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Ahora, cuando repaso cómo transcurrieron los acontecimientos desde la distancia interpuesta por el tiempo, cuando reviso ese capítulo de mi vida deteniéndome y recreándome en todos esos agravantes que la rodearon y la influenciaron, no puedo dejar de sentir una oleada de estupefacción y de extrañeza típicas de aquél que actúa de una manera totalmente contraria a su esencia y convicciones más íntimas, cobijando planteamientos tan disconformes con los que le distinguen actualmente.

Pero no siento vergüenza ni tengo por qué ocultar estas horripilantes cavilaciones que me sobrevolaron; más bien conservo el episodio de la planificación del exterminio de mi existencia como un lance puntual, como un lance puntual expuesto, eso sí, en el centro de mi vitrina personal como una antigualla desechable, pero también como un objeto referente de suma importancia que marcó un antes y un después, la ruptura radical y definitiva con un tipo de vida desfasada y errónea que era preciso terminar cuanto antes para dirigirse hacia otra repleta de ilusión y de fascinantes posibilidades.

No huyo ni reniego de mi pasado: lo contemplo desde la retrospectiva con serenidad y con la constatación radiante del que ha salido airoso, ya que, ante el advenimiento y la intromisión de la crisis únicamente caben dos tipos de respuesta: o te destruye, o emerges de ella renovado, con una mentalidad diferente, con la energía purificada y recargada, como la serpiente que muda y deja atrás su antigua piel. No hay término medio. No existe alternativa, y, afortunadamente, me cabe el gozo de poder declarar que sobreviví al achaque endurecido y con los chips felizmente cambiados…

Varias veces sostuve y acaricié la cuchilla de afeitar entre mis dedos; en varios momentos ensayé con ella la secuencia del corte y derrame final, y confieso que, si finalmente no consumé estas pretensiones no fue por miedo o por repentino remordimiento o por falta de coraje, ya que todo mi ser clamaba uniformemente por la ejecución del hálito de vida, cansado y desesperado como estaba de vegetar en esa situación sin perspectivas de solución, sino concretamente por no tener todas las garantías de que mi intento fuera a resultar un éxito.

Había oído decir que lo que muchos aspirantes a suicida buscaban con su acto intencionadamente inconcluso y fallido era llamar la atención, concitar con ese amago los miramientos de los que adolecía y andaba en carestía, y yo lo que bajo ningún concepto quería era precisamente errar en la tentativa: quería estar seguro de que funcionaría, que saldría bien, pero mi inexperiencia en el tema, en estos asuntos sobre cómo atentar contra la vida de uno, me llenaba de dudas que me retractaban. Había leído en algún sitio, no sé si es cierto o no, que para seccionarse correctamente las venas había que proceder a realizar los cortes no en horizontal sino verticalmente, y que además convenía, para asegurarse el éxito y la celeridad, sumergir las muñecas en agua caliente, requisito este último algo complicado de satisfacer al quedarme el baño en la otra parte del mundo, distrito inaccesible por mis propios medios, por lo que veía un poco difícil poder perpetrar el autoaniquilamiento con plenas garantías.

Las otras opciones y candidatos que barajé para poner fin a mi vida fueron rápidamente descartados y desestimada su utilización por el pobre porcentaje de eficacia que prometían; como la posibilidad de tirarme por la ventana, procedimiento un tanto complicado ya que además de no llegar a ella había que tener en cuenta que, viviendo en un primer piso, sería necesario efectuar el esfuerzo de arrojarme al vacío varias veces consecutivas para culminar la defunción, con el consiguiente peligro añadido de caer sobre algún transeúnte despistado e inocente, lo que podía acarrearme gravosas consecuencias de ámbito legal en forma de multa o de denuncia por vertidos ilegales en la vía pública… También quedaba desechada cualquier técnica que promoviera el ahorcamiento (no había manera de encaramarme hasta la lámpara para atar la cuerda, además de que tampoco tenía ni la más remota idea de cómo confeccionar el nudo de la soga), y aquellas soluciones que abogaban por dejarme morir de hambre al antojárseme demasiado crueles, lentas e indiscretas porque forzosamente ponían en alerta y perfectamente al corriente de lo que estaba ocurriendo a la gente de mi casa.

