Cnstruiré, poco a poco, ese lugar, ese santuario bruñido en el que pueda resistir. Con paciencia y trabajo lo iré fortificando con elementos traídos de aquí y de allá; iré engrosando sus paredes con mimbres sacados de mis comprometidas incursiones por esos valles remotos e inciertos.
El baloncesto me prestó una gran ayuda en esta empresa: era como las velas de mi barco, gracias a él podía navegar con mayor rapidez, y conocer experiencias, nuevas sensaciones inéditas…; aunque el verdadero artífice y responsable de esta travesía era el capitán que comandaba el navío, aquel intrépido lobo de mar que no sólo permanecía con pulso rígido y terco ante el timón, sino que, además, iba ajustando los tornillos que flojeaban de aquí y de allá, que iba impartiendo órdenes sin descanso a uno y a otro, que se encargaba de trocear y de asimilar correctamente las vivencias arribadas del exterior. Sin él, esta aventura emprendida no hubiera sido posible.
Era nuestro Cristóbal Colón particular; alguien, un loco o un visionario tal vez, que se guiaba principalmente por una corazonada o intuición desmadrada que le incitaba a saltarse las rutas de los puertos convencionales, seguras y plácidas, para lanzarse a navegar rumbo a los confines de lo desconocido, por ese mar repleto de seres y de criaturas mitológicas horripilantes, al encuentro de su monstruo odiado y temido.
Sólo alguien muy seguro o muy pirado puede atreverse a enrolarse en una empresa así, aunque en modo alguno creo que su manera de obrar corresponda a alguien excepcional: puede que su arrojo venga propiciado simplemente por haber sido expulsado del Jardín comunal del Edén; alguien catalogado como espécimen raro y distinto que, en vez de consentir que esta calificación ultrajante le destruya y le margine, haya reclutado por cuatro duros en algún garito de mala muerte al coraje suficiente para ponerlo bajo sus órdenes e internarse con él hacia los orígenes pretéritos e indómitos del misterio.
Ir hacia él, forzar el encuentro, escudriñar entre sus raíces en vez de permitir que sea éste quien te aplaste y te esclavice.
Tal vez lo que mueve a algunos conquistadores a emprender sus arriesgados periplos hacia lo indeterminado no sea tanto el afán de gloria y poder como el deseo de desahogarse de esta opresión insoportable nacida de saberse diferente; y sus colonizaciones y saqueos sean sólo maneras equivocadas de aplacar esa abrasión que los martiriza, de dirigir hacia fuera esa contienda en vez de librarla hacia dentro…
Hay ocasiones, en pleno viaje, en las que el capitán tiene que abandonar su puesto al frente del timón y bajar su mirada extasiada del horizonte crepuscular para ponerse a trabajar a destajo achicando agua de un lado a otro y tapar los agujeros ocasionados en el casco del navío por algún temporal. Y es aquí cuando pierde un poco la fe en su misión, cree que con tales impedimentos que le salen al paso y entorpecen y retrasan su marcha nunca logrará alcanzar su objetivo. Lo que el capitán ignora es que lo que estas contrariedades hacen es, precisamente, acercarle más aún al centro de su destino.
Pero los momentos de desánimo son sólo puntuales. Podríamos decir que en general aguanta bien el tipo, sigue decidido a mantener inalterable el rumbo hacia la guarida del ogro de dos cabezas. Ahora contempla las velas: un viento firme y constante las mantiene ociosas. Recuerda:
Prácticamente nunca falté o me perdí un entrenamiento, solamente aquellos pocos obligado por una fuerza mayor. Los entrenamientos eran algo sagrado para mí, pero no sólo porque era mi responsabilidad acudir, sino porque disfrutaba entrenando y, además, eran un acicate, una gran motivación, una ilusión para salir de casa. A pesar de que físicamente me representaba un gran esfuerzo, las ventajas siempre superaron los inconvenientes.
En los últimos años que entrené, al hacerlo con gente mayor que tenía que trabajar o porque las horas del pabellón estaban ocupadas, muchas veces no comenzábamos a ejercitarnos hasta bien entradas las diez de la noche, por lo que hasta las doce no regresaba a casa. Lo peor de este horario era, aparte de encontrarme con algún jugador dormido en el vestuario o que se me deshiciera en bostezos en plenas explicaciones técnico-tácticas, tener que soportar las inclemencias del tiempo que por esas latitudes intempestivas campaban a sus anchas. Me acuerdo en especial de este otro enemigo mío tan molesto que me acecha y hostiga siempre que puede: el frío, el frío que con su cutícula gélida y mortuoria se aprovechaba de que apenas podía moverme para posarse sobre mí y refrigerarme hasta igualar la temperatura del hielo ártico. A pesar de ponerme guantes, bufanda y hasta gorro, en una estampa que, definitivamente, tronchaba la concepción e imagen académica de lo que era un entrenador, ya que cualquiera que contemplase mis evoluciones sobre el parqué apostaría mucho antes por tildarme como un ninja nipón antes que adjudicarme la inverosímil etiqueta de preparador y director de equipos, en esa tesitura de inmovilidad me resultaba imposible sacudirme el embozo glacial de encima que poco a poco iba echando fuera el calor corporal sustituyéndolo por la rigidez y la insensibilidad de los miembros. Cuando regresaba a casa me recibía por el procedimiento de urgencia la manta eléctrica, y los masajes de primeros auxilios en los pies, y una madre preocupada que me sermoneaba un qué estás haciendo, a lo que yo le remitía, congelada, una mueca de satisfacción. Gajes del oficio.
