En mi actitud aparentemente granítica con respecto a la muerte de mi amigo subyacía algo más que el estar convenientemente informado acerca del devenir de su enfermedad o el hecho de haber sido expuesto hasta el empacho en la contemplación de tanto desastre, por lo que a estas alturas difícilmente nada o casi nada podía ya sorprenderme. Había algo más en esta manera mía de encajar la pérdida, algo más fino y perspicaz que lentamente había ido construyendo en mi interior, y de cuyos primeros resultados empecé a percatarme a raíz de ese aciago suceso.
Tanta catástrofe y voladura sufrida en mis propias carnes, tanta privación, tanto expolio desaforado y cíclico en mi cuerpo desde siempre, desde allá hasta donde alcanzo a recordar, habían gestado en mí una peligrosa papilla que hubiera podido perfectamente conducirme a la autodestrucción, a la insensibilidad más acusada y frígida, o a un alarmante y preocupante pasotismo. Pero no fue así; afortunadamente no fue así. Por razones que no alcanzo a discernir la disposición de esta conjunción no finalizó en ninguna esperada fatalidad, sino en la conformación de un posicionamiento vital y actual, fundamental dentro de mi filosofía de vida.
Tantos grados centígrados de renuncia soportada me promovieron a fundar una especial y muy personal manera de vivir la vida basada en la asunción, siempre muy presente, de lo efímero y temporal de todo; en el recuerdo persistente y muy remarcado de que nada es imperecedero, todo pasa, desde la mayor de las civilizaciones al más insignificante de los insectos, todo, absolutamente todo, tiene un principio y un final, y, por tanto, es totalmente absurdo engancharse en demasía a las cosas, a las personas, y a las relaciones que establecemos con ellas: sólo cabe disfrutar de ellas el tiempo que nos duren, tratar de mimarlas y cuidarlas para que prolonguen sus encantadoras propiedades lo máximo posible, pero siendo en todo momento conscientes de que cuanto nace y crece bajo este sol lleva también implícito su fecha de caducidad.
Este modo o filosofía de encarar la existencia en modo alguno puede calificarse de nihilista o pesimista, y mucho menos que promueva lanzarse al hedonismo y al gozo desenfrenado aquí te pillo y aquí te mato porque la vida son dos días. No, nada de esto: los postulados sobre los que se asienta se basan, simplemente, en tener muy asumido que todo prescribe y, por tanto, el mejor tributo que se le puede hacer a cada uno de los fenómenos condenados a la extinción es vivirlo en su baremo más alto de intensidad; apurarlo hasta llegar a su yema, a su médula, y entonces estremecerse por la magnitud cósmica de ese momento.
Me dolía perder, duele mucho perder, pero una cosa es que te apabulle esta sensación durante un período más o menos razonable, y otra que se prolongue más de la cuenta, que se quede merodeando en el aire y te asalte periódicamente con su berbiquí. Y es que no hay tiempo que perder en lamentos que te retienen, y sí mucho por vivir.
Bastaba fijarse con un poco de detenimiento en cómo funcionaba el mundo para advertir que nada es eterno, y, por tanto, una vez interiorizada esta comprensión del principio y fin de todo, sólo nos queda disfrutar de esos únicos y maravillosos momentos. No es fácil, a nadie le gusta desprenderse de aquello que le da placer o una cierta sensación de seguridad; es difícil soportar la desaparición de aquello sobre lo que has puesto muchos sentimientos, aunque habría que hacer un esfuerzo para tener siempre en mente que las leyes de la extinción rigen todas las manifestaciones existenciales, ya que en esta vida todo cambia, se transforma y perece.
Yo observaba a esa persona que no podía asimilar de ninguna de las maneras que ese familiar querido hubiese muerto, o a esa otra que no podía hacerse a la idea de que su coche antaño tan engrasado y reluciente acababa de visitar, quién lo diría, la trituradora del desguace, e intentaba extraer de estas constataciones registradas alguna noción que junto con mis experiencias de deshojamiento personales me permitieran edificar mi modo de concebir la vida.
