buen puerto. Estoy totalmente a tu merced en este asunto. Supongo que podría compararme a un preso del corredor de la muerte a la espera del indulto.
Pero confío en ti.
Tengo miedo, mucho miedo, pero incluso una situación tan tremenda quiero tratar de vivirla, si llega, sin escabullirme, sino viviendo concienzudamente cada una de las sensaciones que constituyen esta experiencia hasta el final.
Sí, incluso el abrazo de la muerte quiero degustarlo en toda su dimensión, sin desperdiciar ni perderme nada. Sé que es muy fácil decirlo, que es muy fácil hinchar pecho cuando uno no está inmerso en el lecho de muerte, cuando la mano funesta no te ha agarrado aún; tal vez cuando ésta se posase sobre mí sería el primero en perder los estribos; pero éste es, sinceramente, mi propósito y mi intención: no quiero tirar por la borda todo lo conseguido, toda mi filosofía de vida; no pienso darle esta satisfacción.
Quiero hacer las cosas bien, y morir tal como he vivido: con la cabeza bien alta, con la conciencia lo más tranquila posible, con la mirada enternecida…
Si me muriera ahora no creo que mi vida hubiera sido una vida carente de sentido. Todo lo contrario: ha sido una vida con algunas carencias importantes, con muchas posibilidades que no han podido ser explotadas, pero en absoluto ha sido una vida vacía: he tocado cúspides tan espléndidas…
Estoy en paz conmigo mismo. Éste es el mejor dividendo que he obtenido de mis aventuras; espero que sea un bagaje y una garantía suficientes para afrontar los días tan duros que me aguardan.
De todas maneras… Vamos a ponernos serios de una vez: supongamos que, siendo optimistas, dentro de diez años podrá estar lista una solución a mi dolencia. Según como se mire diez años no es tanto tiempo… Si me motivo tratando de llegar a los domingos para beber una limonada, son, en total, cuatro al mes…; cuarenta y ocho limonadas al finalizar el año…; cuatrocientas ochenta limonadas al concluir los diez años… ¡Qué va!: ¡cuatrocientas ochenta limonadas no es nada!
Tal vez pueda conseguirlo…
—¿Y si no lo consigues? —Áxel, siempre oportuno, dispuesto a rajarme y a alentarme con sus pompones de animadora.
Lo contemplo largamente, y, al hacerlo, comprendo que todos, tanto sanos como enfermos, tenemos nuestro Áxel particular; aquella bestia que nos paraliza y nos causa espanto, y que hay que tratar de doblegar si queremos subir el siguiente peldaño de la vida que hay más allá.
—Si no lo consigo… entonces me convertiré en una moneda dorada y reluciente, bola aurífera que irá a juntarse con otras muchas que esperan y se van acumulando en algún lugar del firmamento, y, cuando la presión que ejerzan sea ya intolerable, entonces derribaremos este enrejado que tanto se nos resiste.
Áxel emblanquece, no sabe qué decirme. Prosigo:
—Tarde o temprano ganaremos esta guerra, querido enemigo mío.
No tienes por donde cogerme. De una forma u otra me saldré con la mía. Si no presencio el ansiado fin en persona, al menos dejaré la impronta de mi deseo mental, que servirá para elevar un poquito más la temperatura de la cocción, para apoyar la maravilla que se avecina. Y ahora, si me disculpas, te ruego que te calles un rato. Necesito concentrarme, afondar en el silencio, en este silencio que tanto me ha dado, en el que tan buenos diálogos he escuchado, para crear y proyectar mi último sueño.
Cierro los ojos. Me acomodo. Voy a tratar de darle un sentido profundo, humano, a mi dolor. Tengo que intentar sacar, aunque sea sólo durante unos instantes, lo mejor de mí… Si las pesadillas, como aquéllas que arremetían contra mí cuando era un crío, son la intromisión bruta, descocada, en nuestras mentes del caos presente en la naturaleza, los sueños, las ensoñaciones engendradas, son la respuesta ordenada, volitiva, puesta a nuestro alcance simplemente por el hecho de ser seres con conciencia, y, por tanto, con pleno derecho y posibilidad de poder actuar e influir, aunque sea mínimamente, en la realidad.
Ya llega, ya llega…, ya ha llegado el momento de liberar al cielo hospedador mi sueño:
«Estoy en un acantilado. Nunca antes había estado aquí. Desde mi posición puedo ver claramente el mar y la bóveda celeste cuajada de estrellas. Las olas se embisten contra las rocas; los rizos eólicos de Poniente brindan con mi piel. Cuánta belleza me arroba, me llena… Alguien me coloca una mano sobre el hombro. Me giro. Es él, es Áxel. Me anuncia que ha venido a devorar otra porción de mis fibras musculares. Le digo que adelante, que se acerque, que tome cuanto quiera. Se aproxima, confiado, como tantas veces, y, cuando menos se lo espera, saco un cuchillo que llevaba escondido durante mucho, muchísimo tiempo, y se lo clavo directamente en el corazón. Ya lo tengo. Se tambalea, moribundo. Cae. Le beso y le doy las gracias, mientras agoniza, por todo lo que me ha enseñado. Y muere; muere; y lentamente su cuerpo se desvanece, se desintegra, hasta desaparecer completamente, hasta quedar solamente su voz. Y luego esta voz también se acalla, se extingue, hasta quedar sólo una desapacible sensación: el “viento frío”. Finalmente, el “viento frío” también se apaga, se marcha tal como llegó. Y ya no queda nada, únicamente el silencio: Áxel ha sido derrotado. He vencido, he vencido.
»Exhausto, extenuado por el esfuerzo, echo la cabeza hacia atrás y dejo que mis lágrimas surjan, surjan y me mojen por completo. Pero estoy contento, cansado pero muy contento.
»Y volveré a poder utilizar mis brazos; y con el restablecimiento del suministro nervioso y muscular en, al menos, las extremidades superiores de mi organismo (te juro que con medio cuerpo tendría más que suficiente, las piernas las regalo gustosamente) podré vestirme y comer yo solo, conducir un coche, valerme por mí mismo… ¡Valerme por mí mismo!
»Quizás incluso volveré a andar por la playa, a revivir esa insustituible sensación ya olvidada… Y viajaré: entre otros sitios regresaré a Londres, a ese hospital donde me marcaron con la pulsera aborrecible, y tacharé mi nombre del Club de los Incurables.
»Miro a mi derecha, donde se levantan otros muchos acantilados.
Y veo a otras gentes, a otras gentes que también destroncan a monstruos similares. Quedan más de cuarenta enfermedades neurodegenerativas de este estilo; más de cuatro mil enfermedades genéticas, que una a una, también serán erradicadas. Es sólo el principio, es sólo el principio… Nuestra hora ya ha llegado.
Y, más fuerte que nunca, me percato de que ahora, nosotros, solistas de baladas fatídicas, que somos los Señores de las Pequeñas Cosas, que vivimos cada segundo del tiempo con este fervor, que lo dominamos tanto, somos… Somos, por fin, como inmortales…»
Éste es mi sueño. Ésta es mi lucha. Ésta es mi esperanza.
Maó, 22 de diciembre de 2001