Un día fuimos a jugar a un campo que estaba al descubierto, al aire libre, en plena naturaleza silvestre y siberiana, con tanta mala fortuna que se puso a diluviar y, para más inri, supongo que debido a esa misteriosa atracción que emano que parece concitar tantas cosas sobre mí, toda la lluvia vino a caer sobre el capirote de mi persona, calándome tanto que pesqué una preocupante pulmonía que tardaría mucho tiempo en llegar a superar. Fue el principio del fin. Ese día se me hizo patente que no siempre uno podía elevarse por encima de los límites de su cuerpo, que éste actuaba como un pesado remolque que impedía y dificultaba seriamente la puesta en marcha de muchas intenciones mentales… Mis deseos, mi cabeza por un lado, mi cuerpo cada vez más débil por otro, difícil reconciliación… Por ahora era mi determinación la que ganaba claramente y la que forzaba al cuerpo a hacer cosas que nunca hubiera creído posibles, pero ese aviso borrascoso me había hecho bajar los pies al suelo, recordándome y recalcándome que tal vez no siempre me sería posible decantar ese litigio a mi favor… Pero por ahora podía; y gozaba y disfrutaba de esos irrepetibles momentos, de ese sabor dulce de la victoria…
El capitán y su barquito cruzan la noche, una noche estrellada y fría como aquéllas que contempló cuando regresaba de entrenar y fondeaba directamente en la cama en busca del sueño reparador. Mientras no arribaba el calor necesario para transportarlo al estado de somnolencia el capitán se dedicaba a pensar y a pensar, dando vueltas alrededor de cómo había transcurrido la jornada, felicitándose y condecorándose por aquellas cosas que habían salido bien, analizando meticulosamente aquellos otros puntos del programa cuyo resultado no había sido tan satisfactorio o habían acabado incluso en un desastre total y, aprendida la lección, comenzaba a barruntar el contenido del próximo entrenamiento. Concluidos estos preliminares, en el caso más probable de que no me hubiera dormido aún debido a que el exceso de excitación con el que había retornado seguía sofriéndome, aprovechaba ese excedente de energía generada para crear y subvencionar nuevos proyectos que tuvieran como objetivo seguir indagando en los misterios de mi persona. Y para ello buscaba el silencio, nada mejor que la quietud noctámbula para escuchar los latidos de mi jeroglífica existencia, para escuchar los ruidos extraños y asombrosos que nos definen.
Fue en una de esas incursiones hacia dentro cuando atisbé cuál era el siguiente escalón a abordar: corrían tiempos de juventud veintenaria en los que comenzaba a despertarse y a importunar el principio biológico que clama por convertirte en un ser independiente, por independizarte tanto física como emocionalmente de tus padres. Mis amigos ya habían comenzado a dar el primer paso para seccionar con dicho cordón umbilical y transformarse en seres adultos marchando más allá de las fronteras de mi isla para continuar con sus estudios, lo que se antojaba como una gran oportunidad para iniciar el cambio al tener que aprender a apañárselas por ellos mismos y vivir una serie de situaciones que, al menos en teoría, podían facilitar y estimular esa ruptura hacia la emancipación.
Pero yo me encontraba en una posición muy complicada: sentía cómo anidaba fuertemente en mí, con una intensidad muy marcada, ese deseo de desplegar las alas y volar por mí mismo, pero, por otra parte, se producía el tragicómico hecho paradójico de que mi cuerpo en continuo declive se parecía cada vez más al de un bebé; y en vez de ofrecerme los medios competentes para acrecentar mi autonomía me hallaba en la muy desagradable circunstancia que paulatinamente tenían que hacerme más y más cosas como vestirme, lavarme, acostarme… (Lo siento por los simplistas y reductores del absurdo, por aquella amplia mayoría de gente que, en un esfuerzo magnánimo para no pensar, traza la brillante, delirante y completamente falsa ecuación de asociar cuerpo anómalo con se te esfuma el deseo, y, por tanto, no debes de sentir lo mismo que nosotros, menos mal, ¡uf!, qué alivio, y asunto arreglado. Pero todos suspendidos).
Había leído en algún sitio, y corroborado después visualmente al fijarme en el comportamiento tanto de personas con deficiencias físicas como de sus padres, que en una situación así, de gran dependencia física con su entorno, se corre el grave peligro de caer en las perniciosas garras de la sobreprotección familiar; lance fatídico que acaba por ahogarte, por estrangular el potencial hacia el íntegro desarrollo del individuo. Tan atado y a la merced, me encontraba, pues, ante un problema difícil de resolver…
Pero, según constaté al fijarme atentamente en la gente «normal» de mi alrededor, la emancipación física no implicaba necesariamente ni traía consigo la completa desvinculación psicológica: era un acontecimiento que podía inducirla o facilitarla, pero para nada suponía su consecución. Es más, según profundizaba en la percepción y en el análisis de los casos circundantes, me daba cuenta de que eran muy pocas, escasísimas, las personas que estaban verdaderamente predispuestas a cortar con los lazos consanguíneos que hicieran falta para enfilar la tortuosa y a la vez eminente gradería hacia la ovacionada autonomía personal. Para esto se necesitaba algo más: crecer lo suficiente para llegar a ver a tus progenitores como seres humanos imperfectos, con sus virtudes y defectos, y, una vez aquí, reunir el valor suficiente para atreverse a desechar aquellas cosas de ellos que no queremos para nosotros. Es una labor industriosa y complicada que para que fructifique cabe realizar la operación de coger y descartar en lo más íntimo de uno mismo, ya que si no uno se topará con desagradables sorpresas como por ejemplo irse de casa porque no soporta que su madre le grite y, sorpresa sorpresa, se sorprende a sí mismo al cabo de unos años gritando a sus hijos, como una maldición familiar que se perpetúa de generación en generación (esto sí que son auténticas trabas hereditarias…). No sirve de nada, absolutamente de nada partir físicamente, huir y largarse incluso a vivir al otro extremo del mundo: el condicionamiento se lleva dentro, y te perseguirá allá donde vayas: sólo desde dentro puede ser erradicado.