Pero fue una imagen repetida y persistente la responsable, la que me iba haciendo desistir de las funestas intenciones de acabar con mi vida: no podía evitar imaginarme la cara que pondrían mis padres cuando entrasen en mi habitación y me hallasen tendido en medio de un charco de sangre… Oía sus gritos, me desmontaban sus gritos, me destrozaba la visión de sus rostros descompuestos por la sorpresa y el llanto… No, no podía hacerles una cosa así.

No fue ningún concepto religioso ni ninguna palabra aduladora o disuasoria, ningún atisbo de esperanza en una pronta salida del túnel ya que en mi mente depresiva sólo había lugar para propósitos de muerte, sino una imagen, una imagen reincidente del estupor de mis padres al encontrarse con mi cuerpo la responsable de que fuera posponiendo mi decisión de apearme del coche en marcha o de pedir el finiquito antes de hora.

Y ocurrió que en uno de esos viajes a la repesca de lo imposible, un médico cabal y consecuente, al examinarme con un mínimo de honradez profesional, descubrió y diagnosticó con acierto que el mal endémico y crónico que devastaba mis músculos había alcanzado y había infectado mi sistema anímico, apenándolo, consternándolo, por lo que nos aconsejó que buscásemos ayuda psicológica para poder atajar o paliar en lo posible las secuelas de ese contagio.

Es realmente un misterio abstruso e indescifrable calibrar la influencia que ejercen las personas que se entrecruzan en nuestra vida; cómo puede haber tantas cuya huella se nos queda feblemente o con un influjo casi nulo, mientras que otras, muy pocas, resultan de una importancia tan rebolluda y turgente que después del encuentro con ellas nos vemos prácticamente obligados a revisar nuestras más arraigadas creencias y a cambiar la dirección de la vida que se nos antojaba firme e invariable.

El legado dejado por estas últimas personas en nuestra existencia no tiene por qué estar obligatoriamente relacionado con una gran inmersión de tiempo, no necesariamente han tenido que compartir con nosotros muchas horas y una gran intimidad; a veces es suficiente con una breve exposición, con una relación fugaz basada principalmente en un gesto o en unas palabras para encender la mecha que hará convulsionar nuestra antigua quietud y visión rutinaria de las cosas, transportándonos hasta nuevas esferas donde se producirá una renovación de las romas maneras de actuar.

A veces, cuando peor se pone todo, cuando más oscuro se vuelve el camino, surge, espontánea y mágicamente, el salvavidas oportuno en el que cogernos para obtener el empuje y salir, otra vez, a flote. Es un interrogante abierto su procedencia, de qué extraños conductos se ha servido para llegar hasta nosotros cuando hacía unos instantes la mirada escrutadora no había divisado en el horizonte ningún rastro del elemento con visos de auxilio acercándose: sólo vislumbraba un llano infinito de aislamiento, duna permanente de la que parecía imposible que algo con intenciones de bien al prójimo pudiera germinar; pero la verdad es que cuando menos lo esperaba y más lo necesitaba dos acontecimientos redimidores irrumpirían en mi vida, revistiéndola de fuerzas renovadas que me ayudarían a abandonar, definitivamente, el infierno.

Sería injusto hablarte de las personas que han ejercido una influencia especial en mi vida, de aquéllas que han contribuido notablemente con su grano de arena a engordar la mochila de mi rebelión particular, agraciándola con una gran cantidad de nuevos datos que me harían más hábil en la contienda, sin mencionar a una persona que lleva tantos años junto a mí: se trata de la doctora Mari Juana Moll, psiquiatra y amiga, quien, primero, me tendió una mano cuando más lo necesitaba, y a la que más adelante acabaría haciendo partícipe, en una relación que fue mucho más allá del terreno profesional, de gran parte de mis meditaciones y del incesante ir y venir de las estrategias que empleo en esta disputa congénita y fratricida; compartiendo con ella los avances, las victorias, los sinsabores y los retrocesos que ésta me depara.

