16

A pesar de que objetivamente se están produciendo estos erubescentes pero importantes avances, a pesar de que todas las pruebas presentadas señalan y delatan con bastante precisión tu más que probable existencia, invitan a pensar que eres real, que hay efectivamente al menos una persona preocupada por mi suerte y por la de otros como yo, tengo que confesarte que todavía me cuesta creer en ti, y, más aún, que esta degeneración corporal continua y verrionda que me extorsiona pueda tener en algún día del futuro una cita inexcusable en la que se le notifique su punto final, su erradicación definitiva y para siempre de nuestras vidas.

Me cuesta, me cuesta creerlo, hacerme a la idea… Sí, ya sé que es precisamente para esto, para vislumbrar un epílogo así, por lo que he estado luchando a lo largo de toda mi vida, pero llevo ya tanto tiempo con la enfermedad sobre mis espaldas…, hay una parte de mí tan escéptica, tan cansada, que sólo atino a imaginarme este tipo de situaciones en contados y fugaces momentos, en esos cortos instantes reservados para ello…

Pero, quieras o no, por leve que sea e incluso aunque adoleciera de todo fundamento factible, la esperanza también forma parte de mí, de mi vida, junto a otras inquietudes, tendencias, razonamientos y sentimientos que te he ido mostrando; por lo que creo que es justo que te hable más de ella, que te la descomponga y te explique qué clase de influencia es la que ejerce en mi trasiego cotidiano.

La esperanza: la esperanza que yo poseo no es que esté constituida por ninguna característica de forma o de fondo que la doten de un mayor derecho o de unos principios más eminentes o relevantes: absolutamente todos aquéllos que han vivido aquejados por alguna de estas patologías habrán sentido su idéntica presencia: es la misma, seguro, que habrá abrigado en su fuero interno aquel chico del siglo diecinueve que asistió, acidulado, desriñonado, a cómo ésta se le iba volatilizando conforme pasaban los días; en este aspecto es la misma, aunque la mía posee un ingrediente que la hace algo especial: la posibilidad de que, en el mundo de embalados avances en el que vivimos, estos deseos y apetencias que la constituyen puedan hacerse algún día pura y materialmente realidad; lo que provoca que el titular de dicha esperanza cabecee entre una moral periscópica y la más perturbadora de las inquietudes acerca de si llegará o no a contemplar la consumación de tales designios, y, si llega, cómo será, cómo transcurrirá su vida después de tan esperado acontecimiento.

Uno de los aspectos llamativos de esta esperanza es la evolución que ha ido experimentando su presencia a lo largo de los años: en épocas antediluvianas, cuando mejor y más completo estaba físicamente, menos pensaba en ella, menos invocaciones le dedicaba, menor número de visitas me hacía al estar ocupado y entretenido yo en la considerable cantidad de cosas que aún podía hacer; pero, conforme este campo se ha ido restringiendo más y más, con mayor asiduidad se presenta esta pretensión de cambio, de invertir esta situación, y, sobre todo, más fuerte y pronunciado es su acento.

Cuanto más atezada y concentrada se vuelve la atmósfera del agujero, más se ansía ser agraciado con una vela por muy diminuta que sea; como el minero que requiere pensar de tanto en tanto en las soleadas y cantarinas crónicas de allá fuera para no perecer en la claustrofobia y continuar, sin desfallecer, entregándose a su trabajo.

Es necesaria esta esperanza; es humano recurrir a ella en un cierto momento, imprescindible su compañía cuando se rebasa un cierto punto a partir del cual ya no puedes andar solo sin servirte de ella como guía auxiliar debido a que las pistas por las que transitas se han vuelto excesivamente rasposas y cadavéricas. Desgraciadamente, hasta que no te encuentras en una situación así, no logras comprender perfectamente ni entra por completo en tu entendimiento la imagen conmovedora de aquella madre que junta las manos para implorar, aunque sea en el último segundo, que una intervención milagrosa salve la vida de su hijo. Ha sido imprescindible llegar a este extremo para darte cuenta de que, a partir de entonces, la esperanza formará una alianza inseparable contigo que te acompañará siempre allá donde vayas. No puedes volver atrás, desembarazarte de ella.