Pero cuesta tanto dar este paso, tenemos tanto miedo a efectuar seriamente la criba de aceptar y rechazar porque tememos hacer algo en el proceso de la construcción de uno mismo que disguste a nuestros padres y, por tanto, nos retiren su afecto, nos priven de aquel vínculo sentimental imprescindible para subsistir que llamamos amor… Ignoramos que lo que el auténtico amor verdaderamente desea es lo mejor para la otra persona, proporcionándole únicamente el soporte incondicional para que ésta elija libremente su camino. Y este amor nunca se pierde, te aman por lo que eres, independientemente de lo que hagas, algo muy distinto a ese pseudoamor que más abunda y que ama interesadamente, colocando sobre los hijos las ilusiones y deseos de uno, por lo que si no haces esto o no eres o no actúas así no te querré. Creo que el amor genuino te estimula para que rompas, cojas y selecciones aquellos elementos que consideres más oportunos para la fundación de tu ser, para que seas tú mismo, mientras que el pseudoamor entorpece este proceso, te lo subordina mezquinamente, y, al menos en teoría, uno debería arriesgarse a emprender aquellas acciones que considere más oportunas para llegar a ser totalmente él, ya que si el pseudoamor se pierde, poca cosa se ha perdido.
Y fue entonces cuando, después de una de esas maratonianas cavilaciones nocturnas, me dispuse a afrontar uno de los retos más intrincados y laboriosos de toda mi vida: tratar de convertirme en un ser lo más independiente posible con un cuerpo totalmente dependiente. Sabía que un alejamiento físico era muy importante en todo este proceso pero no garantizaba nada: simplemente era un acicate que podía aguijarla, pero la auténtica y definitiva transformación sólo podía llevarse a cabo dentro de mí.
Y busqué un lugar, mi habitación, donde ubicar dicho laboratorio y poder efectuar las pruebas; y en ella levanté mi mundo. Papis: dejadme tranquilo, no os preocupéis, he elegido esta opción por propia voluntad. Dejadme solo, necesito la soledad para intentar desarrollar esta legítima aspiración, para escoger de aquí y de allá, para crear y destruir. Tengo y quiero conseguirlo. De vosotros alabo vuestra preocupación constante para que esté bien y no me falte de nada, deseo esta capacidad de entrega abnegada para mí, os admiro por esta cualidad que va mucho más allá del simple mandato familiar de cuidar al hijo enfermo; pero presumo e intuyo que después de este viaje emprendido bien sea por desfase generacional, por educación recibida, por personalidades tan divergentes o sencillamente porque mi desarreglada condición física me coacciona a prestar atención a una serie de valores o focos de interés o preocupación que a vosotros, lógicamente, nunca os atraerán, serán pocas, muy pocas las cosas que podremos compartir y tener en común. Si esto ocurre no os culpéis, en absoluto habréis fracasado como padres. Aceptadme tal como soy, permitidme tomar mis propias decisiones por muy disparatadas o en contra de vuestros principios o gustos que os puedan parecer, será una prueba de que realmente me habréis amado de verdad. Y entonces, por muy diferentes que sean los sentidos que tomemos o por los que vayamos, nunca, nunca me perderéis.
Y, entre los sopletes y yunques del silencio, comencé a trabajar en pos de esa nueva meta. Tardaría algunos años en obtener los primeros resultados satisfactorios.
El capitán mira sus manos encallecidas y rugosas que tantas aventuras han acariciado. Anteriormente temblaban, con ese temblor característico que aflige a las personas sobre las que cae el peso de decidir, de tomar decisiones; pero ahora sabe controlarlo, ha aprendido a hacerlo, a no dejarse embargar por el pánico, adquiriendo, gracias al tiempo y a la constancia, ese perfil aguerrido típico de los viejos marineros que se han acostumbrado ya a convivir con el arrechucho de esa apretura. Revive, reconstruye.
Me resultó difícil, especialmente al principio, poder abstraerme de la atmósfera de máxima responsabilidad, de la exigencia indirecta de tener que ganar y hacer las cosas bien para todos, inculcada un poco por el entorno baloncestístico y otro poco por mí mismo. Me resultaba a veces complicado aislarme del efecto pernicioso generado por esa presión, poder responder a ella de una manera eficiente y productiva. Registré y calibré cuáles y cómo eran mis reacciones ante tales situaciones, constatando como en los primeros años más de una vez respondí con el clásico bloqueo mental, es decir, ante un problema presentado en el transcurso de un partido me quedaba en blanco o actuaba tarde o con lentitud, pero no por no saber cómo resolverlo, sino porque el miedo a tomar una decisión, ese vacío clorofórmico que surge ante las narices de aquéllos que tienen que tomar una resolución, me dejaba paralizado.
Cualquiera que haya sido entrenador o haya ocupado un cargo de responsabilidad habrá experimentado alguna vez esta sensación incapacitante en la que notas como si todo el mundo te clavase su mirada en el cogote mientras no aciertas a dar una a derechas; y el dominio de tu equipo se te escapa, pasa impávidamente ante ti sin que hayas podido mover ni una pestaña… Denomino a esa desagradable sensación el Síndrome de la Estatua de Sal, durante la cual el tiempo pasa raudo, en un santiamén, y de la que emerges aturdido y despistado, sacudiéndote inútilmente la cabeza y reclamando otra oportunidad. Pero no la hay, por lo que, independientemente de si hubiéramos ganado o no, regresaba a casa hecho un basilisco y me ponía a golpear y a arrasar con todo lo que me encontrase por delante con la fuerza, a falta de otra, de mi imaginación, y, cuando estaba seguro de que nadie me escuchaba, lanzaba maldiciones e improperios indignos de un caballero a diestro y siniestro… Me cabreaba, me exasperaba depilatoriamente esta impotencia y castración atorada para tomar rápidas decisiones, independientemente de que éstas fueran acertadas o no. No soportaba esta sensación de quedarme en blanco.