Si esto fuera una historia de personajes de cartón o de héroes autosuficientes y altivos, si ésta fuera una apología de los embusteros relatos de ciencia ficción que describen a un hombre perfecto que se basta a sí mismo, la mención de la palabra ayuda o psiquiatra sonaría como un desagradable chirrido que estropearía el tono ensalzador y desprestigiaría las supuestas cualidades del superhombre a adorar. Pero esto es una crónica de seres humanos de carne y hueso, reales y auténticos, con sus defectos y virtudes; ésta es la constatación escrita de que nuestra naturaleza es voluble y limitada, y de que todos nos necesitamos unos a otros para minimizar nuestras imperfecciones con el calor y el apoyo de un igual, y, por tanto, si hubiese que hacer una oda a las cualidades del héroe no sería precisamente a las que es capaz de albergar éste en su individualidad, sino a las que resultan estimuladas en la interacción con nuestros semejantes.

La doctora Moll ha sido una de las personas de las que más y mejores enseñanzas he podido recoger para, una vez transubstanciadas convenientemente, poder utilizarlas como poderosa artillería de refuerzo en este conflicto que disputo hasta las últimas consecuencias; ha sido sin ningún género de dudas la persona que más ha saciado esta voraz hambre interna por conocer y comprenderme tanto a mí mismo como a los seres de mi alrededor; quien me ayudó a curar mis heridas cuando peor estaba después de haber tocado fondo; y quien se convertiría, cuando la habitación hubiera hecho un sándwich conmigo, cuando mis amigos se hubieran esfumado o exiliado, qué remedio, a estudiar fuera de la isla, prácticamente en el único contacto que tendría, regular y de íntima confianza, con otro ser humano.

Siempre recordaré la primera conversación que mantuvimos, las primeras palabras que intercambiamos en los prolegómenos de nuestra longeva relación que dura ya tantos años. Me habían llevado a su consulta acompañado del abatimiento, hastío y pasotismo en el que estaba empadronado. Esperaba indiferente que en cualquier momento me apabullaría soltándome el discurso enlatado tantas veces oído que la voluntad lo puede todo, que era un vago y un inútil empedernido y que, si de veras me lo proponía, pasito a pasito podía conseguir noquear a la enfermedad.

Pero, ante mi sorpresa, no me abroncó ni me reprendió severamente, sino que se unió a mi tribulación aplacándola, consolándola, manifestándome que mi estado de desfondamiento era una consecuencia totalmente lógica y esperada a tenor del desgajamiento reiterado del que estaba siendo objeto. Me dijo, sin titubeos, que conocía el mal que me aquejaba, y que mis reacciones eran perfectamente previsibles. Nadie, nunca antes, me había hablado así. Levanté la vista y la miré, esperando hallar el truco que escondía detrás de tales palabras; aguardando a que, de un momento a otro, después de haberme embrujado y apaciguado, sacada mi cabeza del hoyo, aprovecharía y me atacaría con improperios picudos hasta dejarme baldado. Pero nada de todo esto ocurrió: no había trucos, decía la verdad, parecía sincera. Sentí, repentinamente, un impetuoso deseo de confiar en ella, de haber encontrado a alguien que me entendiera y con quien poder hablar. Tal vez había dado con una persona así, pero no quería precipitarme ni hacerme ilusiones. Algo de dentro de mí se movía, se empeñaba en abrirse, pero había que ser cauto, contenerse un poco; esperar.

Una de las preguntas que me hizo fue a qué clase de actividades solía dedicar mi tiempo, a lo que contesté que mayoritariamente lo tenía repartido entre estudiar y hacer, mientras había podido, ejercicio, dividiendo este último en varias secciones y series divertidas para cogerle gusto y hacerlo más sugestivo. Fue entonces cuando comprendí que mi vida no era precisamente muy boyante en cuanto a diversidad de ocio que había conseguido recopilar para ella, conclusión compartida íntegramente con la doctora, que me instó e hizo hincapié en que a partir de entonces debía buscar nuevos alicientes y quehaceres que rellenasen el paso del tiempo. Ésos fueron los deberes que me encomendó.

