Cuando quiero, puedo llegar a ser la persona más huraña y desagradable de este planeta y de buena parte de la galaxia vecina. Puedo llegar a ser malo, muy malo, aborreciblemente malo.
Pero tengo que hacerlo; a veces no queda más remedio que actuar así. Es lo mejor para todos.
Mi madre ha estado preocupada porque se acerca la noche de fin de año. No es que me lo diga abiertamente, pero lo sé, lo noto transversalmente por su manera de obrar, lo percibo en el ambiente. Sé que si no intervengo de una manera rápida y tajante probablemente no aceptarán la propuesta de irse a cenar con unos amigos para no dejarme solo.
Y no lo pienso consentir: aquí el que está enfermo soy yo; no quiero que mi familia se implique y le afecte más de lo que ya lo está. He participado en las típicas concurrencias familiares hasta un cierto punto, hasta una determinada edad, hasta el momento en el que consideré que era muy importante, imprescindible, que cada uno tratase de hacer, en la medida de lo posible, su vida.
Ya estamos lo suficientemente enganchados.
Tienen que hacerme tantas y tantas cosas, tienen que estar tan pendientes de mí, que cualquier pequeño respiro que puedan tomarse es en verdad un saneamiento paliativo para todos.
El problema radica en cuáles pueden ser las alternativas en un caso como el mío, en el que al ser una persona adulta a la que lógicamente ya no le apetece salir con sus padres te quedas, al no poder entrometerte por los recodos que desearías, en una extraña zona muerta caracterizada por la convivencia con la soledad, tanto con sus aspectos positivos y creativos como con sus excesos menos favorables.
Si mi madre tuviera otro tipo de carácter yo podría mostrarme, tal vez, de otra manera. Pero mi madre es demasiado sufrida; y sé que en el caso de ir a cenar con sus amigos lo haría con un sentimiento enrarecido de culpabilidad e intranquilidad permanentes. No, no pienso consentirlo. Haré todo lo posible para evitarlo.
Seré malo, muy malo, insoportablemente malo.
Cuando mi madre ha entrado en la habitación yo ya tenía preparado el guión de mi estrategia que, en fingida recién ocurrencia, he desabotonado:
—… Por cierto, mamá: la noche de fin de año ya podéis olvidaros de quedaros aquí. Haced el favor de largaros de casa. No os lo pienso repetir: a mí estas fiestas me parecen un asco, una porquería, por lo que si os quedáis aquí no pienso salir de la habitación. Así de claro. Fu-e-ra.
—Pero…
—No te lo voy a volver a repetir: ¡no me gustan estas fiestas! ¡No las soporto! Así que os pido que vayáis a esa cena. Yo estaré bien, para mí es como si de un día normal se tratase.
—Bueno… ¿Te puedo dejar al menos las uvas en un platito?
—No me gustan las uvas.
—¿Te preparo algo especial para cenar?
—No.
—Eres un antisocial…
—Sí.
Soy malo, muy malo, repulsivamente malo; pero me salgo con la mía. De otra manera, me hubiera resultado más difícil echar a mis padres de casa. Los conozco muy bien; sé cómo tengo que actuar.
Así pues, me he preparado y dispuesto para pasar esta noche a solas, como tantas otras. Mi mentalización es la de intentar afrontarla como si de una noche más se tratase, aunque en mi fuero interno sé que va a resultar un propósito prácticamente inviable a tenor de la gran cantidad de señales circundantes que continuamente se encargarán de recordarme y resaltarme lo contrario. Difícilmente será como otra noche cualquiera, pero estoy decidido a pasármelo lo mejor posible sea como sea.
Haré una fiesta: montaré mi propia fiesta a la que invitaré a lo más granado de mí mismo y a mis personajes de ficción favoritos. Quiero disfrutar cuanto pueda de esta velada. A Áxel no lo voy a invitar, por malo, por ser casi tan malo como yo, aunque seguramente aparecerá: su presencia suele estar asegurada allí donde intuye que puede haber buen material donde sembrar cizaña.