Al menos en dos ocasiones, que yo recuerde, sufrí este achaque en momentos clave para mi equipo, escapándosenos las opciones de obtener el título de liga en uno de ellos. No sé qué hubiera pasado si hubiera reaccionado como yo deseaba, si hubiera podido expresar con total desparpajo y sin obstrucciones aquello que gestaba y ordenaba mi cabeza. No lo sé, tal vez hubiéramos perdido igual, pero es una incertidumbre que siempre me ha chinchado.
Se necesita tiempo, tiempo y experiencia para llegar a domesticar estos accesos que te agarrotan, para alzarse por encima de ellos y poder ser tú mismo, con tus aciertos y tus errores, pero ser tú en toda tu dimensión el que dictamina las resoluciones a tomar. Lo curioso es que, cuando asistía a un encuentro como espectador en la grada, sí que conseguía zafarme del emparedado de la tensión; podía pensar y actuar con claridad, siguiendo y anticipándome incluso a los movimientos que los entrenadores avistados iban a ejecutar. Sí, ya sé que no era lo mismo, que es muy fácil opinar y ver las cosas desde fuera, pero no dejaba de ser una situación chocante que me llamaba mucho la atención ya que apenas unos metros más allá, en el banquillo, esta desenvoltura en el discurrir a veces se empañaba y endurecía… Realmente curioso, por lo que para contrarrestar y combatir las plúmbeas repercusiones de quedarse en blanco tuve una idea: recurrí a la técnica, mientras dirigía un encuentro, de imaginarme presenciándolo como si estuviera allá fuera, enfocando las evoluciones desde un punto de vista externo para intentar reproducir así la fertilidad mental que sentía cuando seguía los acontecimientos desde esa perspectiva. Este proceder dio pronto sus resultados, y poco a poco logré relajarme, ser yo, y arrinconar y sobreponerme al atarugamiento de la presión.
A veces, el estilete de esta presión encontraba nuevas ranuras por las que colarse y seguir sojuzgándome, como aquella ocasión en vísperas de un partido muy importante en el que nos jugábamos la clasificación para el Campeonato para Baleares y aún no sabía muy bien cómo mentalizar a mi equipo y cómo tranquilizarme yo para no transmitir ese nerviosismo a los jugadores. Y ocurrió que, en la noche precedente, mi inconsciente vino a manifestárseme a través de un sueño, de una pesadilla: soñé, en pleno decurso de la guerra de Yugoslavia, con una imagen gris y enrojecida, con un primer plano de un niño demacrado y malherido que me miraba con una expresión triste, confusa, de incomprensión total. Sus ojos negros, extintos, me escrutaban aturdidos. No me dijo nada, única y exclusivamente me miró, pero fue suficiente para que, después de despertarme molido, se llevase consigo mi estado de preocupación superflua y volviera a situar el quehacer del baloncesto en su justa medida. Incluso a mí, impelido por mis circunstancias a ahondar en lo auténtico y a desestimar aquellos valores tan superficiales de la existencia, me resultaba a veces difícil apartarme del apasionamiento desmedido que suele acompañar a este juego, olvidándome que era precisamente eso: un simple juego.
Al día siguiente, en la charla previa con los jugadores, prescindí de tácticas y de historias y les convidé a que no magnificaran ni sacaran de contexto lo que debería ser sólo un pasatiempo: «Jugad lo mejor que podáis y sepáis, pero si tenéis que preocuparos por algo hacedlo por asuntos mucho más serios e importantes». Ese día tanto mis jugadores como yo realizamos un gran encuentro, disputándolo con soltura y alegría. Fue una lección que nunca olvidaría.
El capitán sujeta enérgicamente el timón; las aguas del temporal lo zarandean de un lado a otro conjurándose por desestabilizarlo y precipitarlo por la borda. Trata de permanecer en su sitio, en pie, agarrándose su espíritu a lo que sea. Hay momentos en los que se pregunta de dónde le viene esta fuerza o este empeño en no claudicar, qué ha hecho él para tenerla o merecerla. No lo sabe, no lo sabe, probablemente sea algo básicamente innato, aunque también es verdad que la ha ejercitado y potenciado, aprendiendo a encauzarla hacia una u otra dirección según se fueran cerrando unas puertas y abriéndose otras.
El capitán recuerda que anteriormente se consumía y se despellejaba la vida en vano intentando amansar y civilizar a la tempestad, tratando de someter a las ingobernables leyes de la naturaleza. Ahora, en cambio, en una variación de la estrategia mucho más razonable y cabal, me limito a agarrar fuertemente el timón de mi navío y a conducirlo lo mejor que sé y puedo contra el oleaje encolerizado. No puedo controlar lo de fuera, pero, en gran medida, sí lo de dentro. No puedo evitar la furia del temporal, pero sí modular la actitud con la que me enfrente a él.