Aprovechando el clima de creciente confianza y comodidad en el que me hallaba, empecé a sentir una acuciosa necesidad de poder hacerle una pregunta que me quemaba con insistencia: «¿De qué me ha servido todo lo que he hecho, tantas horas desperdiciadas de gimnasia? ¿De qué, de qué me ha servido?». Imploré, esperando obtener una conclusión que sabía irresoluble o tremendamente complicada, con unas escasas probabilidades de hallar una parca y mínimamente potable respuesta. «No lo sé, tal vez si no hubieras hecho tanto la enfermedad hubiera avanzado mucho más rápido», me contestó, tratando de aliviarme, de espantarme esa ofuscación obsesiva de la cabeza… Trabajo duro, misión complicada…

Durante los meses que siguieron cada vez que fui a su consulta le formulé la misma pregunta; exponía al aire esta enrevesada interrogación como parte del proceso de cauterización de mi dolor, como si, a fuerza de repetirla y repetirla, se fuera depurando en mi interior el modo para agotarla y superarla. Llegaría a agotarla y a superarla por hartazgo o por extenuación, porque irían surgiendo nuevos temas e intereses más deslumbrantes que irían engatusando mi atención, porque quería y tenía que seguir adelante; aunque confieso que nunca he encontrado una respuesta convincente a esta cuestión, la cual permanece allí, intacta y circunspecta.

Y el tiempo fue transcurriendo y lentamente, a base de diálogos y diálogos y su posterior reflexión asimilativa (resulta curioso que sea el mismo proceder del intercambio de palabras, ya sea a solas con uno mismo o mediante la intercesión de un interlocutor, el eje principal, la vía prácticamente única que conduce hacia el conocimiento de uno mismo, demostrándose que la antigua praxis propugnada por Sócrates es totalmente cierta y sigue estando rabiosamente vigente) se fueron clareando los humos infernales y desterrándose de una vez por todas esta negritud depresiva. Poco a poco el color sonrosado del buen ánimo fue retornando a mi semblante, y las ganas de salir de la depresión, aunque aún no sabía muy bien cómo ni por dónde, volvieron al hogar.

Y fue en vísperas de esta primera etapa concluida, recobrados unos mínimos vitales, cuando la doctora, adivinando que si oficiábamos nuestra separación volvería a quedarme sin nadie, me regaló una de las frases más bonitas y sentidas que me han dicho jamás: «No te preocupes, mientras quieras y yo pueda vendré siempre que me sea posible a verte». Y cumplió su palabra.

En el momento en que te escribo estas líneas llevamos ya más de doce años de relación ininterrumpida; una relación consolidada por unos vínculos de amistad sinceros y entrañables. Prácticamente cada semana, desde hace ya tanto tiempo, viene a visitarme, altruista y desinteresadamente, demostrándome una tenaz e inagotable preocupación hacia mí, por saber qué tal estoy, cómo me encuentro, qué tal van mis nuevas maquinaciones… En un ambiente de continua e insalvable deserción tanto de mis fuerzas físicas como de personal, en esta escabrosa cañada por la que voy y en el que estoy metido donde lo fácil es abandonarme, no seguir conmigo y marcharse a circular por autopistas rectas y lisas que conducen hasta finales no tan dramáticos, yo le formulo muchas veces, intrigado, la misma pregunta: «¿Por qué se empeña en seguir visitándome asiduamente cuando lo más cómodo sería olvidarme, haberme ido relegando poco a poco de su vida?». Le pregunto por qué, a ella que tanta gente conoce, que tantas relaciones tiene, que tanto tiempo ha de perder para venir a visitarme, para reservarme un hueco en su agenda repleta que podría destinar a asuntos mucho más agradables, sigue interesada y preocupada por mí; y siempre me contesta con la misma respuesta, compuesta, al cincuenta por ciento, por dos razones: «Por una parte vengo porque soy consciente de la situación de aislamiento y duro desposeimiento físico en la que te encuentras, pero esta razón no es suficiente para prolongar las ganas de querer verte durante tantos años, ya que, aunque te cueste creerlo, vengo también por otro motivo: por mí, porque me aportas cosas que me hacen pensar y enriquecen mi vida». Siempre me contesta de la misma manera, y, aunque albergo serias dudas de que me esté diciendo la verdad en lo que a la segunda parte de su exposición se refiere, ya que lo único de interesante que le puedo ofrecer es la oportunidad de poder estudiar en vivo las evoluciones de un sujeto exótico como yo, lo cierto es que, sorprendido e impresionado por sus palabras, no quiero dejar escapar la ocasión para expresar, a través de las mías, mi más sentido agradecimiento y lo inmensamente afortunado que me siento por tener cerca de mí a una persona como ella.

