Ha llegado un nuevo verano. Estoy camuflado detrás de una de mis camisetas explosivas; y puedo verme mis brazos desnudos y blanquecinos, delgados y débiles. Qué gustillo.
Hace un calor sofocante en mi habitación; la camiseta se me pega, la respiración la noto más pesada, el ambiente: tropical, pero estoy contento porque ha venido a visitarme un querido colega que suele hacer su aparición por estas fechas. Se trata de una mosca, una mosca a la que cariñosamente he bautizado con el nombre de Willy; aunque la verdad es que no sé a ciencia cierta si es macho o hembra, o si el ejemplar que me honra con su visita es exactamente el mismo que el del año pasado, pero éstos son detalles secundarios…
Willy sobrevuela con curiosidad, tal vez incluso con algo de reverencia, cada uno de los rincones de mi habitación con su indiscreto e irritante zumbido similar al ronroneo que emite el motor oxidado de una barca. De tanto en tanto, tal vez porque sea un poco imprudente o porque se le debe de nublar la visibilidad, se estrella espectacularmente contra algún cristal de la ventana; pero parece no darse por enterada, ya que al cabo de un rato, reincidente, vuelve a colisionar, de lleno, otra vez. En esto se parece mucho a nosotros, los humanos, los seres humanos, que solemos tropezar con la misma piedra.
Creo que a Willy, cuando disemina acrobacias entre las paredes de mi cuarto, le debe de impresionar y llamar la atención el escaparate de objetos que pueblan este museo cosmopolita en el que se ha convertido este recinto, donde las personas que me importan o me han importado han ido dejando su huella y su perfume, bien sea en forma de un presente material o de una fotografía expuesta, para que no me olvide de ellas.
¿Pero cómo puedo caer en el olvido? Cada vez que alzo la vista choco con alguno de estos objetos que han sido toqueteados, y, por tanto, mantienen aún una aureola de sus antiguos propietarios que me compromete a no poder deshacer fácilmente esa remembranza: continúa tersa, la vuelvo a revivir gracias al proceso de reconstitución constante al que le somete mi mirada.
Y así, en esta cápsula tan hermética en la que me hallo censado, ¿cuántas veces al día puedo llegar a pensar en una persona? ¿Cuántas veces? Por mucho que trate de entretener a mi vista, por muy ocioso u ocupado que esté, sobra aún mucho tiempo; son muchas las horas y horas que hay que pasar aquí dentro, por lo que no puedo evitar que mi mirada se pose a lo largo del día, como mínimo, unas diez o quince veces sobre un objeto determinado, con la consiguiente asociación con esa persona y la resurrección de su recuerdo.
Willy ha aterrizado ahora sobre una fotografía en la que aparezco junto a un jugador de baloncesto norteamericano, oscuro como el carbón, que llegó del Bronx para enrolarse y ganarse el sustento en un equipo de estas lejanas latitudes. Su cuerpo era tres veces más grande que el mío. Venía a verme encofrado siempre con esos cascos y esos auriculares que sólo se debía de quitar, supongo, para dormir. Me pedía si le podía grabar vídeos de música rap de un canal de televisión internacional. Yo nunca había escuchado este tipo de música antes. El gigante negro, cuando tenía hambre, me lo hacía saber llevándose la mano hasta la boca y chapurreándome un: «¿Tener cookies?». Se refería, obviamente, a si teníamos pastissets, un dulce típico de la isla. Devoraba los pastissets como si fuesen limaduras de aire, como si tuviese un agujero en el estómago. Después de habérselos embuchado, anotaba veinte puntos por partido.
Hoy me encuentro un poco más cansado de lo que suele ser habitual. Esto me pasa por trasnochar tanto. Soy un caso perdido; no tengo remedio. He alargado, por ello, la media hora concertada de descanso matinal; el rato que me tomo para estirar un poco los músculos de mi cerebro. Suelo poner algo de música para acompañar y facilitar esta distensión. Mi vista persigue, encandilada, a Willy, que se acaba de dar un aparatoso porrazo contra el cristal. Ha sonado como el crujir de la falange de un dedo de una mano; no he podido evitar descargar una rimbombante carcajada. Como venganza, Willy ha venido a zumbarme, poco después, a la oreja, y ha intentado atracar en mi cabeza. La he espantado con un golpe seco de occipital y con una retahíla de palabrotas muy gordas y muy feas. No ha tenido ninguna gracia. Me he cabreado. Por un momento he estado tentado de pedirles a mis padres que traigan el insecticida cuando entren en la habitación; aunque finalmente he desestimado la idea: sé que no soportaría escuchar el estertor del pobre insecto sobre el suelo. No, no lo soportaría.
Para contraatacar he pensado también en quedarme totalmente quieto, como una estatua, dejando la boca abierta para que Willy se confíe, entre en ella, y luego cerrarla y atraparla. Pero la verdad, me ha parecido una idea un poco asquerosa. Creo que seguiré con los meneos de cabeza y con los insultos muy gordos y muy feos para repelerla cuando vuelva por aquí en busca de camorra.
