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Áxel, ¿dónde te has metido?, ¿dónde te escondes? Sal para que pueda verte; sal de tu escondrijo, canalla. Soy un gran mutante, y no puedes atraparme. Cada vez que lo intentas encuentro, sigo encontrando alguna pequeña rendija por la que desatollarme de tu acoso.

Cada día que pasa me siento más y más vivo a pesar de que físicamente me levanto más desmochado. Es curioso, quién lo iba a decir. Es una buena señal, una señal inequívoca de que la brújula que me orienta funciona correctamente, y de que no depende tanto de las cosas materiales que haga o deje de hacer, sino que va mucho más allá: se interna y se enchufa en algo muy relevante, el manantial primordial tal vez, del que arrancan los demás radios y riachuelos.

Cada día que pasa mis posibilidades de maniobrar físicamente se restringen, el anillo de actividades a las que poder aspirar se estrecha, pero, en vez de cumplirse el agüero esperado que apunta a que debería convertirme en un ser más dejado y decaído, en realidad nada de esto es así: todo lo contrario. Y esta constatación terminante refuerza mi convicción de que mi estrategia es correcta.

En relación con este asunto mucha gente suele preguntarme si me aburro; o emplea esta palabra, con gran sorpresa y espanto por mi parte, para definir su estado de ánimo. Y la verdad es que me sorprende, me sorprende mucho, ya que apenas conozco el significado de tal palabra: no existe en mi vocabulario.

Sé lo que es estar desganado o cansado, o sentir un achaque de crispación en momentos puntuales por no poder siquiera levantarme de la silla y estirar un poco las piernas; conozco el esfuerzo esdrújulo que a veces hay que hacer para sacarle punta al rígido listado de actividades que tengo a mi disposición con el estado anímico adecuado que merecen y desearía, pero prácticamente nunca he caído en los bostezos ni en los suspiros empalagosos porque no sepa qué hacer.

Cuando era un niño, eso sí, por supuesto que me visitó alguna que otra vez este desabrido adjetivo que intentaba recusar y deshacerme de él como fuera; pero con los años, al irse incrementando esta fervorosa energía vital, la onda dinámica emitida por ésta poco a poco le ha ido comiendo el terreno al aburrimiento, hasta postergarlo en un apartado rincón. Y así, no es que actualmente esté continuamente haciendo cosas para alejar de mí a la supuesta molicie, sino que soy capaz de estar ocioso en la más plana de las quietudes, disfrutando largamente de las calidades de ese instante: de un pensamiento que me revenga, de un olor que capte, de un objeto que camele a mi mirada… Y no me aburro, no: no tengo la ocasión para ello.

¿Por qué esta actitud y respuesta mías resultan en ocasiones tan difíciles de entender? Quizá porque mucha gente busca compulsivamente hacer cosas para huir de sí mismas, para esquivar y tratar de ahuyentar ese silencio insoportable; ajenas a la gran enciclopedia de enseñanzas que puede contener. Para mí es muy importante, capital, mantener un ritmo organizado y programado de tareas distribuidas según marca el «Plan de Trabajo Diario», otorgando a cada horario y casilla un determinado quehacer; pero también me resulta indispensable saber estar y sentirme cómodo en la quietud libre e improvisada; ya que yo no huyo, me busco, y no sólo no temo a ese silencio, sino que soy muy consciente de que detrás de esa primera impresión de pavor paralizante se esconden las credenciales para hacerte fuerte, para crecer.

Estoy, pues, generalmente demasiado entretenido y ocupado escuchando y escuchándome para aburrirme. En mi manera de experimentar el tiempo no hay lugar, huecos disponibles, para ello.

El tiempo: fenomenal y extraordinario el cambio habido en su percepción, espectacular su variación e inefables sus efectos transformadores obrados sobre mi persona. Recuerdo, por ejemplo, cuando era un niño y éste transcurría, como discurre en estas edades, lento y ralentizado, a veces incluso de una manera muy difícil de manducar como esa media hora de recreo que solía pasar a solas quedándome en clase, y cuya equivalencia subjetiva aproximada era como si para un adulto hubieran pasado dos o tres horas. Poco a poco esta manera de vivir y sentir el tiempo se ha ido modificando; se ha ido volviendo, con la edad, más pantera, más acelerada, y los días y los años se queman en un santiamén, en una exhalación…

Hasta aquí, me dirás, lo que te cuento es algo totalmente normal; ningún atisbo de originalidad hay en mi exposición ya que esta metamorfosis en el tictac que marcan las agujas del reloj es algo que nos afecta a todos, y, por tanto, todo ser humano, según vaya cumpliendo años, tarde o temprano padecerá. Estoy de acuerdo contigo, pero aquí es cuando entra en escena una tercera fase en la forma de vivir y sentir el tiempo; una nueva dimensión única y exclusiva reservada para los integrantes que forman mi colectivo tan peculiar, y que acto seguido me dispongo a relatarte:

A aquellos afectados por alguna grave dolencia degenerativa, a aquéllos que encarnan, señalados y malparados, el drama encomiástico de la autodestrucción de su organismo; a aquéllos a los que la palabra vida paulatinamente se les va escurriendo entre los dedos y borrando de su memoria, se les suele presentar el anormal privilegio de poder penetrar en una esfera temporal nueva, en una nueva ordenación de los minutos y las horas en la que éstas no discurren ni hacia delante ni hacia atrás, ni lenta ni rápidamente, sino en un punto fijo del presente que se va agrandando y agrandando hasta abarcar y cubrir toda la conciencia; hasta impregnar cada pensamiento, cada sentimiento, cada una de las acciones que realizas. Esta caladura en la vivencia del momento presente, en el crocante presente, necesita de varias tentativas y ajustes pertinentes para lograr la perfecta conjunción con él; aunque una vez acoplado a la horma de su cosmovisión los hechos y sucesos registrados empiezan a procesarse a través de su magnitud más alta, y cualquier bagatela o trivialidad que entra en contacto contigo es encumbrada hasta la maravilla más grande jamás presenciada. El tiempo parece detenido, estacionado, por lo que puedes explayarte cuando quieras en rechupar las cosas ya que te ampara el convencimiento absoluto de que no hay nada mejor después de esto, de que no existe una forma más acertada de vivir la vida con mayor devoción.

