Todo el mundo habla, todo el mundo opina, discute, critica, gesticula, considera sus ideas y creencias intocables como las mejores; esos puntitos ególatras que no sólo hay que proteger e impermeabilizar como sea de la influencia de otros puntitos ególatras, sino que, a la mínima ocasión, hay que hacer todo lo posible para imponer nuestra pequeña verdad sobre la de los demás… Así funciona esto: quien más habla, más sabe; aquél que con más decibelios se manifiesta, más razón tiene. Primero habla, después piensa.
Por supuesto que me encanta conversar, nada más apropiado que la palabra para llegar al entendimiento del otro, pero, como viajero que rema a contracorriente, por aquellos tiempos descubrí que me atraía mucho más, muchísimo más, la facultad de escuchar; comenzó a atraerme con más intensidad la actitud receptiva que los posicionamientos locuaces y dicharacheros, aunque que nadie caiga en el error de creer que elegí una opción de retraimiento o de cómoda pasividad: al contrario, ya que para saber escuchar se requiere estar vivamente alerta, concentrado, realizar un gran esfuerzo y entrenar una tenacidad mucho mayores. Si fuese tan fácil, mucha más gente se decantaría por esta preferencia.
La primera condición que favoreció esta inclinación fue una cuestión muy simple y sencilla: para ahorrar energía. Debido a mi debilidad galopante no es que tuviera precisamente mucha para derrochar, era más bien un recurso escaso que no convenía malgastar en chácharas de alta dispersión, por lo que lo más razonable era dirigir la que me quedaba hacia zonas y hacia acciones de una importancia primordial.
Esta toma de actitud se llevó a cabo de una manera bastante inconsciente, obedeciendo simplemente a la ley de ahorro energético que quitaba de allí donde su participación era calificada de secundaria para poner allá, en los sectores y funciones realmente fundamentales; y así, me sorprendí a mí mismo experimentando un descenso en las ganas de hablar por hablar, al tiempo que noté un trasvase de mi capital hacia el interior.
Otra de las razones que me llevaron a desmarcarme un tanto de la plática indiscriminada no fue otra que, en esta expedición iniciada por los túneles de mi ser, se me exigía el máximo de los silencios para progresar en las tareas de introspección; estar atentamente callado para poder localizar y descubrir con más facilidad un nuevo trazo, un nuevo elemento constitutivo de mi persona.
Como siempre, ha sido el compendio de una serie de factores lo que ha intervenido y orientado mi actitud; factores aunados que han contribuido a hacer del silencio mi fortaleza, el escudo heráldico de mi existencia. Paradojas de la vida: cuanto más sé estar y gozar de la quietud, más sé estar y comprender a los demás; como si este estado de mutismo poseyera dos caras, una contradictoria ambivalencia: o la ruptura y la alienación total con tus semejantes, la respuesta más lógica y común; o la de sentirte, a pesar del distanciamiento espacial, más próximo e identificado con las vicisitudes de tus congéneres.
¿Qué es, pues, lo que decanta la balanza hacia uno u otro polo? ¿Cuál y cómo es la fuerza resolutiva? Un preso puede enloquecer y marginarse completamente en su confinamiento, pero también puede ahondar en el conocimiento de sí mismo, puede recapacitar sobre el sentido de sus actos y acciones… ¿Qué es lo que inclina su conducta? ¿Cuál puede ser ese elemento decisivo? ¿Por qué unos se salvan y otros se hunden?
Y fue por entonces cuando, fruto de ese caldo de cultivo, nació una de mis cavilaciones-intenciones más sugestivas y ambiciosas; y me dije a mí mismo: «Si todos estamos hechos de lo mismo y en lo único que diferimos es en esas superficialidades que magnificamos, parloteando incesantemente su supremacía por encima de las del otro; si nuestra esencia humana es la misma, discrepando solamente en los componentes de la capa externa (piel, complexión de los cuerpos, ideas…), tal vez, si sigo empeñándome en descubrir mi esencia, cuanto más la conozca y me conozca, más podré conocer y comprender a los demás…
»Yo lo tengo complicado para salir por ahí y conocer cómo es la gente; lo tengo más difícil para relacionarme con el desenfado con el que teóricamente pueden hacerlo los demás, pero, si de veras me lo propongo, ni esto puede amedrentarme ni representar un obstáculo insalvable ya que, al ser una cuestión de grados y de porcentaje en la mezcla, cuanto más sepa de mí indirectamente más sabré de los demás. Ya que todo está en mí, todo el programa de la humanidad en mí, no hay excusas para esgrimir y justificar mi ignorancia en este tema: cuanto más trabaje hacia dentro, cuantos más corredores internos logre abrir, más ancha y rica será la percepción de cómo son los de allá fuera».
