He vuelto, pues, a mi habitación; he regresado con las fuerzas físicas seriamente mermadas, con el colector de tantas ideas relacionadas con el baloncesto desmantelado para siempre… Poco a poco deberé apartarlas de mí; con tacto y cuidado tendré que hacerles entender que ya no tienen una razón de ser, que todos sus intentos por manifestarse no son más que esfuerzos infructuosos y carentes de sentido…; con delicadeza deberé pedirles que cesen toda actividad para dejar espacio a otras compañeras, a una nueva generación de cavilaciones y planteamientos más adecuados a la nueva realidad. Y es que están desfasadas, pertenecen ya al pasado, a mi pasado, y yo no puedo vivir de él ni en él: sólo quiero vivir en el presente y mirar, en lo posible, hacia delante.
Deberé pedírselo pronto, dentro de unos días, cuando baje un poco la inflamación, cuando hayan pasado unos días necesarios para superar la tristura y adaptarme a la nueva situación. Sólo unos días, como máximo una semana para llorar y despotricar todo lo que quiera; no más. Tengo demasiadas ganas de vivir para quedarme atascado en lo que fue e irremisiblemente terminó. Lo hecho hecho está, lo vivido forma parte ya de mis recuerdos y de mi experiencia vital, y nada ni nadie se puede apoderar de su contenido. Lo que pudo haber sido si… es sólo una fantástica e inacabable tortura, tortura a la que no me pienso prestar.
—¡Ya te tengo, ya te tengo! —exclama, alborozado, Áxel, irrumpiendo en mi habitación como una piraña oronda de cólera, y acercándome a la cara un puño triunfalmente apretado; como si sus dedos de aleación desconocida hubieran conseguido apresar algo imposible de ser tasado como un pedazo de alma—. ¡Húndete, húndete! —jalea, incita.
Lo contemplo atentamente, largamente, con detalle. Realmente, cada día que pasa está más fuerte: sus espaldas más anchas, sus músculos más abultados, sus movimientos más ágiles…; se nota que come bien, que las fuerzas que me usurpa y con las que se alimenta poseen un gran valor nutritivo. Sus palabras resuenan en mis oídos como si hubieran salido de la misma boca de un megáfono.
Es una invitación clara, inequívoca, a la inmolación y a la autodestrucción…
Me llama la atención la manera en que he reaccionado ante su presencia, cómo con el tiempo me he ido curtiendo más y más, cómo he ido adquiriendo una serenidad que me permite afrontar el encuentro sin precipitarme, como si hubiese construido una torre desde la cual puedo observar el fuego desde distintos ángulos antes de tomar una decisión. Tal vez sea una consecuencia de la edad y de haberme acostumbrado a sus visitas… No, no es esto: esta sangre fría es un resultado directo de una disposición interior que lentamente, pieza a pieza, he ido fundando…; efecto derivado de allá donde guardo y atesoro mi auténtica fuerza…, la fuerza con la que puedo plantar cara a sus continuas incursiones.
Miro hacia la pared de mi derecha, y, de reojo, a la que se alza detrás de mí: múltiples series de estanterías repletas de libros me convidan y me ofrecen el consuelo de sus conmovedoras páginas. Miro al frente, hacia la pared que está delante de mí, pared con más estanterías que acogen múltiples fotografías y algunos trofeos; y siento como si de todos estos objetos se desprendiese un rayo cegador que me obliga a desviar la mirada hacia otro lado: son recuerdos que están allí esperándome para reconcomerme. Ahora mismo me duele demasiado contemplarlos. Deberá pasar un tiempo, un tiempo antes de que el callo se endurezca y esta desazón que siento por dentro se calme un poco para volver a dejar vagar mi vista por esos rincones. Tiempo, necesito un poco más de tiempo…
Giro la cabeza hacia la izquierda, hacia la ventana situada a metro y medio de mí. Miro a través de ella, a través de sus cristales indiferentes, y me topo con la pared de una casa que como un enorme tapón o barrera a mi campo visual lo cubre prácticamente todo, sin dejarme ver nada más que esa eternamente presente fachada. Qué lástima, es el colmo: pues no, desde mi ventana no se divisan paisajes campestres con amapolas y ruiseñores ni hermosas panorámicas del mar. No, nada de eso: sólo una pared, siempre una desconchada pared. Afortunadamente, mi ventana me reserva también un pequeño primor en el que puedo mojar de tanto en tanto los labios: y es que arriba, en su parte superior, unos escuetos centímetros de campo visual han conseguido evitar ser engullidos por la imponente mole, permitiéndome atisbar un trocito de cielo, azul radiante y despejado hoy, que adula y reconstituye, relajándola, a mi mirada. A través de este empíreo hueco libre diviso en las noches estivales alguna que otra estrella, e incluso he llegado a detectar la luna llena y sus curvas plateadas. Qué delicia.