Pronto comprendí que mi acostumbrada condena a renunciar y a renunciar a la que me tenía sujeto la enfermedad durante tantos años podía revelárseme, si atinaba a sonsacarle su precioso y retirado pimpollo, su enorme y gran utilidad; empecé a vislumbrar incluso que era poseedor de una ventaja con respecto a los demás: era muy consciente de la fragilidad y de lo perecedero de cuanto me rodeaba, circunstancia que mucha gente, bien sea porque les da pánico o porque de estas cosas uno no se percata hasta que la deflagración de la calamidad no ha venido a alterar su casi vegetativo recorrido, parecía ignorar.
Sí, tenía una ventaja… si sabía aprovechar y sacar partido del lado positivo de mi situación… No aferrarme mucho, saber renunciar, llegaría a convertirse en uno de los principios fundamentales que regirían mi vida, en otra relevante conquista.
Cuando a alguien se le moría un ser querido, en seguida estaba presto a clamar expresiones como «¡Qué injusto!» o «¡Cómo puede ser, si ayer estuve con él y estaba bien!». Yo, no; yo, acostumbrado a litigar y a soportar la muerte interna, no lo haría tanto: estaba preparado y de sobra avisado ya que la desaparición de un brazo o el rebanamiento de un movimiento de mi cuerpo equivalían, por su carga anímica, a asistir al enterramiento del abuelo amado y venerado. Era, en definitiva, prácticamente lo mismo, no había tanta diferencia entre enfrentarse a un proceso de expiración celular y a otro en el que el protagonista era una persona: en ambos te arrebataban algo tuyo, una parte de ti.
No, yo no malgastaría en exceso mis energías en ponerme las manos sobre la cabeza como consecuencia de la sorpresa sufrida: y aunque sentiría traspasarme el dolor como a todo el mundo, y mi período para elaborar el duelo sería el mismo que el de todo el mundo, nada conseguiría demorarme más de la cuenta. «Todo lo que vive, muere», me recordaría a mí mismo cada vez que un suceso usurpador, bien sea de naturaleza interna o externa, viniera a perturbar la usanza diaria, y dicho esto me lanzaría a seguir viviendo mucho antes que los demás: no, no hay tiempo que perder.
Este desapego trabajado para no adherirme desmesuradamente a las cosas y a las animaciones mundanales, sólo lo mínimamente imprescindible, no solamente lo sacaría a relucir para superar mejor los episodios de despedirme y dar el adiós a aquello que me pertenecía o quise, sino también y especialmente me sería muy útil para afrontar situaciones en las que se ponía en juego la oportunidad de seguir creciendo, en aquéllas en las que había de atreverse a dejar atrás lo viejo para poder acceder a algo nuevo.
Constaté cómo mucha gente experimentaba serias dificultades para continuar desarrollando sus destrezas potenciales ya que con harta frecuencia se quedaban enganchados en lo perpetuamente implantado: bien sean restos del cascarón familiar; en el mismo grupo de amigos de siempre; o en ese empleo del que ya se está cansado, pero en el que falta el valor para arriesgarse a cambiar… Y entonces deduje que lo que subyacía en este freno a la expansión era lo complicado que resulta hacer frente a la incertidumbre por la que imperiosamente hay que pasar para poder aspirar a divisar una tierra naciente…
Demasiado miedo, sobrecarga de pavor; y empecé a darme cuenta de que estaba habituado a vivir y a pasar por este tipo de situaciones en las que se me pedía que surcase un mar tenebroso y desconocido ya que constantemente tenía que adaptarme a las nuevas posibilidades de un cuerpo menguante, a tener que comenzar de nuevo desde una posición inédita dejando atrás actividades que ya no podía hacer, y, además, por otra parte, mi curiosidad abanderada me convidaba a la búsqueda continua de más descubrimientos; por lo que tenía, si sabía emplearla adecuadamente, una excelente ventaja, otra gran oportunidad para explorarme y seguir creciendo.