Oveja negra, oveja negra…
Escucha, escucha, escucha los sonidos mágicos que te envuelven, que acuden a tu oído; haz un esfuerzo para captar lo frecuentemente inaudible o pasado por alto, y deléitate con lo que esa resonancia te quiere explicar.
Establecí un imperioso e imprescindible ceremonial que llevaba a cabo al finalizar cada temporada baloncestística, cuando ésta llegaba a su conclusión y yo pedía a mi padre que me acompañase al pabellón argumentando que aún nos quedaba un entrenamiento por realizar. Era falso, lo cierto es que ya habíamos terminado, pero yo necesitaba reservarme el último día para mí solo, estar un rato inmerso en la quietud de la cancha; recorrer, meditabundo y relajado, cada uno de sus rincones, pasear por dentro de la zona, por la línea de tres puntos y, especialmente, atender a lo que los aros querían decirme. Repasaba junto a ellos cada entrenamiento realizado, cada partido disputado; revivía y recreaba las mejores jugadas desde el centímetro exacto del parqué donde se produjeron; me echaba flores al recrear mis aciertos y blasfemaba ante ese eco atónito cuando rememoraba los errores garrafales que había cometido.
Paseaba de lado a lado, insistentemente, una y otra vez, murmurando, riendo, canturreando, y describiendo trompos de fórmula uno con la silla de ruedas…; pero sobre todo sintiendo, sintiendo todo aquello que cada uno de los conciudadanos del recinto (los focos, los anuncios, los banquillos, los ventanales…) querían confesarme y explicarme… Y es que me contaban tantas y tantas cosas…; cosas que se englobaban y resumían en una palabra: experiencias, emociones vividas que me hacían sentir realmente bien, vivo, rabiosa y alborozadamente vivo. «Todo esto que he vivido, tanto los momentos buenos como malos, es algo que ya me pertenece, que forma parte de mí, que nadie me podrá quitar», le musitaba feliz al ambiente callado y considerado, compañero y confidente tan distinguido.
Como punto final del ritual llegaba la despedida, y me dirigía de nuevo a los aros, señores dispensadores de la buena o mala fortuna, para entonar mi adiós. Era una despedida de agradecimiento y júbilo («¡Un año más!; ¡lo he conseguido, he vuelto a salirme con la mía!; ¡otra victoria contra la adversidad!»), pero también era un adiós esmaltado con la incertidumbre de si la temporada siguiente volvería por estos lares. Esta duda estaba provocada en parte por la cuestión meramente deportiva: la de saber si me renovarían o no. Aunque uno intuía por los mensajes indirectos del entorno y porque las cosas me habían salido medianamente bien que sí que volverían a contar conmigo, el mundo del deporte es tan inconsistente y está expuesto a tantos intereses que no se podía asegurar nada ni poner la mano en el fuego bajo ningún concepto. Sólo cabía esperar. Pero el mayor porcentaje de esa duda continuista estaba escriturada con la preocupación acerca de mi estado de salud: un año más, mayor experiencia acumulada, más ganas de seguir prolongando la duración de ese sueño, pero, en cuanto al aspecto corporal, un año más de deterioro, de corrosión muscular… ¿Me encontraría en condiciones de poder seguir entrenando la próxima temporada? Creía, después de echar un vistazo rápido al nivel de carburante que me quedaba, que sí, que podría aguantar un año más, pero antes de decidirme debía realizar un estudio serio y metódico de mis posibilidades físicas, dejando al margen los aspectos emocionales que pudieran interferir como la ilusión por seguir entrenando. Primero de todo y ante todo estaba mi responsabilidad. Había que proceder con cautela, aún quedaban por delante los meses de verano en los que podía experimentar algún bajón…
Me despedía, por si acaso, por si alguna de esas dos premisas no se cumplía, tanto de mis jugadores («qué tipo más raro, siempre echándonos el mismo sermón, instándonos a que seamos buenos y deseándonos suerte en la vida para encontrarnos con la mala fortuna de volver a tenerlo a él como entrenador al regresar de las vacaciones»), como del campo y de sus atributos; repartiendo agradecimientos por doquier; marchándome a casa barrigudamente orgulloso.
Una vez en mi habitación procedía al último y más importante acto de la ceremonia de clausura: pedir a alguien de mi familia que me enmarcase la foto oficial del equipo y que me la colocase allí, sobre la estantería de enfrente, fotografías llenas de recuerdos y sensaciones que vuelvo a revivir cada vez que levanto la cabeza y deslizo mis ojos por allá. Me sentía, con cada fotografía colocada, como el cazador que ha conseguido atrapar, por fin, a la pieza que tanto se le resistía después de largos meses de insistencia y perseverancia.