Pero, aun así, aunque su afrodisíaca y estimulante presencia venga de tanto en tanto a visitarme, tengo que reconocer que me cuesta mucho, muchísimo, hacer caso de las figuraciones y retratos que me trae; y concebirme, por ejemplo, después de tanto tiempo, no sólo andando o manejando resueltamente mis brazos, sino redimido incluso de algo tan sencillo como son estas bondadosas y cíclicas extirpaciones musculares: me cuesta hacerme a la idea de que mi cuerpo podría estar algún día libre de ellas, estable. Sí, la estabilidad se me antoja ya de por sí como una utopía reservada para los muy megalómanos… y son ya tantos y tantos años de enfermedad… Toda una vida; y los años pesan, pesan mucho, actúan como una porra represiva que dificulta seriamente el alzamiento de ensoñaciones.

Pero, aun así, éstas se producen. Su génesis y emisión es un fenómeno inevitable. Y es que ha llegado un momento en mi vida en que la esperanza, con o sin fundamento, con o sin base científica, por muy inverosímil e irrealizable que pueda ser, se ha vuelto, su presencia, indispensable en mi vida: amo tanto la vida, tengo tantas ganas de vivir, que no puedo creer, que me resisto a admitir, que toda mi existencia va a tener que consumirse de esta manera. No; es una perspectiva demasiado espantosa, horrible. Me niego en redondo a aceptar un desenlace así.

Cierto que disfruto con todo lo que hago, pero también es cierto que de tanto en tanto me urge la necesidad de apoyarme en ella para que ésta me bosqueje un futuro mejor; un futuro en el que se amplíe mi repertorio de opciones donde escoger en vez de que éstas sean cada vez menos. Llámalo locura o ataque de entelequia, o de ciencia ficción, si quieres, pero me resulta primordial dar, ocasionalmente, alguna inhalación por esta mascarilla de esperanza para poder obtener e infundir una energía y viveza suplementarias a todas las cosas que hago; para poder continuar firme, de pie, en mi combate; para poder seguir resistiendo. Cada minuto que pasa estoy más concienciado de que requiero de esta esperanza, simplemente, para poder sobrevivir.

Mi contienda contra Áxel precisa, lo sé, de un sólido posicionamiento en el presente para poder manejar con destreza mis armas y estar atento y no perder la concentración si no quiero caer en sus emboscadas; pero también reclama unas miradas esporádicas al horizonte para tomar aire, para darme un respiro, y, con el cantón brevemente despejado de mugre y partículas polvorientas, poder propinar con más fuerza, puntería y acierto los golpes.

Tengo que confesarte que si me atrevo a hablarte de la esperanza con este énfasis y fervor es también porque un motivo de peso me respalda, me empuja a ello: juego con ventaja porque conozco sus prodigiosos y energéticos efectos ya que en más de una ocasión he hospedado en mi seno a algún miembro de esta familia que, aunque bien es verdad que su tamaño y expectativas han sido menores, de un alcance no tan grandilocuente, más próximo y más mundano, he sido capaz de tornearlas con mucha pericia y paciencia hasta ser testigo, finalmente, del clarividente salpullido de sus parabienes. Por eso, porque sé y conozco lo que es gestar y alumbrar alguna de estas esperanzas durante un embarazo largo y difícil, porque he recibido una inmensa corriente de satisfacción al ver que por fin esta almendra de deseo se hacía realidad, es por lo que me place hablarte de ellas y de todo lo que he hecho y hago para alentar su desarrollo hacia la conversión tangible. Tengo una larga y dilatada experiencia en el tema; puedo ponerte todo tipo de ejemplos, de toda clase y color; unas son más grandes, otras más pequeñas; con unas hay que emplearse más a fondo e invertir más sudor para conducirlas a la meta que en otras, aunque cada una de ellas ha dejado algo muy valioso dentro de mí: me ha hecho sacar, para lograr su consumación, lo mejor de mí, y, especialmente, cada vencimiento positivo ha sido como una liana a la que me he agarrado para no desaparecer definitivamente en el marasmo en el que me hallo metido.

