Coincidiendo con mis primeros pinitos como conductor de equipos, a mi vida íntima, a aquélla que transcurre detrás del antifaz, vino a añadírsele una congestión tirante, molesta, y que era preciso encontrar la manera de atajarla cuanto antes si quería volver a marchar sin el asma y las molestias de esa infección.
Un quebranto me rondaba, vagaba con insistencia mi cerebro, clamando por una solución. Recibía el nombre de crisis espiritual, la urgente necesidad de dar una respuesta a esos interrogantes teológicos que, como pedruscos surgidos en medio de la calzada, obstaculizaban la circulación ordinaria de mi ser.
En esta vida mía vivida y consumida tan rápido, tan escandalosamente apresurada, eran muchas las preguntas necesitadas de respuesta que surgían antes de que les llegase su turno al haberse averiado los fusibles y roto el freno de la máquina del tiempo, lo que la había hecho enloquecer dispersando a diestro y siniestro, sin orden ni concierto, cuestiones que si hubiesen seguido una secuencia cronológica normal no hubieran hecho acto de presencia hasta haber entrado en la edad menopáusica de los cincuenta.
A mí, descompensado por naturaleza, estos replanteamientos religioso-divinos me llegaron mucho antes, llamaron a mi puerta cuando en teoría debería estar pensando en la marca de motocicleta que pediría que me comprasen mis padres o en qué jersey ponerme para ir a la fiesta en vez de andar enfrascado en los misterios de la Santísima Trinidad. Éste sería otro de los distintivos que definirían mi existencia: por una parte una ignorancia tragicómica respecto a según qué vivencias muy básicas y elementales al alcance de cualquiera, y, por otra parte, tener que discurrir sobre asuntos reservados para una minoría que sólo han podido tener acceso a estas cuestiones a través de la acreditación elitista que otorga la desesperación y el dolor. No conocería, por ejemplo, el salir de marcha nocturna o qué sensación se produce al mover el esqueleto al son de la música; en cambio, llegaría a conocer y a mirarme con lupa y con interés aspectos de mi interior que a la mayoría de la gente le da pánico contemplar.
De repente, sentí una necesidad imperiosa de hallar soluciones para rellenar el vacío religioso reconocido, de echarle una carreta de respuestas para aplacar esa comezón que, como sombra anexionada a mi sombra, me perseguía infatigablemente noche y día blandiendo una petitoria en la que me instaba a que le entregase una serie de explicaciones que la saciasen y la dejasen satisfecha.
El detonante que encendió y precipitó esta crisis espiritual no fue otro que un miedo cerval que comencé a tener hacia la idea de la muerte: no podía dejar de preguntarme si habría o no algo más después de esta vida. Me aterraba la perspectiva de tener que morir, y que no hubiera nada más allá. Resulta paradójico como yo, que en momentos puntuales había deseado perecer sin que me importasen las consecuencias, me hallaba ahora seriamente preocupado por encontrar una solución a esta perenne interrogación.
A partir de aquí, empecé a hurgar y a hurgar en el tema que me llevó, de una pequeña cuestión puntual, específica, a la revisión completa y total de mis creencias religiosas. Acicateado por este entuerto, recobré el interés por la lectura, volví a la carga con libros y más libros en busca de respuestas a mi dolor de cabeza. Primero ahondé en los entresijos de mi religión; repasé y contemplé bajo una nueva luz, mucho más crítica, la doctrina y los postulados de ésta, dándome cuenta de que, independientemente de si existió realmente o no, el legado de Jesucristo entrañaba enseñanzas de una gran valía, verdades que destacaban especialmente por su esmerada sencillez…; algo que contrastaba fuertemente, a mi modo de ver, con todo el alarde y artificiosidad que el ser humano, en su afán por el poder y en su incapacidad supina para interpretar correctamente esos principios, le había ido vertiendo encima. Es tan fácil dejarse llevar por la pompa y el rito, prestar atención a la forma de las ceremonias varias antes que atender a un precepto tan elemental como el de «Ama a tu prójimo como a ti mismo», en el que, para mí, está contenido todo el ideal cristiano… Esto es todo, me basta esta frase tan simple para ir por el mundo; lo demás, según mi opinión, son puras formalidades con el consiguiente peligro de enredarse en ellas y desviarse del núcleo, de su verdadera esencia.
