30

—No puedes ir por ahí escribiendo cartas a la gente.

—¿Por qué no?

—Porque esto no se hace. La gente no va por ahí escribiendo cartas para tratar de conocerse.

—Ya lo sé, pero yo lo tengo más complicado para conocer gente a través de los métodos tradicionales.

—Pues te aguantas.

—No me da la gana. Tiene que haber otras vías, un poco más originales tal vez, para lograr dicho objetivo.

—Te aguantas.

—No. Te desafío: quiero descubrir, me pica mucho la curiosidad, hasta dónde me puede llevar este nuevo plan.

—No lograrás nada: nadie vendrá.

—Veremos.

Durante muchos años yo había ido encajando, calladamente, resignadamente, el guantazo de la decepción cuando alguien me anunciaba que me haría una visita y luego no aparecía; había soportado y presenciado cómo la nube de la ilusión se creaba, ascendía, y después, al sufrir una extraña reacción química en el aire, se endurecía y caía en forma de bolas de granizo plomizo sobre mi cabeza. Había sobrellevado como un sumiso borreguito este desinterés, estos portazos en plena cara, hasta que un día me cansé; dije basta. Y entonces ideé y lancé mi contragolpe intelectivo.

Al principio, es cierto, se me ocurrió este sistema de remitir cartas después de haber aguardado y de haberse consumido el plazo razonable de medio año otorgado a quien dijo que vendría y no vino; como respuesta y recordatorio de que me gustaría charlar un rato, sólo un rato, un mísero rato, con esa persona. Para recordárselo y también para desahogarme un poco, para quitarme de encima el entumecimiento producido por el tiempo de inmóvil espera. Pero después, lo confieso, este invento me hizo gracia, por lo que empecé a mejorarlo y a retocarlo hasta que he acabado por enviar cartas prácticamente a todo bicho viviente que se me pone por delante, sin que haya habido ninguna insinuación ni provocación por su parte de por medio. No ha hecho falta. Ya no hace falta.

—Nadie vendrá…

—Si fuésemos animales tal vez no, pero creo que tiene que haber formas y maneras de relacionarse que no sean siempre las mismas: somos creativos, hay espacio dentro de nosotros para inventar.

—Olvidas que mucha gente se queda agarrotada ante el miedo a lo desconocido.

—Pero yo tengo que intentarlo: si son mínimamente sensibles a mi situación, responderán.

—Si las destinatarias de las cartas son mujeres pensarán que quieres ligar con ellas…

—Mis pretensiones son mucho más básicas. No tengo el listón tan elevado. Busco, inicialmente, conversar un rato y aprender alguna cosa de esa persona; con esto ya me doy por satisfecho. Ahora bien, no te voy a negar que a partir de aquí estoy abierto a todas las posibilidades: puede que esa persona vuelva y lentamente trabemos una relación de amistad; puede que me facilite un buen enchufe para poder conocer a otra gente; puede que no le caiga bien o que ella no resulte de mi agrado. Puede pasar de todo: hay suficientes huecos en mi vida a la espera de ser ocupados. Y ahora mismo cualquier cosa, cualquier posibilidad, sería válida y enormemente agradecida.

»Entiendo su recelo si atribuimos a la palabra ligar el significado de tomarle el pelo a alguien o jugar con sus sentimientos o engañarle persiguiendo un fin sexual. Yo, en todo caso, lo que desearía sería amar, amar en el sentido de compartir con esa persona una serie de sentimientos y vivencias. Y este amor no puede forzarse ni imponerse, simplemente surge. Y si este amor contribuyese a hacernos mutuamente más felices en modo alguno esta buena sintonía tendría por qué ser calificada como mala o perversa. ¿No crees?

—No te harán ni caso…

—Pero tengo que hacer lo que esté en mi mano para lograr renovar las amistades que inexorablemente se van perdiendo, para introducir algún nuevo miembro en mi ámbito que cada vez recula más. Para mí es como un reto: mi cuerpo no me deja salir libremente por ahí y relacionarme como desearía, y yo trato de llevarle la contraria, de hacer de una manera un poco más premeditada lo que los otros hacen de un modo más natural.

Y fue así como, con una combinación de esperanza y vergüenza por mi osadía, me convertí en un experto escritor de cartas. La mayoría de mis víctimas fueron sorprendidas y abordadas, generalmente, en bodas, aunque después he ampliado el repertorio hasta abarcar los sitios más inverosímiles. He escrito a gente después de haber mantenido una ligera conversación con ella; aunque también he mandado mis maquiavélicas epístolas a damnificados con los que apenas he intercambiado palabra alguna, guiándome únicamente por una intuición, por algún gesto columbrado o simplemente como un experimento lanzado, a ver qué pasa, al azar.

