Biel Martí entró en mi vida y en mi habitación acompañado de unas muletas, pero, especialmente, con una bonachona e irresistible sonrisa que, según deduje poco después, era uno de los distintivos más destacados y alabados de su persona.
Vino a verme porque le acababan de diagnosticar una enfermedad neuromuscular, concretamente otra enfermedad de la motoneurona, otra de ésas con nombre extrañísimo y enrevesado. Según me explicó, estaba tratando de poner en marcha una asociación con los afectados de esa patología en el ámbito de Baleares, y le interesaba saber mi opinión y cuáles eran exactamente las características propias de mi dolencia. Charlamos durante un buen rato; me contó cómo había comenzado todo, cómo un buen día, un hombre sano y activo acostumbrado a hacer deporte y a montar a caballo, había empezado a notar una pérdida de fuerza en sus manos…
Era sólo el comienzo, los preliminares.
A mí su cara me resultaba muy familiar, no sabía exactamente dónde la había visto antes, ese bigote suyo tan exclusivo… Cuando me dijo que era el alcalde de Ferreries, un pueblo de la isla, ese interrogante quedó despejado: en más de una ocasión había visto su fotografía en el periódico: Biel era un político muy respetado y conocido dentro de la sociedad menorquina.
Entre los dos fluyó rápidamente una corriente de simpatía, aunque no sabía muy bien si volveríamos a vernos. De todas formas, al momento en que se hubo marchado quise saber más sobre su dolencia. Esto fue lo que leí:
La ELA (Esclerosis Lateral Amiotrófica) es una enfermedad neuromuscular en la que las motoneuronas que controlan el movimiento de la musculatura voluntaria gradualmente disminuyen su función y mueren, provocando debilidad y atrofia muscular. Es la enfermedad que aflige al conocido científico Stephen Hawking. Afecta principalmente a adultos entre cuarenta y setenta años. Su incidencia varía de aproximadamente el 0,5 al 1,8 de cada cien mil personas. La ELA afecta a la persona de diferentes maneras. La progresión es irregular, y en ningún momento afecta a las facultades intelectuales, ni a los órganos de los sentidos, ni hay afectación en los excretores ni en la función sexual. Existe una gran variedad en cuanto a los primeros síntomas de debilidad muscular. La evolución de la enfermedad es anárquica y difícil de predecir, aunque en más de la mitad de los casos los primeros signos se manifiestan sólo en una extremidad, concretamente en los músculos pequeños de las manos. El paciente tendrá dificultades con los movimientos finos de los dedos como por ejemplo para abrocharse los botones o al escribir. En los casos clásicos la debilidad se extenderá proximalmente a los extensores y luego a los flexores de los bíceps, tríceps, deltoides y a los otros músculos de la cintura escapular. Simultáneamente, o poco después, estos trastornos aparecerán en la otra mano y en el otro brazo. Al evolucionar el proceso aparecerán disfagia, disartria y dificultades en la masticación. A menudo los alimentos sólidos se atascan en el fondo de la garganta al intentar tragar. Al beber los pacientes se atragantan expulsando el líquido por la nariz. Tampoco la saliva se deglute correctamente; se acumula en la faringe provocando tos y sensación de ahogo. Puede que el deterioro del habla lleve a la anartria, donde lo único que el paciente puede emitir con dificultad es una especie de gruñido. La fase final de la ELA es particularmente difícil tanto para el paciente como para los que le rodean. Mientras que la conciencia se mantiene intacta, así como la vista y el oído, el paciente ya no puede mover los brazos ni las piernas. La respiración se ve obstaculizada, el tragar es casi imposible y el paciente a menudo nota como si se atragantara con su saliva. Puesto que ya no puede hablar, su único medio de comunicación con el mundo exterior es el movimiento de los ojos. En general, los pacientes mueren al cabo de cinco años de habérseles diagnosticado la enfermedad.
