Acabo de hablar por teléfono con un amigo que también ha sido designado como heraldo egregio y vitalicio de una de estas ambicionadas enfermedades. Sí, qué suerte tenemos algunos. Vive en una ciudad del norte de España, y esporádicamente suelo ponerme en contacto con él para saber cómo está y cómo le va la vida.
Considero que es muy importante que los distintos afectados puedan asociarse para tener más fuerza a la hora de reivindicar derechos y para no sentirse tan solos. Ahora bien, aunque querámoslo o no es cierto que tenemos experiencias que merecen ser intercambiadas y compartidas, tengo muy claro que la dolencia es sólo una rémora y una parte más del amplio espectro de una persona, pero que su tenencia no implica necesariamente que tengamos que tener más cosas en común o poseer una pareja forma de ser.
Yo, al menos, me considero algo más que un cuerpo, mucho más que una enfermedad, y hago todo lo posible para desarrollar mis capacidades y no caer en tales reduccionismos. Digo esto porque a muchos «normales» les encanta adosarnos a todos el mismo cliché, víctimas, posiblemente, de esa tradición analfabeta que trata de meternos a todos en el mismo saco porque así es más fácil mantenernos apartados y poder mirar hacia otro lado, comportamiento típico que desde siempre ha mostrado el ser humano en relación con las minorías.
Pero empiezo a sospechar que esta conducta obedece también a alguna causa orgánica relacionada con un déficit de sangre que no les debe de afluir al cerebro, ya que sólo así se entiende esa perorata de chalados que sostiene que todos los que sufren una determinada afección o se desplazan en una silla de ruedas tienen que pensar de una misma manera o tener en común idénticas aficiones. Es algo tan estúpido como argumentar que todos los que conducen una determinada marca de coche son tontos. Se supone que habrá de todo.
No hay que confundir los medios de locomoción (coches, sillas de ruedas) ni la fisionomía corporal con la forma de ser de una persona, aunque indudablemente hay factores que malquistan a los cuerpos que influyen decisivamente en la conformación de las personalidades.
Cada ser humano es un universo único e irrepetible, y no pienso aceptar ni claudicar ante los discursos erráticos que pretenden englobar a las niñas con las niñas y a los enfermitos con los enfermitos.
Eso sí, al hablar con este amigo por teléfono uno se da cuenta de que la sustracción del movimiento corporal nos imposibilita de vivir una baraja de vivencias muy similares. Es curioso porque, indagando en las causas responsables del pesar tanto mío como de otros como yo, uno descubre que las condolencias no se centran tanto en las vicisitudes degenerativas como en los aspectos correlacionados, a saber: la odisea que supone poder salir por ahí, la continua e imparable fuga de amigos, el deseo de amar y ser amado…
Me reafirma esta evidencia la conversación mantenida con mi amigo. Le oigo relatar cómo tuvo que dejar la escuela a una edad muy temprana, con la diferencia que, por diversas circunstancias, no pudo volver a reconectar ni intelectual ni socialmente, por lo que lentamente el indeseable encogimiento empezó a hacer mella en él.
—¿Y tú qué haces? —me pregunta, al tiempo que desliza—: Yo juego todo el día con los videojuegos.
¿Qué hago? ¿Qué le digo? Entiendo perfectamente su postura, su desenlace. Yo también sentí y siento esa misma disyuntiva en mi interior, sólo que, por lo que sea, yo no fui tragado o no he sido tragado aún por ella. Le entiendo perfectamente, entiendo que no haya podido contener esa presión tan grande que nos engulle. Tal vez algunos de nosotros han tenido que volverse mentalmente como niños cuando no han encontrado esa ruta alternativa por la que seguir adelante, o no han tenido la suerte de disponer de ese apoyo puntual de un semejante, o simplemente porque sus fuerzas no han dado para más.
La voz de mi amigo suena entrecortada, noto el esfuerzo que le cuesta modular las palabras. Probablemente pronto necesitará que le coloquen un respirador para poder seguir respirando, para poder seguir jugando a los videojuegos.
Me despido afectuosamente y cuelgo el teléfono. Lo importante, lo realmente importante, es que ésta es su motivación para vivir. Mátalos a todos, amigo mío, mátalos a todos. Sigue apurando hasta el final tu ocupación, tu objetivo. Pero sigue viviendo, sigue viviendo…
Caemos como moscas, uno detrás del otro. Pelotón de fusilamiento que nos va apuntando y disparando de derecha a izquierda, siguiendo un frío y meticuloso orden; respetando escrupulosamente el turno: ahora te toca a ti; mañana a mí.
Yo debo seguir con mi vida, con mi contienda particular, custodiar como sea las razones para afrontar los días. Tengo que hacer todo lo posible para mantener alzadas las constantes vitales de mi plan, de mi «porqué», de mi causa por la que tan enérgicamente aposté en su momento: el empeño para que mi conciencia continúe agrandándose y prosperando cada vez un poco más y, por ende, mi fe en la evolución del ser humano de un modo global (tanto en su faceta científica, como sentimental, social y moral).
Sí, éste es el clavo ardiente al que yo me agarro.