En mi ansia por comprender, por replantearme concienzudamente lo que me habían inculcado y ensanchar mi corto punto de vista, quise adentrarme en las fronteras de ese conocimiento; sondear y estirar cada uno de los dos polos opuestos que se repelen entre sí: y, así, busqué entre aquellas obras detractoras del cristianismo, entre aquellas antagónicas que le contraponen la razón y el examen riguroso del acontecer de los hechos históricos; pero también leí con sumo placer a aquellos profetas y figuras representativas que lo defendían a ultranza.
Basculaba de un lado a otro, yendo de aquí para allá, aprendiendo de todos, metiéndome en cada piel y entendiendo su posicionamiento; cogiendo de cada cual aquello que consideraba útil y que pudiera servirme para ir edificando, poco a poco, mi propio criterio.
Pero mis pesquisas y resoluciones no se detuvieron aquí, sino que, coreado por una fuerza intrigada que se había despertado dentro de mí, quise ir más allá, explorar otros territorios, seguir ampliando mi horizonte… Atreverse a romper el cascarón que nos comprime, atreverse a levantar la cabeza de esta falsa seguridad que nos brindan los axiomas tenidos como verdad suprema del clan para abrirse a otras influencias… Qué difícil, qué difícil…, cuánto peligro entraña de hacernos ver nuestra desnudez, lo indefensos que estamos y, sobre todo, de hacernos pensar…
Y percatado de la existencia de otras religiones y doctrinas filosóficas quise averiguar en qué consistían, qué predicaban, ¿por qué iba a ser la mía la mejor?, ¿acaso no podían contener las demás principios igualmente válidos? Vamos, atrévete, atrévete; crece, crece…
Y estudié el Corán, y los libros sagrados del hinduismo; me encantó el Tao Te King, y la filosofía de vida que propugnaba el budismo alrededor de la mente: «La mente es el fundamento de todo y todo se fundamenta en la mente», decía, interesante enunciado sobre el que meditar. No me hizo falta leer mucho más para comenzar a sacar las primeras conclusiones: se me hizo muy claro y evidente que, efectivamente, de haberlo, sólo había un único Dios, y que cada religión, arraigada dentro de un marco social y cultural determinado, intentaba interpretarlo a su manera, entregar su parte, su visión de la deidad a sus fieles. Eso sí, ninguna de ellas tenía el patrimonio de la verdad en exclusiva, sino que trataban de acercarse a ésta haciendo hincapié, unas, en la forma del vestido; otras, prestando más atención a la descripción de los rasgos faciales del Ser, pero ninguna de ellas estaba facultada para proclamarse como la auténticamente legitimada, sino que eran como distintos ríos que iban a desembocar al mismo mar.
Si uno es capaz de fijarse en la esencia de las religiones, de desechar todas aquellas superficialidades agregadas por el artificio, descubre que realmente no hay tantas diferencias entre unas y otras: todas ellas tratan de ensalzar y de sacar lo mejor del hombre, todas ellas conducen a lo mismo: intentan unir y fusionar al hombre con Dios. El problema es que, a mi modo de ver, esta fusión sólo se puede llevar a cabo dentro de uno mismo, en una región a la que ninguna religión puede llegar. La religión, sea cual sea, es simplemente un intermediario, un medio, un trampolín del que hay que arriesgarse a lanzarse al vacío para encontrar la ansiada respuesta, íntima y personal en cada caso. Nada conseguirá aquél que se queda enganchado en las apariencias, que cumple como un autómata con lo que le mandan creyendo que así hallará a Dios. Así, lo único que logrará será hacerse un dios a medida, proyectar sobre él las cualidades y defectos propiamente humanos, y justificar, porque el dios de mi barrio es el mejor, las guerras en su nombre o llegar a pensar esas sandeces como que Dios envía determinadas enfermedades para probarte o como castigo.
