La lucha entre la vida y la muerte sigue librándose, sin descanso, dentro de mí. El combate entre, por una parte, las razones para seguir viviendo, los formidables descubrimientos que sobre mí voy haciendo, las experiencias impresionantes que voy protagonizando y me van enriqueciendo, entroncan fuerte y virulentamente con esa deforestación corporal que trata de enviarme y encajonarme en el antro más deprimente donde no hay ninguna salida posible: sólo la rendición.
Pero por ahora gano yo. Con tantas privaciones, con mi inventario de grandes carencias, con algún que otro mal día que siempre está dispuesto a venir a unirse para restar; a pesar de todo aquí sigo, con más ganas de vivir que nunca.
Empiezo a ser consciente de que, desde hace ya un tiempo, mi contienda contra Áxel ha entrado en una nueva etapa, en una tercera fase, podríamos decir. Al principio, cuando era un crío, lo sopapeé cuerpo a cuerpo, sobre la lona del físico, pero aquí y así no hubo nada que hacer: malla de piedra, intraspasable. Después el escenario de la refriega se trasladó hasta las crestas mentales, donde he tratado de crear una pequeña colonia a salvo de su influencia y desde donde he concebido muchos y múltiples ingenios para mantenerlo a raya. Pero ahora empiezo a darme cuenta de que, sin abandonar esta última, he ascendido hasta un nuevo plano caracterizado por pelear contra el abominable con todo mi ser, con todas mis partes armonizadas trabajando en equipo. Cada día que pasa me percato con más claridad de esto: de que es todo mi ser, al completo, el que batalla contra la enfermedad.
Más allá de la mente, más allá de la mente…
Cada día que transcurre soy también más consciente de que en comparación con otras variantes de mi enfermedad que siegan la vida de los afectados a una edad tan temprana, cuando apenas son unos bebés, yo he tenido la «fortuna» de que me ha tocado padecer una modalidad más benigna, con un desarrollo más lento, por lo que he podido crecer, crecer, ver, sentir y fichar sensaciones desde el punto evolutivo alcanzado que a ellos tan monstruosamente se les ha negado.
Y esto produce un cierto alivio, un piadoso agradecimiento.
Al menos a mí, si me coges, no lo harás por la espalda, cobarde que eres, ni me sorprenderás tan desvalido; al menos podré escupirte a la cara.
Pero esta guerra larga y extenuante no sólo necesita de estrategias y de reflexiones generales trazadas en la retaguardia de los despachos, sino que requiere de los soldados de infantería para llevar a cabo las órdenes y enfrentarse, con descaro y patriotismo, al husmo fétido y terrible de la bestia.
Estos soldados cabezotas situados en primera línea de fuego, en la trinchera más peligrosa, reciben el nombre de motivaciones. Las motivaciones son algo así como la madera que apremia el fuego de las calderas; la punta de la lanza que va por delante; el corazón que bombea terrones de glucosa; los porqués que ayudan a apretar los dientes…
Necesito tener, cuidar y regar el plantel de estas motivaciones si quiero seguir participando en esta feria militarista con unas mínimas garantías; si quiero disponer de alguna hebra a la que encomendarme y no salir despedido por los aires. Estoy convencido de que sin ellas, sin ese apoyo fundamental que me brindan para levantarme cada mañana, la corrosión avanzaría mucho más rápido.
Si cualquier ser humano requiere rodearse de un buen grupo de motivos para vivir, esta condición se vuelve preferencial e impostergable para aquél cuya existencia se halla tan seriamente amenazada. Poco importa si estas motivaciones son de talla grande o pequeña, lo único relevante es que las tenga, que disponga de alguna.
¿Y cuáles son las mías? ¿Cuáles son las motivaciones que me ayudan a vivir? Te podría hablar ahora mismo de una gran motivación como es la de escribirte para confiarte los descubrimientos significativos sobre Áxel, sobre mi vida, e informarte minuciosamente de cómo marcha mi íntima contienda. Ésta es una motivación de envergadura considerable, pero, junto a ésta, pivotan otras muchas más menudas pero no por eso menos importantes: aquéllas que ayudan a encerar la jornada diaria.
En este aspecto, sigo emplazándome para leer un poco cada día, unas dos horas diarias. La lectura es como las flexiones de mi mente, y, aparte de un recomendable ejercicio cerebral, representa una magnífica oportunidad, a falta de otra, para conocer gente, para desvelar lo que piensan y sienten, para aprender de sus ideas…; aunque haya que contentarse con relacionarse con ellas únicamente a través de las hojas, sin ojos ni mímica presentes… No tengo ningún autor especialmente favorito ya que lo que más me gusta es ir conociendo autores nuevos, y hay tantos y tantos por descubrir… Para que no me sobe la invariabilidad voy cambiando alternativamente de géneros: después de una novela suelo leer algún ensayo, después poesía o alguna biografía…; y vuelta a empezar. Voy haciendo combinaciones, todo tipo de combinaciones.
Cuando era muy joven quise dedicar un año de transición por entero a la lectura, y averiguar, básicamente por curiosidad y para tantear, como casi siempre, mis límites, cuántos libros era capaz de leer… Noventa y dos, casi un centenar; qué locura. Pero no deseo ser un Quijote, sólo disponer, con medida, de un elemento más con el que disfrutar y resistir.
