19

Cuando mi padre me viste, cuando mi padre, cada mañana, me coloca bien el jersey de la parte de la espalda, apoya, para poder llevar a cabo la operación, mi cabeza sobre su pecho. Y es entonces, en esta posición, cuando yo escucho el bum-bum de su corazón; cuando, en la sístole, llegan hasta mis oídos los latidos de la ternura; en la diástole, el pulso inflexible del drama, y, en ambos, las palpitaciones irascibles y permanentes de mi impotencia.

No creo que exista ningún prototipo de familia ideal para soportar en su seno una hecatombe de estas características sin que el entramado de las relaciones que se establecen entre sus miembros se resienta gravemente; sin que se produzcan hematomas o serias deformaciones en la dirección que, si no, hubieran seguido de un modo natural, y que en muchos casos acaban por extraviarla o por enajenarla irreparablemente.

En lo que respecta a mi familia, yo la he percibido siempre como una congregación de mentalidades muy sencillas dispuesta y preparada únicamente para llevar un tipo de vida muy lineal; luchando para salir adelante como todo el mundo, pero sin cargas muy pesadas que pudieran hacer zozobrar la frágil embarcación. Y aunque es cierto que mi familia ha demostrado poseer una resistencia y una entereza envidiables y admirables, también es cierto que la venida de mi enfermedad ha destrozado demasiados esquemas, roto muchos límites, trastocado y arruinado potenciales relaciones.

Uno de los agentes culpables de esta situación ha sido el tiempo; el paso del tiempo que progresivamente a mí me ha ido colocando en un vértice tan inusual y singular de ver la vida, y cuyas enseñanzas no he podido transmitir correctamente bien sea por el desfase generacional o porque los oídos de mis destinatarios han estado taponados y obcecados por un monotemático tañido de dolor. El tiempo que, hasta un cierto punto, hasta una determinada dosis de años, puede soportar medianamente la incidencia de un grave infortunio; pero cuya sucesión y sucesión de estaciones, una detrás de otra, acaba por quemar y agotar hasta a la más próvida de las predisposiciones.

No he sido un buen hijo en cuanto a cumplir con el ideal familiar depositado sobre mí; y no me refiero evidentemente sólo al desmarque aciago del físico, sino por no encajar con el mimetismo de gustos, aficiones y maneras de interpretar la vida. Y en modo alguno me siento mal por ello, todo lo contrario, ya que sé que estoy empleando correctamente mi libertad de elección con el honroso y azaroso propósito de tratar de desarrollar y hacer caso a mis inclinaciones vitales; aunque lamento no haber podido, al menos todavía no, independizarme físicamente, haberme marchado de casa cuando al arribar a una cierta edad ésta empieza a demandarte y a rogarte que satisfagas esta necesidad biológica, ya que de haber sido así seguro que las diferencias con mi familia no serían tan acusadas, tan acentuadas, al disponer, como se dispone en todos los casos de emancipación resuelta, de un espacio de separación adecuado por el que circule el aire y el ambiente, al no estar tan comprimido, sea más distendido, pudiendo todos respirar mejor.

Que nadie crea que me llevo mal con mi familia; mis padres hacen todo lo posible para que no me falte de nada y esté bien, simplemente que esta unión forzada, obligada, se vuelve a veces dura y complicada. He alcanzado tal vez lo más difícil: el desapego emocional, creando, en este hábitat llamado habitación, las condiciones internas adecuadas para mantener alejado al pernicioso parásito de la sobreprotección o para descubrir cuáles son realmente mis inquietudes; aunque estos logros no han venido desgraciadamente acompañados por el desenganche físico, causándome tanto a mí como a otros que están en una situación similar a la mía un sentimiento en el que sobresale la frustración.

