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Ésta es una de las reflexiones, pensamiento cuya bombilla se iluminó repentinamente que, por aquellos días, me visitó y se abrió paso por dentro de mi cabeza, y que, debido a su importancia y penetrante firma dejada, guardo perfecta y celosamente conservada dentro del frasco con hidrógeno líquido; sacándola cuidadosamente de tanto en tanto para recordar y trajearme con su principio, para que no se me olvide ni se me borre de la memoria el aprendizaje y la apertura de miras que trajo consigo su intromisión.

Es un pensamiento, el que me acometió y me visitó en aquellos días, de una apariencia y composición estructural muy simple y elemental, pero con un fondo tan magnánimo y atractivo que siento regularmente la necesidad de recrear su presencia para que me infunda vigor y contagie su espíritu evolucionista a cuantos más ámbitos posibles de mi existencia.

Hizo su aparición, como una precipitación atómica que solivianta y altera el tranquilo y sosegado discurrir, días después de la muerte de mi amigo Biel, introduciéndose, primero, bajo la forma de un recuerdo sencillo compuesto por unas palabras entrañables pronunciadas por mi compañero; eco y sonoridad que fue extendiéndose hasta revivir nítida y repetidamente la escena de ese momento en el que me expresó su deseo de tratar de arreglar las aceras de su pueblo para facilitar la circulación de las sillas de ruedas antes de que tuviera que abandonar la alcaldía. Me atosigó y abrumó, inicialmente, este fragmento cuyo trazo e intensidad emotiva sobresalían del resto de los carretes mentales; este testimonio franco y humano de aquél que hasta que el infortunio no ha hecho una parada en su portal no se ha dado cuenta de lo cerca que tenemos todos el infierno, no ha podido abrir esos ojos que siempre se niegan a aceptar tal estremecedora evidencia: la prueba incuestionable de lo voluble que es nuestra constitución.

La rememoración de esta retrospectiva fue la que en un primer momento me azuzó una y otra vez sin saber muy bien cuál era su intención, aparte de la de invitarme a componer un rictus otoñal al revivir esos instantes pasados en compañía tan grata…; hasta que, cuando el terreno ya estuvo lo suficientemente preparado, cuando la base ya estaba oportunamente dispuesta, arribó la formación de un paso más, subsiguiente, inesperado, que retronó con estrépito dentro de mí: el nacimiento de un pensamiento con voz propia incorporada que poco a poco fue creciendo y creciendo hasta ocupar todo el espacio disponible, hasta adueñarse de la mayor parte de mi tiempo y de mis energías, hasta centrar prácticamente la prioridad de mis cavilaciones.

Ésta es la secuencia que intacta conservo, la transcripción completa de ese razonamiento cuya simiente alteró mi bonanza habitual con replanteamientos insurgentes y transgresores, de aquéllos que pican y te incitan a moverte en busca de nuevos confines que amortigüen tu inquietud. Esto es lo que en un alegato de ilusión, de deponer la pasividad y avanzar, pensé en esos días que siguieron al fallecimiento de mi amigo:

«Ya está, a partir de ahora los compañeros políticos de Biel estarán en una disposición óptima para albergar en su seno una mutación, para que se produzca en sus conciencias una apertura y ampliación de horizontes. Independientemente del calado íntimo y personal que su muerte y su vida haya dejado en cada uno de ellos, del recuerdo de las experiencias que hayan podido compartir con él, si tienen un mínimo de espacio sensible y receptivo donde la mutación pueda fijarse y desarrollarse, no tendrán por qué pasar por el drama que destrozó a mi amigo para que las fronteras de su percepción y comprensión se ensanchen; y acondicionar, por ejemplo, y en la medida de lo posible, las aceras de sus respectivas localidades.

»Al haber caído un compañero suyo, al haberse encaprichado el desastre con alguien que desde siempre había estado paseando tranquilamente con ellos por los monasterios áfonos de la inmunidad, aquí y a nosotros no nos pasa nunca nada, y que un buen día, repentina y drásticamente, había cambiado de bando, se había ido irremediablemente y para no volver a morar en el temido y negro foso del otro lado, se habrán dado cuenta perfectamente de la línea tan fina que nos separa, de la raya tan etérea que pende entre la salud y la enfermedad.

»Ya no sirve el pretexto para rehuir la implicación de que la fatalidad se ceba siempre en el pellejo de los otros, ya no hay razones para argumentar que se desconoce la existencia de ese mazazo terminal que afecta a una minoría de la sociedad ya que la bomba acaba de estallar en el comedor de su casa mutilando salvajemente a un allegado, por lo que en estos momentos tiene que estar humeante y esponjosa la evidencia de que un día estás allí y otro aquí, y, por tanto, ya que no puedes hacer nada para evitarlo, haz, al menos, lo que esté en tus manos para que aquél, que puedes ser tú, que sucumba en las quijadas de la desdicha goce al menos de todo el apoyo afectivo y de una calidad de vida lo más digna posible.

