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Y ésta es la gran pregunta: ¿es posible ser feliz con una enfermedad de este tipo? La respuesta es arriesgada, temeraria, pero creo que sí, creo que se puede aspirar a un cierto grado de felicidad (entiendo la felicidad no como un estado ultramundano ni permanente, sino como la suma de pequeños momentos que, al hacer balance, arrojan a tus labios la pronunciación de tal palabra) mientras no haya un dolor físico insoportable o una privación total de contacto humano; mientras siga habiendo un relativo margen para poder realizar alguna actividad que te entretenga y te apunte motivos, ilusiones, alguna razón que otra por la que consideres que vale la pena seguir viviendo. Creo que mientras existan estos requisitos mínimos la posibilidad de poder degustar esta felicidad seguirá estando abierta, aunque en última instancia la consecución o no de esta conquista variará y dependerá de la predisposición y de las habilidades para alcanzar dicho fin habidas en cada sujeto.

El ejemplo anteriormente descrito del encuentro con ese amigo es lo suficientemente ilustrativo: él tiene un cuerpo sano, fibroso y macizo, pero es infeliz, tremendamente infeliz. Por lo que la conclusión es muy sencilla: poseer un cuerpo funcional no garantiza nada, absolutamente nada; puede ser un componente importante que bien utilizado pueda conducirte hasta cúspides muy variadas y repletas de traqueteo, pero, a fin de cuentas, en el fondo de todo, todo pasa y se reduce a saber emplear correctamente el centro capaz de articular o de generar estas sensaciones de delectación: el cerebro. Con cuerpos fortachones pero sin mentes dispuestas a trabajar y a fabricar esta felicidad no vamos a ningún lado.

Fisiológicamente hablando, esta sensación de complacencia omnímoda se produce al estimular ciertas áreas del cerebro; por lo que las evidencias apuntan claramente a que el interruptor que regula el paso hasta esta felicidad está, una vez más, en gran parte dentro de cada uno de nosotros. Por muy pudiente y sugestivo que sea el ambiente en el que estés en cuanto a oportunidades ofertadas se refiere, si no sabes emplear correctamente la mente para tramitarlas y salpimentarlas, nada conseguirás: no te moverás de tu sitio, y las ocasiones pasarán por tu lado sin que atines a sacarles partido. También puede suceder todo lo contrario: poseer un buen mobiliario mental pero residir en un ambiente muy pobre en cuanto a animación periférica que llegue hasta ella, y a la que ella pueda también dirigirse. Así pues, tal vez la felicidad más lograda se obtenga en el equilibrio y de la comunicación entre los dos mundos: el externo y el interno.

Creo firmemente que aquellos afectados por alguna de estas dolencias que esperen a ser felices a que llegue el día de la ansiada solución a sus respectivas enfermedades están totalmente equivocados. Con la soltura de cuerpo podrán disponer de mayores facilidades para poder hacer más cosas; podrán aspirar, quizás, a un grado de bienestar más elevado; pero si quieren ser realmente felices deberán disponer de una sólida, amplia y productiva base interior. Y para disponer y encontrar esta base hay que empezar a moldearla desde ahora, desde este preciso momento, siendo lo que venga un complemento a esta base. Quien sea incapaz de sentirse mínimamente dichoso ahora, muy posiblemente no arribará nunca a sentirse así en el futuro, por mucho que pueda correr y saltar. Es un reto, un reto de física cuántica intentar apañar esas pipas de felicidad en una tesitura física tan complicada. Pero un reto muy atractivo por el que vale la pena forcejar, ya que aunque uno es consciente del enorme esfuerzo que hay que hacer para levantar la cabeza de la pesada cruz que arrastras para recibir durante unos instantes a esas esporas de éxtasis, cuando lo consigues, a tenor de estos agravantes, la satisfacción es también mucho mayor.

Y, en el día a día en el que vivo y me centro, trato de entretejer esos momentos de felicidad con lo que tengo, con lo que está a mi alcance, con lo que entra dentro de la órbita de mis posibilidades; peleando por incautarles unos tarugos de rendimiento a cada situación por intratable que parezca, ya que estoy sindicado al principio demostrado de que hasta en los escondrijos más insólitos puede haber petróleo. Y lo hay, ciertamente lo hay.