Cada vez que se avecina una fecha señalada en la que se celebra algo se produce en mí una tempestuosa confrontación entre mi intento de mentalización para que ese día transcurra como otro cualquiera y, por otra parte, el ambiente de disoluta sensualidad que me rodea, que, con sus provocativos cantos de sirena, me recuerda constantemente lo que me estoy perdiendo. Generalmente el resultado de este encontronazo se queda en un estado intermedio entre la alegría y la tristeza en el que mi ánimo se reviste ligeramente de un punto resignado de desazón…
He analizado esta cuestión con detenimiento, llegando a la conclusión de que lo que muchas veces añoro no es tanto participar en la fiesta de un modo en concreto y estandarizado (debido a mi forma de ser no me veo, por ejemplo, recibiendo en estado etílico al año nuevo), sino tener proscrita la posibilidad de poder hacer mi fiesta; de poder romper con la cadena de hábitos diarios fabricándome la manera, sea cual sea, de participar en ese festejo. Tal vez si estuviese bien me apetecería celebrar esta noche yendo con mi novia a dar la bienvenida al amanecer, o tal vez lo que me apetecería sería organizar una cena hawaiana o no hacer absolutamente nada, no lo sé, pero lo que me revienta es no tener entre mis manos esa posibilidad de libre elección. La habitación, siempre la habitación. Y sé que en parte este achaque de rebeldía es positivo, lo malo sería que me diese todo igual, que me importase un comino, que no experimentase deseo alguno… Es un buen síntoma, signo inequívoco de que hay algo dentro de mí que está vivo y que clama por seguir viviendo.
Pero como no puedo escoger a voluntad, como otras opciones no están, por ahora, disponibles, tengo que tratar de sacar el máximo provecho posible de lo que tengo; estoy empeñado, por orgullo y guerra declarada, en intentar solazarme con los mimbres con los que cuento. Venga, fuera malos humores; a ver, ¿qué hay en la despensa para formar un atractivo guateque?
Música, perfecto. Éste será el plato principal, la estrella de la noche. ¿Qué estilo elijo? Tengo que pensarlo ya porque debo indicarles a mis padres qué compacto quiero que me inserten dentro de la cadena de música antes que se marchen. Dudo: o el Réquiem de Mozart o el berrido viripotente de Metallica. Gustos amplios; amplios y dispares; reflejo de mi exploración pertinaz por abarcar el registro de la expresividad humana, que parece inacabable. Y aún me queda tanto y tanto por conocer… Jazz, por ejemplo, apenas conozco el jazz… Música, música variada y oportuna dependiendo, su elección, de mi estado de ánimo.
Mis hermanas han entrado para decirme adiós; se marchan a una fiesta. Van muy pintadas y visten de negro. ¿Por qué visten de negro? Me han dado un beso, y luego, al acecho, he aprovechado la propina que se me ha puesto a tiro para cogerle la mano a una de ellas. Al menos hoy tendré cubierta la necesidad de tocar y ser tocado. Una cosa menos de la que preocuparme. Empezamos bien, es un buen augurio.
—¿Me podéis poner el compacto de Mozart? —me decido finalmente.
—Claro. ¿Cerramos la puerta?
—Es igual, la podéis dejar entornada.
—Buenas noches. Feliz año.
—Pasadlo bien.
En fin, será cuestión de centrarme en lo mío. El silencio paulatinamente me irá envolviendo como un mullido colchón en el que hallar la mansedumbre o como la puntiaguda estera del faquir cuyos clavos, al atravesarme, pueden causarme congoja; puede presentarse como la llave que puede abrirme la mente a disposiciones superiores o como una obscura capucha en la que disgregarme, oprimido. Soy hijo del silencio y, en general, acabo quitándole las púas dañinas a la soledad para moverme con soltura y fruición dentro de ella. Esta vez también tengo que lograrlo, lograrlo una vez más… ¡Qué despiste! ¡Qué fallo!
—¡Ehhh! —grito.
Al cabo de unos instantes una de mis hermanas asoma la cabeza por la puerta. Menos mal que no la habían cerrado del todo y que aún no se habían marchado.
—El mando… ¿Me lo puedes acercar?