»No, no te evadas, no te escurras, después de lo que has visto no tienes ninguna disculpa disimuladamente aceptable para no ponerte a trabajar. No llores, no llores, sí, la vida es injusta, y, sobre todo, si has llegado hasta aquí, sentirás rugir en tu interior el espasmo por lo vulnerable e indefenso que está el ser humano…; y esto asusta, asusta mucho… Y sentirás una imperiosa necesidad de aplacar este temor encerrándote en tu caverna y delegando tu parcela de responsabilidad en un dios de dibujos animados que dispensa tiránicamente enfermedades, o buscando en el que le ha tocado la triste suerte de cargar con la dolencia algún rasgo omitido y cariado que justifique tal merecimiento (“algo habrá hecho, algo habrá hecho…”).

»No, no permitas que estas justificaciones chapuceras y simplonas te dominen…; intenta zafarte de tales supercherías e ir más allá… si quieres romper el círculo vicioso que te impide acceder a lo mejor que llevas dentro, a esas cualidades más elevadas y auténticas que cada ser humano guarda dentro de sí, y que tanto cuesta expresar…

»Es curioso porque, si la mayoría de la gente pudiese superar esas reticencias iniciales y comprensibles en las que se queda comprimida y pensar con un poco de claridad y soltura, podría percatarse de que el colectivo o clan de los insufribles enfermos posee una serie de características que lo hacen único y muy peculiar; ya que a diferencia de otros grupos marginales en los que las probabilidades de ingreso son más remotas (si uno es, por ejemplo, millonario, a no ser que despilfarre alocadamente su fortuna es muy difícil que llegue a convertirse en un pedigüeño que duerme entre cartones), aquí, en este gremio, por pequeño y reducido que sea se produce la llamativa circunstancia de que cualquiera, alto o bajo, rico o pobre, famoso o no, en un determinado momento o revés del destino puede verse forzado a ingresar en su orden elitista, sin dimisiones ni retractaciones que valgan.

»Entonces, si aceptamos este código tan palmario que regula el tránsito entre estar sano y estar enfermo, si comprendemos lo expuestos que estamos a este caprichoso y fortuito vaivén que nos hace pasar insidiosamente de un lado a otro sin que podamos hacer absolutamente nada para controlarlo o evitarlo, animalejos indefensos que un poder inescrutable e invisible decide a cuál de ellos hay que marcar con la señal de la fatalidad, lo lógico sería deducir y concluir que ya que escapa a nuestra voluntad impedir que la lotería maldita de la enfermedad recaiga sobre nosotros, lo que al menos sí que podemos hacer es tratar de mejorar las condiciones de vida de este colectivo para que si un buen día nos vemos obligados a formar parte de él tener más limada la férula de aislamiento social que trae implícito.

»¿Qué es, pues, lo que nos impide llegar generalmente a esta sencilla conclusión? ¿Cuál y cómo es el obstáculo que bloquea la formación de este razonamiento claro e inequívoco?

»El desconocimiento, dirán, es que uno vive de espaldas sin tener constancia de la existencia de este lado más feróstico de la realidad hasta que la adversidad no se cuela ni se ha plantado delante de tus narices…; pero ¿es esto del todo cierto? ¿Se puede esgrimir esta excusa en un mundo cada vez más tecnificado en el que gracias a los medios de comunicación resulta ya muy fácil estar al corriente y tener al menos una ligera idea de que hay entre nosotros personas aquejadas de sumarísimas dolencias o con impedimentos físicos muy serios?

»No, hay algo más, es cierto que hasta que uno no lo vive ni la calamidad en propia persona no le muele los huesos no llega a ser totalmente consciente de este hecho, pero hay también una razón que explica sobradamente esta actitud y manera de obrar: el miedo, el terror que inspira la enfermedad, la aversión que todos sentimos hacia el cuerpo retorcido y doliente, por lo que hacemos todo lo posible para mantener alejada de nuestras mentes esta visión derrotista que nos pone los pelos de punta. Porque sin duda una de las cosas que más aterra al ser humano es encontrarse a solas frente a la enfermedad; verse desvalido, sometido por su fuerza avasalladora contra la que nada puede hacer; sentirse tan impotente, tan desamparado, que toda aquella seguridad y confianza blindada de su especie que creía tener queda de golpe y porrazo pulverizada por el número de serie de la dolencia que lo cubre y domina todo, absolutamente todo.

