15

Permíteme que vuelva a internarme, otra vez, en el tabernáculo de este cromático y canoro sentimiento; permíteme concentrar todas mis energías para poder investigar y seguir analizando su substancia, y aplacar, así, un poco estas ansias que tengo por saber más sobre los grandes secretos que esconde.

Cierro los ojos y promuevo la invitación; la libero y aguardo a que la reciba y me conteste. Al ser un sentimiento tan profundo y especial no puedo provocar su venida a voluntad: sólo viene esporádicamente, en contadas ocasiones, por lo que lo único que puedo hacer es relajarme y tratar de acantonar un estado de serenidad para que, si aparece, le resulte más fácil penetrar y trepar por mi cuerpo.

Parece que hoy he tenido suerte, ya que un ligero runrún me anuncia su pronta aparición. Será cuestión de aprovechar la oportunidad. Me pongo el mejor traje de gala para recibirla como se merece, con todos los honores. Ya llega, ya llega, ya siento cómo mi ego se abre y asciende hasta un hemiciclo muy amplio en el que la comunicación puede llevarse a cabo con una nitidez total, sin ninguna interferencia que la aborte o retarde su velocidad de transmisión.

Y le doy la bienvenida y, vivaracho y complaciente, dejo que se apodere de mí este sentimiento de unidad, de sentirme uno con el resto de mis semejantes y, más en concreto, con aquéllos que sufren este tipo de patologías. Ya está aquí, ya está aquí… Sé que su duración será pasajera, rauda, apenas se sostendrá en el ambiente unas décimas de segundo: después volveré a las restricciones de mi caparazón y a mis cuitas y a mis pegas ordinarias, por lo que será cuestión de prestar atención y vivir intensamente esta ráfaga de cohesión solidaria con mis compañeros de siniestralidad, de fundirme y de dejarme secuestrar por esta corriente de afinidad hacia todos aquellos condenados por la misma maldición.

Noto cómo entra en mí, cómo va creciendo hasta llenarme por completo. Silencio, silencio… ¿Qué es lo que dice?, ¿qué es lo que quiere decirme?

Su mensaje, reflexión quisquillosa, ve la luz en mi cabeza: 1849, ésta es la fecha en la que el mundo científico tuvo constancia por primera vez de la existencia de mi enfermedad. Hace ya ciento cincuenta años de esto. Casi nada. Increíble. Me gustaría saber desde cuándo ha estado entre nosotros, acechando al ser humano; tal vez desde siempre, desde tiempos inmemoriales, aunque sólo a partir de esta fecha fue posible detectarla.

1849. Inaudito. Y mi mente se retrotrae, sin querer, hacia el rocío de ese pasado; tratando de recomponer, mediante un sugestivo ejercicio de inventiva, cómo debía de ser y transcurrir la vida de esos pobres afectados hace cincuenta, cien o doscientos años. En el presidio más irrespirable, supongo, al que les habría deportado el desconcierto más obsceno; exasperados sobre la falta de información acerca de los síntomas que descalabraban sus cuerpos y la ignorancia supersticiosa que debía de ofuscar a las gentes que les rodeaban.

Me imagino a esos enfermos totalmente excluidos, anulados, relegados a la insociabilidad por la vergüenza al qué dirán; castigo divino que ha venido a caer como una desgracia sobre nuestra pecadora familia, mancha y peste de la que urge apartarse. ¿Qué vida debían de llevar esos dolientes? Me los imagino sometidos a toda clase de manipulaciones, de incriminaciones, de dictámenes alucinantes y de remedios tan esquizofrénicos como fallidos…

Ya sé que la situación actual no es que sea precisamente muy boyante, pero, al menos, los que tenemos la suerte de vivir en países medio desarrollados (me figuro que en países del tercer mundo la perspectiva no debe de ser mucho más halagüeña que la que existía aquí hace un siglo), sí que estamos, en algunos aspectos, mucho más avanzados, mucho más desprendidos de ese cepo infame.