Como supongo que te gustaría tener pruebas fehacientes de mis fechorías, te copio y adjunto uno de los últimos panfletos subversivos que he fabricado y enviado. Me gustaría saber tu opinión, cómo reaccionarías tú si alguien te endosase una proclama, parte de intenciones, así. Necesito saberlo con urgencia, es que estoy un poco aturdido… Ahí va:

Hola, X,

¿Qué tal estás? ¿Te acuerdas de mí? Exacto, soy ese atleta de cuerpo imponente que, en el colmo de la desfachatez, ni siquiera se levantó de su asiento para hablar contigo; aunque probablemente por lo que me recordarás será porque creo que en una maniobra involuntaria te atropellé un pie con una de mis ruedas…

Supongo que te habrá sorprendido esta carta, pero antes de que la tires o llames a la policía pensando que soy alguna especie de pervertido me gustaría pedirte unos minutos para explicarte el motivo que me ha llevado a escribirte; una razón muy sencilla y creo que para nada censurable, si es que se tendría que censurar la necesidad de comunicación habida en el ser humano y, sobre todo, la curiosidad por conocer, por conocer especialmente a gente nueva de la que tal vez pueda aprender alguna cosa.

Yo me considero una persona bastante activa a pesar de mi fuerte limitación física, e intento mantener mi mente y mis ánimos lo más en forma posible: leo mucho, estudio, escribo… Pero hay una cosa en especial que estos muros no me permiten hacer: ampliar mi círculo de relaciones. Paso la mayoría de los días en esta habitación, por lo que convendrás que bajo esta tesitura lo tengo un poco crudo.

Pero soy muy cabezota, y hace un tiempo que decidí lanzar la contraofensiva, emprender una cruzada contra la dislocadura social a la que me va sometiendo mi dolencia. Ya ves, aparte de guapo soy así de chulo. Y así, un día en el que estaba revisando el manual de instrucciones, reparé en los múltiples usos que se le puede dar a la cabeza además de la consabida función de adorno, como el de ingeniárselas escribiendo cartitas cuando en mis expediciones por el exterior me topase con alguien que, por lo que fuese, me llamase la atención.

Éste es el método que utilizo. Tal vez pienses que soy muy lanzado, pero la verdad es que no soy así. Mi propósito es muy simple: intento ampliar mi horizonte con los medios que tengo a mi alcance, en este caso escribiendo cartitas a diestro y siniestro. ¿Que si funciona? Bueno, la verdad es que el método es muy novedoso, de reciente importación, pero hasta ahora ha habido un poco de todo, como tiene que ser: individuos que han ignorado o declinado amablemente el ofrecimiento al considerar que no encajaba con el tipo de gente con la que les gusta relacionarse; otros con los que he llegado a entablar un principio de amistad; otros (éstos son los que más abundan) que tal vez les hubiera agradado venir a verme, pero el miedo a lo desconocido y el pudor les ha impedido acercarse; y alguna persona cuyo obtuso y celoso cónyuge ha malinterpretado mis intenciones y, cuchillo en mano, se ha presentado en mi casa buscando cercenar mi segundo órgano favorito…

Bueno, todo este rollo para decirte que me encantaría poder charlar contigo aunque sólo fuera una media hora, y que tú tengas la oportunidad de hacer lo propio conmigo. Éste es el propósito de mi carta: te invito, si quieres, si lo deseas, a un café y a un rato de conversación. Esto es todo.

En fin, me despido ya. Te adjunto mi número de teléfono por si quieres llamar e insultarme, y mi dirección de correo por si te apetece más hacerme una visita o mandarme algún anónimo injuriándome. Un saludo.

Hasta el momento habré escrito unas cinco cartas como ésta; cartas redactadas con mi sello y estilo particular, en el que trato aunar franqueza, ilusión y sentido del humor para que quien reciba una de estas inesperadas invitaciones no se sienta mal, para quitarle hierro al asunto y propiciar el acercamiento.

Han sido cinco las cartas escritas y enviadas, pero, hasta ahora, nadie me ha contestado, y, mucho menos, nadie ha venido a verme. Nadie. Absolutamente nadie. Ni siquiera una escueta respuesta para mandarme a hacer puñetas. Nada. Silencio, sólo silencio…

Y por un momento un pensamiento desolador ha aborrascado mi mente: «¿Y si no hubiera nadie allí fuera con un pellizco de comprensión y corazón? ¿Y si tuviera que estar condenado a esta pauta de renuncia y renuncia durante toda mi vida?».

No, no, no… No puede ser. Trato de animarme diciéndome que el muestrario es aún muy poco significativo. No puedo, no puedo generalizar todavía: ahí fuera tiene que haber de todo…

Tranquila, tranquila, que hasta que no lleve unas veinte cartas sin respuesta no me arrojo por la ventana. Palabra.