Es prácticamente la única persona de mi vida a la que, debido a su compromiso y a su persistente interés en conocerme, me he atrevido a revelarle una parte de mis investigaciones y de mis proyectos que constantemente bullen en esta olla exprés que es mi cabeza, consiguiendo, gracias al proceso de comunicación, desahogarme y liberarme de detritus perniciosos y dejar así espacio para generar nuevas elucubraciones, nuevos bocetos calenturientos de cara a futuras campañas militares. Es la persona que, dentro de la monumental distancia que me separa ya de los demás, más se ha acercado y comprendido mi mundo, este mundo raro e insólito de los que respiran y subsisten entre las alcantarillas de la excepción.

La doctora fue la primera persona que recuerde de cuyos labios oí pronunciar la palabra enfermedad desprovista de un sentido de vergüenza, censura o recriminación. Hablaba de ella como un fenómeno externo, accidental, ajeno a mi voluntad, pero que interfería con innegable gravedad en mi vida. Escucharla me tranquilizaba, clarificaba y hacía vibrar dentro de mí la cuerda de la verdad que durante tanto tiempo había aguardado ser tocada, destapándose e inundándome el aroma de la dicha serena que sólo se desata en presencia del reconocimiento de una auténtica e irrebatible certidumbre. Así como un extranjero siente un júbilo especial al encontrarse a otro de su misma estirpe entre una multitud de extraños, así como un color brilla más y experimenta un incremento de su tonalidad cuando localiza a un igual dentro de un mosaico heterogéneo, la verdad interna, cuando se topa y escucha la cadencia de una homónima verdad de allá fuera, se estremece y se agita alborozada.

Esta aclaración aparentemente tan sencilla, que alguien me enfatizase y remarcase lo que íntimamente siempre había sabido, tuvo para mí una importancia capital: supuso el punto de partida hacia un replanteamiento de mi forma de obrar y de pensar. Sus palabras llegaron en el momento justo y oportuno, en una confluencia de acontecimientos especial, ya que si por entonces aún hubiera podido andar probablemente no le hubiera hecho mucho caso y me hubiera lanzado otra vez a la descabellada empresa de mi restitución física; pero, atrapado en la vulnerabilidad, inmovilizado, la resonancia de sus palabras estaba en una inmejorable situación para arribar hasta mí, surtir efecto, y sacarme de mi cerrazón.

Y lentamente, a base de repetirme y repetirme que el desmoronamiento tanto físico como psicológico del que estaba siendo objeto era algo lógico que venía incluido en el lote de esta patología, que eran síntomas y signos esperados de un proceso que, por más que quisiera, no podía parar, la hinchazón de mi sentimiento de culpabilidad, negra y purulenta ya, que supuraba por los cuatro costados, poco a poco fue remitiendo y aplacándose hasta que me fue permitido contemplar, eliminada la insolación que los distorsionaba, los fenómenos que me circundaban con una más ajustada objetividad.

Estoy plenamente convencido de que, en el eterno pulso con la dualidad que cada ser humano sostiene dentro de sí mismo entre los dos irreconciliables y enfrentados opuestos, existe una marcada tendencia, una inclinación natural a decantarse hacia el lado de la luz, hacia aquello que por una sensación imposible de ser descrita sabemos que nos es beneficioso y nos puede aportar fruición; por lo que, a veces, para influir en esta toma de orientación hacia un bando u otro basta cualquier nimiedad en forma de gesto, mirada o susurro pronunciado para que la balanza se desnivele en favor de uno u otro contrincante. Todos sentimos latente esa propensión hacia las zonas que nos dispensan sosiego y comprensión, y es, a veces, en algún momento puntual, la presencia y la influencia de algo o de alguien el agente responsable de darnos el empujón que nos faltaba para deshacer el empate permanente y movilizarnos hacia las regiones donde nos es dado describir el milagro y la fortuna asociada al hecho de sentirse vivo.

