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Yo quiero ser el Señor de las Pequeñas Cosas, quiero bucear en ellas para desenvainarles su secreto; serpentear, con la cautela y la maña propias de un vampiro, hasta su meollo para succionarles su energía e incorporarla a mí, dando a mis sentidos algo con que alimentarse en esta dura batalla que libro por su sustento.

Pero deseo ocupar este trono que rige y gobierna todo aquello que está miniaturizado, además, por otra razón que trasciende la función fisiológica elemental: y es que he descubierto que este puesto me atrae fuertemente porque es como si me ofreciese la oportunidad de poder conocer lo que es realmente primordial en la vida, de saltar por encima de lo superfluo y prescindible para tocar lo que es verdaderamente importante.

Ha sido largo el camino emprendido hasta llegar a tomar plena conciencia de este deseo; ha sido un proceso laborioso que se ha ido formando poco a poco y con los años hasta tener bien clara mi intención. Se inició cuando era un niño, cuando al estar exento de muchas de las actividades a las que se entregaban los otros tuve que aprender, no me quedó más remedio, a entresacar el gusto de las prácticas solitarias como por ejemplo de las páginas leídas de un libro. De aquí arrancó todo; y de aquí nació mi intención de ensanchar y extrapolar esta atención por lo ínfimo e irrisorio a todas las esferas posibles, contagiando esta actitud hasta a mi manera ordinaria de obrar.

Y caía, y caía, y caigo, y sigo cayendo por este agujero negro, por este pozo infernal que me traga a una velocidad trepidante; pero ahora he descubierto la manera de sacar provecho a tan infausto viaje, de depurar las impurezas del grito y del espanto yendo, en la medida de lo posible, un poco más allá; apartando la mirada del suelo al comprender que es un acto incongruente y baldío, y aprendiendo a mirar en horizontal; desvelándoseme, con este gesto, una rumbosa riqueza de matices con los que atiborrar y hacer las delicias de mi vista: caigo, pero nada puede impedir que mi mirada se solace con los continuos detalles que va percibiendo: el color de las paredes, su textura, si exudan o no humedad, si hay algún cuerpo extraño pegado a ellas o alguna brizna coqueta que sobresalga…

Pero esto no es todo: he aprendido también a olfatear el aire del tugurio, a calibrar con cuántos iones va cargado, en qué dirección sopla en el día de hoy…, y a llenarme y a dejarme incensar por él.

Y caigo, y sigo cayendo, pero no pierdo el tiempo en conjeturas y preocupaciones inútiles sobre qué es lo que me va a pasar o cuántos segundos me quedan antes de estrellarme fatalmente contra el suelo. Esto ya lo descubriré cuando llegue el momento, a su debido tiempo. Simplemente trato de centrarme en lo que tengo y no despilfarrar estos preciosos instantes en divagaciones que sólo estorban… Cuánta preciosidad se esconde detrás del arisco y negroide aspecto del pozo; cuántos secretos aguardan ser desvelados para congratularte con una vida más auténtica, más emocionante, más mayúscula. Porque este ininterrumpido viaje hacia el mundo de las cosas pequeñas no sólo ofrece el recurso de procurar algo que llevarse a la boca, a tus sentidos, sino que la calidad de este alimento posee un sabor y una envergadura incomparables; y quien come de él ya no se siente tan a merced de las fluctuaciones externas, goza de una solidez y estabilidad mayores, mucho mayores.

Aprende a hurgar en los detalles y no sólo obtendrás un mendrugo para tu manutención, sino que se te abrirán los manjares más inimaginables y copiosos de una vida nueva; y, al comerlos, sentirás como te despojas de todo lo trivial, de todo lo banal, de todas las preocupaciones residuales hasta quedarte completamente desnudo. Pero entonces, y aquí viene lo bueno, en vez de morirte de frío sentirás como tu piel se endurece tanto que la marejada ambiental tiene que ser muy virulenta para lograr desarbolarte.

