—¿Qué les pasa, qué les pasa a los cubiertos? ¡Alguien me los ha cambiado: pesan una tonelada! —exclamo, grito, imploro—. ¡Son de plomo, son de plomo…!
Desvalido, desacreditado, había ido notando cómo la maniobra que había que efectuar para llevarme la comida a la boca me representaba cada día que pasaba un mayor esfuerzo; cómo se iba descuadernando, desmejorando ante la inoperancia de mis plegarias, gestiones y meneos.
Su pariente cercano, el ademán de acercar un vaso hasta los labios, ya hacía tiempo que había sido anatematizado por el mismo psicópata como una prueba de su irreductible poder y como un aviso y anticipo de lo que me esperaba.
Y esta amenaza pendiente me cloqueaba, empeñándose en hacerse realidad y culminar en parálisis.
Empezó cebándose y afectando principalmente a la cuchara; la hiperplasia del aumento de peso comenzó a castigarla y a encartucharla como si varios kilos de moluscos-garrapatas se hubiesen yuxtapuesto a la masa que había que levantar…; y la sopa dejó de poder llegar a su destino, topándose con una barricada invisible que le cerraba el paso y la jeringaba, obligándola a derramar su acuoso contenido por el travesaño: perdiéndose lamentablemente sobre la mesa o yendo a parar en forma de manchas sobre las anteriormente pulcras estribaciones de mi camisa.
¿Qué ocurre?, ¿qué diablos ocurre? No desesperes, no pasa nada, saldré de ésta… Cavila un poco; busca soluciones…
—Mamá, ¿puedes comprar cubiertos más ligeros, de ésos de plástico?
—¿Por qué, hijo?
—Es que me marcho de excursión…
Y durante un tiempo, con estos cubiertos sensiblemente más inmateriales, me defendí, di esquinazo a las argollas y a los arpones del agarrotamiento ruin que insistía e insistía en apoderarse de mí. Pero fue sólo un espejismo, un bocado extra de fresas con nata regalado, ya que una casita de paja no puede mantenerse eternamente erguida frente a los enfurruñados y reincidentes topetazos de una fuerza tan superior. Fue como el último estertor permitido, la última bocanada de aire dada antes del velatorio, no se invita particularmente.
Y los gusanos de la gravidez han seguido avanzando y avanzando, imparables, ambiciosos, comiendo y acinturando el terreno hasta que los adeptos del hormigón han llegado y se han adueñado también de los utensilios de plástico… Y la sopa vuelve a derramarse, a malograrse sus intentos por alcanzar mi boca…
Miro al plato recién cocinado, intacto e inabordable que está frente a mí con un ametrallamiento de añoranza y de deseo, de ojeriza y de resignación; emociones que, un rato una y un rato otra, van pasando y rebotando alternativamente por el frontón de mi cabeza. Miro al plato que se ha quedado solo, fuera del control de mi mundo, de mi mundo cada vez más reducido y estrecho, de mis posesiones materiales cada día más ordeñadas…; y después desplazo la vista hasta los cubiertos cariacontecidos y lejanos que tan extraños me parecen, como si nunca hubiesen gozado del calor y acoplamiento de mi mano: útiles para un gimnasta, no para un tipo desmochado como yo. Los contemplo como quien contempla las isobaras de una antigua amante despechada, de alguien que me amó pero que ahora me aborrece, se cansó de mí, y que ha acabado dándome la espalda y pidiéndome el divorcio. Lo que era una unión armónicamente perfecta ha dado paso a las caras largas y a la frígida omisión.
Se acaba, se acaba, y me temo que todos mis esfuerzos por intentar reconciliar a las dos partes van a terminar por ser aplastados por el revés nunca bien recibido. Mis ojos se desplazan, en una desesperada búsqueda de soluciones, repetidamente de los cubiertos al plato y de éste otra vez a los cubiertos, como si pretendiera trabar entre ellos un puente, inventar una nueva conexión que sustituya el soporte físico que antes aportaba la extremidad diestra. Tal vez se me despierte, entre tanta ida y venida, la facultad de la telequinesia, y podré levantar y manejar con la mente la cuchara, haciéndola levitar con la fuerza del pensamiento. No estaría mal…
Se acaba, y no puedo hacer nada por restañar y remediar esta función corporal que expira, otra más, por limpiar y hacer desaparecer las manchas de sopa que, como pústulas comestibles, se extienden y jalonan la superficie de mi jersey.
Me duele, me duele mucho, pero no pienso abandonar, permitir que este suceso me desmorone. Esto sí que lo puedo hacer: ya lo he hecho en multitud de ocasiones. La verdad es que, pensándolo bien, llevo haciéndolo toda la vida. Soy un experto en el tema. Resistiré, resistiré como pueda, al menos, un poco más.
Mientras me animo y me deseo suerte para tratar de adaptarme a esta reciente contingencia lo mejor y más rápido posible, un pensamiento listo se encara hasta sobresalir de la maraña de mi conciencia.
Y pienso que lo peor de esta nueva situación tal vez sea el recorte sufrido en mi libre albedrío, ya que hasta ahora era yo el que seleccionaba de aquí y de allá el contenido del próximo bocado que llevarme a la boca, mientras que ahora será otro el que decidirá en qué elemento se tiene que estacionar el cubierto. Si antes poseía la libertad de poder pasar cuando quisiese de un trozo de lechuga a una porción de tortilla, ahora será el otro quien dictaminará el orden de los ingredientes que irán ascendiendo hasta mi paladar. Supongo que si lleva un buen rato dándome a probar siempre lo mismo podré pedirle que cambie la preferencia hacia otro elemento, pero no me veo pidiendo en cada viaje qué es lo que me apetece: iríamos muy lentos, y, además, me costaría hablar con la boca llena.
Sé que en el fondo el discurso de este pensamiento es una tontería: trato de racionalizarlo diciéndome que al fin y al cabo todo acaba mezclándose en el estómago; pero es como si fuese un atentado contra mi capacidad de elección, como si recortasen los límites de mi capricho.
Preparo la anunciación esmerándome en hacerlo con un tono suave y lo más neutro posible, como si no me afectara, como si no fuese conmigo, aparejando una modulación breve y concisa para quitarle trascendencia al asunto y no traspasarle al otro, al destinatario, demasiados aneurismas de espanto. Esto también lo sé hacer muy bien:
—Mamá, a partir de ahora tendrás que darme de comer. —Pobre mujer, espectadora impávida de la debacle orgánica de su hijo; la primera en recibir las malas noticias que informan del nuevo marco, más complicado y restringido, sobre el que tendrá que expresarse mi vida.
Y es que, me doy cuenta de ello, mi cuerpo ya es prácticamente como el de un bebé: mente de hombre en cuerpo de niño.