Oveja negra, oveja negra…
Era entonces, cuando mis jugadores se marchaban a broncearse a la playa y a descongestionarse por las diversas fiestas de los pueblos y yo convocaba a la señorita paciencia para que me ayudase a soportar las altas temperaturas y el bochorno que se instalaban en mi habitación, era entonces cuando reparaba en lo férreas que eran mis ataduras, y, en consecuencia, en la inmensa suerte que tenía de poder realizar, al menos, la actividad del baloncesto. Al arribar a este punto era cuando me visitaba la reflexión acerca de la frontera tan sutil pero a la vez tan inalcanzable que me separaba de la posibilidad de poder colegiarme a un universo de tareas mucho más prolijo y extenso, ya que si simplemente poseyera más fuerza en los brazos mi vida sufriría un cambio radical en este aspecto, y entraría en unas coordenadas incomparables, nuevas, prácticamente irreconocibles. Así, en más de una ocasión me he visto sorprendido por la pregunta: «¿Por qué no sales más y haces más cosas?», formulada desde la simpleza por la gente que no está habituada a estas situaciones, por lo que he tenido que recurrir a una metodología explicativa para tratar de zanjar la cuestión.
Sé que para una persona que tiene sanas o intactas sus facultades motrices resulta muy complicado poder entrar y poder hacerse una idea de cómo funcionan aquéllos que se salen del patrón ordinario y corriente. Según los resultados de las investigaciones que al respecto he ido haciendo, la concepción más común que se han hecho del asunto varía entre dos extremos: o te consideran un inútil total, y, por tanto, lo más lógico y esperado es que tendrías que estar siempre encerrado en casa, o te encasillan dentro del grupúsculo al que yo bautizo como «Síndrome del Parapléjico». El Síndrome del Parapléjico, calificación muy utilizada en nuestros días, consiste en encuadrarte dentro de ese colectivo, probablemente el que más abunda, de los que, aún desplazándose en silla de ruedas, tienen la suficiente fuerza para gozar de un buen nivel de autonomía (generalmente con medio cuerpo vivo y coleando hay más que suficiente para alcanzar tal estatus). Un parapléjico se encontrará también con muchas barreras arquitectónicas que le impedirán la entrada a muchos sitios, pero en cambio podrá ejecutar él solito tareas tan envidiables como vestirse, lavarse, comer, manejar la silla de ruedas sin que sea necesario que nadie le acompañe, trabajar, poder aspirar a una vida físicamente emancipada…
Pues bien, un tipo del cuadrante «normal», en un esfuerzo ímprobo por expandir los límites de lo que corrientemente ve y conoce, a lo máximo que suele llegar es a tener una ligera idea de la existencia del parapléjico, aquella figura más o menos borrosa que nos muestra la televisión compitiendo, con visera o guantes en las manos, en carreras o en partidos de baloncesto especiales contra otros colegas de gremio. Y así, cuando algún fenómeno enfermizo o con ruedas se acerca a su conciencia no duda en archivarlo dentro del concepto que con tanto sudor ha conseguido representar, uno para todos y todos en el mismo saco, por lo que no es extraño que se dirija a ti predicándote un: «Deberías salir más…; no sé si sabes que Pedrito, sí, aquel pobre chico que tuvo un accidente, está todo el día por ahí, es tan decidido que hasta conduce un coche…». Hasta aquí es hasta donde suele llegar el sujeto generalmente, formándose una ligera idea de lo que es y cómo vive un inusual que luego aplicará a toda aquella excepción que se le presente, como aquel niño que pretende utilizar aquella única palabra que ha aprendido para designarlo todo. Pues no, lo siento, la vida es mucho más compleja, y si bien es cierto que existen los famosos parapléjicos también existen otros muchos colectivos más allá, más abajo.
A veces pienso que hay algo así como una escala filogenética de las características físicas. En el primer estamento están los corporalmente totalmente saludables: «normales», que corrientemente sólo alcanzan a ver un poco a los que están en el siguiente escalafón, a los parapléjicos, ya que lo único que les diferencia de éstos es el uso de las piernas. Después de los parapléjicos vienen los tetrapléjicos o los que no pueden usar bien ni piernas ni brazos. Aquí el asunto se complica. Y después de éstos, ¿quién viene? Creo que aquéllos que tienen negada la utilización de la herramienta más preciada, la que nos da el control y la identidad de lo que somos: el cerebro.
Si tuviéramos potestad para agraciar a cada sector con un pequeño deseo, preguntándoles qué ilusión que no fuera muy grandilocuente les gustaría que les convirtiéramos en realidad, seguramente que suspirarían y se conformarían con alcanzar algunas cualidades del estrato que les precede; y así, por ejemplo, un tetrapléjico no anhelaría tanto ser físicamente completamente «normal», un ideal al que hasta a su imaginación más atrevida le cuesta llegar, sino que se conformaría de sobra con poseer las capacidades del subconjunto que le antecede, y poder mover y tener fuerza, sencillamente, en los brazos.