No aferrarse, superar la resistencia y la reticencia comprensibles a despojarse de las viejas ropas; aguantar el bochorno de tener que permanecer un rato suspendido en el aire, desnudo, si se quiere ser digno de recibir vestiduras para estrenar. Y no me estoy refiriendo a convertirse en una persona volátil que va de aquí para allá, todo lo contrario: las raíces tienen que estar bien profundas para absorber y chupar correctamente los nutrientes esenciales, simplemente que hay que tener una pizca de arrojo para que, una vez llegado el momento, osar cortar y afrontar la indeterminación si uno quiere evolucionar y no quedarse anquilosado para siempre.
Pero a veces este principio incorporado de que cualquier signo vital trae consigo su irremediable cuenta atrás hacia un final más pronto o más lejano me conduciría por espacios excesivamente oscuros, o demasiado duros, o con una dificultad de resolución muy alta y complicada. Ocurrió así, por ejemplo, con mi relación con mis amigos en la que, aunque yo tuviera muy claro que el vínculo de amistad que me unía a ellos no tenía por qué ser sempiterno, mi necesidad biológica y humana de disponer de un mínimo de contacto con otro ser humano simplemente para poder subsistir, y especialmente mis grandes trabas físicas para salir allí fuera y conocer a gente nueva, para ir renovando esas amistades o sencillamente canjearlas o ponerlas en segundo plano supeditadas al cartel principal de tener novia, que era lo que por norma social e instintiva tocaba ahora, me forzó y obligó a variar mi posicionamiento dentro de las pocas amistades que aún conservaba, a buscar un nuevo marco de actuación que me permitiera engranar con mis amigos con mejores garantías para seguir manteniendo con vida esa relación.
Piensa, piensa, piensa…
La situación no era fácil, apenas veía a mis amigos un par de veces al año: cuando regresaban a la isla desde la universidad para pasar las vacaciones. Y en estos pequeños entreactos, sus visitas me causaban un sentimiento ambivalente, una doble emoción: por una parte me crepitaba la satisfacción porque aún se acordasen de mí, y ansiaba locamente volver a verlos, preguntarles qué tal estaban, cómo les iban las cosas; pero, por otra parte, me sentía cada vez más extraño, más alejado de ellos, más distanciado…
El principio de escisión operado no paraba de agrandarse y agrandarse, disparándonos hacia extremos más y más opuestos…
Cuando quedaban pocas semanas para el retorno de mis amigos, yo comenzaba a mostrar signos de impaciencia y de excitación nerviosa que culminaba, sin quererlo, inevitablemente, en la formación de ilusiones; algo completamente lógico y comprensible indicador de un buen síntoma, ya que si me resultase indiferente denotaría una alarmante señal de alienación total con el género humano. Y me alegraba, y gozaba, y agradecía efusivamente sus visitas, pero al mismo tiempo, cuando estaba con ellos, una parte de mí se sentía trágicamente sola, excluida, decapitada… Yo les oía hablar vivarachamente de sus proyectos, de sus carreras, de sus ligues, de su futuro, de su futuro, de ese maravilloso y glorioso futuro que les aguardaba por delante, y, aunque yo también les informaba de cómo iba mi equipo y de las otras actividades que hacía, sentía como nuestra manera de percibir la vida iba cambiando cada vez más: ellos, con mucha tendencia a dirigir prospecciones hacia el mañana, sobre lo que harían o dejarían de hacer; mientras que yo, cada vez más encorsetado, más limitado, más esmirriado, por lo que no me quedaba más remedio que irme centrando en el aquí y en el ahora, en el presente inmediato y actual, sin poder permitirme excesivas especulaciones.