El mando con el que manejar la cadena de música había ido a parar lejos, muy lejos, a medio metro de mí; hasta una zona turbia y remota, prohibida, a la que mis fuerzas no arriban, fuera del alcance de mis dominios… Menos mal que me he dado cuenta de ello a tiempo, un poco más y me quedo sin primer plato. A ver, ¿qué más hay en la despensa? Televisión. Sí, otra actividad aprovechable. Hoy la usaré en uno de mis modos favoritos: encendiéndola pero quitándole el volumen, dejando únicamente las imágenes parpadeantes para que me hagan compañía pero inventándome los diálogos.
Quiero que la música sea hoy la gran protagonista. Es lo que más me apetece.
Empiezo a notar como un peso con sabor a náuseas se está acomodando en mi pecho y comienza a rasparme. Son los primeros escarceos de Áxel, lo sé, sus primeras manifestaciones encaminadas a tratar de amargarme la noche. Pero estoy preparado para el abordaje. No me la vas a amargar, no me la vas a amargar.
Tengo experiencia de otros años, de otras encrucijadas, de otras situaciones calcadas, idénticas, por lo que sé lo que debo hacer, cómo tengo que actuar. El paso de los años presenta un doble sentido: por una parte el estar habituado a manejar este tipo de lances; pero, por otra parte, el discurrir de los años trae consigo también el dolorido impacto del desgaste al sorprenderte haciendo siempre prácticamente lo mismo, con pocas variables a tu disposición con las que poder aspirar a romper esa monotonía que, de tanto repetirse, va dragándote y lesionándote tu resistencia cada año un poco más. Pero, incluso así, tengo que intentar solventar la situación en la que me encuentro lo más satisfactoriamente posible.
El ahora es lo que importa, esta noche es lo único, la partida que hay que ganar. Aunque canse, aunque agote, aunque el acto de apechugar sea siempre el mismo. Pero no pienso apearme aún de los principios firmados sobre los que me sostengo. Manos a la obra. Hay que ponerse a trabajar ya. Objetivo: intentar pasar una buena noche, que el pesar que horada mi pecho no consiga hacerme sucumbir.
Pongo música. Los primeros compases y movimientos no me dicen nada, no logran conectar conmigo, entran y salen por mis oídos sin apenas inmutarme. Así no vamos a ningún lado. No habrá nada que hacer.
Apago la música, apago también el televisor. Tendré que emplearme a fondo: el coágulo es mucho más grande y espeso de lo que en un principio había creído. Cierro los ojos. Lanzo un par de sondas escrutadoras hacia el epicentro del bolo obstructivo con la finalidad de averiguar con qué razones está hecho. Poco a poco, con paciencia y firmeza, voy desenredando el meollo de tanto fastidio:
Los primeros análisis efectuados me hablan de unos motivos abanderados por el hastío, por un agotamiento provocado por mis reiterados llamamientos a su movilización y petición de un esfuerzo más. Están cansados, cansados de que este esfuerzo no sirva para salir de este pantano y aspirar a algo más que a la mera subsistencia; de dar un paso y al día siguiente tener que darlo otra vez porque resulta que no te has movido de sitio. «Os comprendo, entiendo perfectamente vuestra postura, pero no tenemos que darle esta satisfacción a Áxel. Os necesito, os necesito en plena forma, os necesito otra vez. ¿Acaso no es un reto interesante tratar de disfrutar de esta noche especial?» «El año pasado nos dijiste lo mismo…» «Esto ya forma parte del ayer…, lo que tenemos por delante es lo que importa…» Parece que mi técnica de aproximación ha dado buenos resultados, ya que lentamente esta congestión de elementos sombríos, al sentirse consolados, se van calmando, aquietando… «Hay que ponerse a trabajar, muchachos. Vamos, vamos, arriba todo el mundo; hay que salir de aquí…» Y las postas negativas, más predispuestas ya, comienzan a agitarse como un puñado de culebras sacadas de debajo de la tierra; demandando un enemigo al que dirigirse, al que atacar… Arribado a este punto rebusco en mi mente algún pensamiento positivista para mitigar su glotonería y darles el empujón definitivo hacia mis dominios; un recuerdo, algo, algo bueno que haya protagonizado o que tenga un sentido especial para mí, una escena en la que aparezca feliz y radiante como ésa en la que gozo inmensamente contemplando el mar. Sí, esto es…, esto es lo que quiero… Y le arrojo a la jauría gástrica esta estampa; y las culebras guerrilleras, con ganas de armarla, se la van pasando unas a otras impregnándose con su contenido y multiplicando y multiplicando las dimensiones de la fotografía hasta que el espíritu de ésta acaba por llenarlo todo, por ocupar todo el espacio mental disponible. Aquí es cuando aparece, finalmente, el signo visible de que la maquinaria puesta en marcha funciona: en mi rostro se transparenta una sonrisa; una sonrisa tenue, tímida al principio, pero zócalo desde el cual poder aspirar a un estado de bienestar superior. Ya está: la fiesta acaba de comenzar. Ahora que interiormente estoy en posesión de la gracia venturosa, no será muy difícil pasármelo bien: cualquier cosa, por pequeña que sea, bastará para colmarme.