El aspecto más antipático de mi faceta como entrenador era dictaminar quién jugaba y quién no, quién tenía que hacerlo más y quién menos, y compatibilizar estas decisiones con la exigencia velada de tener que ganar determinados encuentros. Cuando el partido era asequible no había ningún problema: jugaban todos y asunto arreglado, incluso aquéllos con pocas aptitudes para este deporte; en cambio, cuando el partido era complicado uno tenía que decantarse por los que lo hacían mejor en detrimento de los otros. Aunque en general cada uno asumía bien su papel dentro del equipo, lo pasaba muy mal cuando me topaba con la cara de tristeza de aquel jugador que había jugado poco o que no lo había hecho, aunque considerase que en su momento había tomado la decisión adecuada. Qué difícil era ser justo, hacerlo bien para contentar a todos…; y era en estas situaciones, cuando tenía que afrontar la parte más desagradable de mi labor, cuando me entraban las únicas pero serias tentaciones de abandonar, cuando me rechiflaba la cantinela de que yo no estaba hecho para esto…
El baloncesto me reportó también un buen porrón de sensaciones físicas y anímicas sorprendentes por su tracción que nunca hubiera tenido la posibilidad de poder experimentar si no hubiera entrenado. Eran emociones propias del juego, que pusieron sobre mis papilas gustativas una macedonia de vivencias tan electrizantes como indelebles. Destacaría de entre todas ellas al hormigueo contráctil que me asaltaba el estómago y con el que me despertaba los sábados por la mañana, el día del partido, esa excitación impaciente, de colegial, que clamaba la hora en la que comenzase el encuentro y no desaparecía hasta que éste no se hubiese iniciado.
Otra reacción física interesante era la que me arreaba cuando finalizaba un partido y regresaba a casa presuroso con la vejiga a punto de reventar: me parecía increíble cómo podía concentrar y expulsar tanta, tantísima cantidad de líquido que sobrepasaba con creces la que podía generar en varios días normales y corrientes. Eso sí, el día postpartido, como consecuencia de tanta emoción vivida y quemada, me encontraba tan extenuado que apenas podía hacer algo más que resoplar pesadamente desde la butaca.
El capitán mira, una y otra vez, insistentemente, a su alrededor: no hay nadie, está solo, con las olas del mar meneando inmoderadamente el barco. Él y la soledad, menudo dúo, menuda pareja, menudo diálogo, menuda condena. El capitán trata de repasar, en el diario de sucesos que siempre lleva en su mente, cómo ha evolucionado esta relación impuesta, forzada, este ensamblaje llevado a cabo de un modo contranatural.
Primera y buena ración de soledad por padecer una enfermedad, hecho ya de por sí separativo y diferencial del resto de mis congéneres sanos y festivos; pero, además, colmo de la lotería, infortunio agravado por ser el porcentaje de incidencia de la dolencia minoritario y poco común, acudiendo a rematar este primer bloque de ostracismo la vicisitud de haber venido a nacer en una isla tan apartada del mundo.
Le siguió después la soledad dispensada por la ingente cantidad de horas que tenía que pasar en casa debido a las crecientes dificultades para moverme, y aunque bien es cierto que a la mayor parte de esas horas conseguía sacarles un gran provecho y rendimiento, no dejaba de ser una relación trabada en régimen de aislamiento.
Más soledad, venga, un poquito más, no seas quejica, ¡caray con estos menorquines!, ¡de qué pasta más débil estáis hechos!: el éxodo, el distanciamiento masivo con mis amigos; la escisión cada vez más degradada, sajante. Si anteriormente ya había que hacer un esfuerzo atento y aplicado para compartir un tramo de elementos comunes debido a las preocupaciones de signo tan distinto a las que me conducían la experimentación de una vida tan drástica y progresivamente tan diferente, esta problemática se agravó y agudizó cuando entraron en escena diversos factores secesionistas como la expatriación de la isla por razones de estudios (alejamiento básicamente con repercusiones físicas: no vernos, no mirarnos, no hablarnos tanto), y la aparición de esa cuestión candente y absorbente llamada novia (desvinculación brusca, bestial, inasequible, contra la que no podía competir; lo sentimos, es ley de vida, fue bonito mientras duró: chico, ahí te quedas) y que incidía especialmente en el sustrato emocional, desgarrándome por dentro.
Nada pude hacer cuando arribó la etapa de las novias. Mis artimañas, mis estratagemas se mostraron del todo inútiles e ineficaces para retener lo irreversible, para sujetar esa fuerza impetuosa, explosiva, que pasaba por encima de todo. Un asunto más del que me quedaba apeado, exento, fuera de juego, con la miel eternamente en los labios. Mira todo lo que quieras, pero no toques. Te lo repito por si aún no te has enterado: prohibido tocar. Si el desvío con mis amigos era cada vez mayor, si nuestras visiones y aspiraciones existenciales diferían cada vez más, la entrada en escena de las novias iba a significar el punto y final en muchas de las relaciones de amistad que había tenido, la ruptura definitiva entre su mundo y el mío.