Pero agradecía muchísimo estos encuentros, me proporcionaban una extraordinaria inyección de energía para afrontar con más brío y optimismo las tareas cotidianas, aunque empezase a notar que nuestros lazos eran cada vez más y más delgados, aunque me diese cuenta de que permanecer junto a ellos me iba a resultar, según fuera pasando el tiempo, más y más intrincado (después de la universidad se casarán, luego tendrán hijos y yo iré ocupando un lugar más secundario y rezagado en sus vidas…). ¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo hacer?
Debería buscar y desarrollar, dentro de la amistad establecida, un nuevo enfoque, un nuevo modo de relacionarme con ellos si quería prolongar la duración del nexo afectivo con aquellos amigos que verdaderamente me interesasen…
Atiende, presta atención a lo que te voy a contar porque aquí reside otro de mis secretos, una de las columnas vertebrales que me identifican: yo tenía que ofrecer algo más a mis amigos si pretendía que siguieran viniendo a verme, si quería prolongar sus visitas más allá de la inercia de lo que fue, condenada inevitablemente a extinguirse muy pronto.
Está claro que, aunque indudablemente hay excepciones, la mayoría de la gente no da nada por altruismo ni hace las cosas por un ciego amor al prójimo, sino porque espera algo a cambio. Esta contraprestación puede adquirir distintas formas: porque el otro te brinda la oportunidad de pasar un rato agradable y divertido, porque alivia momentáneamente tu soledad, porque en el fondo te hace sentir útil o mejora tu autoestima, etc.
Ir a hacer compañía al enfermito por pena o por la rutina de que antaño hubo una amistad, o simplemente como un mandato de caridad para ganarse el cielo concluye, tarde o temprano, en el agotamiento, y, por tanto, en el cese y ruptura de esa relación.
Debería ofrecerles algo a cambio, pero… ¿qué?
Nuestros temas en común, como consecuencia de los caminos tan distintos por los que nos habíamos internado, eran cada vez menos; tenía que hacer un gran esfuerzo para adaptarme y comprender las novedosas circunstancias que iban engalanando sus vidas, como misteriosas y chocantes luces de Navidad que asombran al árbol apartado que nunca las ha poseído. Además, eran muchos, demasiados, los estímulos que a ellos les bombardeaban incesantemente contra los que tenía que competir: la indestructible fuerza posesiva de las novias, las injerencias de gente nueva que sin duda irían conociendo y que reducirían un poco más la fracción de su tiempo disponible, la siempre presente tentación de las fiestas, de las excursiones, de las playas que en verano inexcusablemente ejercían una atracción muy poderosa… ¿Qué podía darles para apurar al máximo la vida útil de esas amistades, para ver a mis amigos un par de veces al año y obtener esa tasa mínima de contacto humano?
Tenía que ser algo muy suculento, muy apetitoso, que los enganchase y atrajese hasta aquí… Y no fue algo buscado conscientemente, ni mucho menos un recurso planeado a traición, sino que surgió y se destapó de una manera muy natural, el desperezo de una potencia inherente en mí que sencillamente las circunstancias en que estaba sumido se encargaron de estimular y de sacar a la luz.
Si cuando era pequeño no había tenido más remedio que desarrollar algunas de esas cualidades para subsistir en esta jungla y no quedarme al margen como por ejemplo la de convertirme en determinados momentos en el cabecilla que proponía o inventaba juegos para permanecer participando junto al personal, ahora, una vez más, tenía que volver a hacer lo mismo: activar e impulsar una capacidad que reposaba, serenamente, en mi interior.
De hecho, ya había comenzado a gestarse y a crecer en la labor emprendida de introspección, por lo que lo único que tuve que hacer fue extender su aplicación, sacándola de dentro de mí para poder dirigirla hacia los demás. Su nombre: habilidad para saber escuchar convenientemente remozada, aprendiendo a dirigir las antenas de la alerta receptiva, además de hacia mí mismo, hacia la búsqueda e identificación de las necesidades expresadas en mis amigos; convirtiéndome, pues, por obra y gracia de esta transformación, en el confidente deseado, en la encarnación del amigo perfecto que siempre está ahí, dispuesto a escucharte y a atenderte con la sensibilidad preparada; sólo hace falta que abras la puerta de mi habitación y, bendito sortilegio, aquí estoy para lo que gustes.