Siempre que acabo un libro que me haya gustado o me haya hecho vibrar algo de dentro ejecuto un chistoso ritual: coloco mi mano encima de su tapa y le musito las gracias, gracias por haber compartido conmigo una parte de su substancia que espero, si mis sistemas para elaborar una mínima mutación funcionan, que me pegue y aporte algún bocadito para engordar mi hacienda un poco más.
A veces me sorprende cómo hay tanta gente que pueda leer un libro pero que sea totalmente incapaz de interiorizar su contenido, quedándose en un nivel de comprensión muy superficial. Cuando he hecho la prueba y he recomendado a alguien determinada lectura he comprobado, con consternación y cierto chasco, como el grado de asimilación más cerebeloso al que en general se suele llegar es a señalar y a reprochar que así es como se suelen comportar los demás, pero raros son aquéllos que se atreven a dirigir la crítica hacia ellos mismos, y, mucho menos, que se pongan a trabajar para tratar de superarse. Estamos empeñados en querer cambiar a los demás, pero pocos son los que osan intentar la reforma de su arquitectura personal. Y es que tenemos tantas y tantas resistencias…
En verano procuro leer libros más delgados y desenfadados ya que me cuesta más concentrarme con el calor: hay que echar una mano para no atosigar con un exceso de equipaje a la motivación.
Hablando del verano: a principios de verano se produce un advenimiento que es recibido con salvas y lluvia de confeti, y que también ha pasado a engrosar la antología de mis motivaciones con su distinguida contribución: aproximadamente sobre las once de la mañana un audaz rayo de sol penetra por mi ventana y viene a posarse sobre mi parietal izquierdo, provocándome un cálido y gustoso estremecimiento. Entonces, cuando llega, yo dejo lo que estoy haciendo y empiezo a ladear, con cuidado y parsimonia, mi cabeza de un lado a otro buscando extender ese masaje revitalizador por la mayor superficie craneal posible. Es una delicia. Un regalo exquisito.
Cuando está a punto de desembarcar la estación estival me reviene también un pensamiento centelleante y engatusador: «Pronto, al ponerme camisetas de manga corta, me veré los brazos: comprobaré visualmente qué tal están, qué aspecto tienen. Pronto llegará el día en el que podré pasar buenos ratos contemplando esas extremidades que en el resto del año yacen tapadas». Es una pequeña motivación más.
Una de las ceremonias con las que formalizo la bienvenida a los veranos consiste en comprarme, cada año, un par de camisetas divertidas con frases escatológicas y un poco escandalosas, aquéllas que definan mi personalidad. Tengo ya una buena colección, e incluso empiezo a diseñar yo mismo su moraleja. Mis camisetas favoritas son aquéllas que promueven: «Vacúname contra la virginidad», «Voy de duro» o «La sabiduría me persigue, pero yo soy más rápido». Como puedes comprobar, son un fiel distintivo del dueño que las lleva.
Las columnas principales con las que divido y afronto la semana para que ésta pase de un modo agradable y atractivo son muy fáciles de visualizar.
Antes, cuando era entrenador, el objetivo era ir principalmente de entrenamiento a entrenamiento: del lunes al miércoles y del miércoles había que llegar hasta el viernes; sábado partido y vuelta a empezar.
Ahora, este organigrama ha variado un tanto, y la distribución motivacional de la semana se centra básicamente en dos puntos de anclaje: en arribar hasta el miércoles, el día en el que suele venir a verme mi amiga psiquiatra, y de aquí, próximo puente al que aspirar: la venida del sábado, el día que salgo a dar un paseo para encariñarme con el mar.
Este miércoles, por ejemplo, cuando venga la doctora a verme quiero enseñarle un párrafo de un libro de Balzac que me ha gustado mucho; quiero preguntarle, de resultas de una inquietud aparecida después de fijarme en un determinado comportamiento, si en las relaciones fundamentadas básicamente en el poder es posible que se produzca un contradictorio proceder: que te atraiga y que al mismo tiempo te repulse; y este sábado me gustaría arribar hasta el mirador del puerto de Addaya, mestizaje de aguas bravas y bien guarecidas me esperan allí.
Podría seguir desglosándote otros miles de pormenores motivacionales que componen mi reino, mi señorío sobre las pequeñas cosas; minúsculos eslabones de una cadena que, separados, son irrisorios, pero que juntando un poco de aquí y un poco de allá constituyen un chiringuito playero que me ayuda a continuar centrado en el combate. Trato de reciclar cualquier material que tengo a mi alcance para que me sirva de utilidad para mi causa; prácticamente cualquier insignificancia, lo tengo comprobado, puede transferirme su beneficio en este empecinado propósito que aspira a seguir proporcionándome flotadores a los que asirme.
Voy a relatarte, para concluir, una motivación que también he aprendido a reclutar y que me suministra mucho juego: la comida. No es que coma mucho, pero la comida, como fuente de placer que puede ser, ha acabado por revelarme, igualmente, su excepcional potencial.
Voy diseñando y rediseñando nuevas combinaciones, pero ahora mismo, en el día de hoy, anhelo a que llegue el martes porque el martes, después de comer, ingiero un puñado de pistachos o avellanas; y, una vez aquí, desearé cruzar la demarcación del sábado para zamparme por la noche una pizza, y una vez aquí, ya queda poco, culminar el banquete plantándome en el domingo, día de fiesta en el que toca beberse una limonada. Y vuelta a empezar.
Motivaciones, motivaciones, pequeñas y maravillosas motivaciones…