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Y el pensamiento y la convicción estallaron en mi mente como un obús recién caído del cielo sobre una plácida comida campestre, arrasando de un plumazo el poético piar de los pajaritos y chamuscando los sedosos vestidos de las vestales doncellas que brincaban descalzas sobre la yerba esplendente. Bomba que explosiona y que provoca un impresionante cambio en el paisaje, deformándolo y desbarajustándolo no se sabe muy bien si por causa directa de la metralla o por el inesperado susto y conmoción; pero lo cierto y lo que en verdad cuenta es el cambio, el estado de novedad que ha penetrado y se ha instalado dentro de mi cabeza. De novedad y de imposible vuelta atrás.

Los síntomas de lo acaecido podrían compararse con la imagen gráfica del último amarre que quedaba que se rompe, dando lugar a una isla, a un iceberg desprendido que se va alejando más y más del continente concurrido para no volver a unirse nunca más a él. Nunca más a él.

No recuerdo la fecha exacta en la que ocurrió la efeméride, tal vez porque ésta se fue gestando poco a poco: no fue el fruto repentino de un día, sino el resultado de un continua y rítmica llovizna de material que fue desgastando la roca, hasta que una mañana, al levantarme, constaté que la roca ya no existía, y un puñado de polvo ocupaba su lugar. La erosión de pequeños sucesos separatistas y disgregadores había ido preparando el terreno, a la espera del póstumo y definitivo detonante que hizo saltar ese estado por los aires, dando origen a otro nuevo.

La masa elemental se fue gestando poco a poco, a fuego lento, calentándose gracias a los cachos inflamables que Áxel, odiado enemigo y a la vez prestigioso maestro, fue vertiendo en la cazuela en forma de preguntas oportunas y quisquillosas farfulladas en mis oídos. Así fue, más o menos, cómo se fue guisando la secuencia:

Yo observaba desde mi ubicación predilecta cómo se iba desarrollando la vida de los demás; incorporando mediante la apertura receptiva propia de mi estado mutante aquellos aspectos que me gustaban y que encontraba interesantes para ser anexionados a mi vida, y desechando aquellos otros que percibía como una rémora a esa expansión. En ambos casos, aprendiendo siempre, siempre, de este cojo y rechazo, de este acto selectivo de captar y descartar.

Y veía cuerpos sanos, cuerpos aparentemente todopoderosos que podían aspirar a lo que fuera, a lo que quisiesen…; pero notaba muy poca, escasa originalidad, como si esos cuerpos individuales bebieran todos del mismo grifo mental común; por lo que sus pensamientos se parecían mucho, sus metas y aspiraciones también; no había mucha disparidad en su escala de valores, muy similar era su manera de ver el mundo…

Y empecé a advertir que algo había cambiado en mí, que se había producido una transformación totalmente irreconocible similar a la de la mariposa que contempla impresionada el capullo del que acaba de salir: y dejé de sentir ningún tipo de envidia hacia los demás. Este sentimiento de querer para mí lo ajeno que tantos lengüetazos había pegado en mi infancia había desaparecido, se había extinguido, y una perla de las islas del Pacífico ocupaba su lugar. Solamente quedaba un resquicio que anhelar: aquello que era estrictamente biológico e imprescindible, nada más. Empecé a reparar en que había aspectos de mi manera de ser y de percibir la vida que por muy extraños que fueran no canjeaba ni por todo el oro del planeta. Me sentía muy orgulloso de ellos, de poseerlos, de pensar y de sentir así.

Cuando me percaté y me palpé este nuevo bulto crecido, mi primera reacción fue la de pensar que había surgido como una reacción alérgica de defensa hacia aquello que no podía tener: ya que no podía aspirar a realizar la mayor parte de las cosas que hacían los otros, mi cerebro debía buscar alguna fórmula para desenconar el dolor por estos deseos que no podían consumarse, inculcarme esta racionalización de que ya no me apetecía ser como los demás para apartar de mí esa agraviante resolución. «¿Por qué esta resolución no debería tener su origen en estas premisas? Sería lo más lógico y sensato», fue mi primera alegación fiscal. Pero la prueba de mi error no tardó en manifestarse, en hacerse visible, desvelándose y emergiendo paulatinamente a la luz venteada por los diálogos sistemáticos mantenidos con Áxel; por el resultado de nuestras conversaciones, que dejaban siempre una secuela, un hangar de interrogaciones tentadoras parrandeando en mis oídos, una inquietud efervescente propagándose en el aire; reflexiones sociológicas encargadas de remover el suelo y propiciar la ascensión victoriosa del cambio de parecer.