»Ante la enfermedad resulta inútil esgrimir una ideología, una razón, o hacer ostentación de una manera inamovible de ver la vida; ya que todas estas fruslerías son arrancadas sin contemplaciones por la riada de la afección irrespetuosa que se lleva cuanto se encuentra por delante.

»Caer enfermo significa darnos cuenta de nuestra pequeñez y fragilidad, borra de un plumazo nuestra ilusión de creernos dueños y señores de la naturaleza; por lo que es totalmente comprensible hacer todo lo posible para eludir su contacto repulsivo, para olvidar su nombre o para apartarla de nuestra vista.

»Así pues, más que ignorar la existencia de algunas de estas patologías o incapacidades tan severas que pululan por ahí, el motivo fundamental que impulsa a las personas a rechazar asumir y sostener el cara a cara no es otro que el terror visceral, paralizante, que provoca esta situación, donde sale a relucir lo vulnerables y quebradizos que somos. Hay que huir de este espanto, de los dientes castañeteando por la infición de tal fantasma…

»Pero así no vamos a ninguna parte: si uno desea liberarse verdaderamente de tal yugo opresor sólo hay un camino: mutar, descender hasta el meollo del miedo; abrirse y ser consciente, integrándolo dentro de ti, de una parte de la realidad que hasta entonces te había pasado por alto.

»Y ahora los compañeros políticos de mi amigo estarán en una situación espléndida e inmejorable para acceder a esta mutación; para incorporar a su muestrario personal un nuevo elemento que los haga crecer unos centímetros, que los vuelva más sensibles y receptivos al entorno que los circunda.

»Sí, sí, sí, ya está, ya no hará falta que la tragedia en persona golpee y arruine sus vidas, ya no será necesario que la horca de la calamidad ondule pendencieramente sobre sus cabezas para que asimilen y expandan su percepción de la vida enriqueciéndola con nuevos matices que hasta entonces desconocían.

»Sí, sí, sí, supongo que habrán aprendido mucho de lo sucedido, y que sabrán extraer importantes lecciones para aplicarlas, inicialmente, a su ámbito personal, y después, como consecuencia indirecta de ello, para seguir empujando en la medida de lo posible el desarrollo de la sociedad. Y les va a costar, no les va a resultar fácil roturar un nuevo surco en la masa informe de su conocimiento, ya que éste tiene tendencia al inmovilismo replegándose sobre sí mismo para protegerse de influencias externas que lo trastoquen, que perturben su conservadurismo, por muchas compensaciones que ésta pudiera reportarle.

»No les va a resultar fácil, lo sé, yo mismo soy el primero que noto la batalla campal que libran estas reticencias dentro de mí, y he comprobado y registrado en el conejito de indias que soy cómo actúan y cómo se manifiestan: ante el elemento inédito e intruso se reacciona, preliminarmente, con sorpresa y un cierto acercamiento propiciado por el interés; después uno empieza a dar vueltas y vueltas alrededor del elemento foráneo, sopesando y analizando si vale la pena deglutirlo, dudando si incorporarlo o no al patrimonio de su ser. Pero es generalmente el peso del hermetismo tradicional el que por precaución y falta de valentía, para no exponerse a riesgos innecesarios, termina por repudiar la adquisición de tal pieza, dejando las cosas como están. Es realmente complicado lograr ampliar el circuito mental de una persona; ésta, por muy apetecible y provechosa que intuya a la nueva adquisición, presenta una resistencia asombrosa que cuesta mucho doblegar, por lo que entiendo perfectamente que a los compañeros de Biel no les aguarda una tarea sencilla; aunque también, por otro lado, confío plenamente en que tendrán éxito, en que lograrán ampliar sus respectivas cuadrículas y sacar un provecho profundo y positivo a la vida y muerte de mi amigo.

»De lo contrario, si quedasen atrapados en el miedo o en la indiferencia, si no consiguieran ir más allá y desencadenar una mutación; si rápidamente tratasen de olvidar, por lo incómodo que resulta, y desterrar de sus cabezas la oportunidad del jugoso aprendizaje que les brinda esta situación recurriendo a las evasivas clásicas como “no hay por qué preocuparse, esto les ocurre siempre a los demás”, o “la vida es así, qué le vamos a hacer” o “si Dios lo permite…”; si esto fuera así y todo continuase exactamente como siempre, sin cambios ni reconsideraciones de ninguna clase, con la calma y la rusticidad de siempre…

»No, no puede ser, todo sería en vano, una ocasión perdida, desperdiciada…; demasiado inconcebible…, inadmisible. No, tiene que haber mutación, forzosamente debe producirse una mutación».

Éste fue el pensamiento que me embargó, como un desesperado gesto de súplica ensayado con los puños cerrados, en esos días posteriores a la muerte de mi amigo.