Pues bien, dado este contexto, estas estrecheces por las que circula el pensamiento, no es de extrañar que muchas veces me encontrase con la dichosa pregunta-recriminación en la que se me instaba alegremente a salir más y hacer muchas más cosas. Era una invitación soltada sin haber pensado unos requisitos mínimos de reflexión ya que, de haber sido así, el emisor hubiera tenido que revisar antes las variables esenciales que conforman mi vida. La principal: que yo no puedo valerme por mí mismo; pertenezco al grupo de los tetrapléjicos y, por tanto, necesito y dependo de otra persona para poder salir. La línea divisoria fundamental, decisiva, es, a mi juicio, aquélla que separa a los que pueden apañárselas por sí mismos y a los que no. Si puedes ser en gran medida un ser autónomo, tu vida ingresa en un estadio mucho más operativo, sin parangón.
Cuando se habla de la famosa «integración» casi siempre se hace referencia a la punta del iceberg, a aquéllos que están más cerca del núcleo reglado, bien sean disminuidos psíquicos leves, con alguna extremidad impedida, o parapléjicos. A los que quedan más lejos, mucho más allá, a los que dependen de otra persona, en vez de proporcionarles, como sería lo humanitariamente razonable, más medios y consideraciones, sencillamente se les ignora, se les olvida, se les abandona a su suerte.
Oveja negra, oveja negra…
Pues bien, aceptada la proposición de que me es imprescindible el concurso de alguien para poder salir, la única persona que tenía a mi alcance para poder desempeñar tal función era mi padre, el único ya que mi madre no tenía fuerza suficiente para manejarme, para meterme y sacarme del coche. Más adelante, privilegiado que soy, cuando entrar y salir del coche se hubiera convertido en un imposible que amenazaba seriamente con despiezar a mi padre debido al esfuerzo que tenía que hacer para acomodar a su hijo en el asiento, ya que éste poco podía hacer ya para colaborar, en mi casa adquirirían una furgoneta adaptada, de ésas en las que te colocan con la misma silla de ruedas en la parte de atrás, por lo que mis posibilidades de poder salir aumentarían y, sobre todo, esas incursiones al exterior se harían de un modo más grato.
Ya que estamos aquí me gustaría compartir contigo una reflexión acerca de la importancia que juegan los medios económicos de la familia para poder dar al afectado no una vida de lujo y desenfreno, sino simplemente la de poder subsistir un poco más allá de su domicilio. Yo soy un afortunado, y mi familia se pudo permitir instalar un ascensor y comprar una furgoneta pero ¿qué hacemos con aquéllos cuya renta familiar no da para estos requisitos mínimos? ¿Te puedes imaginar, aunque sólo sea por un instante, qué tipo de vida deben de llevar? No, es demasiado terrible, prefiero no pensar, y refugiarme en la frase hecha de que quien no sale es porque no quiere…
Mi cacareada ocupación baloncestística daba pie, más de una vez, a este tipo de comentarios. Yo tenía la inmensa fortuna de poder desarrollar una actividad externa a mi habitación durante muchos meses al año, lo que erróneamente llevaba a la deducción de que si hacía aquello podía hacer al mismo tiempo muchas otras cosas más, cuando lo cierto es que simplemente el hecho de entrenar dadas mis condiciones físicas y la infraestructura que me rodeaba era una labor que realizaba de un modo muy justo y apurado.
Eres tan diferente…; qué valor tan diferente tienen para ti los acontecimientos que entran en contacto contigo, especialmente aquéllos que están relacionados con el exterior, con ese distrito al que cuesta tanto acceder… Atiende a esto y analízalo con detenimiento: para tus jugadores, felizmente, el baloncesto no deja de ser una actividad más que realizan entre muchas otras; y a ti, en cambio, te cuesta tanto y tanto poder llevarla a cabo… Para ellos tendrá un valor inestable y bastante canjeable, mientras que para ti es como una gran pieza de oro que te permite avanzar con más desahogo. No lo es todo, pero ayuda a que muchos rasgos potenciales de tu interior puedan seguir prosperando gracias a él. Fíjate, oveja negra, en lo distinta que ya es tu vida…, y apenas tienes veinte años…
—¡Basta! Te exijo que dejes de hablarme de esta manera tan impersonal, con estas palabras que no sé muy bien de dónde surgen. Tal vez me queden pocas cosas, pero orgullo y dignidad tengo en abundancia. Así que, vamos, manifiéstate ante mí, toma una identidad corpórea para que podamos charlar cara a cara.
Y Áxel viene, aparece, abandona su posición de narrador omnisciente para sentarse ante mí. Empiezan a gustarme estos encuentros, me atrevería a decir incluso que empiezo a necesitarlos. Ya no le temo, he aprendido a transformar el miedo en curiosidad, en deseo de saber. No voy a permitir que el miedo me apee, se salga con la suya.