Emergerás renovado, cambiado, irreconocible, preservado para siempre de esas fruslerías que afectarán a los demás pero a ti no; a ti no, nunca más. Todo se rompe, se desbarata, se transforma, y la vida se vuelve tan sencilla y liviana que ningún aparato puede ya cogerla, y, mucho menos, medirla. Sólo puedes sentirla, sentirla y vivirla.

Y yo, que quiero ser el Señor de las Pequeñas Cosas, me sirvo y me ayudo de la atención consciente para localizar estos átomos e insuflarles vida, reconocimiento, hondura, presencia…; hasta lograr incorporarlos, integrarlos en mí.

Mi vista, vigilante, inquieta, se pasea escrutadoramente de un rincón a otro de la habitación, como si estuviera buscando algo. De repente, se detiene horrorizada y fija su enfoque sobre un punto, sobre un punto que parece haberla hipnotizado. ¿Qué pasa?, ¿qué ocurre? Un estremecimiento de perplejidad me recorre la espalda, la palidez hepática detenta mi rostro. «No puede ser, no puede ser…», mascullo anonadado y enojado por el pecado tan reprobable que he cometido. ¿Cómo puedo caer en estos errores de principiante? ¿Cómo es posible haber sucumbido a este desapercibimiento? Me avergüenzo de contarte lo sucedido, pero creo que es mi deber hacerlo para que veas un poco mejor por dónde van mis pesquisas, mi trabajo de indagación que no es tan fácil como parece, ya que a veces, como en este caso, no atino con la puntería. ¿Pero qué es lo que ha pasado? ¿Cuál es la causa de mi turbación? ¿Un accidente automovilístico? Peor, mucho peor…

Resulta que a escasos centímetros de mí está el bote especial que utilizo para beber. Pues bien, hace ya bastante tiempo que lo tengo pero hasta hoy, hasta ahora, hasta hace unos instantes no me había fijado en el color y en la forma exacta que tienen las ruedas del tren, del dibujo impreso en el recipiente de plástico. Que la imagen central era un viejo tren del lejano oeste ya lo sabía, por supuesto, un tren con su chimenea, y con su humo, y con su vaquero a caballo escoltándolo; pero aún no me había percatado de ese pormenor tan importante como es la tonalidad y la morfología que describen cada una de sus ruedas. Se me había pasado por alto. Un despiste imperdonable. ¿Cómo se me ha podido escapar este detalle extraordinario que guardaba incorrupto delante de mis narices?

Y me embriago, y me extasío con el recorrido visual que hago con sumo detenimiento por cada una de esas ruedas…; borrachera de colores, de curvas y de rectas que cascabelean en mi mente; y que me enloquecen, me placen, me hinchan, me colman…

Y me quedo así, un buen rato, un largo rato; inmóvil, pasmado, con una genuflexión; tratando de desmenuzar y asimilar toda la impresión recibida de la mejor manera que puedo; dejando que me traspase, se afiance, y se quede a formar parte de mí.

Qué placer, qué deleite, qué banquete me estoy dando… ¡Cuántas cosas quedan aún por descubrir en esta habitación! ¡Cuántos secretos esperan ser revelados! Y tengo la sensación de que la lista de éstos irá aumentando conforme mi percepción se vaya entonando, objetivo que me esfuerzo en alcanzar ya que tengo la convicción de que todo está relacionado: y cuanto más fina sea mi capacidad para atrapar las pinceladas de este cuarto, mejor me servirá para localizar las que cohabitan en mi interior, y, por tanto, ya que lo que hay fuera es básicamente una expresión animada de lo que hay dentro, con más tino podré conocer el mundo que me rodea.

E indago, rastreo, busco presas que echar a mis sentidos; me abro, estiro mi atención como una goma elástica; me agrando y crezco con cada elemento que me zampo, que cae en mis redes. «Quedan miles de universos subatómicos por destapar y explorar», me aliento, me lanzo, al tiempo que me insto a no volver a cometer otro fallo clamoroso como el de pasar por alto tan fabulosos detalles como el que me aguardaba a unos centímetros de mí si quiero en verdad erigirme en el Señor de las Pequeñas Cosas.