¿Quieres que te cuente cómo se ha formado, ha progresado y se ha descorrido con éxito la última y más reciente esperanza? ¿Me permites que te describa, emocionado como estoy, cada una de las etapas por las que ha ido pasando hasta desembocar en esta singular e importante victoria? Acompáñame, y te mostraré otra pequeña porción de mi vida; acompáñame, y te enseñaré las probetas donde preparo y elaboro, con fe y un gran tesón, estos designios que, lentamente, se van tostando y tostando hasta convertirse, en algunos casos, en gloriosa realidad.

Hoy ardo en deseos de narrarte una de las batallas más surrealistas pero a la vez más épicas y bonitas que he ganado. Estoy ansioso por desglosártela y comentártela, por compartir contigo esta victoria sin desperdiciar ningún precioso detalle. Creo que la situación merece que hagas un esfuerzo más para tratar de recrear el marco en el que me muevo, ya que sólo así, entrando por estos capilares tan inimitables podrás hacer tuyo, sentir como propio este júbilo que me embarga. Sé que no te va a resultar una tarea fácil: para hacerse una idea de la constitución de mi mundo hay que zambullirse sin complejos en el tratado de la comprensión más servicial para no encontrar disparatados o irrisorios los sucesos que me ocurren. Y es que te recuerdo que en mi mundo todo tiene un valor muy diferente; la escala con la que se miden las acciones y repercusiones es totalmente infrecuente y original: en tu vida cotidiana nunca te has topado ni te toparás con otra igual. Pero confío en tu sensibilidad y apertura de miras para lograr implicarte en esta buena nueva.

No ha podido conmigo, no ha podido conmigo, no ha conseguido derrotarme. Y tengo que admitir que su treta, la encerrona del cuerpo endeble, era una ratonera ideal, muy difícil de eludir, para que el mochuelo amoroso hubiera quedado atrapado en ella, y, en consecuencia, al no poder aletear por los cauces normales, haberse escarchado, desportillado, y haber fogueado mi interior con una baja autoestima crónica. ¿Cuánta gente hay que al no estar a gusto con su cuerpo por tener o encontrarle algún defecto sucumbe intransigentemente al mísero concepto de sí misma? ¿Cuánta hay? Mucha, muchísima, una gran cantidad, una larga e inacabable fila india que da la vuelta al mundo varios miles de veces. Pero no he caído en esta tentación; he sido capaz de ir más allá… Te refresco los preámbulos:

Cuando yo era un incipiente adolescente, cuando se inició la etapa en la que por reglamento hormonal a uno le empiezan a gustar las chicas, me sentía totalmente incapaz de poder mostrarme de un modo distendido con ellas, y, mucho menos, de instaurar e implicarme en los usos del cortejo. No podía: mi cuerpo era una lacra muy gravosa que me impedía cualquier acercamiento; fortaleza sarracena que repelía a toda aquella maniobra de aproximación. No podía, no podía. Te hablo, para situarte, de la época del despertar sexual en la que el físico es lo que prima, evidencia demasiado amazacotada para encontrar un fleco por el que colar otras consideraciones con las que hacerle frente. No, en este período la fuerza del físico es imponente, lo abarca y lo cubre absolutamente todo, nada puedes hacer para debilitar su desmesurada persuasión; sólo esperar en tu rincón a que esta etapa concluya pronto; sólo rezar para que el tiempo pase rápido y llegue una primavera portadora de otros valores en la que, si no te has muerto ni agusanado aún por el efecto espera, puedas gozar de alguna oportunidad para experimentar lo que los otros, el resto de la humanidad, hablan y te restriegan su quintaesencia por la cara.

No podía, no podía jugar a este juego, a mi cuerpo le faltaba la matrícula homologada para poder participar en este festival; y yo, enojado con él por ser tan romo, tan patoso y tan inservible, lo odiaba; me odiaba, sin escatimar recriminaciones e improperios, por no poder pujar ni participar en esta novedad. Odio negro e inmundo por verme y sentirme excluido.