Vivo, lamentablemente, en un país tercermundista en algunos aspectos, tanto en el de la ausencia de algunas infraestructuras sociales como en el de subsistencia de demasiadas mentalidades arcaicas. Aún hay gente que no ha entendido que no todos los disminuidos físicos son iguales: los habrá que poseerán un cierto grado de autonomía que les permitirá valerse por sí mismos; pero también los habrá que no, y a éstos no se les esfuman por arte de magia los deseos innatos que, al arribar a una cierta edad, suspiran porque te marches de casa.

Aunque no te lo creas esta mentalidad que quiere verte siempre como un niño, condenado a la resignación, sigue estando muy presente en nuestros días; y ha habido gente que me ha lanzado expresiones terroríficas como «qué bien que debes de estar en tu casa, cómodo y seguro, aguardando a que te lo den todo hecho», sin haber reparado en el daño que pueden ocasionar sus palabras a quien quiere y no puede. Ignoran que llegado a un cierto punto pesa más el antojo de una independencia que una pretendida comodidad y seguridad. Y es que, como siempre, la realidad es mucho más obvia y natural: todos queremos en algún momento de nuestras vidas bogar por nosotros mismos; si tienes un cuerpo que te ayude a poder materializar este legítimo designio, perfecto, si no… este designio no desaparece: se te queda encasquillado, mortificándote sin cesar. Así de sencilla es esta verdad.

Imagínate que tienes un accidente y te rompes el cuello. Te quedas tetrapléjica, pasas a depender de los demás prácticamente para todo. Si en el momento de la fractura vivías aún bajo el palio familiar, mala suerte, a partir de entonces te quedarás para siempre sitiada allí, conviviendo tanto con aquellos aspectos que te gustaban como con aquellas desavenencias que te contrariaban. Tendrás que conformarte y apechugar: esto es lo que hay. Si el chasquido y el traumatismo te revienen en un punto de la escala cronológica más avanzado, cuando ya estás casada, entonces habrás tenido algo más de fortuna ya que la persona a la que le tocará cuidar de ti es alguien al que tú has elegido, con el que presumiblemente compartes mayores afinidades y un proyecto de encarar, cómplices, el porvenir. No hay más opciones. Dependiendo de a qué edad te haya arreado el siniestro llevarás un tipo de vida u otra. Tendrás que conformarte. ¿No es esto injusto? ¿Acaso no tienes que soportar suficiente matraca para encima no poder desligarte físicamente de tu familia?

Hay países que hace tiempo que se han sensibilizado con el problema, poniendo a disposición del gran discapacitado de nacimiento todo tipo de ayudas asistenciales para que éste pueda emanciparse y aspirar a una vida digna y mínimamente autónoma. Pero aquí no; aquí aún se escurre el bulto, la venda continúa tapando los ojos, produciéndose escenas patéticas en las que progenitores ya ancianos cuidan como pueden al hijo impedido; para ser premiado después con la deportación a una triste y masificada residencia, sin ninguna posibilidad de integración. Aquí aún sigue imperando el aguántate porque esto es lo que te ha tocado; aún pervive el insostenible principio de que la sacramental estructura familiar tiene que aguantarlo todo; mientras se destinan alegremente fondos a causas banales o puramente propagandísticas para solaz de la gran masa y de la galería. Los que no os podéis valer por vosotros mismos pertenecéis a una minoría, y, por tanto, políticamente hablando no sois interesantes. Pero yo no hablo de política, sino de seres humanos, y, si somos tan pocos, pregunto, ¿tan difícil es destinar unos recursos para cubrir esas necesidades mínimas, justas y lógicas? Venid, venid a mi casa: os enseñaré la tortura que supone contemplar, inmóvil, demudado, el envejecimiento de mis padres; cómo sus facciones se van poblando de arrugas, cómo sus espaldas se arquean, cómo sus manos van perdiendo pericia a la hora de calzarte un calcetín; y si no se te conmueve algo de dentro es que, hermano mío, estás hecho de hielo.

