Por fin alguien ha picado, ha mordido uno de los anzuelos que desde tiempos remotos tengo pícaramente repartidos por tierra, mar, aire y estados intermedios. Sí, alguien ha picado.
Heidi (Piolín para los amigos) es una amiga de mi hermana que llevaba años viniendo a mi casa, pero nunca se había atrevido a entrar en mis aposentos, en la madriguera del lagarto de lengua larga, peluda y romanceadora.
Y por un descuido o despiste entró, le pedí que cumplimentase unas rigurosas pruebas de ingreso, las aprobó; le solté alguna de mis gracias y… Creo que la he enredado con éxito. Volverá. Quien visita mi reino suele volver. Soy irresistible.
Y efectivamente ha regresado. Prácticamente cada sábado por la mañana entra un momento a verme. A no ser que me haya marchado de vacaciones para hacer alpinismo, suelo estar por aquí.
A Heidi también le gusta jugar. En ocasiones solemos jugar a un juego mediante el cual sus ojos se transforman en los de una lechuza sorprendida en el retrete con el añadido de dos piernas que patalean ruidosamente: ella deja la puerta de mi habitación abierta, y, cada vez que se oyen pisadas, me desafía a que adivine de quién se trata. Yo silabeo mi vaticinio; entonces ella sale a comprobarlo y vuelve con el rostro emparrillado por la incredulidad.
—¿Cómo lo haces, cómo lo haces?
—Soy una máquina: tengo un noventa y cinco por ciento de aciertos. Sé distinguir exactamente a quién corresponde cada pisada —respondo, brujo entrenado por la fuerza de la costumbre en tales artes.
Creo que la muñeca hinchable está celosa de sus visitas, de mi nueva adquisición, celos que hay que agregar a los que siente hacia la presentadora de televisión. Que se aguante. Si sigo así, pronto tendré todo un harén.
Las pasadas navidades Heidi (Piolín para los amigos) me regaló una planta típica de estas fechas, una de ésas con flores tan preciosas y rojas como los inquilinos de la arteria femoral. La puso aquí al lado, encima del ordenador.
Han pasado los meses, ha llegado el verano y la planta continúa prácticamente como el primer día, casi intacta, lo que provoca el asombro y la desesperación de la amiga de mi hermana, que, cuando viene, se pone a remover entre las hojas y a escrutar emberrenchinada debajo de la maceta en busca de las razones que expliquen tal faena sobrenatural. Yo la miro, sonriente.
—¿Qué le has hecho? ¡Las has cambiado; has comprado otra! —estalla.
—¡Ja…!, tengo un secreto: puedo mantener a las plantas vivas todo el tiempo que quiera —pregono, jovial y misterioso.
Yo contemplo cada día la planta de longevidad excepcional, hablo con ella, la ronceo y maleduco con modismos líricos y pensamientos elogiosos, y ésta, en respuesta, sigue viva. Provocativamente viva.
He estado dándole vueltas a la cabeza para encontrar un regalo original con el que corresponderle en señal de agradecimiento por haberme revelado este don soterrado que prolonga la vitalidad a las plantas… He estado pensando y pensando, reflexionando acerca de los distintos aspectos de nuestro comportamiento que sobresalen en cada relación que establecemos con las personas: con unas se acentúa más nuestra parte intelectual; otras pueden incentivar preferentemente nuestra faceta cómica o juerguista; mientras que otras, como la relación de amistad que mantengo con esta chica bastante más joven que yo, provoca que a mi comportamiento afluyan maneras y palabrerías más aniñadas…
Ya lo tengo, ya lo tengo, ya sé lo que voy a regalarle… He recordado almanaques de mi niñez, cuando, extrovertido y descarado, no tenía ningún reparo en ponerme a cantar, mofletes prominentes, garganta aulladora, ante todo aquel auditorio que osase darme una oportunidad… Ya lo tengo, ya lo tengo…
En las profundidades de la habitación, discretamente, he ido elaborando y componiendo las estrofas de una pequeña canción que, circunvalado por una percusión de suspense, he ido ensayando durante un ratito cada día con mi voz rota, casi un susurro ya.
Y hoy, cuando venga a verme, volveré a cantar.