Encerrada bajo esta tumefacta costra de rencor, sin ningún recado avituallador que llegara hasta ella, este manojo sentimental no podía crecer: enflaquecía y se requemaba en este ruinoso ataúd. ¿Qué podía hacer? ¿Y cómo consolarla, cómo salvarla, cómo sacarla de su brutal y mortal reclusión?

Quizá con el roce y trato continuado con las chicas esta caperuza tan guijarrosa se hubiera ido, poco a poco, deshaciendo; se hubiera abierto algún poro por el que el conglomerado interno retenido se hubiera aireado y espigado lo suficiente hasta poder aspirar, tal vez, a alguna posibilidad de relación más próxima y detenida con el género femenino. Pero no; lo siento, es una lástima: no oses estirar la mano porque te golpearé en los nudillos, no des un paso hacia delante si no quieres caer por la zanja que te abriré en el suelo… Por lo que, para hacer más difícil, peligrosa y dolorosa la empresa, para darle un mayor grado de emoción y complicación, cuando apenas contaba dieciséis años tuve que dejar el instituto, se me cortaron las pasarelas hacia cualquier posible vivencia con las chicas; y toda esa avenida de conjeturas, de lo que hubiese pasado o pudiera haber sido quedó inhumado y tabicado detrás de esa isla de retiro forzado.

Y, en esta tesitura, tenía todos los números, absolutamente todos para que esta infusión emocional que pacía en mi interior se hubiera enviciado al tener legradas sus posibilidades de expresión hacia el exterior; ni las apuestas más optimistas hubieran dado un duro por su supervivencia, aguardando a que yo acabara mis días con el tormento engrapado del cómo será, frustrado vitaliciamente por no haber hecho realidad el designio de mostrarme tal cual soy con una chica…

Pero no desesperé. Conocía cómo se las gastaba Áxel; era consciente de sus marrullerías, y de que esa situación no dejaba de ser una celada más que me había puesto entre ceja y ceja con la intención de acabar conmigo. Muy astuto, muy astuto, tengo que admitir que la prueba que me has planteado ahora me va a costar un gran esfuerzo poder superarla; es, de todas a las que me he enfrentado, sin duda la más delicada y la que me toca más adentro, ya que estamos hablando de que la privilegiada potestad de los sentimientos humanos pueda expandirse y hallar una feliz salida, o, si fracaso en el intento, contemplar desde mi engrillada posición como éstos me perforan y me revientan, como granadas que no pueden ser expulsadas, por dentro.

No, no desesperé; consciente de que la contienda iba a ser larga y agotadora me pertreché hasta el ático de paciencia, envié varios mensajes de ánimo a toda esa germanía de afectos retraídos, y, sin más dilación, comencé a trabajar con ellos persiguiendo su desarrollo; buscando una manera original, audaz e inteligente, mediante la cual, a pesar de no existir de un modo visible la presencia femenina que les apremiara a ponerse en guardia, dotarlos de un volumen y de una planta para que, cuando llegase por fin el ansiado momento del encuentro en la tercera fase con una dama, esta construcción interior estuviera a punto, lustrosa, libre de miedos y tartamudeos que pudieran enmugrecer el tan rogado cuerpo a cuerpo.

Pero… ¿había alguna manera de poder profundizar en el tema sin la figura tutriz mujeril? Piensa, piensa un poco…

Al examinar mi hábitat con un mínimo de atención, echándole fantasía al asunto, no me resultó difícil percatarme de que, a mi alrededor, había elementos de sobra que podrían servirme y ayudarme en mi empeño por seguir mejorándome mientras duraba la espera, principalmente dos: la televisión y lo que pudiesen contarme o viese hacer a la gente de mi alrededor.

Yo miraba la televisión, buen maestro si uno sabe escoger y descartar, y contemplaba repetidamente la imagen típica del desdichado minusválido, tembloroso e incapaz de articular palabra ante la rubia de turno que, lógicamente, acababa pasando olímpicamente de él y largándose, entre achuchones y agarrada por la cintura, con el guapetón de bíceps abultados… Y este desenlace apocalíptico se clavaba cruenta e inolvidablemente en mi mente… No, no podía consentirlo, y de tal acto de negación enfurecida brotaba un valioso aprendizaje y una acérrima intención: «Esto es lo que no quiero para mí…, en lo que no quiero convertirme».