Es la mente del hombre la que, en su incapacidad para comprender, otorga a ese dios atributos exclusivamente humanos como la ira o la venganza, por lo que concluí que si había o no había un Dios era una cuestión que el entendimiento del ser humano difícilmente puede resolver. Creo que las religiones han contribuido notablemente al paulatino despioje de los hombres uniendo a las personas en torno a un culto, inculcándoles unas mínimas normas de convivencia (no mates, no pegues a tu hermanito si no quieres ir al infierno), que nos han ido apartando del salvajismo; ofrecen un entorno seguro en el que el bebé pueda dar sus primeros pasos, aunque después exista el riesgo de acomodarse en estas muletas y no avanzar, de no dar el salto definitivo. Respeto a aquél que, por ejemplo, en un templo muy bonito pero alambrado con muchos escalones que dificultan la entrada a personas que van con silla de ruedas, se dedica a entonar y a elevar ciegamente a su dios la clásica petición por los enfermos, aunque denuncio públicamente que esa persona ha quedado atrapada en la abstracción, que no ha llegado a comprender, a vivir y a integrar el significado de aquellas palabras que predica… Si hubiese asimilado lo que realmente promulga, su primer gesto hubiera sido el de eliminar esas vallas emisarias de la segregación o simplemente el de marcharse a predicar a otro lado. A aquél que comprende le sobran las palabras y las peticiones hacia ese cielo vago e indefinido: se limita a callar y a actuar en la medida de sus posibilidades. No quedarse atrapado en la suntuosa apariencia de los vocablos pronunciados mecánicamente, llevar su significado hasta las hondas regiones del sentimiento y su consecuente acción, he aquí, para mí, el significado ideal que persigue cualquier religión.
Y, sorprendentemente, después de todo este trabajo que efectué que me posicionó en el agnosticismo, después de haberme dado cuenta de la importancia que tiene para el ser humano creer en algo, en lo que sea, mi preocupación acerca del asunto de Dios y mi temor acojonante sobre la muerte, sencilla y simplemente, desaparecieron, nunca más han vuelto a incordiarme; como si hubiese alcanzado un estado en el que esa tribulación dolorosa se deshace, se difumina, pierde su tensión y te quedas en paz. No sé si existe o no Dios, aunque si existe seguro que nada tiene que ver con la idea que podemos formarnos de Él; ignoro también si hay algo después de esta vida; estas preocupaciones se disiparon, curiosamente, por el camino, mientras me afanaba en buscarles una respuesta.
Renegué, eso sí, de mi fe infantil, dejé atrás esos rezos y esas imploraciones a la dicha del Altísimo… Yo no podía creer en un dios así, tan cruel, tan humanizado… Estamos tan solos y tan desvalidos que estas actitudes y maneras de concebir a Dios son totalmente comprensibles y respetables, y mucho más entre los enfermos desamparados que suelen o bien comulgar con lo que sea con tal de mitigar su aislamiento tan insoportable o bien caer en el otro extremo: en el ateísmo más radical; pero yo sentí la necesidad de dejarlas atrás, de dejar atrás el encendido de la vela para que me ayude a mí que me lo merezco más que el vecino, o de rebasar el odio por no lograr discernir la presencia de la deidad por ningún lado para colocar mis creencias, mi fe, en otro escenario…
Solucionado este tema, mi atención emigró hacia otro foco, por mi cabeza comenzaron a chisporrotear las líneas maestras de un nuevo proyecto aún más ambicioso: era tan liberadora y gratificante la sensación que me embargaba después de haber desatrancado y ensanchado el horizonte, sentaba tan bien, me proporcionaba tanta fuerza, energía y vigor, que me puse a pensar si sería posible aplicar estos mismos principios de apertura, de ir más allá de las apariencias, a otros campos de mi vida…
Detectándome algunos prejuicios y proyecciones, comprobando cómo entorpecían las trabas negativas el desarrollo personal, había ido perfilando un esquema muy básico de cómo se ordenaba el comportamiento humano, pero… ¿cómo modificarlo?, ¿cómo desbaratarlo?, ¿cómo renovarlo? ¿Había un principio común del que me hubiese servido para abordar y forzar la transgresión en esos casos, algo, un elemento que me hubiese ayudado a perforar y a desmantelar la dura capa del inmovilismo?