¿Qué ha pasado? ¿A qué se ha debido este lento pero importantísimo cambio? ¿Qué es lo que lo ha propiciado, lo que lo ha impulsado? Posiblemente el agente responsable no sea otro que el ensanchamiento habido en la conciencia; la conciencia que, con su brava y fortificante luminosidad, poco a poco ha ido aclarando y echando fuera a las sombras de la ignorancia… Yo puedo vivir postrado en una habitación al igual que podría hacerlo otro afectado hace cien años, y, aunque indudablemente mi calidad de vida es mucho mejor que la suya al disponer de mayores medios técnicos y más recursos sociales, otra diferencia fundamental es la transformación habida en mi entendimiento: yo puedo estar, tal vez, físicamente, tan solo como él, pero al menos yo sé lo que me pasa: sé que el promotor de mi inmovilidad no es ningún ente caótico e indefinido, sino una dolencia con nombre y apellidos. Y, aunque esta comprensión de mi realidad circundante no me sana ni resuelve mi problema físico, sí que alivia una parte de mi tribulación, la modera bastante…

El conocimiento, el conocimiento como preámbulo de un estado y escalafón más elevado, extenso.

Pero esta apertura de la conciencia, para culminar en evolución, para ser verdaderamente efectiva, debería expresarse y distribuirse por los diferentes campos o parcelas de la realidad. Tener muy claro el funcionamiento de una dolencia sin que esta enseñanza repercuta también en la manera de pensar o de actuar de una sociedad es un avance relativo, estéril y superficial: el auténtico progreso exige que éste se lleve a cabo de un modo global. Cuando apareció el ferrocarril y los modernos medios de transporte, algunos creyeron que traerían consigo el fin del hambre en el mundo. Pero no ha sido así; y no ha sido así porque este adelanto técnico no ha venido acompañado de otros cambios en otros sectores como el de la estructura económica y política, o, si se han producido, éstos son aún demasiado tenues y débiles. Aquí ha habido un cierto desarrollo, pero no evolución en el sentido integral.

Pues bien, a pesar de todo, a pesar de la precariedad en la que aún estamos, creo que si echamos la vista atrás en cuanto al tema de estas patologías se refiere podemos atrevernos a afirmar que, gracias a un esfuerzo extraordinario, descomunal, que paulatinamente ha ido raspando lo que antes era un coto fortificado de abandono y despecho, se ha producido una tímida pero esperanzadora evolución.

Y este esfuerzo jadeante hacia un crecimiento completo ha tenido su reflejo y su timbre más o menos visible en las distintas ramas; se ha expresado con diferentes grados de intensidad en los diversos compartimentos que forman el todo: de entre ellos, el principal, aquél que ha contagiado la energía diligente a los demás ha sido el de la lucha que cada enfermo ha librado y libra dentro de sí contra la decrepitud contralladora que le consume; esas ganas de vivir que opone a los mercenarios de la muerte que campan por dentro de su cuerpo; esa rebeldía humana por no ser machacado de esta manera que cada afectado expresa y ha expresado a lo largo de los siglos, y que ha acabado transmitiéndose, por fin, al colectivo de los científicos e investigadores. Si no hubiera habido enfermos así, si éstos hubieran capitulado sin oponer resistencia al primer síntoma desintegrador, ningún investigador hubiera llegado a escuchar sus gritos ni hacerse eco de su valor demostrado en el combate, y, por tanto, esta chispa de motivación para la prosperidad no hubiera llegado hasta los otros sectores del conjunto.

Esta actitud armígera y emperrada hacia la vida representativa de los enfermos ha infectado también, en mayor o menor medida, a otras porciones del pastel como el de la concienciación social, promoviendo demandas en lo que atañe al cumplimiento de unos derechos mínimos de igualdad; aunque también es verdad que a pesar de que se han producido avances y algún que otro éxito, este tema está aún muy verde: queda mucho por hacer.

Pero, si bien en unos departamentos del módulo discoidal se ha producido una mayor prosperidad que en otros, pienso que, desde una panorámica general, se ha avanzado: la claridad lentamente se ha ido haciendo un hueco entre las tinieblas. Y esto es una buena noticia, considero que es un acontecimiento digno de ser recalcado.