Paseo mi vista y mis pensamientos de un lugar a otro de la habitación, como si pretendiera tomar conciencia, más aún, del lugar donde estoy; aunque no hay impaciencia ni angustia en mi actividad, tampoco ningún asomo de opresión: la llevo a cabo con la tranquilidad profesional de aquél que realiza una inspección del terreno en el que le ha tocado, tanto si le gusta como si no, establecer y llevar a cabo a partir de entonces prácticamente todas sus operaciones.
Miro las hojas, revistas, libros y otros elementos indefinidos diseminados por encima de esta mesa agrupados en varios montones que ya no alcanzo: están a varios centímetros de mí, pero ya no puedo tocarlos y, mucho menos, ir quitando sus sucesivas capas hasta dar con lo que me apetece o necesito. Tengo que pedir previamente a alguien que lo coja por mí y me lo coloque justo delante, en este apretado espacio de un par de palmos donde tengo que apurarme en colocar objetos como el bolígrafo o el mando a distancia si quiero gozar de la potestad de poder utilizarlos, de poder emplearlos a voluntad. Es todo el territorio que me queda, todo el círculo en el que puedo moverme. Fuera de aquí, lo que comienza a partir de aquí, ya no me pertenece, ya no forma parte de mí: está envuelto en una bruma extraña, irreconocible.
Poco a poco la habitación ha ido menguando, el cerco se ha ido estrechando hasta quedarme en esos límites de autonomía tan precarios. La perspectiva no es que sea muy alentadora, pero podría ser peor. Probablemente dentro de un tiempo será peor, por lo que es cuestión de aprovechar, centrarme en el aquí y ahora y no dejarme trincar por esos contristados presagios futuristas.
—¿No hablas? ¿Te has quedado mudo? —empitona.
—Estoy pensando…
—¿Pensando?, ¿pensando qué?; ¿la manera de rendirte? Ya te tengo, ya te tengo…
Sus palabras, como misiles teledirigidos, tratan de impactar en mi sesera. Prolongo y vuelvo a sintonizar el estado de sosiego; respiro pausadamente. No me impaciento, mantengo la calma. Miro a Áxel a los ojos, a esos ojos entenebrecidos, avariciosos, y espero que continúe con sus mandobles cariñosos. No pienso perder la compostura; he aprendido a aguantar con hombría sus acometidas, a dejar que se estrellen contra mi escudo; a esperar a que su furia inicial vaya remitiendo y desgastándose para que, con la atmósfera más aclarada, poder observar sus puntos débiles e idear en consecuencia la estrategia más adecuada para comandar la contraofensiva. Y es que empiezo a ser un gran y cotizado estratega. No se puede pensar bien con la cabeza en caliente.
—¿No te das cuenta —prosigue Áxel— de que tu vida no tiene ningún sentido, de que no puedes, de que no hay manera de construir nada? No tienes ningún punto en el que sujetarte, ninguna base consistente en la que edificar una existencia materialmente productiva…; y esto es desolador, inhumano, para coger la esperanza y colgarla por el cuello. Fíjate, fíjate qué contraste más brutal: vienen tus amigos, los pocos que te quedan ya, y te cuentan sus inacabables propósitos: acabar la carrera, emprender un viaje, cambiar de novia, comprarse un piso, casarse…; ¿y tú?, ¿qué planes puedes hacer tú? Ninguno, cualquier intento de construir algo sobre el lodazal tan inestable que es tu vida está abocado a derrumbarse, a tener una duración muy efímera ya que estás marcado por el estigma de la eterna renuncia: éste es tu sino, tu desgracia, la definición que te identifica. Los otros construyen, tú renuncias: vidas contrapuestas marchando en sentido contrario. Trata de levantar algo físico, tangible, y no te preocupes porque ya me encargaré yo de tirar por tierra tu ilusión. En medio de estas circunstancias tan onerosas, inalterables, dame una razón, una sola, por la que no debas renegar de esta miserable existencia, por la que tengas que continuar negándome el permiso para entrar en tu mente y arrasarlo y ennegrecerlo todo.