Piensa, piensa, piensa… Lo siento cercano, próximo, lo estoy tocando con los dedos…
Ya lo tengo, ya lo tengo: la curiosidad, la curiosidad podía ser la clave, el ariete que me había permitido abrir brechas en esa muralla estática y conservadora.
Y entonces discerní que si pudiese utilizar este ingrediente en mi lucha, si pudiese ondearlo y consolidarlo hasta hacer de él la insignia, uno de los motores principales que moviesen mi vida, podría forjar, tal vez, un arma excelente para luchar contra el infausto sino… Frente a la negra y bestial fuerza de la enfermedad que tira de mí hacia abajo, que me devora, destroza y empuja hacia la aniquilación, hacia el aborrecimiento, desprecio y pérdida de toda fruición por la vida, la curiosidad, sinónimo de entusiasmo por las menudencias que la existencia nos depara, se presentaba como el mejor antídoto que oponer, por su ardor e ímpetu ascendentes, a esa flecha que me sirga en dirección negativa…
Hasta entonces, la mayoría de las cosas que había hecho las había realizado bajo el yugo de la obligación y del imperativo, porque tocaba hacerlas, porque no quedaba más remedio, pero sin ese componente imprescindible que las despabilaba de su estado neutro y mustio regándolas con el gozo, el disfrute y el placer sentidos; por lo que si yo pudiera asir la curiosidad e impregnar con ella todos y cada uno de los actos de mi vida, si pudiera ir más allá de la fría aprehensión con el intelecto para solazarme y maravillarme simplemente con el descubrimiento de ese conocimiento, con el hecho de conocer de por sí… Quién iba a decirme a mí que un día acabaría interesándome por temas y asuntos que antes detestaba y cuyo acercamiento sólo hubiera podido ser posible mediante la coacción de los palos, únicamente por la atracción y la emoción que me provoca tratar de descifrar su contenido y su fundamento.
Sólo la curiosidad apasionada se me antojaba como el elemento más útil y apropiado para combatir el derrumbamiento, aunque su puesta en marcha no resultaba nada fácil: si a una persona sin trabas físicas ya le resulta complicado entregarse a ella, encontraba más cómodo zanganear y dejarse llevar por la rutina, para mí era aún más difícil debido al negativismo que se desprendía de la degradación de mi organismo, que me convidaba a hundirme en la apatía y en el hastío hacia todas aquellas manifestaciones de la vida… Tendría que hacer un esfuerzo extra, colosal, excepcional, pero, si lo lograba, si conseguía alzarme un poco y agarrarme a la curiosidad, hacerla mía, obtendría un gran aliado para oponerme con más firmeza a la cruda devastación…
Todo era comenzar, dar el primer paso. Me costaría trabajo llegar a incorporarla plenamente a mi existencia. Una conquista capital, decisiva.