«¿Ser físicamente “normal” pero ser incapaz de ir tan a menudo más allá de las apariencias? ¿Ser físicamente “normal” y dividir el mundo entre “fachas” y “catalanistas” porque tener esta concepción tan estrecha es lo que se lleva ahora, lo que está de moda? ¿Ser físicamente “normal” y vivir de un modo tan lineal, con la atención menospreciando tantas y tantas cosas que pasan olímpicamente de largo? ¿Es esto lo que quieres?»

Había algo dentro de mí que había crecido con tanta propiedad que contemplar el discurrir de la mayoría de la gente de mi alrededor ya no me hacía segregar ninguna baba de apetencia. Y esta escisión, que ya era total, no sólo no me había destruido, sino que esa semilla de vida potencial que había caído en tierra disforme y arisca, en vez de amargujearse había dado origen a una preciosa flor que se erigía con determinación hacia lo alto, obviando el fúnebre pedregal que la cercaba. Comprendí que mi vida no era mejor ni peor que la de los demás, que mi situación portaba consigo una serie de carencias y gran cantidad de padecimientos, pero también un rechoncho racimo de cualidades de las que me tenía que sentir satisfecho y no desanimarme para encontrar el modo de seguir desdoblándolas.

Hubiera podido venirme abajo, y renegar de todo, y estar resentido contra todos. Pero no fue así. No sólo no había sobrevivido, sino que la flor surgida estaba constituida por una refundición de dureza y vitalidad al mismo tiempo: capa de dureza porque tenía que resistir a la intemperie la quebrantadora sensación de saberme solo; ingrediente de vitalidad porque afrontaba la vida con un elevado rango de entusiasmo.

Y las preguntas, tentaciones del diablo, seguían manando y acumulándose en mi cerebro, cartuchos de dinamita colocados en los puntos estratégicos.

«¿Ser físicamente “normal” pero ser incapaz de escuchar, de atisbar esas miles de sensaciones menudas que me rodean? ¿Ser físicamente “normal” y coger los dolores de cabeza por esas chorradas que tanto alborotan a los demás?»

Y la respuesta poco a poco fue abriéndose paso entre los repliegues de mi garganta hasta la pronunciación de un incontestable: «No, no gracias. Si ser “normal” implica todo esto, pues a mí no me interesa ser “normal” y dejar de extasiarme con todas las pequeñas maravillas que voy descubriendo… En todo caso sólo ambiciono vuestro cuerpo; nada más; eso es todo. Respeto vuestra filosofía de vida, pero no me interesa, no me llenaría, no me saciaría. Sólo deseo vuestro cuerpo; para enfrentarme al mundo yo ya tengo mi propia filosofía de la que estoy muy satisfecho y de la que me siento tremendamente orgulloso».

Y llegó finalmente el día en el que la claridad entró en mi entendimiento y comprendí que en mi vida habían pasado ya tantas cosas que, aunque me remunerasen con la inmediata curación milagrosa, yo ya no podría, nunca más, volver a enganchar con el perchero principal que se me había escapado. Habían pasado demasiados contratiempos, demasiados años para poder borrar esta cicatriz existencial. Siempre me quedarían secuelas, la impresión de lo vivido y aprendido era ya imperecedera. Ya no había vuelta atrás. Con un par de golpes aún se puede arreglar el coche, pero cuando éstos son ya excesivos la chapa deformada ya no tiene solución.

Pero no hubo consternación en esta desvinculación y despedida; se produjo de un modo solemne, silencioso, sin crispaciones; pasajero en tierra que contempla con un simple adiós en la mano como zarpa el barco.

Y fue entonces cuando el pensamiento que se había ido gestando eclosionó, reventó, subió a la superficie y lo llenó todo, cubrió cada pelusa de mi ser con su enunciado persistente y acaparador.

«Ahora sé que nunca podré ser “normal”, y que, aunque pudiese, en según qué condiciones ya no quiero ser “normal”».