En el ámbito exclusivo del saber de mi enfermedad, éste se inició en 1849 con su descripción funcional y, a partir de aquí, poco más: hemos permanecido en una larga y gélida quietud; hemos estado errando por un interminable y desasosegante túnel sin perspectivas de salida, relegados al olvido y haciendo cola y cola para que alguien nos tratase con un mínimo de deferencia. Hemos aguantado así, heroicamente, pacientemente, esperando a que un alma caritativa posara amablemente sus ojos sobre nuestra desazón o nos dirigiera unas frugales palabras de consuelo durante tantos y tantos años; años vacíos, iguales, años de silencio absoluto y contrito, hasta que, a principios de estos años noventa, se deshizo, por fin, el nudo de tanta calma y dejación, y empezamos no sólo a avanzar, sino que lo hemos hecho a una velocidad impensable, de vértigo.

En los últimos diez años se ha avanzado más en el conocimiento de estas enfermedades que en todos los años anteriores juntos, que en toda la historia de la humanidad. En esta última década se ha localizado, primero, el cromosoma que cobija a mi dolencia; después, más preciso aún, se detectó cuál era concretamente el gen responsable, y, a partir de aquí, no han parado de sucederse los descubrimientos en una vorágine espectacular con pinta de ser irreversible, y cuya última novedad, noticia de última hora, ha sido la anunciación de la creación de ratones que expresan la sintomatología de mi dolencia. Y los avances se siguen sucediendo, por lo que todo acompaña a pensar que algo se está cociendo, que algo está pasando, que algo se está moviendo.

Y me doy cuenta de que estoy viviendo en una época fascinante donde muros que creíamos inabordables caen uno detrás de otro, donde lo fijo y el juramento de lo perdurable se derrumban o se esfuman apresuradamente, y, por tanto, donde todo parece posible…

Es ante este panorama cuando este sentimiento de unidad que me comanda me pide permiso para ocupar por unos instantes todo el espacio de mi atención: y yo se lo concedo, y, además, lo ultimo y reactivo con la entrega de mis emociones más íntimas, más auténticas, más genuinas, de mi sufrimiento y dolor para forjar una cadena compenetrada con tantos compañeros de infortunio que hay y ha habido a lo largo de los siglos. Durante unos segundos inolvidables, impresionantes, puedo hacerme cargo perfectamente de sus padecimientos, de sus frustraciones, de sus lágrimas, de sus soledades, de sus ilusiones… ya que estoy convencido de que son iguales o prácticamente las mismas que siento restallar dentro de mí…

Vidas tan distintas, alejadas en el tiempo, en las costumbres, tal vez en las ideologías o formas de pensar, pero tan idénticas en lo esencial…

Y en los instantes en los que dura esta sensación yo me siento eufórico, emocionado, inmenso, capaz de todo…

Y este sentimiento de unidad viene a decirme que cada ser humano becado con alguna de estas dolencias que ha pasado por la Tierra habrá entablado idéntica o parecida lucha contra la degradación corporal; habrá tratado de zafarse como sea de su lenta pero implacable aspiración hacia la nada, hacia la extinción, y, en consecuencia, habrán dejado fuertemente impregnados en el ambiente sus deseos, sus ilusiones, sus esperanzas…

Sí, por inequívoca y traslúcida conclusión, tiene que haber un lugar, allí fuera, en el que confluyan y se almacenen estas predilectas emisiones humanas…

Cada ser humano afectado, de cualquier raza o color, independientemente de la época en la que haya vivido o de su inteligencia o de su nivel cultural habrá dejado, simplemente por el hecho de estar vivo, vida que se opone a muerte, su pequeño grano de esperanza, su afán por apartar la corrosión de su cuerpo y poder vivir y expresarse sin que tal discordancia lo coarte…

Y esta esperanza ha quedado ahí, grabada en el éter invisible, lactando y engordando gracias a la suma de las pequeñas pero capitales aportaciones que cada sujeto ha ido entregando, junto a su vida, a lo largo de los tiempos.

Y así, en este aparente diálogo de sordos, en esta adición silenciosa y a todas luces fútil y manso amontonamiento de deseos es como ha transcurrido la historia hasta llegar a esta última década en la que vivimos, donde, no sé muy bien por qué, estas esperanzas con tanta sangre depositadas han puesto en marcha un imparable y frenético movimiento en el ámbito científico, como gota tras gota que al llegar a un cierto nivel del depósito han encendido un motor lubrificado con mucha expectación.