Marta es la otra hermana que tengo, mi hermana menor: tiene ocho años menos que yo. Es una chica rubia de ojos azules, una de ésas para mojar con pan. Mis hermanas y yo somos la prueba palpable y evidente de la gran influencia que ejerce el ambiente a la hora de potenciar unas aptitudes y entoldar otras; la demostración matemática de que la vida, las experiencias de la vida, nos han conducido por meandros tan dispares y distintos, tan irreconciliablemente distintos, como la noche y el día, como la tierra y el mar.

A quien nos conoce le cuesta mucho creer que seamos hermanos de sangre; pues sí, hermanos de sangre sí que somos, pero forasteros en cuanto al uso que hacemos de nuestras respectivas herencias vitales. Siempre me he mostrado muy preocupado por los derroteros por los que mis hermanas dirigen sus vidas; pero, a pesar de todo, las quiero, procuro quererlas tal como son, y, sobre todo, confío en ellas, confío tanto en María Gracia como en Marta porque estoy convencido de que tienen un buen fondo; poseen, aunque no sepan a veces cómo expresarse, un corazón noble, y este atributo es más que suficiente para que, por disímiles que sean nuestros trayectos, siempre podamos hallar algún punto de contacto donde encontrarnos.

Mi padre, mi padre… Mi padre es el que diaria y puntualmente, como parte de una rutina forzosamente aprendida, se encarga de vestirme, de asearme, de cambiarme de silla…; de hacerme todas aquellas cosas que requieren un esfuerzo físico, mientras que mi madre se vuelca en tareas más livianas como darme de comer. Tengo la suerte de que mi padre es aún un hombre fuerte y puede manejarme más o menos bien. He perdido peso en los últimos años, lo que supongo que alivia algo su tarea. Es en lo único en lo que le puedo ayudar.

Los dientes me los puedo limpiar, agónicamente, yo solo con un cepillo eléctrico. Algo es algo. No, algo es mucho: un digno privilegio del que me siento muy orgulloso. Cuando mi padre se despista suelo sacar la lengua y ensayar carotas ante el espejo. Sigo siendo tan payaso como siempre.

Mi padre me ducha en una silla de plástico con ruedas especial que coloca en el lugar donde debería estar la plataforma de la ducha. Cuando mi padre me enjabona la espalda coloca mi cabeza sobre su pecho, y entonces vuelvo a escuchar el bum-bum de su corazón. Gesto ahogado; lamento sordo; futuro incierto. ¿Qué será de mí? ¿Qué será de mí?

Lo que más me gusta del día de ducha es la oportunidad que se me presenta de poder reencontrarme visualmente con un viejo camarada: con Pepe, mi segundo órgano favorito sin discusión alguna. Cuando era joven y deambulaba erguido lo solía saludar a diario, cada vez que iba a cambiar el agua al canario; pero ahora, señorito que me he vuelto, cumplo con esta necesidad fisiológica generalmente tumbado en la cama, desaguando en un recipiente especial, por lo que ya no tengo el gusto de contemplarlo tan a menudo… ni de sujetarlo por su cavernosa cintura… Así pues, el día de ducha me embarga una secreta motivación para posar desnudo bajo la impertérrita cascada de agua: la de ver, preguntar qué tal está, a mi antiguo colega, y charlar un rato con él sobre filosofía erótica y sexual. A Pepe le incomoda e irrita muchísimo constatar cómo puede haber tanta gente que lo ignore o sencillamente lo descabece y lo dé por muerto para evitar así, como siempre, tener que cavilar. Le asombra cómo puede haber tanta gente empeñada en reducir la vida a una llaneza tan absurda, cometiendo la chifladura no sólo de circunscribir el sexo a la genitalidad, sino de además estar cejijuntamente convencidos de que este órgano no funciona correctamente en mi caso y, si no se empina, postulan, el deseo sexual desaparece, por supuesto, del sujeto. Ignoran que la sexualidad comienza y se aloja en el cerebro; y que la genitalidad es una de las formas posibles por la que puede expresarse este deseo, pero no la única.

