9

Existen, apreciada y admirada colega, grandes paralelismos, notables puntos en común entre tu labor y la mía que con tiempo y cierto asombro he ido descubriendo y anotando. Son intersecciones que nos acercan, que nos complementan, que nos pueden ayudar a entender un poco mejor al otro, a establecer unos lazos de unión que a simple vista parecerían imposibles o incompatibles, sin ninguna superficie de contacto donde poder anudarlos.

Si tuviese que desglosar el principio que defiende mi teoría en unos tres bloques representativos, diría, primero, que ambos estamos sensiblemente apartados de la noria dominguera en la que está sumido el mundo: yo obligado, tú porque has rechazado ganar más dinero y mayor prestigio que podrían otorgarte otras salidas profesionales más clásicas o si llevases a cabo tus investigaciones con enfermedades más comunes y populares en aras de tu sentida y marginal vocación.

A los dos nos une también una irrenunciable obligación de tener que apurar al máximo los recursos asignados, a sacarles todo el rendimiento posible, ya que la partida presupuestaria no nos da para más: en mi caso, porque tengo que conformarme con lo que tengo, no puedo cambiar mi vida y mis circunstancias por las de otro; en el tuyo, porque tienes que ajustarte y hacer auténticas filigranas con las posibilidades tecnológicas y económicas de que dispongas dentro de las cuales desarrollar tus pesquisas.

Por último, ambos trabajamos con detalles minúsculos de gran valor, ambos podemos hospedarnos en lo microscópico y aguantar allí mucho tiempo gracias a la energía que nos reporta nuestra pasión y bulimia de vida.

Sólo alguien como tú, acostumbrada a manejar mutaciones, puede comprenderme, puede descifrar este lenguaje encubierto con el que escribo y dotar de un sentido a estas páginas que, de otra manera, si no fuera por ti, caerían en el más inútil y desesperado de los extravíos. Tú les infundes luz, me animas a querer seguir enseñándote el contenido celosamente guardado de mis informes; me haces perder el pudor y el reparo en hablarte de según qué cosas amparado en la confianza de que sabes entenderme, de que te interesa realmente conocerme.

Y es que sólo alguien que sepa abstraerse del caótico tráfico metropolitano para transitar, como yo, por desfiladeros secundarios, polvorientos y solitarios, puede albergar la posibilidad de estrecharme la mano y hacer el viaje juntos, codo con codo. Tú aceptaste voluntariamente conducir tu carrera por estos andurriales alejados y poco reconocidos tal vez porque tienes un espíritu inconformista; tal vez porque te atraen las causas perdidas, porque sientes una irresistible o patológica atracción por el estudio de lo infrecuente, de lo desechado, hacia aquellas minorías que a nadie le importan.

Yo, en cambio, deambulo por estas veredas olvidadas y deshabitadas porque no me ha quedado más remedio, eximido de las grandes deliberaciones de la comunidad, porque a la mayoría le ha resultado imposible poder empalmar conmigo y entrar a conocer mi mundo. «Tu vida es muy diferente, tenemos vidas muy diferentes», me decían, me han dicho aquéllos que se han lavado las manos ante alguno de mis intentos de aproximación, ante alguno de mis desgañitantes esfuerzos por enseñarles y hacerles comprender alguna particularidad de mi vida. «Lo siento, somos muy diferentes», han sentenciado, sentenciándome a vagar, ermitaño y peregrino, por estas tórridas arenas.

Hace ya mucho tiempo que he dejado de sorprenderme por algunos comportamientos; hace ya algún tiempo que la fisura con la gente que me rodea se ha ido agrandando tanto y tanto que ha acabado por convertirse en un gran Cañón del Colorado sin posibilidad de puente que enlace las dos partes, tierra definitivamente agrietada y erosionada sin pegamento remendador. Y esto que lo he intentado, a pesar de que mantengo vigente mi oferta y mi esperanza.

Así, intentaba transmitir con gestos de alegría y agradecimiento hacia alguno de esos amigos que volvían a la isla a pasar las vacaciones, la importancia que tenía para mí su visita, lo vitales que se tornan estos encuentros para mantener la salud anímica para alguien que convive diariamente en el destierro de tanta quietud… ¿Pero acaso podían comprender estas extrañas palabras? ¿Cómo podían discernir su significado austero y precario, ellos que sólo en un día debían de ver más personas que yo en varios meses o que tenían una lista de actividades por hacer tan extensa que ni mi imaginación más desenfrenada era capaz de contabilizarlas a todas? ¿Cómo podían con estos antecedentes arrimarse aunque fuera una pulgada a mi vida? Pero si yo era capaz, en mi función de amigo atento y comprensivo, de entender un determinado problema afectivo sin haberlo vivido; si sabía solidarizarme con sus problemas, con sus inquietudes, con sus angustias, desde una posición en la que la mayoría de las cosas que me cuentan me suenan a chino, ¿por qué no podían hacer ellos lo mismo conmigo?

