En mi vida, en mi ser, conviven dos estados antagónicos, opuestos, polos dispares, incompatibles: por una parte hay una zona que abarca el transcurrir diario caracterizada por su decrecimiento. Es una zona de aspecto macilento, mórbido, en el que constantemente hay una dispersión y despedida tanto de fuerzas físicas como de gente, y en la que no paro de asombrarme por mi ignorancia al no haber vivido según qué situaciones que los demás zanjan sin pensar, mecánicamente, sin pestañear. Y es que soy tan pardillo e inexperto en ciertos temas…
El otro día, sin ir más lejos, el camarero me preguntó si quería el Nescafé de sobre o de máquina. Yo no sabía que existiese Nescafé de máquina. Quedé helado. Hace poco me ocurrió una anécdota de tronchante impacto que por poco no acaba en infarto, cuando oí comentar a alguien muy cercano que «el sol no le había dejado marcas». Al ponerme a investigar concienzudamente el sentido de tan enigmática frase descubrí, sonrojo, sonrojo, que ahora mismo hay una gran cantidad de chicas de por aquí, de la isla, que toman tranquilamente el sol sin la parte protectora superior, es decir, con los suspensorios delanteros liberados, es decir, con las dos glándulas pectorales por las que suspiran agarrarse los bebés y los no tan bebés, al aire. Es lo más natural del mundo, dicen. ¡Dios mío!, ¡si la última vez que estuve en la playa, hará de esto más de quince años, sólo alguna turista impúdica se atrevía a promocionar tal práctica! ¡Qué escándalo! ¡¡¡Llevadme a la playa, por favor!!! ¡Os lo suplico!… Aunque no sé si podría resistirlo…
Pero en mí existe también la otra parte, la otra mitad: la vanguardista, la más avanzada, aquélla que me hace pensar y sentir cosas tan especiales… En este apartado se arrellana el júbilo que me transporta hasta un cónclave místico cuando conquisto un nuevo peldaño después de haber invertido tanto esfuerzo y constancia.
Para según qué temas soy un hombre prehistórico; para otros me siento como un explorador que viaja hacia el portal de las estrellas. En algunos aspectos estoy cada día más débil, más apartado, más desviado a pesar de resistirme con uñas y dientes; pero por otro lado poseo cada día que pasa más vigor, más ganas de seguir investigando.
Mezcla de la más cándida de las ingenuidades junto con una penetrante inmersión en algunas cuestiones de la vida; así soy, así es como me defino.
Y tornear esta última parte depende básicamente de mí, de mi mente, de mi voluntad y sensibilidad, de la manera en que sepa utilizar y combinar estos ingredientes. Y este trabajo interior duro y minucioso no me falla: continúa dándome resultados, sorpresas estupendas, llenas de compensaciones.
¿Quieres que te cuente, apreciada investigadora, cuál es la última estación y meta a la que he arribado? Por supuesto no ocurre siempre que quiero; sólo puede investirme con sus laureles esporádicamente, hay que dejar atrás previamente muchas encalladuras despreciativas y que empequeñecen que no cada día logro superar; aunque cuando lo consigo la recompensa que me ocupa es máxima, inigualable.
Cuando arribo brevemente aquí me siento como si hubiera barrido todos los delitos y calamidades del globo terráqueo; como si fuese coronado rey del mundo; como el guerrero que ha obligado, por fin, al dragón a resguardarse en su cueva; y nada consigue desestabilizarme o lastimarme, absolutamente nada; y cada objeto está en un estado reposado y concentrado, propalando electrones de cordialidad.
Y la expresión de lo sucedido es tan aguda que no soy sólo yo quien se percata de la transformación sufrida; sino que mucha gente también lo nota, lo nota por mi mirada, que, dicen, tranquiliza, sosiega…
—¿Cómo lo haces? —me preguntan—: Transmites paz.
Sí, lo sé. Es mi último logro: hay momentos en los que soy capaz de transpirar paz.