Cinco años de vida. Terrible, espeluznante, aterrador. Mi primera reacción fue la de pensar que esa persona que acababa de ver andar aún por su propio pie y conducir su coche no podía llegar a esos extremos de deterioro…; incluso a mí, acostumbrado a convivir con lo que en un principio parece imposible que se cumpla, me costaba trabajo aceptar impertérrito la evidencia… Necesitaba, para hacer correctamente la asimilación, al menos un par de segundos.
Después de nuestro encuentro inicial Biel me llamó un par de veces por teléfono y empezó a frecuentar mi casa. Lo que más me atraía de él era su sencillez, sus exquisitas maneras en el trato, su amabilidad, su cordialidad… Y nos hicimos amigos.
La evolución de su enfermedad transcurrió, efectivamente, aquí no hay trampa ni cartón, vete a otro lugar si lo que buscas son finales de cuento de hadas, a una velocidad vertiginosa, tan rápido casi como iba creciendo nuestro cariño y amistad. Estar con Biel me hacía revivir y recordar una serie de sensaciones y sentimientos que me habían embargado cuando había pasado por situaciones parecidas, aunque en él estas etapas se sucedían a un ritmo extremadamente acelerado: me hablaba de esa sorpresa y exasperación que le invadían cuando notaba una pérdida de fuerza en aquel miembro hasta entonces fiel y vigoroso, me lo decía con esos ojos que dejaban ver tanta estupefacción, y yo asentía y asentía: te entiendo, te entiendo…; me explicaba esa falsa apariencia de poder hacer más o de no hacer físicamente todo lo posible que algunas veces podía levantar en los demás, y yo asentía y asentía: te entiendo, te entiendo…; me revelaba sus temores, sus angustias, y me exponía sus ilusiones, y yo asentía y asentía: te entiendo, te entiendo, porque son prácticamente las mismas que las mías.
Al cabo de unos cuantos meses de haberle conocido me comentó que pronto iba a necesitar la silla de ruedas, y lo hizo con ese mismo recelo e incertidumbre que antaño me poseyeron a mí. Fue entonces cuando rememoré el tiempo y sufrimiento malgastados por negarme a aceptar lo inevitable, cuando estas retrospectivas del ayer se abalanzaron sobre mi conciencia. No, él no podía caer en el mismo e improductivo error, y le insinué que reparara en la cantidad de cosas nuevas que podría hacer con ella, que empezar a utilizarla no implicaba en modo alguno tener que renunciar a andar, que había que verla simplemente como lo que era: un medio de locomoción que ayudaba a desplazarse…
—Sí, pero es el principio… —me atajaba.
—¡Pero si hasta podremos hacer carreras! —le rebatía.
Lo cierto es que se iba adaptando muy bien a los cambios, a la privación y a la renuncia, y ninguna falta le hicieron mis comentarios. Algunos temas o aspectos los resolvía con una claridad y diligencia magistrales, mientras que a mí me había llevado mucho más tiempo y me había costado mucho más. Era aquí cuando me daba cuenta del factor importante que jugaba la edad: yo era sólo un crío cuando todo había comenzado; él, en cambio, era un hombre maduro de cuarenta y pico años, por lo que las formas y maneras que cada uno de nosotros había expedido para hacer frente al siniestro estaban muy condicionadas y determinadas por nuestras edades cronológicas: yo lo había hecho desde la rebeldía, desde las entrañas del alma, rodeado de una gran pampa de confusión donde me resultaba complicado discernir entre todos los cascotes de opiniones cuál de ellas podía tener razón. Biel, en cambio, cuando le revino el infortunio gozaba de más centímetros de estatura que yo, por lo que sus sistemas para el discernimiento estaban más definidos y centrados, podía comprender más firme y cabalmente lo que una enfermedad significaba y podía acarrear sin tener que recurrir a las fábulas de niño.