Al tener esta visión me viene a la mente la imagen del ajusticiamiento de un grupo de inocentes que, antes de desaparecer, dejan en el suelo una moneda dorada y reluciente. Estas monedas son el símbolo de sus sueños y anhelos, monedas que se han ido apilando hasta adquirir la altura de una gigantesca montaña. Y entonces me pregunto: ¿cuántas monedas son necesarias para provocar un avance, un cambio en la realidad? ¿Cuál es el precio que hay que pagar?

Yo también dejaré mi moneda, moneda que se colocará en la balanza en la que hay, por una parte, los sueños, y, por otra, su expresión en la realidad. Yo, como ser vivo que soy, que desea vivir, expresarse y afirmarse, hago todo lo posible para vivir al máximo, todo lo que pueda en el aquí y en el ahora; intento no malgastar ni un segundo irrepetible de mi existencia; pero empiezo a darme cuenta de que el hecho de querer vivir implica también, necesariamente, lanzar a la atmósfera unas intenciones o deseos de que no haya monstruos despellejadores en forma de enfermedades que malogren ni paralicen esta aspiración vital. Y esta esperanza soltada es como una pequeña moneda que, agregándose al conjunto de otras muchas, mueven y hacen avanzar, lentamente, al mundo.

Después de considerar y echar un vistazo a todo lo que últimamente está pasando, a estos adelantos científicos espectaculares que estamos viviendo, sintiendo y presintiendo; después de hacérseme factible que una cuenta atrás se ha iniciado, una pregunta sagaz, potente, turbadora, ha brotado y despuntado dentro de este estado de especial sensibilidad y fraternidad con los demás enfermos que ha habido, hay y habrá, dejando su vibración tintineando en mi cabeza: ¿acaso seremos yo y los de mi generación las últimas hornadas de incurables; el punto y final a partir del cual los que vengan ya dispondrán de un remedio a esta plaga execrable y degenerativa? ¿Concluirá esta larga cadena iniciada en inmemorables tiempos de vidas truncadas, de vidas ajadas para que no puedan alcanzar su plena realización precisamente en mí? Es un pensamiento escalofriante, que me pone los pelos de punta: sentirme línea fronteriza, último dinosaurio, último receptor en el que el abominable hará de las suyas impunemente.

Probablemente, si los avances se siguen produciendo con tanta rapidez, los que vengan después de mí dispondrán de muchas posibilidades para ver y experimentar el triunfo definitivo de la luz; conocerán, al fin, el resultado de tantos granos acumulados de sufrimiento, el desenlace feliz de tantos sueños depositados como monedas recolectadas que han podido comprar, dichosamente, la expiación y la eliminación de esta vil condena. Y esto es algo maravilloso, excelente, digno de ovación, pero que, contemplado desde la perspectiva de este cuerpo presente no deja de provocarme una cierta congoja.

Presto, me dirijo a pasar lista y a realizar una revisión exhaustiva de mis fuerzas; a componer el mapa y el diagnóstico real del estado de mi salud física en el que me encuentro.

Las primeras estimaciones no son muy indulgentes, el balance no es que sea muy alentador: no es que me queden precisamente muchos reductos íntegros y a salvo en los que la inmovilidad total no haya llegado… Apenas media mano derecha y poco más es lo que resta, lo que por ahora sigue a salvo…

Visto el panorama sé que, objetivamente, lo tengo difícil, muy difícil; la ciencia avanza pero no tanto como lo hace mi enfermedad, y a ésta no es que le queden muchas reservas de materia por carbonizar… Si tuviera diez años menos, si naciera ahora tal vez… Y, además, llevo tantos y tantos años de enfermedad que…

No, no, no, un pensamiento disidente engendrado en la parte más pasional e instintiva de mí y asociado directamente a este apetito por vivir estalla, me asalta, y me hace susurrar entre dientes y bajito, sólo para mí:

«¿Y si fuera de los primeros, de los primeros en arribar a tan emotivo hito?»

Aguanta, aguanta un poco más…