Seguro que José, tan bueno y comprensivo él, aspirante número uno a santo consagrado y entronizado, comprenderá perfectamente nuestra postura, comportamiento y decisión erótico-espantada-festiva. Pues claro, ya sabes que es muy sabio e inteligente. Sí, tienes razón, pero durante un instante he pensado que para él puede ser muy duro que dejemos de ir a verle. Bueno, se acostumbrará, se dedicará a ver un poco más la tele y a dar el coñazo a sus jugadores aumentándoles las series de abdominales, y asunto arreglado. Claro, no debe de ser tan difícil; pero es que a veces, no sé, me viene a la cabeza la idea de qué pasaría si él sintiera y deseara exactamente como nosotros, y simplemente al tener su cuerpo escacharrado, no pudiera o tuviera mucho más complicado llegar a probar este plato tan delicioso e indispensable… ¡No digas tonterías!, esto sería demasiado terrible: estos tíos ya vienen preparados de fábrica, ojos que no ven corazón que no siente, y mientras esté aislado y no vea chica alguna no experimentará deseo…; además, seguro que esa enfermedad tan rara que dice que padece debe de tener cubierta y prevista esta contingencia afectándole, seguro, seguro, el pito ingrávido y sagrado y, como no se le debe de empinar pues no debe de sentir ningún tipo de apetito, y asunto arreglado. ¡Joder, qué listo eres! Bueno, no tiene mucha importancia, se trata simplemente de aplicar la lógica cartesiana y de instruirse e instruirse en estos temas en los ratos de ocio… Por cierto, ya que pasamos por delante de su casa podríamos subir a verle, hace casi un año que no sé nada de él, podríamos contarle a cuántas nos hemos tirado durante este tiempo… De acuerdo, vamos, creo que aún está vivo, en caso contrario habría salido su esquela en el periódico… ¡Ostras!, ¿te has fijado en ésa? ¿En cuál? En la de la minifalda roja. ¡Guau! Creo que será mejor que pospongamos nuestra visita para otro día, mes o año. Sííí…
—¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo hacer contra esto? —le pregunté a mi amiga psiquiatra.
—Tendrás que esperar a que aquellos pocos pero buenos amigos, los de verdad, los que sean mínimamente sensibles, pasada la euforia de la novedad vuelvan, regresen para retomar la relación contigo…
Y esperé y esperé durante mucho tiempo; amenicé esa larga espera que se prolongó durante varios años leyendo un centenar de libros, haciendo ganchillo, crucigramas, solitarios con las cartas, y contemplando, alucinado, cómo mis barbas crecían y las uñas de mis manos se enroscaban, conde de Montecristo, sobre sí mismas.
Finalmente, llamaron a la puerta.
—¿Quién es?
—Soy yo, uno de tus mejores amigos.
—¡Ah!, qué casualidad, precisamente ahora estaba pensando en ti… —No seas excesivamente pelota; tranquilo, tranquilo, contrólate, contrólate; no le pegues, no le pegues, pon cara de indiferencia: modera la alegría para no hacerte falsas ilusiones, pero que no te quede un rostro demasiado triste y severo con el que se sienta culpable y no regrese más.
—Hola…, ¿está José Antonio? —me preguntó mi amigo Andreu.
—Sí…; soy yo…
—¡Ah!, es que no te había reconocido…
—No te preocupes, Miguel, es que he cambiado de peinado…
—¿Miguel? No, no me llamo Miguel…
—Mierda.
—¿Qué?
—Es que creo que yo tampoco te había reconocido.
Silencio.
—Bueno, supongo que es normal, hace ya tanto tiempo…
Nostalgia, suspiros. No le pegues, no le pegues.
Y hablamos mucho de la climatología y de otras intrascendencias parecidas; y nos contamos qué tal nos iba la vida, lo que hacíamos y habíamos dejado de hacer en todo ese tiempo; escarceos, tímidos reencuentros en los que seguramente ambos recelábamos respecto a abrirnos de nuevo al otro; y en los que yo, aunque ateneísta de la soledad, anhelaba fervientemente reavivar algún rescoldo del aprecio que antaño nos habíamos tenido para, aunque fuera ocasionalmente, una o dos veces al año, poder disfrutar de un rato de calor humano, poder compartir alguna cosa que otra, retrasar un poco el tal vez inevitable olvido y abandono.
Fue entonces cuando reparé en el extraño bulto sospechoso que le acompañaba y que tenía forma de chica. Me fijé con más detenimiento. Dudaba, no estaba seguro, como si aceptar la evidencia supusiese erradicar definitivamente las esperanzas de que ese antiguo amigo de la infancia con el que tanto me había explayado hubiese accedido a otro nivel del juego al que a mí, persona non grata, se me había denegado la entrada.
—Es mi novia. Se llama Esther —se adelantó mi camarada.
¿Qué puedo hacer? ¿Cómo enfrentarme y digerir lo más digna e indoloramente posible esta novedad? Me siento extraño, raro, ausente, como si me hubieran colocado cabeza abajo y me mortificasen hablándome en un idioma estridente e ininteligible.
Lancé a la chica una mirada tigresca y asesina, de ésas que calcinan cuanto se les cruza por delante. No estaba mal, parecía incluso hasta guapa, tentado estuve de desenfundar y remitirle mi frase mágica «soy entrenador de baloncesto, ¿sabes?» a fin de, provocado el estupor y el descenso de su vista hasta mis piernas, poder aprovechar la ocasión para realizar un examen más riguroso y detallado de su persona…
—¿Muerde? —inquirí; ignorante, preocupado y temeroso.
—No, es mansa —me tranquilizó.
—Hola… —interrumpió la suave y dulce voz de la doncella.
—Hola —contesté seca y lapidariamente con un saludo malévolo, de escorpión, que en realidad quería decir: «Hola, ladrona, así que tú eres la que me ha robado a mi amigo. Muy bien, quiero que sepas que a partir de ahora te he marcado con una cruz. Tu cara no se me olvidará jamás. Sé quién eres, dónde vives, y si quieres guerra, la tendrás. Eres mi contrincante y mi rival, y no desistiré hasta que me devuelvas lo que era mío».
—Habla y todo —me asombré.
La verdad es que no recuerdo muy bien si esta conversación transcurrió precisamente así o he sido yo el que la ha adornado un poco con material procedente de mi fantasía para encubrir o suavizar el drama que representó y representa este nuevo capítulo de la vida que los demás, unos más, unos menos, van rellenando con el material procedente de las diversas experiencias que van teniendo, y que yo me tengo que contentar, como tantas cosas más, simplemente con contemplarlas desde la barrera.