Eso sí, aunque yo fuese un niño y él un hombre cuando irrumpió en nuestras respectivas vidas la descomposición anatómica, los dos nos apercibíamos de que el muestrario de emociones y de situaciones vividas era muy parecido, y que ambos podíamos compartir y sacar un magnífico provecho de ello. Biel podía hablarme sin tapujos de lo que sentía, sabedor de que tenía delante de él a un confidente que había pasado o pasaba por análoga experiencia; mientras que yo podía celebrar y contarle la alegría de soprano que me persignaba al tener a alguien interesante con el que trabar una amistad.
De política apenas charlábamos, aunque de tanto en tanto le pedía su opinión sobre algún tema en concreto o me interesaba saber cómo era y actuaba determinado político. A Biel lo que más le gustaba era hablarme de su pueblo: se sentía muy orgulloso de él, de su gente y de sus costumbres, y yo le escuchaba atentamente cómo me iba informando puntualmente acerca de las ideas y proyectos que quería llevar a cabo en Ferreries.
Pero lo que más me impresionaba y fascinaba de él era su don de gentes y la inmensa, me atrevería a decir que casi infinita, cantidad de personas que conocía, de todos los ámbitos y estamentos sociales. Bastaba con que le sugiriese que necesitaba cualquier cosa para que sacase esa gordísima agenda y se pusiese a ojearla, a consultar entre sus contactos hasta dar con la solución a mi inquietud. Por todos lados tenía contactos, cantidad de puertas a las que sabía llamar, y esta circunstancia me asombraba y me divertía enormemente. A veces, sólo para provocarle y por curiosidad, me ponía a pensar en una determinada persona, por muy alejada o anónima que fuera, y le preguntaba a mi amigo si la conocía personalmente y que me dijera cómo era, y, en el improbable y raro caso de que no fuera así no tenía por qué preocuparme: ya se encargaba él de suministrarme la información pertinente, detallada y precisa, de la personalidad, gustos y aficiones del sujeto consultando su extensa red de confidentes bajo la consigna de: «No, pero conozco un amigo de un amigo que sí que sabe quién es».
Me llamaba mucho la atención esta circunstancia, la constatación de dos maneras de ser tan diferentes, lo que hacía de nosotros un dúo que se complementaba a la perfección: Biel, muy dado a los demás, hombre de mundo, excelente relaciones públicas, sólo alguien como él era capaz, por ejemplo, de presentarse en mi casa a la hora de comer después de haber mantenido cerca una reunión de trabajo y preguntar qué teníamos para comer con unas formas y una picardía tales que no sólo no molestaba, sino que hacía que mi madre, dichosa, sacase las mejores viandas para celebrar el feliz advenimiento. Yo, en cambio, poseía un talante más reflexivo, más vuelto hacia dentro, y no sólo por una cuestión constitucional y otro poco por haberlo buscado expresamente, sino porque se me había cortado a una edad muy temprana la posibilidad de poder establecer relaciones con la cantidad y la facilidad con que lo había hecho él.
Biel tuvo la suerte de tener muchos amigos y muchos familiares que siempre estaban dispuestos, cuando él ya no pudo conducir, a llevarlo de aquí para allá; siempre encontraba alguien que se ofrecía a acercarle hasta mi casa, pero, especialmente, a tratar de ayudarle en su empeño de que la corrosión de su dolencia no le apartase de ese contacto público con los demás que tanto apreciaba y que tanto significaba en su vida. Estaba decidido a continuar ejerciendo su labor de alcalde hasta que ya no pudiese más; como buen ser humano que quiere sobrevivir aferrándose a lo que ama, retrasar la capitulación el mayor tiempo posible.
Biel era consciente de esto, y en alguna ocasión me expresó su temor a, si la enfermedad seguía su curso, tener que quedarse encerrado en casa. «Yo no sirvo para esto…», me decía, echando una mirada esquiva a las paredes de mi habitación, como si éstas fueran de un momento a otro a plegarse sobre él. «Nadie está hecho para esto, sólo cabe acostumbrarse mejor o peor…», pensaba yo, aunque no le decía nada: me limitaba a mirarle y a donarle una de esas sonrisas polivalentes que sirven tanto para mostrar tu comprensión, como para dar ánimos, como para envolverle en un cariñoso abrazo mental. Sonrisa silenciosa que se basta a sí misma, que no necesita de aderezos ni de palabras para solidarizarte con la tribulación del otro.