Disparo efectuado. Daños aún no contabilizados. Ahora me toca a mí:
—Reconozco que tu propuesta y tus palabras son tentadoras, y si aceptase sumirme en la desesperación y en el hastío más inoperables sería una postura totalmente comprensible. Cada año que pasa mi movilidad se reduce más y más, tengo que dejar de poder hacer cosas y, por tanto, la vida se torna cada vez más complicada, con más incentivos para abandonar; y tal vez en un futuro pueda encontrarme atrapado en esta tesitura, sin motivación alguna, y no me quede más remedio que aceptar tu ofrecimiento.
»Pero aún no…, ya que, aunque no te lo creas, presiento que estoy ante un momento importante y trascendental de mi vida, ante un nuevo punto de inflexión… Hasta ahora, con la atención y sensibilidad perseverantemente ejercitadas, he podido captar y enfrentarme a la realidad circundante; mi capacidad para escuchar me ha permitido ir descubriendo cada vez mayores entresijos tanto de mundos internos como externos; finalmente, mi mente avispada me ha enseñado a sortear obstáculos, a idear soluciones y métodos alternativos con los que poder, por ejemplo, efectuar la labor de entrenador.
»Y ahora intuyo que tengo entre los dedos algo esencial y primordial, algo inexpresable que me reclama que reagrupe y ponga a trabajar al unísono a todos estos puntales sueltos si quiero tener alguna oportunidad de poder desvelar en qué consiste su misterio. Es como si mi búsqueda entrase en una fase crucial, demasiado emocionante para abandonar…
—¿Pero no te pesa en exceso tanto esfuerzo realizado, empezar de cero otra vez? —insiste.
—Si me enfrento a esta cuestión desde esta perspectiva, desde la inviabilidad que supone poder mantener lo conseguido, el peso que se cierne sobre mi cabeza es imposible de levantar. Pero si cambio el enfoque y me centro en el valor excepcional que ha supuesto la experiencia vivida, tengo que llegar forzosamente a la conclusión de que el esfuerzo en modo alguno ha sido en vano: ha valido, y mucho, la pena.
»Tengo muy claro que todo ser humano debe aprender a renunciar, a no aferrarse a nada, ya que no hay ningún fenómeno en esta existencia que dure eternamente. Todo, absolutamente todo, tiene un principio y un final. En mi caso, es cierto, esta renuncia es excesivamente drástica y dramática, me deja muy poco margen para sacar la cabeza y seguir en el fregado, me llena de razones para sentir un desconcierto, un odio imperdonable hacia la vida…; pero el reto es también mayor, mayor la oportunidad de escudriñar entre las piedras en busca de nuevos alicientes para seguir viviendo, de comprobar si esta técnica que digo poseer de tratar de estar continuamente abierto y alerta realmente funciona.
—Pero ahora que ya estás tan impedido, ¿cuál es el espacio que te queda en el que poder concebir y seguir llevando a cabo tus elucubraciones? ¿No crees que ya se ha extinguido el terreno, que la cuerda del reloj se ha agotado?
—Todo lo contrario: presiento, después de haber escuchado atentamente a las ondas mensajeras de este silencio, que aún queda mucho espacio, que el escenario del conflicto bélico se está trasladando hacia zonas más internas, más íntimas, lo que añade emoción e intriga a este partido… Es como si, prohibido el paso hacia un terreno físico, el sendero, deseoso por subsistir, fuera tomando unos derroteros cada vez más difíciles de medir cuantitativamente, menos relacionados con el «hacer cosas» y más con el «estar, sentir y percibir la vida».
»Y no tengo tiempo, tiempo que perder en pucheros ñoños si no quiero perder el tren de esta fascinante aventura, así que: una semana, éste es el tiempo que tengo para patalear y berrear lo que sea menester; pero después hay que volver al tajo, a seguir viviendo como sea, a esforzarme por cazar las indicaciones y los proyectos que me proponga mi conciencia en su travesía cada vez más evanescente.
Áxel parece haber dado un paso atrás por culpa de mi razonamiento tan bien concatenado. Sabe que le estoy plantando cara, que no soy una empresa fácil, que tendrá que emplearse a fondo si quiere capturarme.
—¿Y cómo te las vas a apañar para subsistir sin aquellos beneficios que te reportaba el baloncesto? —depone.
—Algunas de esas cosas trataré de suplirlas concentrándome en las nuevas actividades que me salgan; si estoy atento seguro que encontraré cometidos igual de válidos donde desarrollar la creatividad, aplicar la inteligencia, cultivar la perspicacia…
—Y el contacto humano, ¿cómo te las vas a apañar para suplir el trato con la gente? —escarnece con alevosía, sabedor de que aquí hay un punto débil donde tratar de derrumbar mi planteamiento.