—¿Por qué me estás llamando todo el tiempo oveja negra? —le interrogo—. Quiero que hablemos de esto, sobre las particularidades y responsabilidades, principios y finalidades que tal designación implica.
Áxel se acomoda en su asiento, cruza las piernas una sobre otra. Me mira, sarcástico e insolente, y deja correr su voz de alimaña de estercolero:
—Ser oveja negra supone o una destrucción espantosa y horrible, o una oportunidad presentada para adentrarse por regiones nuevas y genuinas muy ricas en vivencias. No hay término medio.
—Pues yo no veo otra salida que la frustración y el dolor.
—No te precipites, piensa un poco… ¿No te das cuenta de que la clave es siempre la misma? Saber buscar ese giro, esa actitud capaz de rescatar, de aquello por más lúgubre y pernicioso que nos parezca, su parte positiva…
Sí, podía ser. Ése podía ser el secreto:
—¿Lo mismo que hice contigo?
—Sí, exactamente: o rechazarme y huir de mí permanentemente, o asumirme.
«Asumirte, sí, pero no con el sentido y significado de claudicación —pienso—. Nunca podré aceptar que me devores impunemente sin que sea posible oponerte ningún tipo de resistencia. Esto es totalmente incompatible con la vida; supondría renegar de su principio elemental, morir en vida. Asumirte, eso sí, para poder conocerte mejor, como parte de una sigilosa y confidencial estrategia para acercarme a ti, para infiltrarme hasta tu mismísima guarida con la finalidad de intentar acabar contigo; como aquél que, a punto de ser tragado por la ballena, deja de bracear consciente de que no puede escapar para ahorrar fuerzas y que el cetáceo, creyéndolo muerto, no lo triture con su poderosa dentadura y lo engulla todo entero, y así, una vez llegado indemne hasta su estómago, poder, quizás, encender la hoguera que provoque el vómito a la ballena y pueda salir de allí…»
—No acabo de discernir qué ventajas puede tener el hecho de ser la oveja negra…
—Todas aquellas derivadas del fenómeno de la expulsión como ir a pastar por prados que se salen del itinerario común, por aquellos campos por los que el gran rebaño nunca se atrevería ni se le ocurriría internarse; ver nuevos horizontes; vivir inolvidables aventuras…
—Sí, pero existe un elevado riesgo de perecer en el intento si se desliga completamente del grupo, si se queda totalmente relegada, vagando a su suerte, ya que nadie puede sobrevivir sin un mínimo de contacto humano…
—Tienes toda la razón, éste es el riesgo más grave que corre. La oveja negra deberá ingeniárselas para obtener ese mínimo de contacto humano irreemplazable como sea, deberá arreglárselas para conseguir esa mínima tasa de alimento para subsistir. Podrá encontrarla, tal vez, escapándose furtivamente alguna noche que otra hasta el campamento de la manada para intercambiar allí, con algún prójimo no tan niño, alguna que otra palabra, idea o sentimiento, guardando después el acta del encuentro esporádico en su memoria para reproducir los mejores momentos en los achaques más broncos de desmoralización.
—Pero si este aislamiento es muy fuerte y prolongado, ¿cuando se reúna en compañía no se sentirá extraña, rara, con problemas para poder seguir y entender el dietario de la vida tan distinta de los demás?
—El aislamiento es prácticamente inevitable desde el momento en que sus condiciones físicas le impiden poder seguir el ritmo de los demás. Esto es algo que por más que se empeñe no puede remediar, aunque eso sí, esta situación de fuera de juego puede ser mayor o menor según los recursos sociales y económicos del lugar o país donde viva, según las características de receptividad y sensibilidad de su entorno, según la habilidad intelectual que tenga para comprender y saber conexionar con los demás… Cuando se relacione con el grupo siempre habrá cosas que le chocarán, que le extrañarán, que le sorprenderán, que le dolerán, aunque de ella depende saber buscar esos espacios comunes para poder mantener una relativa comunicación y que el cisma no sea total. Pero hay más: porque de ella también depende saber buscar los tesoros escondidos que tal situación le brinda…
Sus palabras me suenan a sentencia condenatoria y a oportunidad única y excelente a la vez. Empiezo a acostumbrarme a esta ambivalencia, a este doble sentido de los acontecimientos. Empieza a interesarme este juego. Le miro a los ojos e intento concluir la exposición que me ha hecho con palabras puestas en mis cuerdas vocales por la libre inspiración:
—Hacer del arrinconamiento solitario no una tumba que se abre y ávidamente te espera, sino una maravillosa ocasión para crecer… Si pudiese voltear los perniciosos efectos de la marginación, si pudiera alzarme por encima de ellos, transformarlos, esa oveja negra tal vez hasta llegaría a sentirse satisfecha consigo misma y con la misión que desempeña…
—Lo más importante de todo es que la oveja negra no se crea nunca que es inferior a nadie por el hecho de estar separada, eso sería su perdición. Tiene que tener las ideas claras y comprender que, en principio, su alejamiento obedece sólo a razones físicas, aunque eso sí: que indague e indague en esta diferencia, que la viva y sienta en plenitud, y verá como entonces aparece ante ella el trampolín para dar el salto hacia una auténtica y revolucionaria experiencia vital.