Al principio, tenían que sujetarme entre varios para que no me hiciera el haraquiri cuando un amigo que había regresado para su paréntesis de asueto y que habían visto de juerga por ahí se le había olvidado o no había tenido tiempo para hacerme una visita. Me costaba entender un comportamiento así, tener que aceptar que ellos estaban expuestos a tal cantidad de estímulos contra los que difícilmente podía competir, ante los cuales debería resignarme, acatar calladamente, y lo que aún era peor: tener que meterme en el entendimiento que, aunque yo tuviera una cierta capacidad para internarme en sus vidas, esto no quería decir que ellos también la tuviesen que tener para asimilar la mía.

Uno de los errores más pueriles que he cometido en mi vida ha sido el de otorgar a los demás unas dimensiones para la aproximación y la sensibilidad que son exclusivamente mías; olvidando que cada uno tiene las suyas, que cada persona tiene sus límites, más grandes o más estrechos, y que actúa de acuerdo con ellos, dando y recibiendo en la medida de sus posibilidades. Unos podrán hacerlo más, otros menos; unos llegarán más hondo, otros se quedarán siempre en el felpudo de la entrada sin poder cruzarla jamás.

Para mí lo lógico y plausible sería que si un amigo venía dos o tres veces al año a la isla encontrase un momento, cinco minutos, para pasar por mi casa, consciente de cuál era mi situación de precariedad y de lo mucho que me alegraría verle; pero esta lógica no tenía necesariamente que corresponder con la suya, y, aunque fuera así, aunque ese amigo tuviera la intención, estaba circundado por tantas y tan diversas tentaciones que cualquier cosa podía truncar su encomiástico propósito.

Y así, si durante unas navidades un amigo no hacía acto de presencia porque algún forajido o novia o fiesta hasta altas horas de la madrugada le hubieran asaltado por el camino arrebatándole su intención, yo debería esperar mi próxima oportunidad, otra ocasión más propicia para que germinase el contacto, posponiéndola nada más y nada menos que hasta la fecha lejana de Semana Santa o verano; excesiva separación temporal para permanecer impasible o para poder afirmar que no me afectaba o que no incidiese negativamente en mi moral.

Pero, al igual que tú, y aquí entra en escena nuestro segundo punto en común, yo también estoy acostumbrado a sacar el mayor provecho posible de lo que dispongo. En tu caso se trata de economizar al máximo los bienes instrumentales y fiduciarios con los que cuentas; mientras que en el mío este proceder se debe a que quiero vivir, vivir como sea con lo que tengo…

Tenía que tratar de resolver el problema de las relaciones con mis amigos, tenía que encontrar, si es que era posible, un método o manera de paliar esa carencia, de rellenar la ausencia y apaciguar la espera… Un método para capturar y conservar la tibieza contenida en un mínimo de contacto humano. Pero… ¿cómo? ¿Y cuál es el mínimo? ¿Cuál es el mínimo de contacto humano que garantiza la supervivencia del individuo y evita su desquiciamiento incorregible? Me pasearía por estos límites, tendría la oportunidad de investigar y descubrir cómo eran y dónde estaban.

Y, a la ya famosa compañía de la muñeca hinchable (una rubia despampanante de labios libidinosos que tengo aposentada aquí delante), desarrollaría una nueva argucia complementaria bautizada como «La táctica del cactus». Sí, señoras y señores: me convertí en un cactus hipersensible y vivamente recolector. Dicha técnica respondía a un funcionamiento muy sencillo: consiste en vivir cada encuentro, cada instante o conversación mantenida con alguien con la mayor de las ganas y de las disponibilidades posibles; como si fuera la última vez que lo vas a ver, el último ser humano que queda sobre la faz de la Tierra, prestando atención hasta al más nimio de los detalles para después archivar la sesión en el congelador de la memoria y poder reproducirla, en forma de vitamínicos tacos, en los momentos en los que apremia la necesidad.