En más de una ocasión había llegado a mis oídos la frase «Los amigos están para cuando uno los necesita»; así pues, si quería que se acercasen a mí, yo debería poder satisfacer alguna de estas demandas… Pero escuchar por escuchar no bastaba, esto lo podían obtener en cualquier otro lado, cualquiera podía fingir esa pose por unos momentos… Había que entregar y ofertar algo más si pretendía competir con mejores garantías… Y aquí tampoco hubo que rebuscar mucho ni calentarse excesivamente el cerebro: ocurrió sin haberlo programado voluntariamente, de un modo fácil y sin brusquedades, subrepticiamente, ya que solamente ahora, desde el sosiego y la claridad de ideas que me da la distancia, he podido hallar y elaborar una recomposición más o menos acertada del principio que definía mi manera de obrar: simplemente, bastaba aplicar el proceder que utilizaba para indagar dentro de mí: escuchar, pero escuchar junto con una dinámica y hambrienta voluntad de querer entrar en la piel del otro; con la misma energía que movilizaba en el intento de conocerme a mí mismo; esforzar mi ceño con tal de comprender y penetrar en la tribulación de mi interlocutor, hacerme uno con él, por más raras y extrañas que me resultasen sus preocupaciones…; escuchar acompañado siempre de una actitud valiente y activa por querer conocer, por identificarme y licuarme en lo que el otro trata de expresar.
Te repito que esta manera de actuar no surgió de un modo intencionado o artificial, fue inconscientemente inadvertida, aunque con el tiempo y recapacitaciones y las posteriores confesiones de algunos de mis amigos he llegado a comprender qué clase de contraprestación he podido entregar yo para estirar tanto las amistades que he tenido.
Según fuera ahondando en el conocimiento de mí mismo me resultaría cada vez más fácil hacerme a la idea de cómo podían ser las callejuelas de los demás; deducir con más comodidad con cuánta graduación estaban hechos; y entonces, y sólo entonces, poder entenderlos, poder, quizás, ayudarlos y consolarlos a través del bazo de la empatía… Conforme fuera entremetiéndome por las tablas de mi constitución interior notaría que cada vez nos íbamos distanciando más y más, que las cosas comunes temblequeaban y disminuían día tras día, aunque no así en las motivaciones e impulsos básicos que gobiernan al ser humano, donde realmente somos muy parecidos y muy iguales. Y cuanto más sé de mí, indirectamente más puedo saber de los demás.
Yo quería comprender a los demás, hacer un esfuerzo corajudo para detectar aquellos puntos susceptibles de ser compartidos que cada vez escaseaban más, que progresivamente se iban extinguiendo para que la fractura y el ostracismo no fueran aún totales; no, aún no, aún es muy pronto para eso, me resisto a aceptar que la hora fatídica ya haya llegado… Yo no os puedo hablar de mis conquistas con las mujeres, ni de mis proyectos al finalizar la carrera, ni de las velocidades que alcanzan los coches, ni de cuántos hijos quiero tener…; por eso debo esforzarme por escudriñar y localizar los cabos estrella que aún perviven entre nosotros, como valiosos papiros milenarios que a toda costa deseo preservar… Y debo espabilarme y evolucionar para que pueda entregaros algo de mí que os seduzca y os mantenga cerca, mantenga avivada la cohesión…
A medida que me iba conociendo, más se me iba despertando el interés por saber más del otro, hasta que, en una tercera fase, esta hipertérmica necesidad por conocer se desbordó, pidiendo penetrar un poco más en el funcionamiento del mundo que me rodeaba. Así, fue por esta época cuando empezó a rondar entre los astilleros de mis preocupaciones cotidianas la dirección de un nuevo blanco hacia el que dirigir mi interés: comencé a sentir un mordicante deseo de comprender cómo pensaban y razonaban esos personajes tan excéntricos, curanderos y afines con los que tanto me había relacionado en mi infancia; pretendía llegar hasta el fondo de sus motivaciones, contemplar sus impulsos subyacentes, acariciar y codearme con esa parte irracional y salvaje que todos llevamos dentro… Pero no sólo tenía la intención de realizar esta aproximación en un único y restringido sentido, sino que lo que quería también era aprender más del bando opuesto y enfrentado: de esos racionalistas sesudos y ortodoxos, averiguar qué era lo que les intimidaba para emperrarse con esta interjección a lo que sólo pueden sopesar racionalmente… Fe y razón, menudo y antiguo conflicto.