Desgraciadamente siento llevar la contraria a los que pretenden simplificar la vida con falacias incongruentes para no tener que afrontar ni sentir el pesar del prójimo. Pues sí, amiguitos míos, a uno se le cae la baba y siente que una lanza le traspasa el corazón cuando asiste, primero, anonadado, a la desbandada general de colegas en pos de las atractivas faldas; expedición arriesgada de la que sólo regresarán como máximo uno o dos trayendo, además, entre sus fauces la codiciada presa de caza; suplicio que continúa después cuando la parejita en cuestión se presenta ante ti prodigándose múltiples achuchones y arrumacos. Y es aquí cuando te toca elegir: o los rehúyes y te encierras y te quedas completamente aislado porque no soportas tanta exposición de lujuria carnal ante tus narices, opción escogida por una gran mayoría de enfermos, o te decantas, como me ocurrió a mí, por intentar la proeza de convivir con esta nueva circunstancia, de resistir el dolor buscando puntos comunes con los que seguir en contacto con ellos, ya que tal vez valga más eso que absolutamente nada.
En esta cuestión yo no tendría ninguna página que escribir, la mía colgaría largamente en blanco, pero, para replicar a aquéllos que se disponen a estallar en peroratas aduciendo que a mi edad y con mi expediente atestado de renuncias ya debería acostumbrarme y aclimatarme con mayor rapidez, les anuncio que, efectivamente, en lo que respecta a las depredaciones tanto corporales como ambientales soy ya un gran maestro con varios títulos honoríficos a mis espaldas, pero que en este tema la adaptación no es tan fácil, simplemente porque la necesidad de amar y ser amado es una fuerza determinada biológicamente, la más intensa de todas, la única a la que resulta imposible deportar o silenciar completamente. Frente a ella poca cosa puede hacer la voluntad: queda totalmente empequeñecida y a su merced; lo único que puede hacer es sobrellevar lo mejor posible esta carencia o imposibilidad de entera expresión.
Llegaría a descubrir, según fuera penetrando en el vivir, que acostumbrarse a no poder andar o a no poder moverse a voluntad era algo relativamente fácil de asumir; que una vez pasado el trauma inicial uno seguía viviendo sin que el problema viniera a importunarle excesivamente a la cabeza. En cambio, tener cerrada la puerta para no poder amar es algo totalmente inviable. La cuestión está siempre allí, acosándote. Renunciar a ello sería renunciar a vivir.
Las novias fueron el primer aviso serio de las graves repercusiones a las que podría conducirme mi impedimento físico. Debería luchar también contra esto si quería sobrevivir. Tal vez tenga que buscar un extracto imprescindible de ese amor, aunque no sea exactamente lo mismo que el que concentra un mayor número de partes en la relación de pareja, por otros lados, en otros lugares, rascando y apilando granos de aquí y de allá; igual que el agua para ser bebida, si no es posible que provenga de la fuente principal, puede recolectarse de las hojas humedecidas por la lluvia o en los bebederos para el ganado…
Es ley de vida, me decían, enronquecidos, sobreexcitados, volando en una nube, como si pretendieran pedirme disculpas por el ahí te quedas. Sí, respondía, comprensivo y casamentero, pero podríais decirme qué clase de pegamento debo utilizar para tratar de recomponer los pedazos rotos de mi ser. No importa, no pasa nada, seguiré adelante, estoy acostumbrado a caminar solo por esta estepa. Me haré más fuerte, más nazareno si cabe, y esperaré; esperaré los años que hagan falta en esta vida mía donde lo que no me sobra es precisamente tiempo, a que aquellos pocos de vosotros que alcancéis un mínimo de madurez como seres humanos dejéis algún hueco para mí.
Es ley de vida, me decían, ahora lo que toca es la novia. Por cierto, José, espero que no te enfades pero es que esto de la novia es algo tan maravilloso y perfecto que ya no nos hace falta nadie con quien charlar y contarle nuestras confidencias, ya que se las contamos a ellas. Es algo espléndido, increíble, como si esa persona lo pudiera hacer absolutamente todo, todo en una, lo contiene todo, nos basta y nos sobra para cubrir nuestras necesidades; a partir de ahora sólo saldremos con otras parejitas para que ellas se acompañen mutuamente al lavabo y nosotros, cigarrillo en mano, fardemos y nos lancemos uno al otro coñas picantes acerca de lo que hemos hecho o dejado de hacer con ellas… Así que, sintiéndolo mucho, te comunicamos que desde hoy dejaremos de venir a verte; ya no tenemos ningún motivo o razón para ello. Espero que sepas comprendernos y perdonarnos. Atentamente: la mayoría de tus amigos.
Gracias por vuestra profunda y meditada misiva. No os preocupéis: me las apañaré, saldré de ésta como sea. No hay para tanto. Estoy sopesando varias opciones para solventar el problema: para hablar con alguien me han recomendado a una tal pared, aunque me han dicho que a veces se pone un poco vaga y no te responde; en cuanto al tema exclusivamente sentimental, me colocaré el candado del metal más intraspasable que exista para que ninguna partícula en suspensión logre inquietar lo que hay dentro de mí. Por último, para rematar la faena, adquiriré varios kilos de bromuro de primera calidad para ingerir junto al café matutino. Como veis, lo tengo todo controlado. Así que no os preocupéis, de alguna manera o de otra saldré adelante. Sólo me queda daros, desde esta atalaya apartada y arrinconada, mi más cándida y efusiva bendición: podéis ir en paz.