Esto ocurre cuando llevo mucho tiempo sin ver a nadie; entonces, de una manera automática, revivo del armario algún encuentro interesante que haya podido tener con alguien, vuelvo a destapar la trama y la secuencia de lo que pasó. Conservo un amplio registro de conversaciones catalogadas por su contenido, como cintas de vídeo con sus respectivas etiquetas, por lo que puedo elegir entre aquéllas que presentan un tono alegre, o desenfadado, o de debate, de crítica, de filosofía epicúrea…, según el tema que me apetezca en ese momento.

Es curioso porque soy un pésimo fisonomista: apenas retengo los rasgos o las caras de la gente, aunque no así los diálogos que haya podido mantener con las personas, los cuales guardo en general indelebles y perfectamente nítidos, con cada coma en su justo lugar; sorprendiendo a veces a algún amigo con la transcripción bastante exacta de lo que dijo aquella vez, cuando aún íbamos con taparrabos y cazábamos con piedras.

No recurro a este proceder ingeniado porque me aburra o no tenga cosas que hacer, simplemente utilizo esta técnica cuando tengo ganas de establecer una relación de intercambio con otro ser humano, y, al hacer mucho tiempo que no ha aparecido nadie por aquí para hacerla posible, no me queda más remedio que reciclar las tertulias enlatadas ya vividas.

No es alimento fresco como sería deseable y recomendable, pero al menos me permite poder seguir tirando hacia delante.

A veces, declaran mis allegados, se oyen risas misteriosas saliendo por debajo de la puerta de mi habitación, risas misteriosas porque en principio no hay nadie conmigo que pueda provocármelas. Ahora me toca revelar la solución a tan complejo y legendario enigma: soy yo, soy yo quien se desternilla al reanimar algún pasaje especialmente divertido.

Sí, lo admito: soy un cactus, y saco el máximo provecho de todo lo que captan mis raíces. No malgasto ni desdeño nada, sino que conservo en mi almacén hasta la más menuda molécula de agua, consciente de que en algún instante, cuando llegue la sequía, me puede hacer falta para abordar los largos días de ausencia de un semejante. Soy un cactus-hormiga entrenado para atiborrar a mis sentidos con todo cuanto pillen; y después depositar el resultado de la batida en la despensa como provisiones a las que recurrir cuando amenacen los magros tiempos.

Pero este método con denominación de origen no sólo sirve para volver a escenificar conversaciones y miradas cara a cara cuando no las hay, sino que también he descubierto un nuevo uso, otra aplicación relacionada: consiste en adelantarme a alguna visita y tener preparado el tema que sacaré a relucir, las frases que diré, las preguntas que haré… Aunque pueda parecer un modo de obrar frío y calculado, en realidad su razón de ser obedece a un motivo totalmente contrario: son las mismas ganas que tengo de que se produzca un determinado encuentro las que me incitan a explotar la ocasión, a querer que no se pierda nada, y, por tanto, a intentar que la reunión no caiga en la insubstancialidad. Quiero aprovecharla y exprimirla todo lo que pueda, todo lo que dé de sí, por lo que considero un pecado imperdonable no tener a punto algunas interrogaciones con el fin de saber más de esa persona; o un desperdicio inexcusable dejar pasar la ocasión para saber qué piensa sobre una cuestión puntual. Tengo claro que las visitas se producen esporádicamente, en cuentagotas, por lo que se trata de buscar la forma más idónea para arrancarles algo de valor, algo nuevo que desconocía o que me sirva para agrandar el perfil biográfico de esa persona.

Así, por ejemplo, cuando vuelva a ver a esa persona en concreto ya tengo dispuestos los temas que me gustaría abordar con ella: tengo que acordarme de enseñarle ese párrafo de un libro que leí el otro día y que creo que le gustará, tengo que preguntarle cómo le ha ido el examen e inquirir su opinión sobre la crisis política por la que está atravesando Rusia… Por supuesto que en cualquier visita que tenga hay espacios para la improvisación y muchas veces, como suele ocurrir, la propia dinámica de la conversación es la que nos lleva y nos hace saltar de una materia a otra, pero procuro, por si acaso, tener en la recámara una buena batería de cuestiones para formular y no irme a la cama con la sensación de vacío. No hay tiempo que perder, quiero apurar al máximo cada momento.