Y a raíz de aquí llevé a cabo un extraño y gracioso proceder: empecé a leer, por una parte, los libros más raros y macarrónicos que sobre la materia del ocultismo y de las propiedades magnético-curativas del tercer ojo pude encontrar, y, por otra, hice lo mismo ingiriendo algún ejemplar del intelectualismo más carca y letárgico; intentando aprender en cada caso una idea, una frase, un pensamiento… que me sirvieran de provecho.
En seguida comprendí que, si me esforzaba y perseveraba, podía aprender alguna cosa, algún matiz por insignificante que fuera de las dos facciones enemistadas, aunque solamente fuera aquello que yo nunca haría o pensaría. A este respecto lo que sin duda más me llamó la atención fue comprobar la existencia, dentro de cada uno de los dos grupos, de tendencias fuertemente entercadas en el radical inmovilismo, de posturas que defendían sus creencias desde la cerrazón más absoluta sin atreverse a contemplar bajo ningún concepto otros puntos de vista para no perder y para no patinar de ese amarre ideológico en el que con tantas fuerzas se agarraban… Curioso, realmente me resultaba curioso ser testigo de estos atascamientos del comportamiento en los que con tanta frecuencia cae el ser humano, especialmente de la defensa a ultranza que lleva a cabo para que nada ni nadie ose tocar estos principios en los que está depositada toda su vítrea seguridad.
En relación con esto recuerdo que un día, después de la noticia del avistamiento de un objeto extraño en el cielo, se me despertó la curiosidad por querer saber más sobre el fenómeno de los ovnis, por lo que me puse a buscar y a sopesar los datos tanto de los creyentes más convencidos como los detractores más recalcitrantes; dándome cuenta de que, además de la infinita cantidad de porquería en forma de fantasía que alegremente se echaba sobre el tema, resultando muy difícil discernir el trigo de la posible paja, existían también los dos clásicos conjuntos opuestos representados tanto por aquéllos que esperaban ansiosamente la llegada de los extraterrestres redentores que les iban a solucionar sus problemas, como por los que bajo ningún concepto podían admitir la posibilidad de vida en otros planetas a riesgo de sufrir un colapso en sus sistemas cerebrales…
No es que sacase, ideológicamente, nada en claro de estas incursiones que realicé, aunque esto era lo de menos: lo importante y con lo que realmente disfruté fue con el aprendizaje de tan dispares maneras de pensar y de ver la vida. Comprendí con cuánta facilidad el ser humano suele sucumbir a los extremismos; pude llegar a hacerme una idea de la base del temor a abrirse a lo desconocido presente en tales conductas, pero, especialmente, lo que más me colmó fue verificar que si uno realmente se lo proponía podía aprender alguna cosa de cualquier persona por más alejada que estuviese de su manera de ser y de pensar.
Yo quería comprender las mentes y las motivaciones de los curanderos y similar fauna como forma más acertada para dotar de un sentido a mi dolor, para que éste no quedase permanentemente encharcado en las aguas del resentimiento. Comprender que muchas de esas conductas tan incongruentes eran fruto, sencillamente, de desequilibrios mentales…; comprender para salir de aquí, para dejar definitivamente atrás esta etapa de mi vida, para transformar el nocivo y estéril odio que aún circulaba por mis venas. Y es que no tardé en reparar que a quien comprende le resulta difícil poder odiar; que el mejor método para desembarazarse de la virulencia y del rencor es viajar hasta el ecuador interno del ser humano para esclarecer cuáles son las causas y razones que han dado pie a su comportamiento.