Y seguidamente me fijaba en el comportamiento de algunos chicos de mi círculo, constatando, con gracia y sorpresa, como en algunos casos esa manera de obrar difería notablemente según cuál fuera el sexo con el que entrasen en contacto; ya que si éste era el femenino no eran los mismos: no hablaban de las mismas cosas, solían mostrarse con un aire más artificial, como si pretendieran ocultar la parte más desapacible de sí mismos con el fin de impresionar… Era entonces cuando volvía a poner en marcha los mecanismos del aprendizaje y aprendía, aprendía de esta situación: «No, no me sirve; tampoco esto es lo que deseo para mí: cuando llegue el ansiado día en el que yo me relacione con alguna chica será desde el centro de mi autenticidad, siendo, en el mayor grado posible, yo. En este aspecto, quiero intentar ser mejor que algunos de mis amigos…».

Y a partir de estas premisas fui configurando mi idea y perfil aproximado de lo que quería…; y empecé a trabajar denodadamente con miras a alcanzar dicho objetivo… Durante varios años y en régimen enclaustrado y de silencio estuve bregando con esta masa sentimental, sirviéndome como ingrediente primordial en la operación del amor comprensivo hacia mí mismo para lijar las durezas tóxicas que acampaban por dentro; contemplando, con alborozo y entusiasmo, cómo esa levadura tan especial se iba agrandando y dejaba atrás los escollos traicioneros que la habían mantenido cohibida…

Hasta que llegó un día en el que, después de tanto tiempo y esfuerzos, reparé en que la parte teórica ya la tenía perfilada, aprobada, en que ya me había deshecho de ese recatamiento y sonrojo incapacitantes; aunque aún seguía faltándome ese pequeño e indispensable detalle, esa guinda para confirmar y certificar la sospecha: la parte práctica, alguna reliquia femenina de carne y hueso que pusiera una sonrisa en mi rostro y me hiciera levantar, complacido y victorioso, imaginariamente los brazos al cielo.

¿A que te parece surrealista? Pero… ¿cómo hacerlo? ¿Cómo conseguir una ínclita muestra del sexo de enfrente que me ayudase a superar y a completar la misión? Busqué y busqué, pero en el mundo que me rodeaba, en mi mundo, no había chicas a la vista… Mis amigos, desaparecidos en combate estudiando fuera de la isla, y mi itinerario se limitaba a ir, a duras penas, de casa a los entrenamientos y de los entrenamientos a casa… ¡Pero allí todo eran varones! ¿Dónde os habéis metido, dulces princesas?

Y así, intensa y emocionante espera, transcurrieron varios años. Hubo momentos en los que vacilé, en los que la fe se me cayó al suelo, en los que flojeé ligeramente, pero nunca, nunca, perdí la esperanza. A los diecisiete años me hubiera parecido del todo imposible relacionarme abiertamente y sin tapujos con una chica; a partir de los veintidós ya no, pero no había ninguna perspectiva de satisfacer esta inquietud en el horizonte…

Resiste, resiste un poco más…

Y así fueron pasando los años hasta que llegó, por fin, el día, fecha y hora anotadas dentro de un gran recuadro en mi agenda, en el que mis plegarias fueron escuchadas y atendidas; aunque para ello hubo que esperar nada más ni nada menos que a haber cumplido la cifra matusalena de los veintiséis años.

Y me apresuro a escribirte para narrarte, salto que he pegado hasta el infinito, trastornado por el gozo, el crucial acontecimiento que me acaba de suceder; que repiquen las campanas, que estallen en ensordecedores colores los cohetes, que griten hasta quedarse afónicas las gargantas la crónica de esta épica victoria: ¡he ganado, he ganado!, ¡lo he conseguido! Esta vez, Áxel tampoco ha podido conmigo. Estoy rebosante de alegría, el corazón se me sale de sitio al haber hecho realidad esta ilusión que llevaba tanto tiempo aguardando. Así se han concatenado los hechos:

El otro día vinieron a visitarme la viuda de Biel Martí, Tonia, junto a su hija Emma. Emma tiene algo más de veinte años, y, aunque sabía quién era, hasta ese momento apenas habíamos intercambiado palabra alguna. En el transcurso de la conversación salió a relucir el comentario de que me gusta mucho ver el mar, a lo que Emma añadió que a ella también y que, si me apetecía, podíamos ir a contemplarlo juntos la semana siguiente… Pensé que sería una de tantas y tantas frases formulistas que se dicen para quedar bien, convencionalismos establecidos de los que tengo una amplia colección, pero cuál ha sido mi sorpresa cuando hoy se ha presentado en mi casa presta y dispuesta a cumplir con lo insinuado.