Hay ocasiones en las que me sorprendo incluso repitiendo exactamente el mismo gesto con la cabeza o entablando idéntico coloquio que ya he llevado a cabo en los ensayos de mi hogar, y entonces pego un brinco y compongo una sonrisita de pillastre mientras pienso mirando a mi interlocutor: «Ya he hecho esto antes, ya he interpretado esto a solas, en el locutorio de mi habitación, y tú estás ahí, sin sospechar nada, creyendo, tal vez, que se me acaba de ocurrir lo que te he dicho por generación espontánea. Espero que me sepas disculpar, no he podido evitarlo: a veces es difícil ser natural llevando una vida tan poco convencional…».

Este sistema de tener en cartera determinadas preguntas lo suelo utilizar también cuando conozco a alguien nuevo. Como la mayor parte de la gente se queda muy cortada cuando me conoce (no sé muy bien por qué, tal vez sea por mi cornamenta de macho cabrío), soy yo quien, samaritano, buen samaritano, tengo que llevar todo el peso de la conversación. Suele cansarme esta situación, y para espabilar al personal no me queda más remedio que recurrir a las frases preparadas; a las viejas coñas de humor tantas veces ensayadas; al monólogo escueto y certero en el que narro algún aspecto de mi vida que sé que el otro se muere por saber, pero no se atreve a preguntar… con tal de conducir al sujeto desde su estatismo a lo que denomino como «punto cero», punto inicial en el que ha quedado atrás el canguelo y la relación comienza de tú a tú. Me cansa y me fastidia, pero en muchos de estos casos es necesario echar mano de la iniciativa y de las cuestiones precocinadas si quiero que la relación avance, que no quede en el estado de petrificación silenciosa.

Soy un cactus, un cactus ambivalente, con una doble función: tengo la facultad de resistir largas temporadas en solitario gracias al consomé obtenido del reciclaje de recuerdos conservados; pero también puedo anticiparme al futuro con el fin de sacarle un mayor rendimiento a cada encuentro.

Una habitación, una habitación… Vivir aquí dentro, subsistir en este medio aparentemente tan escuálido. Y había tanta hambre de vida…

Y si había tanta hambre de vida, tantas ansias, ¿cómo hacerlo para conseguir los alimentos y nutrientes imprescindibles en ese espacio tan reducido? ¿Cómo apañármelas para llevarme a la boca unos gramos de pan? Algo tendré que hacer…, algo tendré que inventarme… Si no puedo avituallarme con elementos externos, tendré que hacerlo con lo que encuentre por aquí…

—Aquí dentro no hay nada comestible: te morirás, te pudrirás de inanición —aviso de mi compañero espectral, siempre dispuesto a intervenir cuando se le presenta la mínima ocasión.

—Ya encontraré algo… —rebato, revistando con una mirada inquieta cada rincón, cada objeto, como si pretendiera confiscarles en un periquete la contraseña que ando buscando.

Era como si las terminaciones nerviosas de mi ser, al no poder crecer hacia fuera, tuvieran todos los números para agostarse y corromperse, y convertirme en un tipo alelado y autista; aunque también se les presentaba una gran oportunidad, alternativa, arriesgada pero codiciable, de poder avanzar y prosperar hacia dentro, de emprender un viaje inolvidable hacia el mundo interior.

Busca, busca, busca…

Y fue así como, y aquí entra nuestro tercer punto en común, comencé a trabajar, al igual que tú, con aspectos minúsculos y microscópicos de la vida; a ronronearles dulcemente para que me confíen un pellizco de energía formidable, gustosa, que aplaca y llena enormemente.

Otra prueba concluyente de nuestras vidas paralelas: mientras yo me iba sumergiendo más y más en este océano de partículas menudas, unos colegas tuyos, concretamente un equipo de investigadores franceses, localizaba en 1995, aguja en el pajar, al gen responsable de mi enfermedad. Si anteriormente ya se tenía constancia del barrio donde residía, de su cromosoma en cuestión, ahora, al detectar dentro del cromosoma al gen específico, se señalaba directamente en qué casa y número vivía el execrable, estrechando así el cerco un poco más.

—Pues claro que puedo alimentarme. Aquí dentro hay elementos de sobra para ello, sólo tengo que amplificar la atención para poder apoderarme y sorber su savia tan rica. Mira, mira cuántos hay…; escucha…, escucha cuántas historias quieren contarme…

Y entonces despuntó un nuevo proyecto:

—Me encanta la magia que desprenden estas pequeñas cosas…; sí, quiero convertirme en el Señor de las Pequeñas Cosas para poder entender todo lo que quieren decirme…, y poder obrar portentos con ellas…