Tranquilo, no me apresuro, me tomo mi tiempo para responder. Áxel tiene razón: hay determinados aspectos del baloncesto que sé que va a resultar complicado poderlos sustituir, principalmente porque hay pocos sitios donde trabar relaciones en esta isla a los que puedo acceder. Pero ya se me ocurrirá algo, ya se me ocurrirá algo… Y aunque no resulte sencillo tengo que seguir adelante, tengo que seguir viviendo. No voy a darle el gusto de que me ataque por ahí, probablemente sea el flanco más endeble que tengo, la zona más desprotegida que presenta mi intento de oposición. Pero también tengo mis armas secretas, elaboradas por la inventiva para urdir la resistencia:
—Al principio sopesé seriamente la idea de ingresar en el cuerpo de bomberos…; aunque finalmente no pudo ser, y no porque no superase las pruebas físicas, sino porque presenté mi solicitud fuera de plazo… Es una lástima, seguro que ese colectivo me hubiera proporcionado un gran calor humano… ¿Cómo voy, pues, a suplir el trato con la gente? No hay problema, está todo previsto: me compraré, si es preciso, una muñeca hinchable, y la colocaré justo en la silla de aquí enfrente para que me haga compañía. Y asunto arreglado.
—Qué irónico eres… Vamos, húndete, húndete ya.
—No, aún no. Ahora soy más fuerte, cada día más y más fuerte… Aún te puedo dar guerra…
—¿Cómo? Apenas te queda nada… ¿Qué vas a hacer con apenas esa media mano que a duras penas sobrevive? —se mofa, imitando al semidifunto y severamente acotado movimiento de mi extremidad arrastrándola, cual animal herido, por encima de la mesa.
Su pantomima de actor de tercera sacando la lengua en clara burla al esfuerzo sobrehumano que comienza a resultarme mover la mano a voluntad no consigue descentrarme, no ha logrado hacerme perder la compostura. Sigo mirando al monigote fantasmal intransigentemente, siempre con una sonrisa generosa para marcarle el terreno, para que vea quién soy. Se lo voy a poner difícil, va a tener que sudar mucho si quiere acabar conmigo. Me gusta jugar: quiero jugar. No me pongo nervioso; le perforo con mi mirada, le remato y exaspero con mi sonrisa. No debo precipitarme, dar un paso en falso. Aguardo, espero en silencio. Tengo que confiar en que si estoy sensitivo y vigilante, con ganas de vivir, escucharé tarde o temprano cuál es la puerta que se abre después de que otra se haya cerrado. La indicación suele venir montada en una suave sugerencia, como la pluma del cóndor rozándote la piel, por lo que hay que estar presto a agarrarla cuando pase por mi lado. Escucho, escucho…
De repente, he sentido como si una detonación de lucidez hiciera tremolar mi cerebro, dejándome entre tanto fulgor un crepitante hormigueo que va creciendo y creciendo… Es un sueño, un nuevo proyecto, una nueva ilusión… Asisto, maravillado, a la génesis de este sueño, a cómo se va formando, adquiriendo cuerpo después de recoger y ensamblar los distintos pedazos de aquí y de allá. Nunca antes había llegado hasta aquí, había visto con plena conciencia cómo se desencadena el proceso. Antes no me percataba de su significado y resultado final hasta que el producto no estaba elaborado… Pero ahora no, ahora puedo ver nítidamente cómo se constituye, cuáles son los diferentes elementos y razones que conforman y van entrando en la mezcla… y que darán origen… a un diamantino sueño…
¿Y cuál es este sueño? ¿En qué consiste? ¿Cuáles son sus instrucciones? ¡Hum…! Interesante, interesante…, resultado final interesante.
Y recuerdo unas páginas, unas notas y apuntes comenzados, dispersos, borrador en el cajón en el que tengo recopiladas mis ideas básicas, investigaciones preliminares y primeras conclusiones a las que he llegado a lo largo de estos años…
Se hace la luz:
—¿Quieres que te diga lo que me dispongo a hacer con media mano moribunda? Mira —le anuncio cogiendo un bolígrafo—: me preparo para escribir una historia, la historia de mi vida.
Esto es lo que oficialmente le comunico, aunque no le revelo, me lo guardo en escrupuloso secreto para mí, los pormenores y el sentido profundo y oculto de este plan: «Voy a tratar de poner por escrito la manera de acabar contigo en lo que a mí, a mi parcela, concierne. Ahora creo que sé cómo hacerlo».
Y empiezo, volcando sobre la hoja en blanco lo primero que me viene a la mente:
«Te escribo, soñada y anhelada investigadora, y ni siquiera sé si existes…»