Pues bien, ha llegado la hora en la que revele al impaciente auditorio uno de mis secretos mejor guardados; aun a riesgo de que a partir de aquí este memorándum pierda ya todo interés, aun a riesgo de producir suicidios masivos entre el personal, aun a riesgo de que todas las muchachas famélicas y libidinosas de este país se me echen encima con el calenturiento propósito de devorarme vivo. Pues sí, señoras y señores, qué le vamos a hacer: a mí se me levanta, se me empina, se me alza la torre, se me dispara el misil, se me endurece la parte noble, se me excita la culebra, se me tensa el palo… No sé cómo lo tengo que decir. La enfermedad no afecta esta zona. Algún fallo tenía que tener. Tengo erecciones; todas las que tú quieras, de día o de noche, haga frío o calor, tumbado o sentado, solo o en compañía…, o, si no, lo que me aprieta ahora mismo el pantalón a la altura de la entrepierna no es más que una inflamación de apendicitis algo desviada…

Ya está, ya lo he dicho; se acabó la incertidumbre; se aclaró el misterio. Ya he cumplido con la misión de mi vida; a partir de ahora ya podré descansar en paz. Menudo peso me he quitado de encima. De menuda escarpia me he deshecho. Eso sí, he tenido que ser yo el responsable de entonar este trascendental comunicado, ya que Pepe, a pesar de sus ambivalentes funciones y cualidades, no sabe ni puede hablar.

Al principio me costó hallar una razón por la que tanta gente de mi alrededor daba por supuesto y seguro que yo no sentía deseo sexual. Me costó penetrar en esos alambicados razonamientos que sostenían que como uno veía y se relacionaba con pocas chicas, entonces ese impulso original quedaba precintado; argumento similar a aquél que dice que quien nunca ha probado el caviar la boca no se le debe de hacer agua al oír mencionar tal palabra. Falso: no hay comparación posible, y eliminarlo es una ficción inocentona; aunque embridarlo sí; y yo, en esa etapa del despertar adolescente, sí que le regañé puritanamente al dejarme embaucar por la fuerte opinión general que postulaba el trolero y delictivo axioma que para poder aspirar a la expresión de esta sexualidad uno debe poseer un cuerpo de maniquí: cien por cien fibra, aunque sean de plástico.

No aceptes todo lo que verbenea por ahí como una verdad imperativa e incondicional. A veces hay opiniones mayoritariamente aceptadas que roncan simplemente sin ningún fundamento, sin base alguna, tal vez porque a nadie se le ha ocurrido someterlas a un juicio crítico. También la mala yerba abunda, y no por ello tiene que ser beneficiosa: su abundancia podría obedecer a que es más fácil dejarla crecer que hacer el esfuerzo por arrancarla. Si sientes la llamada de una voz interior que te insinúe algo disonante, atrévete a escucharla, a hacerle caso; atrévete a concederle la palabra para que te ilumine y te provoque una reflexión; a seguirla hasta el final aunque para ello tengas que enzarzarte con medio mundo; tal como tuve que hacerlo yo.

Y, lentamente, con el trabajo de los años, conseguí reconocer y liberar esta energía tan poderosa de la negra mafia que la mantenía retenida. Fue una operación resuelta indirectamente, como consecuencia de las resistencias que tuve que romper hasta llegar a aceptarme y amarme a mí mismo; hasta llegar a un estado en el que todos los complejos de cuerpo quedan desintegrados por esa asunción indesbancable. Y una vez llegado hasta aquí todo rueda, todo se irradia positivamente. Y el sexo, como una parte más de la vida vivida y considerada, se siente y valora. La sexualidad que nace en la cabeza y no se limita a la genitalidad, sino que se asume y manifiesta de un modo total, integral, respirándolo por cada uno de los poros de mi ser.

De todas maneras, conforme iba clarificando este tema, conforme iba acomodando mi posicionamiento dentro de él, empecé a darme cuenta de que mi manera de vivir esta cuestión era muy diferente del de la mayoría de personas de mi reducido entorno. Al ser éstas casi todas varones, solían diferenciar entre sexo y amor, entre sexo y sentimientos, y yo no sabía cómo hacerlo; no sé cómo dividir la cuestión, y esto me hizo sentir, al principio, algo raro, extraño.