Y alguien llegó y me rozó levemente, a mí, que tanto clamaba por salir de las tinieblas, por hallar respuestas, y puso en marcha un irrevocable cambio de sentido y ascensión cuyos primeros signos fueron una paulatina asunción de mi inocencia en todo ese cataclismo biológico: había hecho todo lo humanamente posible para retrasarlo y contenerlo; aprendiendo, en tal curso esclarecedor, a sobrellevar mi impotencia de un modo menos lesivo e incompetente. Pero cuál fue mi sorpresa cuando después, una vez desbrozada la maleza que lo tapaba y ocultaba, apareció y fue emergiendo un interés nuevo, que había estado soterrado, aguardando en un segundo plano: una golosa e imperiosa necesidad de saber, de conocer más sobre las etapas y hábitos de la dolencia que me aquejaba; por lo que empecé a buscar información, a leer y a consultar datos y personas para poder perfilar con mayor detalle y exactitud el contorno del monstruo.

En este progresivo viaje emprendido hacia mi embrión personal, uno de los aspectos iniciales que más me llamaron la atención fue el descubrimiento de la amplísima diversidad de formas que era capaz de adoptar y en las que se dispersaba el engendro: constaté, con asombro y puñalada para la seguridad de mi ego, que no sólo existía un nombre y un único patrón que aglutinaban en exclusiva el expolio de las fuerzas corporales, sino que, supongo que para hacer más complicado su apresamiento, el ente demoníaco se extendía y dividía en una vasta multiplicidad de denominaciones, tipos y categorías de dolencias que, aunque cada una de ellas tenía sus propias características que la hacían diferente de las demás (las había más rápidas y más lentas, más letales o menos, unas afectaban toda la planicie del cuerpo mientras que otras simplemente operaban en grupos locales), todas ellas tenían el nexo en común de ser enfermedades neurodegenerativas que, casi siempre en una escalada progresiva, iban causando debilidad y una mengua del tono muscular.

Y a mí, que ya me resultaba difícil hacerme a la idea de que padecía una dolencia poco común y minoritaria, el hallazgo de que el mal usurpador no se concentraba solamente en la pequeña sección bajo la que estaba diagnosticado sino que se extendía, incansable, imparable, entre otras muchas ramificaciones supuso un golpe de soledad que me hizo sentir mucho más diminuto de lo que ya me sentía; al tiempo que me dejó pasmado por la retorcida complejidad que era capaz de adoptar la naturaleza en su vertiente más pervertida: no había una, sino muchas, desperdigadas, superpuestas, subclasificadas, algunas tan infrecuentes que apenas se había inventado aún un nombre con el que designarlas… Un amplio y surtido abanico de trastornos y afecciones que, aunque muchas veces el argot popular trata de englobarlas bajo la denominación de distrofias musculares, lo correcto sería no emplear la terminología de una parte para hacer referencia a todas ellas, sino utilizar la denominación de enfermedades neuromusculares; comprendiendo este concepto aquellas patologías caracterizadas por una degeneración de los músculos o de los nervios destinados a ellos, con la consiguiente atonía y pérdida de fuerza. Y no eran dos, ni tres, ni cuatro las afecciones que componían la lista, sino cuarenta, más de cuarenta dolencias que se sucedían en una enumeración desmesurada, que parecía no tener fin, compitiendo y rivalizando entre ellas para ver cuál presentaba un cuadro más espeluznante y aterrador.

En este encuentro inaugurado hacia los orígenes mutados de mí mismo, en este escalonado destape y comprensión de las peculiaridades físicas bajo las que estaba sometido, me produjo una desgarradora impresión la revelación de la existencia de tipologías tan malignas dentro de la enfermedad que me era propia, variantes que mataban tan rápida y precozmente a los que les había tocado el colmo de la mala suerte al haber caído y ser encasillados allí.

Niños cuya esperanza de vida no sobrepasaba los tres o cuatro años de edad; niños que apenas habían tenido tiempo de abrir los ojos cuando la guadaña maldita e inoportuna les obligaba a cerrarlos para siempre. Simplemente, era dantesco.