No obstante, pronto descubrí que el recurso de las sonrisitas no era un patrimonio sólo mío: Biel también las utilizaba, erigiéndose este inconfundible proceder en el gran nexo en común entre nuestras dos personalidades. Aunque nuestra relación estaba cimentada en la sencillez y en la seguridad que daba el saber que podíamos hablar sin ambigüedades ya que enfrente teníamos a un interlocutor espichado en el mismo fandango, ambos solíamos recurrir a esas muecas de labios extendiéndose e irisándose como parte y como preludio a esas mentiras piadosas que intercambiábamos mutuamente.
Y es que tengo que confesarte, apreciada y gentil investigadora, te lo digo para que anotes este asterisco en algún sitio, que también nos mentíamos de tanto en tanto.
Yo presenciaba, testigo de primera fila, cómo mi amigo iba pasando por las diferentes fases de decrepitud; y muchas veces reaccionaba ante lo que me explicaba, por muy equivocado que me pareciese, absteniéndome de decirle lo que realmente pensaba o escurriendo el bulto para no dañarle o herirle, limitándome a comprender su postura con una sonrisita piadosa.
Ocurrió así cuando, al principio, inició él también la andadura en busca del milagro visitando a algún que otro curandero, aunque de una manera mucho más breve, discreta y contenida que aquélla con que lo había hecho yo. Él era escéptico, pero indudablemente lo que le devoraba vivo le conminaba a pasarse su escepticismo o cualquier creencia por sólida que fuese por el forro del sálvese quien pueda, agárrate a lo que sea, busca donde sea… Es en estos casos cuando el ser humano se encuentra a solas con su desnudez e indefensión, cuando toda esa parafernalia ideológica que tan amarrada y superlativa creía se desgrana con un simple estornudo; cuando ruge el grito, el instinto de supervivencia que lo cubre y subordina todo. Déjate de memeces y mueve el trasero: ahora eres sólo un animal: mata, coacciona, desvalija a quien sea si es preciso con tal de sonsacarle un cabello más a esa última esperanza.
Recuerdo esos días en los que venía a verme con esos dos puntitos de luz brillándole en los ojos para contarme que tal vidente le había dicho que saldría de ésta o para comentarme que iba a comenzar determinado régimen alimenticio que le habían recomendado para tratar de frenar lo imparable; y yo me limitaba a contemplarle en silencio con mi sonrisita que no se atrevía a intervenir para no estropearle ese efímero momento de ilusión: sería un acto, consideraba, un acto con demasiada malasombra. Tiene derecho a ello, tiene derecho a ello…
Un día entró en mi habitación visiblemente animado, enseñándome una noticia publicada en la que se anunciaba que pronto iba a salir al mercado un fármaco que, según decían, podía resultar eficaz para retardar o detener la cascada degenerativa de su dolencia. Según me contó, ya había iniciado las gestiones y empezado a mover los hilos para que pudiesen suministrarle pronto tal medicamento… Y fue aquí cuando, ante el tufillo mínimamente a científico que despedía el tema, parece que es una noticia seria y contrastada, mi sonrisita se desvaneció levemente y se encogió bajo una destemplada mácula: la de la envidia. Sí, confieso que me alegré por él, pero que también un prurito de envidia empezó a rondarme legalizando razonamientos como que primero iban a sacar algo para parar el deterioro de su organismo, y después, al cabo de un tiempo, pondrían a su alcance un tratamiento para recuperar las funciones perdidas; y mi amigo, sano y salvo, volvería como si tal cosa, como si nada hubiera pasado, a su vida y actividades de siempre…
Sí, saldría de esta pesadilla, de este paréntesis que habría durado unos pocos años para regresar con los suyos, junto con los del otro lado… Y yo lo celebraría con él; pero después, cuando volviese a ser «normal», se olvidaría del mal trago pasado…, se olvidaría de mí…
Una vez más volvería a equivocarme. La vida iba a darme una soberana lección que no olvidaría.