Al recapacitar acerca de las causas de este asunto comprendí que una parte de mi afirmación podía estar provocada por no haber surgido en mi vida ninguna experiencia de este tipo, ningún choque pasional aquí te pillo y aquí te mato; esto podía ser cierto, pero también es verdad que esta resolución era una consecuencia derivada de mi manera de ser: yo no podía ver a la mujer solamente como un objeto o un agujero, sino como un todo, como un todo provisto de múltiples y variadas partes, como un ser humano complejo y sensible. Si yo afrontaba la vida de un modo orquestado y conjuntado, era comprensible que me atrajesen quienes están en una sintonía parecida.

El sexo por el sexo en absoluto me parece malo o pecaminoso; creo que entre dos personas, mientras haya honestidad y respeto, nada de lo que puedan hacer es censurable; pero también creo que aunque hacer gozar sexualmente a una mujer puede estar muy bien y ser muy gratificante, nada es comparable con saber hacerla, además, reír, saber escucharla o compartir, sintiéndolas como propias, sus penas y alegrías. Lo primero lo sabe hacer todo el mundo: es un acto mecánico, regido por el instinto; lo segundo no: lo incluye pero también lo supera al requerir la participación y la puesta en marcha de un registro exclusivamente humano: el amor.

Y entonces comprendí que mi manera de vivir la sexualidad era mucho más parecida a la de la mayoría de las mujeres que a la de la mayoría de los hombres, sexo adscrito generalmente a una consideración de sentimientos, y que si éstas eran mínimamente inteligentes, dada la obcecación genital que demostraban muchos hombres, podían hacer con ellos lo que quisiesen, como perritos sujetos por una correa.

¿Qué me había pasado? Aunque indudablemente las diferencias en este tema entre hombres y mujeres pueden obedecer a razones biológicas o más plausiblemente culturales, también creo que puede haber otros factores específicos para aclarar mi caso particular; como el hecho de que durante mucho tiempo las mujeres han tenido que quedarse confinadas en casa, en casa como yo, acrecentándoles así el valor de los detalles que las limitaciones del espacio te convidan a descubrir; o que debido al cambio y crisis interna que experimenta cada mes su cuerpo están más predispuestas a escucharse, más propensas a la detección de pequeñas señales, a iniciarse en la introspección, y, quien escribe, debido al desplome y continuos signos de alarma que desde siempre han afectado a mi organismo, he aprendido también a atenderlas, a dirigir las lentes de mi atención y preocupación hacia dentro, y esto, tal vez, haya dado origen a que entre algunas mujeres y yo se haya creado una confluencia más próxima de intereses y visión de la vida.

Con Pepe, ese ser vivo al que muchos creen muerto, mantengo, pues, conversaciones muy interesantes en nuestros celebrados reencuentros en la ducha.

—Me siento un poco abandonado —suele decirme, en una mohína y plañidera queja.

—Te entiendo, pero yo poco puedo hacer por ti. Si no vivieras en un sitio tan lejano, en una zona proscrita a la que no llegan mis fuerzas, te mandaría alguna que otra mano para que te consolase…

—Pues sí, es una pena que ni eso puedas hacer por mí… Sabes, si al menos hubiéramos vivido en otra época, nuestra castidad más pura y virginidad más blanca hubieran podido servir para hacer carrera como mártir o santo reverenciado por el ángelus de la muchedumbre; pero hoy, en el día de hoy, esta profesión episcopal creo que ya ha dejado de tener reconocimiento y prestigio.

—Sí, tienes razón: es una lástima.