Vuelvo a encender la cadena de música, a dejar correr el mensaje aparcado en el pentagrama. Estoy mucho más receptivo, más sensibilizado, por lo que el ritmo y la melodía ya no pasan de largo sino que me fundo en ellos, como una nota más. Música, más música, pero no para evadirme y no pensar, sino precisamente para pensar en ella; para vivir intensamente su letra y su contenido; para interpretar y hacer mía la historia que quiere contarme. Qué placer, qué comilona.
Al acercarse la medianoche mi estado de ánimo era bastante aceptable, por lo que, sereno y centrado, he seguido por la televisión el ritual de las campanadas deseando, tanto para mí como para mis allegados, un próspero año nuevo. Que el próximo año nos permita, al menos, estar aquí para volver a celebrarlo.
Concluido mi deseo me he dedicado a hacer zapping por los distintos canales de televisión; cuánta fiesta, cuánto jolgorio… He estado así un par de horas hasta que mis padres han regresado.
Mi padre, para no perder la costumbre, me ha desnudado y me ha metido en la cama. Para no perder tampoco la costumbre, ha limpiado y puesto crema sobre las vanidosas llagas que agujerean mi trasero. Tengo el trasero como si me hubieran sodomizado cuarenta y tres orangutanes en celo. Me suelen doler bastante estas heridas, especialmente una. Definitivamente, el ser humano no está hecho para estar sentado: sólo que pudiera ladearme un poco la sangre que irriga esta zona podría circular con mayor facilidad, y mis huesos, mis propios huesos, no me traicionarían convirtiéndose en afilados cuchillos que se abren paso, sin compasión, a través de mis carnes. Al llegar al mediodía necesito imperiosamente tumbarme unas horas en la cama para cambiar de postura y no empeorar la situación. Las punzadas de dolor que siento suelen ser tan despiadadas que me siento como la res soportando las perforaciones del picador. Exactamente igual.
Una vez en la cama, luces apagadas, oscuridad reinante, me he pasado un largo rato escuchando los bocinazos de los coches que transitaban con la música a toda pastilla; y los gritos y la jarana que armaba la gente al pasar por mi calle. Los he escuchado en silencio, desde una profunda quietud, desde la inmovilidad más extendida que sólo deja sin domeñar el corto recorrido de mi cabeza de lado a lado.
La mayoría del griterío captado correspondía a gente joven, a gente de mi edad, que posiblemente nunca llegará a sospechar el tipo de vida tan diferente que puede llevar un igual a escasos metros de donde tan improvisadamente traveseaban.
¿Y será siempre así? ¿Toda mi vida así? Yo he cumplido con mi cometido de tratar de pasármelo bien esta noche y que mis padres gozaran de un poco de libertad, pero no sé si puedo garantizar el logro cada año. Dudo.
Áxel, aprovechándose de mis arcadas de incertidumbre, ha venido a verme y se ha sentado sobre la cama.
—¿Te rindes? —ha inquirido.
Pero hoy apenas he podido contestarle; estaba muy cansado y he carecido del brío y energías necesarias para poder mostrarle una resistencia torácica y rocosa. Tan sólo he podido articular:
—Mañana será otro día, mañana será otro día.