La curiosidad, centro y coordenada esencial alrededor de la cual se subordinarían todas mis acciones; símbolo y señal característicos que emplearía en esta contienda histórica en la que se halla embarcada mi vida, y con la que un día efectué un pacto a perpetuidad en el que yo prometí intentar retocar con ella todas aquellas cosas que hiciera a cambio de que ella me proporcionase su fórmula magistral que tanto servía para repeler los corpúsculos torvos venidos del averno. Firmé esa declaración de intenciones con unas escuetas palabras para dejar constancia de tal hecho trascendental en los registros de mi memoria, y poder acudir a ella cuando sintiese que me flaqueaban las fuerzas para resistir con entereza el latrocinio de la masacre.
Éstas fueron las palabras que pronuncié, el propósito sincero que subscribí en el convenio llevado a cabo en mi interior: «Quiero abrirme a una vida amplia y flexible; llenarme todo, hasta el último rincón de mi ser, de esa inquietud positiva y juguetona por querer conocer la esencia de las cosas; y así, oponer a cada gramo de lastre que me cause la destrucción corporal un gramo de interés próspero por cualquier tema nuevo sonsacado a la vida que, con su efecto ascendente, me ayude a contrarrestar la inercia que me traga hacia la nada. Prometo intentar abrirme al influjo de la curiosidad por difícil que sea, por complicado que me parezca, y encarar con ella los trances más intrincados que me depare la existencia».
¿Y cuál era mi asignatura pendiente, el miedo más indeseable del que siempre me había escabullido? ¿Con quién tenía un encuentro siempre rehuido, nunca consumado, con quién mi voz no se había atrevido aún a parlamentar?
Acudir, con el valor y la curiosidad bajo el brazo, al encuentro del odiado y temido monstruo; retarle a una cita, plantarme firmemente delante de él y no cejar, no marcharme ni abandonar hasta no haber conseguido arrancarle unas palabras, esa conversación crucial por la que desde hace tanto tiempo llevo suspirando.
Aguantar, resistir el zarpazo, el pánico; transformar, gracias a la curiosidad, esa secreción negra y agarrotadora en un reto sustentador…
Tengo tantas ganas de conocer cómo eres, de saber por qué me aterrorizas, por qué me causas este tormento, cuáles son las razones que te han transportado hacia ese oficio de verdugo trinchador. Ven, acércate, hablemos de una vez; ya es hora de que lo hagamos. Ven, dialoguemos, entablemos un largo y esclarecedor diálogo en la platea incomparable de esta habitación. Concédeme esta primera y última voluntad mientras me despedazas. Déjame conocerte, déjame conocerme a través de tu mediación.
Voy a probar una nueva estrategia para ganarme tu confianza: no me opondré, aparentemente, a tus visitas, no te mostraré esa resistencia de potro salvaje de antaño, sino que voy a optar por una que, en una primera impresión, parece pasiva: te dejaré hacer, cerraré los ojos y fingiré que estoy acabado, que estoy muerto, que ya no me quedan fuerzas…; pero será sólo una artimaña para que te confíes, relajes, y yo pueda aprovecharme de tu confianza para intimar contigo y llegar, sigilosamente, hasta las mismas puertas de tu centro de operaciones, donde me resultará más fácil darte muerte. Ven, acércate, come de mí, y, una vez lo hayas hecho, descansa sobre mi regazo, apoya tu cabeza sobre mis piernas: yo te la acariciaré, con ira contenida y bien disimulada, mientras charlamos.
Y le miré a los ojos otra vez, llegué hasta ese punto del atrevimiento al que he arribado como máximo, pero ahora, farruco y envalentonado, di un paso más, fui un poco más allá: y le sostuve insobornablemente la mirada, incomodándole, provocándolo, a lo que él reaccionó acoquinándose levemente, momento en el que yo aproveché para soltarle el siguiente gancho con la izquierda:
—Quiero conocerte, necesito comprenderte… —le musité, con palabras que sonaron a ruego y al mismo tiempo a imposición.
Como respuesta: me sonrió, me sonrió enigmática y diabólicamente, y, acto seguido, me hizo un gesto con el dedo índice de su mano derecha, convidándome a que me acercara:
—¿No me tienes miedo? —se burló.