—Lo que más me preocupa es que me estoy haciendo viejo, y no sé si llegaremos a conocer esos mundos y a vivir esas erotizantes experiencias que pergeñan nuestro natural anhelo… No quiero acabar como acaban muchos de nuestro gremio: limosneando unas caricias, un polvo rápido e impersonal, aterrorizado, en el submundo de la prostitución. Tiene gracia la cosa: seres asexuales de cara al público; penitentes que en secreto disimulo vagan, no han tenido más remedio, por impensables subterráneos marginales. Así es la vida.

—Pues claro que llegaremos a conocer esta cuestión tal y como deseamos; utopías más difíciles hemos vencido. Nos tenemos que mentalizar de que es como una encerrona que nos ha preparado Áxel; hay que hacer todo lo posible para que no nos gane la partida.

—Estoy totalmente de acuerdo contigo, a pesar de que el panorama no es que sea muy alentador. La principal dificultad está en que una persona como tú debería conocer tres veces más chicas que otro individuo para que pudiese transparentarse una oportunidad, cuando en realidad es todo lo contrario. Además, la mayoría de las chicas de nuestra edad buscan ansiosamente alguien con el que ir de parranda por ahí o con el que casarse, y tú no es que reúnas precisamente estos requisitos…

—Bueno, podría ser peor: si fuese chica mis posibilidades serían aún mucho más remotas ya que el número de hombres que van en una silla de ruedas que salen o se relacionan íntimamente con una mujer es muy superior que el caso contrario. ¿A cuántos hombres «normales» has visto que salgan con una mujer en silla de ruedas? A pocos, a muy pocos. ¿Y por qué es así? Indudablemente porque una mujer sabe ir mucho más allá del físico que un hombre, le importan y le atraen muchas más cosas, su universo es mucho más complejo y amplio, por lo que estoy convencido de que si sigo trabajando en potenciar mis cualidades internas alguna habrá que sepa reconocerlas y apreciarlas…; alguien habrá que quiera y se atreva a compartir conmigo una vivencia amorosa de pareja. No hay que perder la esperanza, no hay que perder la esperanza…

Cuando mi padre me seca la espalda después de ducharme, vuelve a apoyar mi cabeza sobre su pecho; y yo vuelvo a escuchar el bum-bum de su corazón.

Corazón cansado, corazón que poco a poco va declinando.

Cuando mi padre se agacha para anudarme los zapatos, mis ojos se topan con un hueco de calvicie que cada día se va agrandando más y más. Entonces suelo desviar la mirada hacia otro lado para no seguir viendo, para que no me siga martirizando la crudeza de estas imágenes. Aquí se me derrumban todas las divagaciones concupiscentes; aquí se me paran en seco todas las ilusiones futuribles, y vuelvo, de sopetón, a mi realidad cotidiana.

Vivimos tan juntos, tan pegados, que se crean situaciones en las que se mezclan los sentimientos más diversos; en las que de la furia pasas a la compasión, y de la compasión otra vez a la tirante furia.

Hace tiempo que he aprendido a no abocar sobre los demás mis accesos de cólera, a no enfangarlos con mis horrendos humos, consciente de que ellos no son los responsables ni tienen la culpa. Confieso que cuando me siento tan atenazado se me suele escapar alguna mirada asesina hacia mi padre o hacia mi madre, pero procuro no emitir ninguna palabra malsonante que pueda empeorar la tensión.

Sólo pido que me dejen solo, más solo aún, que nadie entre en la habitación; entonces cierro los ojos, me relajo, e intento adentrarme hasta el centro de esa turbulencia para conocer sus causas, fisgar en sus argumentos, y después tratar de amainarla con murmullos melindrosos y mucha comprensión. Tengo que seguir adelante.

Cuando mi padre me viste, cuando mi padre me ducha, cuando mi padre me seca, apoya, para poder llevar a cabo la operación, mi cabeza sobre su pecho. Y es entonces, en esta posición, cuando yo escucho el bum-bum de su corazón; cuando, en la sístole, llegan hasta mis oídos los latidos de la ternura; en la diástole, el pulso inflexible del drama, y, en ambos, las pulsaciones irascibles y permanentes de mi impotencia.

No soporto ver envejecer a mis padres.