Me quedo pensativo, sin saber qué decir. En mi cabeza se desata la danza de las deliberaciones supersónicas cuya estela me marea y encandila. Siento subir el volumen de esa musiquilla que anuncia que estoy ante una confluencia muy importante, decisiva para mi futuro. Siento que no debo precipitarme en mi decisión, como si estuviese ante una delicada figura mental aparecida que un gesto o palabra demasiado brusca pueden desvanecer para siempre. Trato de interiorizar esta reflexión para asirla por algún lado, para hacerla más consistente y que no se desintegre.
—¿No hablas? —me pregunta.
Niego con la cabeza. No puedo ni debo hablar ante el riesgo de estropear este magno y crucial momento. Cierro los ojos y me sumerjo en él.
—Fíjate —continúa—: todo el mundo clama por ser diferente, por hacer cosas diferentes, por pensar de una manera diferente a la de los demás, pero… ¿cuántos de los que conoces han llegado o llegarán a protagonizar una vida auténticamente original? Piensa, fíjate en la gente que te rodea; por supuesto que cada ser humano es único e irreproducible, pero su manera de vivir y sus formas de pensar son muy parejas, sin grandes divergencias apreciables entre ellos, en parte propiciado porque siguen conjuntamente un mismo ritmo social de ahora toca comprarse un coche, ahora trabajo, casarse, hijos…, pero también porque ninguno de ellos se ha encontrado con la urgente e imperiosa necesidad de tener que realizar una crítica y exhaustiva reorganización de los parámetros que configuran su existencia: no les ha hecho falta; ni les hará falta mientras sigan más o menos cómodamente instalados en el funicular estatal.
—Pero no me negarás que hay una base biológica común que determina en gran medida la similitud de muchas de sus conductas…
—Sí, en parte es cierto, pero hay también unos moldes o estructuras sociales que dificultan la puesta en marcha de una manera de vivir, de percibirse a sí mismo y a la vida desde un ángulo que se salga del guión establecido: cada vez que alguien pueda sentir activada esa tentación y mire a su alrededor, notará como el bloque de los demás sigue un homogéneo y marcado compás, por lo que lo más probable es que ese impulso que tira de él hacia las probaturas de algo nuevo se disuelva o quede apagado.
»Es exponerse en exceso; la corriente de la multitud es demasiado fuerte. Pero estás fuera, José, estás solo: no tienes a nadie a quien imitar, y el panorama que te envuelve y en el que estás metido es del todo insólito y único, comparándose a vagar por la topografía de la Luna mientras que los otros lo hacen por los meridianos de la Tierra. Compartes, por supuesto, aspectos en común y tienes las mismas necesidades biológicas como comer, dormir, amar… que tienes que intentar satisfacer a tu manera, aunque también estás ante una gran oportunidad para descubrir y de registrar aspectos de la existencia que generalmente pasan inadvertidos o a los que resulta muy complicado llegar. La exceptuación física no implica, en sí, absolutamente nada, aunque bien utilizada puede ser un estimulante para iniciarse en la búsqueda.
»Pero no creas que te va a resultar una misión o tarea fácil: si fuera tan fácil otros muchos que también están fuera, en una situación parecida a la tuya, ya habrían cantado y nos habrían contado hasta la saciedad la buena nueva; pero han sido pocos los que han conseguido ir más allá del dolor causado por la expulsión, son mayoría los que han quedado sepultados y vilipendiados bajo la insoportable presión de la aflicción. Tú has sobrevivido, en principio, a esto; ahora puedes dar un paso más allá…
—Pero… ¿cómo?
—Empieza relatando y describiendo con detalle todo aquello que seas capaz de visualizar del emplazamiento en el que te encuentras: ¿cómo es la yerba que pisas, el aire que allí se respira, el color de cada uno de los elementos de tu alrededor? Anota, precisa y desmenuza cada pensamiento que tengas, cada sentimiento que te provoque y te revenga. Es un buen comienzo para ir penetrando y fusionándote con ellos, con tu particular devenir. Es el primer paso para que, rebozándote en él, logres que te transmita, subcutáneamente, su esencia oculta.