—Sí, claro que sí, pero ahora estoy dispuesto a plantarte cara; dispongo de nuevos aliados con los que intentar hacer frente a tus ataques. Hubo una vez —proseguí—, hace ya mucho de esto, después de una de mis acostumbradas caídas y el posterior rapto de angustia a la espera de que alguien viniera a auxiliarme, en la que pude atisbar que detrás del temor, más allá de todo miedo existe un lugar donde uno se robustece y se convierte en el dueño de sí mismo. El problema es que hasta ahora no he sabido encontrar o no me he atrevido a escrutar cuál podría ser el camino para volver a tal estado. Ahora creo que lo sé, ahora estoy dispuesto a intentarlo.
La expresión de su semblante cambió; se tornó de un color más serio, comedido. Los dos sabíamos, éramos conscientes de que a partir de aquí nuestra relación se adentraba por un territorio nuevo, desconocido, en el que ya no había ningún viejo comodín en el que arrimarse. Un salto al vacío.
—Así que quieres conocerme —articuló por fin, interrumpiendo ese eterno lapso silencioso en el que en ningún momento osé desconectar la mirada de esos fantasmales ojos marrones. No pensaba desertar de mi propósito—. Vaya, vaya, veo que te ha entrado el gusanillo por la aventura, por querer conocer. El otro día, por ejemplo, asistí entretenido a tu búsqueda de respuestas existenciales y me llamó poderosamente la atención la manera en que abordaste y resolviste ese problema… Pero dime, si aceptamos como válida la premisa de que todos necesitamos creer en algo, de que tener un sólido sistema de creencias es fundamental para cualquier persona, me gustaría saber, si tu agnosticismo te impide aferrarte y abandonarte en los brazos de un dios protector tradicional, en qué crees tú, por qué opciones o sustitutos te has decantado para satisfacer esa necesidad vital.
Su pregunta me sorprendió y me sobresaltó: no estaba acostumbrado a que me hablara así, a tener con él una conversación tan fecunda ni tan profunda. Era cuestión de aprovechar. No amilanarse y aprovechar:
—Hay algo dentro del ser humano que me fascina y que a medida que he ido indagando en mi particular búsqueda de respuestas más se ha ido clarificando, más me ha ido atrayendo hacia sí como el grito de Tarzán atrae a los paquidermos: es esa capacidad evolutiva, esa energía misteriosa que le persuadió en su día para que se bajase del árbol, se pusiese en pie, descubriese el fuego, inventase la rueda, concibiese vacunas, idease aviones… Coincido en que el ser humano es capaz de las mayores barbaridades, pero hay algo dentro de él, esa fuerza enigmática e inasible, expansiva, que le permite poco a poco ir conociendo y desvelando los secretos tanto de sí mismo como de la naturaleza en la que se halla inmerso que me tiene encandilado; y a lo que muy bien podríamos llamar, por ese espíritu manifiesto que tiende a la mejora, muy bien como Dios… —Llegaba el punto emocionante y decisivo de mi exposición—: Un átomo de la deidad que está dentro de nosotros…, en esto es en lo que yo creo, la creencia a la que me han conducido y arrojado mis pesquisas. —Y, empecinado, expeditivo, concluí—: Voy a intentar creer, a pesar de todo, en el ser humano.
Quietud. Presagio de tormenta.
—Bonito y emperifollado discurso con palabras que suenan tan bien, pero dime: ¿por qué quieres apuntarte al bando positivo de la vida cuando en tu situación lo más lógico y razonable sería que te decantases por no creer en nada?
Derechazo en la mandíbula que me obligó, ya, a sacarlo todo:
—Lo sé, tienes razón, no tengo ningún motivo de peso que avale mi posicionamiento, aunque esto mismo es lo que lo hace a su vez tan emocionante. Reconozco que me muevo básicamente por fe, por una fe basada en un convencimiento interno de las posibilidades del hombre. Es una apuesta complicada y arriscada que estoy dispuesto a asumir hasta las últimas consecuencias.