Biel solía utilizar también el recurso de las sonrisitas y de mirar hacia otro lado principalmente para tratar de ocultarme el empeoramiento de su salud en sus últimos momentos, como si quisiese así protegerme de las postas del desastre. Recuerdo una vez en la que noté como se estiraba hacia arriba y abría ampliamente su boca como si pretendiera coger aire, quedándose durante unos segundos inmóvil y atascado. No podía respirar, pero cuando le pregunté si se encontraba bien me interpuso el escudo de su sonrisa y achacó con una mirada hacia la ventana la culpa al calor reinante en el cuarto. Pero a mí no me engañaba: ese día empecé a comprender que mi amigo realmente se estaba muriendo.
Se moría, y aquí no había distracciones ni evasivas que sirvieran. Se moría, y yo no podía hacer nada para evitarlo. Se moría, y habría que ir preparando el adiós. Se moría, se moría, se moría.
No llegó a estar físicamente muy impedido, su cuerpo no llegó a estar totalmente paralizado, aunque la enfermedad afectó muy pronto a los músculos encargados de la respiración; y esto tendría fatales y trágicas consecuencias.
En una ocasión Biel me hizo una declaración de intenciones con un tono de ferviente deseo y también de sentido arrepentimiento: «Antes de que deje de ser alcalde voy a intentar arreglar las aceras del pueblo, voy a tratar de adecuarlas para que puedan circular las sillas de ruedas…». Y agregó, como disculpándose: «Es que hasta que uno no lo vive… no se da cuenta…», me confesó con el tácito lamento de aquél que hasta hace unos instantes estaba confortablemente enrolado en el equipo de enfrente y que acaba de cruzar la fina, prácticamente indistinguible línea que separa la salud de la enfermedad…
Yo, en mi ignorancia supina de estos asuntos, creía que la cualidad y el requisito fundamental que debe distinguir a un político es esencialmente una gran capacidad para saber escuchar; concebía al funcionario público como alguien que posee una aventajada percepción para estar atento a los múltiples matices que componen su realidad circundante para después poder intervenir en ella. Si de Biel Martí podía decirse que anteriormente ya era una persona bastante receptiva a su entorno, ahora una brutal enfermedad le estaba obligando, a la fuerza, porque no quedaba más remedio, a ensanchar la panorámica de la vida: ayer, hombre saludable y fuerte que hacía deporte; hoy, persona postrada en una silla de ruedas que depende de los demás… Qué fino es el hilo, qué tenue es la frontera que nos separa… Biel estaba aprendiendo a discernir estos rincones ocultos, este sutil equilibrio de fuerzas en el que se halla nuestro mundo, aunque tal vez no hubiera llegado a percatarse de esto si no hubiera sido mediante el agente interventor del dolor.
La última vez que hablé con él fue por teléfono, acababa de regresar de un viaje a París, donde había sido visitado por uno de los mejores especialistas en la ELA. Había vuelto con las maletas repletas de negativas, de resignación y de palmadas en la espalda. Apenas podía hablar ya, había empeorado muchísimo: su voz distorsionada era prácticamente inaudible; le costaba mucho modular las palabras; un esfuerzo sobrehumano poder respirar.
Me dijo que me había comprado un libro, que cuando estuviera un poco mejor ya me lo traería…
Pero no volveríamos a vernos.