Sólo el esfuerzo hacia una comprensión fraternal de la sustancia del otro se me antojaba como el mejor sistema para trascender las cadenas del resentimiento; el mejor remedio para cortar con el pasado aprendiendo de él, sacándole provecho, y continuar, aliviado y engallado, viviendo con más fervor la aventura de la existencia.
Esta creciente actitud mía para interesarme tanto por las características de las personas que me rodeaban como por las del mundo; esta facilidad destetada para entrar dentro de los demás me llevó un buen día a hacer caso a una recomendación que desde siempre me habían hecho y que yo, repetidamente, había ido rechazando y desestimando: escribir.
La verdad es que no me gustaba escribir; nunca había mostrado, aparte de mis pinitos en las redacciones escolares, ningún interés en el tema. Indudablemente mis prácticas como buen lector ayudaron a escalfar esta nueva afición, aunque el culpable principal fue tan simple como implacable es mi realidad: mi vida menguante está expuesta a tanta confiscación, a perder continuamente gota tras gota de mi remanente energético, que el ir renunciando a poder hacer cosas es sin duda una de las contraseñas publicitarias que llevo tatuadas en mi frente. Pero además de este hurto incesante hay también otro atributo que me distingue, engendrado en parte por el instinto puro y duro de supervivencia, pero también por mi obstinada determinación de encontrar pepitas de moral dentro de tanta destrucción: la búsqueda de nuevas actividades con las que combatir el avance del abusivo desierto; tratar de descubrir y de acogerme a cualquier novedad por nimia que sea para suplir y reemplazar en lo posible lo que yace inservible.
Y así llegó un momento en el que, en mi mundo y en mi habitación cada vez más estrecha, tuve que comenzar a sopesar la idea de ponerme a escribir como una actividad más de las pocas que se pueden llevar a cabo aquí dentro, como un intento de sumar y renovar el limitado listado de lo que puedo hacer. Cuando las opciones son tan pocas (leer, ver la televisión, estudiar… ya me lo sé de memoria), la posibilidad, por escasa que sea, de poder encontrar un nuevo quehacer con el que recrearme es un acontecimiento calurosamente celebrado con aleluyas y vítores de saltimbanqui. Al menos, había que intentarlo, había que probar qué tal se me daba el arte de esparcir palabras más o menos conexas sobre el papel.
Mi afición por la escritura llegó, pues, inicialmente, cuando ya no me quedaban metros externos donde explayarme, atado como estaba a mi mesa y a mi silla, ya que si no, si aún hubiera podido moverme libremente por ahí, difícilmente hubiera escogido el lápiz y el papel en detrimento de los esparcimientos al aire libre. Así pues, no empecé a escribir por vocación, sino porque la necesidad me obligó a ello, porque la situación de grave inmovilidad física me condujo a rascar y a remover ciertas disposiciones dentro de mí que si no hubiera sido por esta contingencia seguramente hubieran puesto el cierre amordazadas.
Al principio escribía como un aconsejable ejercicio mental encaminado a mantener mi mente en forma, ya que en seguida me percaté de que la expresión literaria concentraba una serie de ingredientes para cumplir con creces este cometido, además de mostrarse muy indicado para hacer volar los segunderos del tiempo.
Fue después, más adelante, cuando al hecho de escribir se le adosó un nuevo motivo que iría ganando terreno junto a la gran oportunidad de deleitar a la creatividad: escribir, sencillamente, para poder comunicarme, como la única válvula de salida que me queda ya, tapiado todo, para burlar estos ominosos barrotes que me confinan y llegar hacia el otro, hacia ti, y dejar constancia escrita de que los timbales de mi ser aún siguen sonando.