Y yo, lobo astuto y al acecho que soy, me he aprovechado, me he aprovechado de ella para tramar una de las mías… No he podido evitarlo…

Emma ha cogido la furgoneta, me ha embarcado en ella, y me ha conducido hasta un mirador tranquilo y deífico donde hemos podido pasear, deleitarnos con el bamboleo azul marino moteado con reflejos dorados y, sobre todo, donde hemos podido charlar. Acostumbrada a manejar la silla de ruedas de su padre ha roto rápidamente con la distancia física que se suele interponer en estos casos, ante las situaciones desconocidas, por lo que la relación no ha comenzado de menos cero como suele ser habitual ni he tenido que emplear ninguna de mis estratagemas para ir deshaciendo el hielo e ir subiendo, poco a poco, los grados hasta alcanzar una meseta óptima en la que pueda pelotear el tú a tú. No ha hecho falta; la línea de salida no estaba retrasada, por lo que hemos podido disfrutar de un nivel de comunicación al que generalmente no se llega hasta que no han pasado varios meses de tanteo y de reconocimiento. Me lo ha puesto muy fácil; situación ideal para atacar.

Y he atacado, sin piedad.

Y hemos comenzado a hablar y a hablar; uno tras otro hemos apurado con fruición los temas que han ido surgiendo: hemos abordado con emoción anécdotas que hacían referencia a su padre, hemos hablado de filosofía, religión, ciencia, de las relaciones personales…; y hemos asistido a la victoria sobre la asignatura pendiente de un servidor. Todo ha transcurrido con una cómoda y agradable normalidad; mostrándome en todo momento como soy, sin balbuceos, temores o defectos que ocultar. Tal cual, y ha resultado un éxito. Finalmente, después de tres horas y media de incontenible verborrea, he dado, jubiloso, la puntilla al triunfo confesándole la insospechada, tal vez inconcebible, verdad:

—¿Sabes que ha sido la primera vez que he mantenido una conversación tan larga con una chica de mi edad?

Y ella, asombrada:

—¿Quééééé? ¿Nunca hasta hoy habías hablado con una chica?

—Lo que se dice hablar sí: un poco con las novias de mis amigos, pero sin haber mantenido un diálogo tan prolongado, profundo, sincero y a solas como el de hoy…

—Pues lo has hecho muy bien, no se ha notado que… no tenías experiencia…

—Sí, no ha sido complicado, aunque también es verdad que me he entrenado bastante y a conciencia durante estos años de espera. De tanto en tanto visualizaba situaciones en las que me veía departiendo desenfadadamente con una chica, por lo que cuando este encuentro por fin se ha producido ya estaba preparado, no me ha cogido desprevenido.

—Me pareces una persona encantadora…

—Gracias. Memorizaré esta frase entre los buenos recuerdos, y así, si un día me hace falta, la recrearé para volver a saborear este instante de oro.

Y al marcharse Emma he tenido la sensación de que volvería, de que tal vez incluso podríamos repetir estas salidas. Pero ahora mismo no es precisamente esto lo que más me importa; lo que realmente deseo hacer ahora mismo es gritar fuerte y anunciarle a todo el vecindario que he ganado, que esta batalla ha sido para mí. He ganado, y esto hay que celebrarlo. A ver, Áxel, si me pones retos más difíciles: esto ha estado chupado.

No has podido, no has podido conmigo. He salido indemne a la tentación y a las funestas previsiones de convertirme en un ser apocado, distante, tímido perpetuo e incapaz de mostrarse naturalmente con una mujer. He vencido.

Sigo vivo, sigo vivo.