El día en que mi amigo murió recibí la noticia con aparente impasibilidad; notando como el rayo de la anunciación me atravesaba y estremecía, pero sin perder externamente mucho la compostura. Lloré, claro que sí, pero intenté continuar con mis quehaceres como si nada hubiera pasado… Nunca hasta entonces la muerte me había tocado tan de cerca; aunque mis ojos se habían amoldado tanto a los paisajes espeluznantes y de terror que nada, absolutamente nada, podía ya sorprenderme. Para uno que sabe y siente cómo se las gastan estos monstruos desmembradores no es que le sea fácil insensibilizarse, sino que llega un momento en el que absolutamente nada consigue inmutarte en demasía. La gente común, ingenua, ilusa, podía dejar un espacio para los gritos al cielo («¡qué injusto, qué injusto!»), podía sulfurarse, maldecir y rasgarse sus vestiduras; pero para alguien como yo metido hasta el fondo en el infierno del conocimiento de estas patologías, para alguien mínimamente familiarizado con su letra y sus repercusiones, el principio de sobresalto quedaba rápidamente acallado por la seca sentencia que apareció en mi mente: «Si padeces esa enfermedad lo lógico es que te mueras pronto. No hay por qué alarmarse tanto».
Aun así, no pude dormir en toda la noche; había que asumir que nunca más volvería a ver ese rostro de bigote encantador, que se habían acabado nuestras charlas, nuestras confidencias, nuestra amistad…
El día en el que enterraron a mi amigo yo tenía partido. Por la carretera, varios coches oficiales nos adelantaron, tenían prisa para ir a su funeral. Yo traté de despedirme de él a mi manera, de la mejor manera que sé: traté de dirigir a mis jugadores lo mejor que pude, intenté sacar fuerzas de donde fuera para animarles, para estar con ellos, para que jugasen despreocupadamente a ese juego que ese día me pareció totalmente insulso y fuera de lugar… Aunque tal vez sea en esto en lo que consista precisamente el juego de la vida: en encontrar razones para seguir viviendo, a pesar de todo.
Biel Martí murió entre los suyos, entre los brazos de ese pueblo al que tanto quería; y fueron los suyos los que, en un silencio herido, vibrante y conmovedor, pasearon su ataúd por las calles abarrotadas, como si pretendieran impregnar cada rincón de la población con el espíritu de su personalidad para que les acompañase para siempre, para que algo de él, lo mejor de él, permaneciese con ellos hasta el fin de los tiempos. Fue una gran persona, decían, un hombre noble y bueno, clamaban quienes tuvieron el honor de conocerle.
Yo, de su faceta pública poco puedo decir. Yo le conocí básicamente en su vertiente más íntima, en aquélla más fragosa que libra un ser humano dentro de sí entre la vida y la muerte; yo que le conocí en el apretar de dientes y en el resistir un poco más sólo puedo afirmar, sinceramente, que los adjetivos que su pueblo le dedicó se quedan pequeños para describir al ser humano que encaró de la mejor de las maneras posibles a la fatídica adversidad.
Muchas noches, cuando me voy a la cama, suelo imaginármelo sentado a mi lado, narrándome historias y peripecias recogidas de sus viajes siderales por las galaxias rebosantes de luz. Me lo imagino hablándome de su familia, de sus amigos, de todos aquéllos que le amaron, pidiéndome que les diga que sigan conservando intacto su recuerdo; aun ignorando que a las personas como él resulta del todo imposible poder olvidarlas. Nadie te olvida, Biel, nadie te olvida…
A veces pienso en los otros enfermos de ELA, en sus compañeros que uno a uno han ido muriendo, en esa asociación cuya delegación él ayudó a fundar, y en la que permaneceré inscrito, aportando mi modesta contribución, hasta que se encuentre un remedio para erradicar definitivamente al ente maligno que lo mató. Es una promesa que le renuevo y le recuerdo todas esas noches.
Nuestra amistad duró poco tiempo, fue fugaz, apenas se prolongó más allá de un año, pero fue un período intensamente gozado y enriquecedor. Mi amigo murió y yo volví a quedarme solo, aunque con la certeza y el convencimiento absolutos de que algo de él pervive dentro de mí; y que me acompañará y estará conmigo para siempre.
Te echo tanto de menos, amigo mío…