Hoy he asistido a una boda, a la boda de un amigo de la infancia. He acudido acompañado por un túrmix de sentimientos: de perplejidad, de asombro por una parte; de alegría por mi amigo por otra. Lo que me remuerde no es tanto el deseo por signar yo también una ceremonia de estas características como el hecho de ver pasar algunos temas de la vida de esta manera: siempre desde la barrera, desde el margen, desde el testimonio mudo y trabado.
Recuerdo que no hace nada jugábamos juntos a las canicas e ingeríamos papillas para desdentados; después tuve que aceptar y acostumbrarme a que comenzase a frecuentar mi casa escoltado por un ser extraño llamado novia. Y ahora entramos en una nueva etapa, en una nueva etapa en la que me he quedado también apeado. Pronto, supongo, entrará en mi habitación soltando una manada de críos que me desbaratarán los papeles de encima de la mesa y se me subirán al cuello y me llenarán de babas… Es la vida. Es la vida, sí, pero me siento tan extraterrestre, tan apartado de ella en algunos aspectos…
Después de la boda de mi amigo se anuncian y le seguirán otras.
Y yo me las miraré; una a una les iré dando mi bendición desde la abstinente lejanía…
Es la primera boda a la que he asistido desde que soy mínimamente adulto. Ha sido divertido. Ha habido muchas cosas que me han llamado poderosamente la atención, como lo arreglada que iba la gente, especialmente lo embadurnadas que se habían puesto algunas señoras de maquillaje. ¿Cómo deben de hacerlo después para quitarse esa colección de ungüentos tan viscosos? Posiblemente deben de quedar muy aliviadas al conseguirlo…
Cuando el cura, siguiendo el ritual tan trillado, ha preguntado si había alguien que tuviera algo que objetar al enlace he resistido la tentación de abrir la boca para ver qué pasaba: me he comportado, esta vez sí, como un buen chico. Al finalizar la ceremonia, cuando el novio ha finiquitado el acto besando a la novia, esa misma boca que había mantenido cerrada se me ha derretido en un océano salivar: qué chiripa tienen algunos, yo continúo sin saber lo que es un beso en los labios, lo que se siente y a qué sabe.
En el convite he visto a la gente bailar. Nunca había visto de tan cerca cómo bailaba la gente. No me he perdido detalle: me ha hecho gracia, ha sido muy instructivo. Creo que, con las variaciones y adaptaciones pertinentes, yo también podría bailar con la silla y desde la silla. Un día tengo que probarlo.
Ha habido un momento en el que, en mi mesa, flanqueado por parejitas por todas partes, una parejita que tenía a mi vera se ha cogido de la mano: dedos entrelazados, caricias, pasión flotando en el ambiente. Entonces un estremecimiento ha torrefactado mis retinas, por lo que, aturullado, he tenido que bajar la vista: escocía demasiado.
Ha habido también otra instantánea memorable: cuando prácticamente todos los integrantes de mi mesa se han puesto a fumar y a beber alcohol en cantidades considerables hasta acabar, alguno de ellos, con la camisa arremangada, lengua hacia fuera, y manteniendo a duras penas el equilibrio sobre su asiento. Cuando he preguntado las razones de esta humorística conducta he recibido, en respuesta, un encogimiento de hombros y una insinuación de «esto es lo que se hace».
Sin ánimo de querer pasar por un fanático integrista que se dedica a impartir sermones, creo que a aquél que se encuentra bien consigo mismo ninguna falta le hacen las drogas o recursos artificiales para disfrutar de una buena velada. Entiendo que fumar o tomar alcohol con moderación en una fiesta forma parte de nuestra tradición social, aunque no simpatizo con el abuso que de estas sustancias hacen algunas personas. Por unos instantes me he imaginado cómo puede ser la vida de algunos de estos jovenzuelos sonámbulos dentro de veinte o treinta años, cuando sus excesos hayan podido reventar, por ejemplo, en un brillante cáncer de pulmón. Probablemente se pondrán a buscar, desesperados, una solución a su mal autoprovocado («pensaba que esto sólo les ocurría a los demás»); se pondrán a implorar de rodillas a la ciencia un remedio para sus dolencias («con los muchos avances que se producen algo tiene que haber, ¿no?»). Yo y otros como yo rompiéndonos el espinazo para tratar de encontrar un poco de luz que aplicar sobre el caciquismo de nuestras patologías; otros, consciente o inconscientemente, tirando piedras sobre el propio tejado de su salud.
Otra de las buenas intervenciones de la noche ha sido la conversación mantenida con quien por suerte o por desgracia le ha tocado sentarse a mi lado. He aprovechado, por supuesto, la coyuntura para enviarle las fuerzas especiales de asalto que la han achuchado con preguntas con el propósito de saber más acerca de sus gustos y aficiones, con tal de dilucidar su opinión sobre algunos temas de la actualidad. Me ha caído bien. He encontrado su profesión ciertamente muy interesante. Lástima que difícilmente volveremos a coincidir por ahí. Había que hacer algo. Como comprenderás, uno tiene que exprimir al máximo las salidas para disparar y esparcir anzuelos:
—¿Sabes que me gusta escribir?
—¿Ah, sí? ¿Y qué escribes?
—Poesía, relatos… Un poco de todo, excepto postales de Navidad… Lamentablemente no traigo conmigo ninguno de mis escritos…; pero si algún día quieres pasar por mi casa con mucho gusto te los enseñaré, y podremos proseguir con nuestra charla…
—No te preocupes, la semana que viene iré.
Probablemente habrá sido una de esas frases que se dicen para quedar bien; sé que no tengo que hacerme excesivas ilusiones… Pero seguro que estos días, al despertarme por las mañanas, habrá, entre el repaso de las cosas que tengo que hacer, un hueco, una pequeña motivación más constituida y acicateada por el deseo de que esa persona me obsequie con una visita que desbarate mis esquemas cotidianos con la introducción de un componente con ánima y dicción.
¿Será esta persona consciente de la gran alegría que puede proporcionarme? Ese rato que puede perder con cualquier tontería y que tanto bien me haría si me lo dedicase… ¿Con cuántas personas se debe de relacionar a lo largo del día? ¿Cuántas propuestas de quedar habrá formulado que no habrán llegado a consumarse, que se habrán perdido en el aire? No, espero que no sea una de esas personas que utilizan indiscriminadamente las frases hechas, y que al menos, por esta vez, cumpla con lo dicho…
Y seguro que cada venial ruido que escuche, cada leve pisada que detecte subiendo la escalera tensará la expectativa, disparará mi esperanza hasta el techo para caer en picado después. Tal vez sea así, pero no creo que pueda evitarlo.
Mis amigos piensan en casarse. Yo, mendicante especulador, suspiro por esa pizca de contacto con mis semejantes que impida que me precipite del todo en el ostracismo sin retorno.