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Apenas puedo escribir ya; me cuesta bastante manejar mi única mano algo útil, mi diestra comatosa. Dos dedos ya han expirado completamente. Pero aún me defiendo; aún soy capaz de garabatear, con lentitud, con sacrificio, unas traviesas y providenciales palabras. Aún soy capaz de disfrutar, y mucho, con lo que tengo.

Por cierto, ¿cuánto tiempo llevo escribiéndote? Casi cinco años ininterrumpidos, unas seis u ocho horas diarias, de lunes a sábado, para poder conseguir la nada desdeñable cifra de algo más de medio folio al día. Medio folio al día. No está mal, no está mal… Eso sí: creo que cuando consiga finalizar estas páginas voy a contraer una preocupante alergia hacia todo aquello que tenga que ver con los libros. Los repeleré a todos; no volveré a acercarme a ninguno en toda mi vida.

Durante estos años mi caligrafía se ha ido volviendo progresivamente más y más lenta, tan lenta…, y más desgarbada y desvaída; el cansancio se apodera antes de mí. En este tránsito, he cambiado el bolígrafo por el lápiz: es más ligero, me va mejor; me permite eludir, al menos por el momento, el atosigamiento de la parada insanable.

Tengo a punto un programa de ordenador. Es uno de ésos por el que hablas a través de un micrófono y lo que dices se escribe, más o menos, en la pantalla. Tal vez con él iría algo más rápido. Pero lo encuentro demasiado artificial: a mí lo que realmente me gusta es experimentar la principesca sensación de sentir el contacto de mi mano sujetando el utensilio de madera mientras la textura albina del papel fricciona mi piel. Esto sí que es real, esto sí que es un vehículo idóneo para que el torrente de mi interior logre expresarse y comunicarse hacia fuera. Es una sensación extraordinaria, de comunión muy íntima contigo mismo mediante la reflexión, el tacto, y el acto de crear. Y me resisto a perder esta sensación; quiero aprovecharla al máximo; hasta su contracción terminal. Es como un bombón que tengo en mi boca que quiero chupar y paladear intensamente antes de que se funda. Tiempo habrá para las nuevas tecnologías.

Y soy muy consciente de que estas palabras que te escribo van a ser, prácticamente, las últimas que salgan de mi mano antes de que la cuerda se acabe para siempre. Es, nunca mejor dicho, mi auténtico testamento redactado desde mi puño y con mi sangre. Las últimas lágrimas de movilidad manual que me quedan las destino a escribir mi última voluntad; mi testamento póstumo, para ti.

¿Qué será de mí si esto sigue así? ¿Cómo acabaré? Mi cuello fláccido se escapa de mi control; estoy empezando a perder la verticalidad de mi cuerpo… Sí, hasta permanecer sentado me cuesta ya un gran esfuerzo… Y me quedan tantas cosas por hacer, por sentir…

Tirito ante la idea de que si un día ya no puedo mantenerme sentado deberé quedarme tumbado en la cama. Es una perspectiva aterradora. Ahora me siento tan insultantemente suelto, con la capacidad de disponer de lo que tengo muy cerca…: aún puedo pasar las páginas de un libro; puedo, a trompicones, escribir; puedo manejar el mando a distancia de la televisión y de la cadena de música…; y mi cabeza está llena de tantos proyectos e ilusiones… que temo perder este mínimo y acabar en la cama, pudiendo mirar únicamente la televisión…, todo el día la televisión… Sería el fin de muchos de los alicientes que preservan mi ánimo erguido, de todo lo que con tanto tesón he ido construyendo. Conociéndome, sé que incluso de una situación tan extrema llegaría a sacarle su jugo; pero sinceramente creo que esos límites tan cegados serían ya excesivos para mí: mi salud mental se vendría abajo.

Llegado a este punto me gustaría compartir contigo unas reflexiones acerca del derecho de poder elegir las condiciones bajo las que deseamos vivir. Hace poco hemos tenido en España un caso muy dramático: el de un hombre tetrapléjico, condenado a estar tendido en una cama durante más de treinta años, que, después de considerar que ya estaba cansado de vivir así, se puso a litigar para que le administrasen la eutanasia, y, al serle ésta sistemáticamente denegada, finalmente no tuvo más remedio que pedir a alguien cercano que le ayudase a morir.

Sí, ya sé que es una historia escalofriante, pero no podemos cerrar los ojos ante esta fracción de la realidad. Tal vez la reflexión que quiero compartir contigo te puede resultar, inicialmente, contraria al sentido que desprenden estas páginas, pero si la analizas con calma seguro que descubrirás que subyace un fondo muy parecido: la defensa de la vida, pero no de su definición vaga y plastificada, sino de la vida considerada digna. Sí, aunque pueda parecer que estar a favor de la eutanasia es abogar por el bando opuesto, lo que sostengo es que nadie tiene la potestad, ya sea amparado en creencias religiosas o en decretos intransigentes, de inculcarte los corchetes entre los que debe acaecer tu vida. La vida no es un concepto teórico, artificial, sino una realidad candente que incide y se inserta en tu propia piel; por lo que sólo a cada ser humano, individualmente, le corresponde juzgar y dictaminar los términos que considera aceptables en los que desarrollar su existencia. Es una cuestión muy íntima, muy particular. Así, habrá personas que en una situación similar a la de ese hombre que pidió la eutanasia encontrarán razones y motivaciones para vivir; otros que considerarán que en mi estado actual les resultaría del todo imposible hallar esas ganas; mientras que habrá otros que simplemente con una pierna amputada se hundirían sin posibilidad de rescate. Cada persona es un mundo; y todas las opiniones y creencias son respetables mientras que no se impongan. Nadie puede obligarte a vivir si no quieres: esto es una tortura inhumana.

No hay que olvidar tampoco que lo que puede hacer insoportable una situación es el paso de los años; cuando ésta se prolonga durante mucho tiempo puede acabar dinamitando cualquier deseo de vivir: no es lo mismo cinco años en cama que treinta. No es lo mismo.

Más sencillo aún: si una persona en plenas facultades físicas quiere suicidarse, nadie puede impedírselo. En cambio, si quien lo desea es alguien como yo, su cuerpo se lo prohíbe. No es justo, no tenemos el mismo derecho, por lo que si alguien apiadado me echase una mano esa persona no debería ser inculpada ni enviada a prisión por ello. Así de simple.

Lo curioso del asunto es que aquéllos que te niegan con tanto ardor la posibilidad de la eutanasia esgrimiendo que en el fondo de esta petición lo que subyace es un déficit de relaciones personales o una falta de medios económicos o sociales, suelen ser los que a la hora de la verdad menos se implican, más reacios son a aportar su contribución para, entre todos, un poco de aquí y un poco de allá, ir paliando tal presunta carestía. Hablan y hablan: sólo son teóricos de manos limpias escudados tras las buenas intenciones… Palabras, sólo palabras…

Sé que es una cuestión delicada que debería legislarse con cautela para evitar que se cometieran abusos por parte de quienes quisieran quitarse el enfermo de encima para que no molestase más, o para no facilitar la ascensión de algún gobierno autárquico que en vez de dedicarse a proponer mejoras en el bienestar social prefiriera ocuparse en la eliminación del más débil; pero estas dificultades no deberían amilanarnos para considerar jurídicamente esta cuestión que, querámoslo o no, está ahí.

Yo, por el momento, aún quiero vivir…