Fueron momentos, los que siguieron, de gran agitación y excitación por mi parte; en los que me sentí envaronado, igual que Sansón, como si mis espaldas se hubieran ensanchado hasta hacer jirones mi camisa. Desde las alturas del rascacielos hasta el que me había elevado sentía como me acariciaba el aura conspicua de jinete que ha conseguido, aunque sea fugazmente, asir con fuerza las riendas de su cabalgadura. Pero aún me quedaba una duda por despejar:
—¿No podría considerarse y enmascararse tu propuesta como un comportamiento típico de evasión?
—En absoluto: te estoy hablando de vida, de pura vida vivida y sentida en su amperímetro máximo de intensidad. La evasión suena a fumar porros y a embutirse en ropas holgadas de haz el amor y no la guerra en una ebria bacanal de indiferencia que no deja de ser un baile de disfraces en el que por dentro nada se inmuta, todo permanece igual. En cambio, lo que yo te propongo y te ofrezco es la ocasión de poder llegar a saborear el cielo henchido y rebosante de la vida a través, gran paradoja, de la más dura adversidad.
Sus palabras dimanaban una irresistible tentación, ponían ante mí un apetitoso y suculento pastel que me pedía, para poder probarlo, entregar a cambio la cartilla del valor. Fueron días de recapacitar mucho y de mucha reflexión; días en los que, por primera vez, comencé a contemplar la enfermedad con otros ojos, desde otro punto de vista en el que se me aparecía como un gran advenimiento para crecer. Fueron días en los que me puse a repasar cuántas cosas me había convidado a pensar y a replantearme que, si no hubiese sido por ellas, por su irrupción cercenadora en mi biografía, estoy seguro de que nunca hubiera llegado a rumiar: ¿hubiera reparado y me hubiera puesto a escuchar los sonidos tan cautivadores que borbollaban por mi mente con tanta minuciosidad y precisión? Lo dudo. ¿Habría llegado a dilatárseme tanto esta sensibilidad y ese raudal de sentimientos? Lo dudo. ¿Hubiera logrado cambiar el eje del valor otorgado a las cosas poniendo en primer lugar aquellos aspectos o levedades (mirada, palabra, compañía…) que muchas veces son despachados hasta el vagón de tercera o pasan sin ser vistos? Seguro que no. Tal vez, si la enfermedad no hubiese comparecido por este cuerpo, yo hubiera sido un niño de papá con su traje de marca y las gafas oscuras de última generación, y por mi cabeza sólo hubieran pasado términos como «pelas», «juerga» o «diversión», sin llegar nunca a conocer y a vivir en el sentido profundo de la existencia…
¿Qué hubiera sido de mí? ¿Cómo hubiera sido mi vida si no hubiera caído en las redes de la enfermedad? Probablemente muy distinta, aunque empezaba a dudar que, cualitativamente, hubiera sido mejor…
Yo, que tanto había suspirado por ser como los demás, que tantas lágrimas había derramado en el intento, empezaba a retractarme de esta reivindicación. Por supuesto que, físicamente, no podía dejar de anhelar poseer un cuerpo sano, pero en materia de modos y maneras de obrar, de ver y de andar por el mundo, esta aspiración comenzaba seriamente a tambalearse…
—De acuerdo —contesté finalmente—, estoy dispuesto a aceptar lo que me ofreces, a intentar alcanzar ese estado íntimo y efusivo que tantas bondades promete depararme…
Y Áxel, como si hubiese acabado de pronunciar las palabras justas o la clave secreta para abrir el postigo de una gruta escondida, me cogió de la mano para seguir descendiendo hacia las interioridades de la Tierra, para avanzar un poco más en sus misterios.
—¿Dónde me llevas?
Parecía como si nos hubiésemos internado por espacios cada vez más pequeños y estrechos, como si nos fuéramos encogiendo y menguando para poder pasar por capilares, y, después, poder atravesar la pared de la célula y de su núcleo; hasta que nos miniaturizamos tanto que creí que ni el microscopio más potente sería capaz de localizarnos.
—Mira —me indicó con su mano fantasmal.
Nos hallábamos frente a una especie de larguísima escalera en forma de espiral, ante una figura que simulaba dos serpientes enroscadas una alrededor de la otra.
—Esto es un cromosoma. Tenemos veintitrés pares dentro de cada una de los millones de células que componen nuestro organismo.
—Vale, hasta aquí llego —respondí, sorprendido ante esa improvisada lección de biología elemental.