Recuerdo esas caras alborozadas que desfilaban por mi casa con los ojos abiertos como platos, inyectados en excitación; nunca se me olvidarán esas miradas desvirtuadas, narcotizadas, atontadas y embriagadas que todo lo que veían lo hacían bajo el color rosa del flechazo; ni tampoco esas palabras monotemáticas rebozadas en melosos suspiros: José, no sabes qué bonito es el amor, qué bonito es el amor…
Traté de aclimatarme y adaptarme lo más rápidamente posible a esta novedad pública en mí abolida; me familiaricé con esta irrebatible pérdida y deserción de amigos por esta causa, convirtiéndose en un hecho cotidiano: «¿Fulano?, pues hace muchísimo tiempo que no lo veo: desaparecido en combate», éste es el término que acuño para describir estas misteriosas disipaciones en el aire, desaparecidos por culpa del fuego enemigo contra el que absolutamente nada puedo hacer: sólo resignarme y acogerme a lo que aún me queda.
Pero aunque me haya adaptado con bastante flexibilidad y profesionalidad a estas despedidas, animándome en los casos de abandono definitivo diciéndome que por su demostrada insensibilidad no me he perdido nada, más vale estar solo que mal acompañado y otras lindezas y exabruptos irreproducibles que si bien no consiguen recobrarlos sí que me dejan muy a gusto; hay aspectos de toda esta perturbación conductual y afectiva que, aún después de tanto tiempo, siguen estremeciéndome y poniéndome la carne de gallina. Son cuestiones enlazadas que lógicamente tienen que ver con la imposibilidad de poder apagar el deseo intrínseco de querer y ser querido, con ese instinto indisoluble de nuestra especie que en un esfuerzo importante para no sufrir con las superficialidades ni con los adornos añadidos por las pautas sociales, he tratado de ir depurando de dichos elementos subsidiarios. Así, puedo soportar sin comerme todas las uñas ni desmayarme en cada instante que me comenten que han ido a pasear, o a comer por ahí, o que piensan incluso casarse. He minimizado mucho la incidencia de estas cuestiones que califico de secundarias, centrando la necesidad de amar y ser amado a sus justas proporciones, sin agrandarla ni reprimirla. Pero aunque he logrado este desapego emocional en muchas de estas enumeraciones, en lo referente a los renglones básicos e imprescindibles nada he podido hacer, sintiendo el ramalazo que me quiebra la espina dorsal cada vez que me enfrento con uno de estos semáforos en rojo.
Uno de estos incordios que me parte en dos cada vez que lo contemplo es cuando la parejita en cuestión se coge de la mano. Es un momento muy fuerte, lacerante, en el que todo mi ser se convulsiona de deseo y de palpitante curiosidad. Es un gesto tan sencillo que hasta pasa inadvertido, pero en el que uno debe de gozar inmensamente con la cantidad de voltios y de voltios de información y comprensión que dos manos entrelazadas se pueden llegar a comunicar. Aunque ellos, por supuesto, no notan ni sospechan nada, cuando adoptan distraídamente esta pose yo suelo deslizar, de reojo, mi mirada hacia esa confluencia de dedos y de carne, de carne y de dedos, mientras ahogo un agónico quejido en el cenicero del silencio.
A veces incluso, en el colmo del paroxismo, en esos días en los que uno se encuentra especialmente sensible, ha estado a punto de escapárseme una suplicante petición a la parejita en cuestión sobre si podrían cogerme por un instante la mano… Pero no lo he hecho; no me he atrevido a tanto: y miro hacia otro lado, me muerdo los labios y espero a que esta sensación desaparezca lo antes posible.
Es en estos y otros detalles cuando uno se da cuenta de que no puede extirpar por completo esta apetencia de su ser, que ha reducido mucho sus expresiones colaterales perfectamente prescindibles, pero que permanece un núcleo, un poso intocable con el que no se puede hacer absolutamente nada: sólo conllevar sus ocasionales garrotazos de la mejor manera que uno pueda o sepa. Pienso que, aunque estas descargas de anhelo son inevitables, hay un componente sobreañadido de aflicción causado sencillamente por mi virginidad e inexperiencia en el tema: si al menos hubiera vivido una vez las sensaciones que implica un amor de pareja, la picazón por satisfacer esta necesidad indudablemente no desaparecería, pero sí que quedaría restringida y reducida a sus justas proporciones, sin tal vez las comprensibles exageraciones que pueda fantasear mi mente ante lo desconocido. Y es aquí cuando, buscando un chivo expiatorio en el que descargar gran parte de la responsabilidad, cuando uno acaba lamentándose porque la enfermedad invalidante que me ha encajonado en casa y me ha acotado tanto las posibilidades de deambular fácilmente por el exterior haya aparecido tan pronto, haya entrado en escena en una edad tan temprana, ya que si hubiese retardado el momento de su presentación en fechas posteriores o más avanzadas de mi vida hubiera tenido tiempo de establecer mayores relaciones, y, probablemente, si la dolencia hubiera hecho acto de presencia a partir de los treinta años, hubiera llegado a conocer el amor en su expresión de pareja y, por tanto, una parte de mí se hubiera quedado o estaría un pelín más tranquila. Pero no; mala suerte; lo siento muchísimo; la vida es dura, chaval: apáñatelas y resígnate como puedas.
Me las apañaré, sí, lo mejor que pueda; haré auténticos malabarismos para picar de aquí y de allá unas mínimas dosis de afecto para mantenerme ligeramente vivo; pero nunca, nunca, aceptaré y me resignaré a que una endiablada usurpación física se salga con la suya, me prive de poder expresar y recibir esta cualidad emocional inconfundiblemente humana. Eso nunca, nunca. No capitularé en una señal que supondría con total seguridad mi aniquilación anímica.
Resistiré, resistiré como sea. No, no me rendiré…