En plena búsqueda de información me topé con la noticia de un congreso sobre la atrofia muscular espinal celebrado en un país extranjero; congreso organizado por el matrimonio formado por los esposos Macaulay, cuya hija, Jennifer, había fallecido cuando era aún un bebé. Me conmovió y me impresionó gratamente el hecho de comprobar que había gente que, lejos de reaccionar a la tragedia olvidando y apartándose, en un comportamiento perfectamente comprensible, de todo aquello que tuviera que ver con el suplicio sufrido por su hija, adoptaban una actitud de enfrentamiento, de continuar en primera fila del conflicto fundando una asociación (The Jennifer Trust For Spinal Muscular Atrophy) que tiene como objetivo asesorar, facilitar ayudas técnicas a aquéllos que lo necesitan y fomentar la investigación organizando, anualmente, un congreso en el que se exponen y debaten los últimos avances.

Al leer esta noticia sentí cómo dentro de mí volvía a caer otro travesaño y un atizador luminiscente espantaba sombras y apuntaba nuevas posibles direcciones; y empecé a pensar en la idea de que, tal vez, podría haber modos y maneras más útiles y eficaces de encaminar la lucha…

Pero quedaba aún mucho trecho por recorrer. Antes que fijarme metas tan lejanas tenía que dar el primer paso hacia la total aceptación de mí mismo; poner, costase lo que costase, la primera piedra del edificio donde no tuvieran cabida los reproches ni los sentimientos de culpabilidad y, para ello, nada mejor para despejar el terreno que la contundencia de un ejercicio de autoafirmación: contar, en una exhalación pelada y estentórea, a todos los amigos que se me pusieran por delante la verdad de lo que me estaba pasando; dejarme de circunloquios y evasivas y, en un acto valiente y enérgico, llamar a las cosas por su nombre: y confesé a mis amigos por qué poco a poco iba perdiendo fuerza, les hablé, con mis propias palabras y llenándoseme la boca de una extraña sensación al pronunciar su nombre, de una enfermedad a quien atribuir la responsabilidad de mi progresiva decrepitud…

Concluido el comunicado recibí, de parte de los destinatarios de mi declaración, una instantánea de sorpresa e incredulidad: algo así no puede existir, me decían, a la vez que me expresaban una perplejidad teñida de elogio por lo bien que lo había sabido disimular hasta entonces: mi talante campechano enmascaraba con gran acierto ese descuartizamiento degenerativo que anunciaba que me poseía; habían notado mi empeoramiento, aunque no sabían exactamente a qué achacarlo…

Pero las consecuencias de la notificación pública de lo que padecía no sólo me reportó el efecto positivo liberador de quien descarga por fin un peso que durante tanto tiempo le ha estado fastidiando impidiéndole acceder al estrado del pleno reconocimiento de su identidad, sino que también trajo consigo una inesperada consecuencia nefasta que no había podido prever ni calcular: a raíz de mi comunicado perdí a algunos de mis amigos, amigos que comenzaron a apartarse de mí, a rehuirme, a evitar mi compañía al deducir equívocamente por el cascabel de algún fantasma donde no lo había que a partir de entonces mi carácter iba a cambiar, que iba a convertirme en un mendigo pesimista que no pararía de llorar su pena y extender compulsivamente el plato de su compasión. Desaparecieron drásticamente del mapa porque la estructura de sus mentes forradas con la simplicidad no podía soportar la parte más dura e inverecunda de la existencia, por lo que, detonación que provoca la estampida, se alejaron y alejaron, cortaron para nunca más volver.

El resto de los amigos que sobrevivieron a esa primera criba sucumbiría poco después, prácticamente todos y al unísono, a la llamada del distanciamiento y la desvinculación con mi persona cuando fueran raptados implacablemente por un asunto que los embobó y absorbió por completo, y al que se referían con el nombre de «novia». ¿Qué era eso? ¿Tan importante era para ofuscarles de esta manera? ¿No exageraban en la narración de esas calidades señaladas como insuperables? ¿No eran demasiado jóvenes para ello? No lo entendía, no lo entendía…

Y me quedé solo, completamente solo.