Duermo boca arriba, en una posición en la que mi escasa movilidad se ve aún más reducida, limitándome a poder mover únicamente un poco la cabeza de lado a lado. Tendido así en el lecho se entremeten, especialmente en los cambios de estación, retratos picasianos como tener calor y no poder estirar siquiera las sábanas hacia abajo; o viceversa: tener frío y sentirme desarmado por no atinar a subirlas esos escasos centímetros que me conducirían al olimpo del confort y del sueño restaurador.

Me lleva unos días de tanteo ajustar las sábanas hasta el punto exacto en el que no tendré frío ni calor. Hay que ir probando y tanteando hasta dar con la medida apropiada. Tengo cerca de mí un aparato de ésos que se usan para escuchar lo que está haciendo el bebé en la cuna encendido toda la noche, por lo que simplemente con mi voz puedo llamar a mis padres para que vengan a auxiliarme en caso de necesidad; lo cual es un alivio, me hace sentir menos indefenso, aunque procuro no molestarles si no es del todo imprescindible. Saber que me pueden escuchar es un consuelo, aunque a veces tengo que ir con cuidado para no sorprenderme a mí mismo hablando solo si no quiero informarles de algún inconfesable secreto de alcoba.

Recuerdo una vez en la que no pude prescindir de llamarles: un día en el que, sobre las tres de la madrugada, comencé a sentir un picor pirómano en una zona de mi anatomía imposible de ser descrita. El escozor, lejos de aplacarse, fue aumentando y aumentando de intensidad hasta que, cuando no pude más, tuve que implorar la venida de mis progenitores. Al final la causa de tan misterioso picor no fue otra que una hormiga exploradora que, deslumbrada por lo que había descubierto por esas bajas regiones, había llamado a una numerosa pandilla de amigas para que vinieran a echarle el diente a tan innombrables partes…

Mi padre suele levantarme siempre a la misma hora. Como ya te he contado, para mí es muy importante mantener una cierta disciplina, seguir un horario para evitar caer en la dejadez. Generalmente ya estoy despierto cuando mi padre viene a levantarme, y suelo aprovechar los ratos de espera de liosas y plurales maneras: componiendo poemas que luego se me olvidan, recitando y repasando alguna conversación celebérrima, revisando mentalmente las tareas que tengo programadas a lo largo del día… No poder ponerse en pie y en marcha cuando a uno le apetecería, verse obligado a aguardar la intervención de los demás para ello prácticamente te obliga, tanto si quieres como si no, a juguetear con tu bola cerebral. Y esto tiene sus ventajas, como pilotar por sintonías extranjeras, aunque también el inconveniente de dar, a veces, demasiadas vueltas a las cosas.

Pero incluso en estas ineluctables pausas de espera procuro no desperdiciar el tiempo, y las estudio en busca de esos gramos de felicidad. Soy un cazador especializado en esos sucintos momentos de gloria; cuantos más consiga meter en el saco, más orgulloso me siento, mejor me gano el jornal.

Y uno de los pequeños placeres que suelo concederme y que contribuyen a rellenar la cesta de esa felicidad consiste en despertarme adrede muy temprano, cuando aún está oscuro, cuando las calles no están puestas, cuando el mundo es informe (no ha sido creado aún), para asistir al milagro natural que transcurre en mi habitación: ese espectáculo extraordinario que se despliega ante mí al contemplar, desde un silencio grave, emotivo, cómo los resquicios de mi ventana y de mi cuarto se van llenando, poco a poco y suavemente, de luz, de una neta luz…

Ver amanecer, aunque sea a través de esas aberturas tan minúsculas, aunque sea desde esta ubicación tan improcedente, me causa líricas sacudidas de placer; y me retrotrae reminiscencias de mi infancia cuando admiraba las salidas de sol, pies descalzos, hundidos hasta el fondo en la tierra húmeda, desde el huerto de la casa de mi abuela.

Y estos pacíficos e impresionantes amaneceres tienen su colofón cuando empiezo a escuchar, postrado en mi cama, el cántico elogioso que los pajaritos ufanos vienen a interpretar para darme los buenos días.

Buenos días, buenos días…