—Dentro de cada cromosoma, como si de los escalones de una escalera se tratasen, están los genes. Tenemos entre ochenta mil y cien mil genes dentro de cada célula, y cada gen es el responsable de codificar una proteína o enzima imprescindible para el buen funcionamiento del cuerpo. Los genes son algo así como las instrucciones del organismo, como los planos del edificio que se construirá; y determinan, por ejemplo, de qué color será nuestro cabello, o la altura que tendremos, o la anchura de nuestra nariz…
Me quedé boquiabierto ante lo que me estaba contando, con la boca congelada en una «o» que invitaba a que entrase por ella hasta el gaznate a toda aquella mosca que así lo quisiese. Por un momento me imaginé esa asombrosa y fastuosa cantidad de sustancias liberadas yendo y viniendo por dentro de nuestro cuerpo, esas miles de combinaciones bioquímicas interaccionando infinitamente entre sí…
—… cuando uno de esos genes falla o está dañado, el organismo deja de poder fabricar esa sustancia indispensable para que todos los engranajes sigan girando a la perfección, y es entonces cuando aparece una determinada enfermedad… —Áxel hizo una pausa para ensartarme una mirada grave y doctoral; sus labios parecieron hincharse espectacularmente para dictaminar: —enfermedad como por ejemplo la tuya… Existen unas cuatro mil enfermedades provocadas, simplemente, por el fallo de un solo gen…
¡Dios mío!, lo que me estaba contando era algo increíble, inaudito. ¿Cómo podía ser que el error de un diminuto e imperceptible gen pudiera causar enfermedades tan tremendas?
Más de cuatro mil enfermedades…, la mayoría de ellas incurables…, primero porque en la mayoría de estas dolencias aún no se ha localizado el gen responsable (hallar el gen inductor de entre cien mil candidatos supone un trabajo y esfuerzo ingentes, algo así como localizar una aguja en un pajar), y segundo porque todavía no disponemos de la tecnología para influir en ese gen anómalo, para modificarlo o cambiarlo por uno sano…
Me imaginaba, en ese chaparrón de excitación, un lugar concreto del cuerpo, por ejemplo el cerebro o la piel o el corazón, y me preguntaba a qué enfermedad podría dar lugar la avería de un gen de allí, de esa zona concreta, porque seguro que las habría…; tantas enfermedades como imaginarse uno pudiera…
El cuerpo humano se me empezaba a antojar como un precioso y preciso mecanismo de relojería: bastaba que se estropease un ínfimo y minúsculo tornillo para atorar y hacer saltar por los aires toda esa sincronizada maquinaria… Era increíble, increíble, maravilloso…
—A aquéllos que presentan alguna alteración en su material genético, a aquéllos que se salen de la norma, que estructuralmente tienen alguna deficiencia se les suele llamar mutantes… —prosiguió Áxel—. Tú eres un mutante —sentenció.
El tono enfático y contundente de su anunciación me hizo bajar del pináculo reverencial por la obra tan magnífica llamada cuerpo humano que ha sido capaz de crear la naturaleza, recordándome, con tal apelativo tan cortante, que ésta viene a veces defectuosa y con cortocircuitos, y que yo soy el ejemplo representativo que no puede escapar a tal denominación: mutante.
Sí, soy un mutante, y me ensombrece este calificativo, noto como toda esa desgracia, esa desesperación y ese sufrimiento que implica me empujan hacia el crepúsculo donde no hay esperanza ni ilusión que valgan…, donde nada vale la pena…
Me entran serias tentaciones de abandonar. Creo que lo voy a dejar.
No, no, no, prometí intentarlo, tratar de ir más allá, de rebuscar en el dolor hasta encontrar su brizna oculta, positiva…
¿Qué hago, qué hago? Silencio, silencio, reflexiona.
Entra, baja hasta el fondo de la materia cromosómica, subatómica, déjate llevar…, aspirar por su identidad… Hazte uno… con ella… No te resistas… Busca en ello la oportunidad, la gran ocasión para transmigrar hacia una auténtica y genuina diferencia… interna.
Ya lo tengo, ya lo tengo. En el propio concepto de mutación puede estar la solución:
—Si entendemos por mutante a aquél que presenta una estructura diferencial con respecto al conjunto uniformado, algún rasgo o matiz rompedor que se salga de lo esperado, entonces comprendo que soy un mutante físico… Pero, en mi empeño por usar y sacarle provecho a todo aquello que caiga en mis manos, lo que ahora me interesaría sería comprobar si puedo hacer extensible este concepto y denominación al terreno mental, y aplicar allí su acepción positiva de captar pequeñas modificaciones e incorporarlas al contenido de la conciencia; sometiendo, así, a una mutación radical a cada uno de mis pensamientos y sentimientos; ampliándolos, renovándolos, yendo siempre que pueda más allá con el fin de sacarles todo aquello que tengan para enseñarme…: bien sea advirtiendo un tono que pasa eclipsado para la inmensa mayoría, captando otro sentido a una conversación subliminal para los demás, contemplando con otra intensidad las olas del mar…
»Sí, quiero mutar, mutar mentalmente todo el tiempo, todo lo que pueda, todo lo que sea capaz, hasta atracarme, hasta que no pueda más…, viviendo la aventura de la oveja negra hasta las últimas consecuencias.
»Mutar, mutar mentalmente como una intransferible e identificable filosofía de vida.