Pero esa contingencia no me preocupaba por el momento, un poco más de soledad no hacía daño; la cuestión de reordenar mis ideas y reorientar mi vida era lo que me reclamaba con prioritaria insistencia. A medida que iba abandonando y dejando atrás lo viejo, las antiguas y desfasadas formas de pensar, se iban abriendo ante mí las claraboyas de raciocinios y de proyectos que hasta entonces habían permanecido agazapados en la clandestinidad, destacando, de entre todos ellos, uno en especial: un antiquísimo sueño de la infancia que, valiéndose del amaine de las aguas y de que ya estaban un poco más claras, hizo su entrada triunfal, apoteósica y espectacular, por el arco de mi vida, dotándola del segundo empuje trascendental para salir del pozo.

Sin saber muy bien cómo ni por qué, ese antiguo sueño había conseguido sobrevivir al paso del tiempo; se había hecho con unas mínimas burbujas de aire con las que poder seguir respirando bajo la compacta capa de hielo que lo cubría, aguardando, paciente, moviéndose con sigilo en la retaguardia a la espera de que la perturbación sólida se deshiciera y pudiera gozar de una oportunidad para desarrollarse. Como los mejores vinos que se reservan para el final, como la sorpresa que se esconde dentro del pastel, esperó a que el fuego de los conflictos obscuros se hubiera apagado para hacer su aparición en olor de multitudes.

Resultó que, en esos días de restablecimiento de mi tono vital, leí en el periódico la noticia de que varios entrenadores de baloncesto muy afamados y de mucho prestigio iban a venir a la isla para impartir una serie de conferencias sobre la técnica y táctica de este deporte. Como por esos extraños e insondables impulsos que me poseían y guiaban de tanto en tanto había continuado manteniendo con vida esa afición, alimentando esporádicamente su caldera con algún que otro libro que, distraídamente, le había ido echando, pensé que sería una buena oportunidad para comprobar cuál era mi nivel, para tener constancia de hasta qué altura alcanzaban mis conocimientos.

Y asistí a las conferencias. La verdad es que tenía miedo de no enterarme de nada, de hacer el ridículo… Pero cuál fue mi sorpresa cuando, tomando apuntes y escuchando desde un rincón de la sala, me di cuenta de que comprendía bastante bien lo que explicaban y de que mi nivel era mucho más elevado de lo que había creído. Ese niño que leía libros mientras contemplaba desde la ventana de la clase cómo sus compañeros jugaban a este deporte no había perdido, ciertamente, el tiempo. Hasta aquí, una satisfacción más cumplida y gozada, pero aún quedaba lo mejor.

Concluidas esas jornadas me enteré de que se iba a realizar un curso para obtener el título de entrenador de baloncesto. Ya que estábamos, sería otra buena ocasión para seguir probándome y ahondando en el tema: me inscribí, aprobé y me lo saqué. Comenzaba a fascinarme aprender, corroborar con regocijo que todas esas migas que del saber baloncestístico había ido recolectando en el más absoluto de los sigilos durante tantos años, no habían caído en saco roto, y que ahora podía darles una continuidad, seguir agrandando esa bola sin tapujos, abiertamente, con más celeridad, en un constante cultivo de nociones nuevas que iba a arrojarme hacia unos años sinceramente inolvidables.

Y fue por uno de esos avatares sorprendentes que confluyen en la vida —porque ya era hora de catar un poco la otra cara, viajar por su lado más agradable— cuando arribó (en una conjura de coincidencia, al producirse precisamente una vacante juntamente con —todo hay que decirlo— un principio de enchufe al haber sido mi padre jugador de ese club, circunstancia que al ser conocida por los directivos facilitó mi introducción y un cierto derecho de prioridad en la elección al fijarse en mí antes que en un desconocido) el dulce ofrecimiento, el segundo acontecimiento clave e impulsor que aterrizó y llamó a mi puerta.

Días después, cuando volví a ver a mi psiquiatra, le mencioné si se acordaba aún de la recomendación que me había hecho acerca de que debía buscar nuevas actividades para ocupar los espacios de mi existencia con el fin de realzarla y dotarla de un mayor número de ilusiones para salir adelante, apartándola en lo posible de los focos de preocupación constante, y ante su respuesta afirmativa le expuse, dubitativo pero a la vez con la ilusión de un chiquillo:

—Creo que me gustaría ser entrenador de baloncesto.