Uno de los primeros síntomas inequívocos que manifiesta quien ingresa en esta orden selecta y escogida es la repetición clemente y abatida de quebrados lamentos del estilo: «Cuántos ratos he desperdiciado y malgastado en mi vida, cuántas horas despilfarradas, cuántas cosas que hubiera tenido que hacer y no he hecho…», imprecan, maldicen inútilmente por no haber descubierto antes esta coordenada temporal tan especial sobre la que consignar cada uno de sus actos. «¿Por qué antes vivía tan dormido y no aplicaba esta dilección a todo aquello que hacía? Si hubiera una manera de volver atrás…».

No, no la hay, lo siento: este don es entregado y activado sólo a una pequeña minoría, entrada vigilada y restringida, y no por capricho ni por casualidad, sino porque si fueran muchos a los que se les encendiese esta facultad posiblemente el mundo evolucionaría de una manera tan rápida que no podríamos soportar el vértigo de su transformación: nunca más, nadie dejaría los asuntos pendientes para mañana; se hablaría mucho menos y se trabajaría mucho más; y las ideologías y creencias que tanto nos dominan y nos separan se desmantelarían de golpe al abrir los ojos a lo que es verdaderamente esencial.

Me siento tan afortunado por haber podido entrar en este círculo de apreciación tan prestigioso, por haber aprobado esta oposición tan difícil… Es una experiencia asombrosa, inasible… Qué gusto, qué gusto, qué alegría más inmensa, pero… ¿con quién puedo compartir este hallazgo?; ¿a quién le puedo confiar este estado de gracia en el que me hallo?; ¿a quién hacerle partícipe de esta loa?

—Estoy aquí. —Áxel, oportuno, ha acudido a mi requerimiento; sabe olfatear con astucia las necesidades que vierto en el silencio—. A mí, a mí me lo puedes contar.

—Me encanta esta sensación, es como si estuviera examinando con una lupa de mil aumentos cada acontecimiento que entra en contacto conmigo; como si mis terminaciones nerviosas hubieran sido manipuladas para absorberlas y no desconsiderar ni una solitaria viruta.

—Sí, así es, aunque son pocos a los que se les ha concedido la gracia de inscribirse en esta nueva dimensión.

—Lo que más me indigna es no poder compartir con la gran mayoría esta sensación; no poder gritarles las instrucciones para que espabilen, vengan, y no se pierdan este espectáculo. Sé que, a no ser que pasen por lo mismo, no llegarán nunca a comprenderlo. Tengo que contentarme con hacerlo contigo, y esto me revienta, supongo que por lo mucho que te odio.

—Posiblemente, aunque no me negarás que has aprendido también a girar la tortilla y a cachearme en busca de algún rasgo positivo.

—Sí, tienes razón, aunque en este caso, aparte de prestarme tus oídos de confidente, no veo muy bien en qué puedes ayudarme…

—Las apariencias siempre engañan, ya deberías saberlo. Hoy quiero proponerte un juego: me gustaría concederte una serie de pistas para ver si eres capaz de no quedarte a medias y completar una importante reflexión final. ¿Te apetece jugar, una vez más, a las adivinanzas?

—Bueno, si no hacen nada mejor por la tele…

—Bien. Vamos allá: es algo fantástico que los que formáis vuestro colectivo tengáis este arrebato temporal tan único, tan intransferible, este dominio acaparador sobre el tiempo… Y yo me pregunto: si pudierais manejar también a vuestro antojo el factor espacial, ¿qué seríais?

Su inquisición, como aspas de un molino que agitan mis pensamientos, pone en marcha una persecución policial en busca del término adecuado. Palabras y más palabras que voy visualizando, analizando, considerando… y, finalmente, descartando… No, lo siento, mala suerte: no consigo hallar una respuesta convincente al dilema que Áxel me ha presentado.

—No te desanimes, inténtalo otra vez: ¿cómo se le denomina a aquél que controla el espacio y el tiempo?

Cavila, cavila, cavila… Prueba con ésta… No, no sirve… ¿Y esta otra? Tampoco. ¿Qué puede ser, qué puede ser?

Y de repente, cuando todo parecía indicar que no iba a poder resolver satisfactoriamente su acertijo, un fucilazo ha surcado mi mente, sugiriéndome, con señales parpadeantes, un vocablo de cuyo significado me he apresurado en sopesar las posibilidades de éxito. Finalmente, me he dispuesto a contestar:

—A quien sepa manejar las variables del espacio y del tiempo se le puede denominar perfectamente como… como un inmortal. Inmortal: dueño del espacio y del tiempo.

—Bravo: respuesta acertada.

Y por un momento he pensado en cómo sería nuestra vida si nosotros, reducido colectivo degenerativo que poseemos esta percepción del tiempo tan característica, poseyéramos, sin perder esta facultad, un cuerpo funcional que nos permitiera intervenir a voluntad sobre el vector del espacio, haciendo realidad aquellas órdenes que dictaminan nuestras respectivas cabezas. Amasadores del tiempo y ahora, también, del espacio.