Estos días una meditación tibetana no para de perseguirme y de auparse sobre las cavilaciones regulares. Estos días, no sé cuál fue la razón que la desató, estoy dándole vueltas a la reflexión acerca de cómo sería mi vida si no pudiera ver, si fuera ciego. Tal pensamiento se empotra, ladrador y pendenciero, en varios momentos a lo largo de la jornada; reclamando mi atención y el empleo de todos mis medios para no malbaratar su chuletón ofertado. Y entonces, cuando viene, lo atiendo cortésmente con la concentración e intento interpretar, comprender, despejar su asunto. Y lo hago con un picadillo de terror y agradecimiento al darme cuenta de que prácticamente en todo lo que hago interviene y necesito de la vista: para leer, escribir, mirar la televisión, contemplar el mar…; por lo que al tiempo que me siento encantado por tener unos ojos sanos me fustiga la incertidumbre de qué sería de mí si fuera ciego… Me volvería loco, seguro. Supongo que si físicamente estuviera bien pero me fallara la vista desarrollaría y me decantaría hacia otras actividades, y sería menos duro; pero si además de esta situación de inmovilidad tan contraindicada mis ojos estuvieran también paralizados creo que no lo soportaría, sería una tortura inaguantable. Menos mal que, al menos, puedo ver perfectamente… Y veo tantas y tantas cosas…; y me quedan tantas y tantas cosas por ver…
Me gustaría saber si hay más gente a la que periódicamente le visite alguna reflexión de este tipo. Supongo que sí, aunque sospecho que si ésta aparece probablemente la debe de espantar como hago yo con Willy cuando se acerca demasiado.
Yo procuro, cuando surge, no evadirla, sino que trato de huronear en ella, en su interrogación; y si bien es cierto que su primera capa, su primer bocado e impresión saben fatal al imaginarme la vida tan terrible que llevaría si fuese ciego; la segunda fase y sensación que se abre más allá, debajo de su superficie, es de una solsticial mueca de alegría.
Y es que te quiero tanto, vista mía…
Tengo las dos ventanas de mi habitación abiertas de par en par, batida y búsqueda de una corriente de aire fresco que aplaque unas décimas este bochorno. A falta de este elemento mitigador tan preciado, se cuelan por las ventanas otra clase de divertimentos alternativos. Tal vez sea verdad aquello que dicen de que cuando uno tiene inutilizadas determinadas facultades desarrolla intuitivamente otras; y si los ciegos ejercitan el tacto para apresar información del exterior creo que yo he hecho lo mismo con mis oídos, ya que hasta a mis pabellones auriculares llegan, procedentes de la calle, una serie de situaciones muy divertidas y constructivas.
Dos señoras de mediana edad, deduzco por el tono de sus voces, están departiendo, ubico, cerca del portal de mi casa. Presto atención; hacia ellas dirijo la parabólica de mis oídos chismosos. Escucho. Parece que están manteniendo una charla amena y prometedora. Seguro que podré sacar algo de provecho:
—¡Qué calor hace! Es un infierno. No recuerdo un año como éste.
—Sí, tienes razón…
(Curiosidad: ¿por qué cada año en el contexto popular suele ser peor que el anterior?)
—¿Y qué tal está tu hijo?
—Pues bien, trabajando, aunque un exceso de horas… Y los tuyos, ¿qué tal están?
—Bien también, aunque mi nuera un poco delicada ya que el otro día tuvo un esguince en una pierna.
—Vaya por Dios, espero que no le pase lo mismo que a mi Paco, que le tuvieron que operar dos veces.
—¡Es que la Seguridad Social está fatal, es una vergüenza!
—¡Y tanto!… Por cierto, el próximo día tengo hora para que me miren la espalda, tengo un dolor, aquí, que me impide agacharme con facilidad.
—Se nota que te duele: haces mala cara.
—Tú también haces mala cara.
—Es que además de tener un dolor en la espalda como tú, también me duelen los riñones y la vesícula.
—Pues a mí las varices me molestan mucho.
—Pues si te hablase de mi tensión…
Escucho, intrigado, este combate y carrera para ver cuál de las dos está peor. Resulta digna de estudio la tendencia que presentan a veces algunas personas por querer estar enfermas; este mercadeo y culto a la enfermedad bajo el que posiblemente no subyace otra cosa que una ferviente llamada de atención, de consideración, de afecto, de comunicación…
He pensado durante unos momentos en bajar las escaleras y unirme al dúo para revolucionar un poco más el ambiente, pero finalmente he desestimado la idea; y no sólo porque al pedirles a mis piernas que me acompañasen éstas me han dicho, para variar, que no, sino porque prefiero, sinceramente, me atrae más, quedarme aquí dentro y seguir pensando en lo afortunado que me siento… por tener ojos…