Y entonces, enojado, furioso, Áxel se incorporó y se abalanzó contra mí, injertándome criminalmente sus dientes en mi brazo derecho, depauperándomelo, desvalijándomelo, incautándose de las fuerzas para no poder nunca más volver a levantar un vaso y efectuar el recorrido hasta llevármelo a los labios. Esta privación fue, como tantas otras, pausada y progresiva: las dificultades fueron apareciendo poco a poco, como si año tras año alguien fuese añadiendo unas onzas de bronce a la estructura del recipiente de cristal; hasta que llegó un momento, un día, en el que su peso fue tan descomunal que se me hizo del todo imposible poder levantarlo: cada vez que lo intentaba, temblándome los músculos, acababa vertiendo su contenido encima de mí, ensopándome por el líquido y por la rabia, por la impotencia originada por el ni esto tan simple puedo ya hacer.
No pasa nada, saldré de ésta, no me deshidrataré ni me moriré de sed, solucionaré el problema con un recipiente especial, con uno de ésos que llevan incorporada una pajita o tubo de plástico para sorber el fluido, por lo que ya no necesitaré utilizar ningún tipo de brazo…
—Dime, dime —se mofó—, ¿aún sigues con ganas de querer apostar por la vida y por la gente? Vamos, no seas necio, abandona ya…
Me dolía tanto, me entraban tantas tentaciones… Bien mirado, era algo descabellado; una auténtica locura tomar partido por la vida en medio de este receso infernal… Pero no, había que resistir como fuera, acogerse a esa convicción interna a pesar de que todo a mi alrededor se desmoronase… Qué difícil, qué difícil sería mantener activa la llama de esa fe…
—No, no pienso hacerlo —repliqué—. Busco un lugar donde esta esperanza pueda seguir respirando, donde pueda protegerla de tantos peligros que amenazan seriamente con acabar con ella… Un lugar donde hacerme fuerte, donde atrincherarme, y en el que no puedas entrar…
Mi declaración pareció amilanarle. No se lo esperaba. Atizado por la cólera, arremetió:
—¿Ah, sí? ¿Y dónde está, si se puede saber, ese lugar? Te recuerdo, por si no te has enterado aún, que todo tu cuerpo, absolutamente cada palmo y rincón de tu cuerpo van a acabar, tanto si te gusta como si no, algún día no muy lejano siendo míos. No existe ningún refugio en el que resguardarte.
Aguantaba bastante bien la acometida. El diálogo era tenso pero a la vez productivo: cada palabra que pronunciábamos y conseguíamos intercambiar nos iba encaminando hacia un estado más fino de comprensión mutua. Y la comprensión me iba proporcionando la clave para atemperar e ir dominando mi temor, por lo que, en un achaque de valentía y seguridad, decidí dar una vuelta de tuerca más: y le revelé, a mi detestado enemigo, sin pudor ni cortapisas de ninguna clase, en qué consistía mi nuevo plan; el nuevo plan que con paciencia, esmero, y muchas, muchas horas de cavilaciones y cavilaciones había ido urdiendo en la clandestinidad:
—Hay un lugar, hay un lugar al que por todos los medios voy a intentar que no puedas entrar: mi mente. Voy a hacer todo lo posible por cuidarla, por mantenerla en forma, por desarrollarla… Allí reside mi auténtica fuerza… Es todo lo que tengo, lo último que me queda, mi bien más preciado que no pienso dejarme arrebatar.
»Me he equivocado tratando de luchar contigo en el terreno del físico: allí me has vencido, eres el dueño y señor, eres mejor que yo. Pero era sólo un crío que actuaba por impulso, que se movía únicamente con el corazón. Ahora, resucitado, he vuelto, he vuelto con nuevos bríos y otras armas para desafiarte otra vez.