7

Y mi descenso a los infiernos se consumó. Y se hizo la oscuridad; y su rey, El Abominable, El Execrable, El Terrible también conocido como Silla de Ruedas, talados los últimos impedimentos en forma de piernas que ya no podían sostenerme, tomó posesión de su trono en la explanada de mi trasero, haciéndome su súbdito, su súbdito a perpetuidad.

Y lentamente nos fuimos acoplando, mi dependencia hacia ella se fue incrementando e incrementando hasta fusionarnos en una peculiar simbiosis permanente en la que no se sabe muy bien dónde empieza el cuerpo de uno y acaba el del otro. Hemos llegado a estar tan unidos, tan compenetrados, que hemos trascendido ya nuestras respectivas individualidades y naturalezas tan diferentes para formar una especie de hombre biónico pintoresco en el que resulta tremendamente complicado discernir la línea fronteriza entre mi piel transpirable y su combinación de plástico y metal; en la que resulta muy difícil separar con claridad los componentes y adjudicar a cuál de los dos pertenece esa protuberancia incierta. Somos uña y carne, amalgamados y esposados por el oficiante cruel destino. Formamos una pareja que se tiene antipatía, pero que, sin embargo, sus respectivos integrantes no pueden vivir el uno sin el otro: yo la necesito imperiosamente porque no puedo permanecer levitando indefinidamente en el aire; y ella requiere de mi presencia para poder hacer extensiva su utilidad sobre alguien, consciente de que si nadie se sentase sobre su regazo su existencia no tendría más razón de ser que la de pudrirse en el trastero de los objetos inservibles.

Yo, fanfarrón de la corte, bufón idealista que pretendía ser el primer niño afectado de una dolencia de este tipo en autosanarse; yo, que confiaba plenamente en mis estratagemas y en mi fuerza de voluntad para superar lo insuperable, había sido derrotado; había recibido una estocada, contundente, donde más dolía, que me arrojó, salvaje e inmisericordemente, al oscuro precipicio.

Durante toda mi vida había estado balanceándome peligrosamente por el filo de la navaja; había estado manteniendo el equilibrio a duras penas sobre el alambre de medio palmo de grosor; hasta que mis fuerzas se agotaron, perecí, y fui tragado por la nada, llevándome conmigo todo ese rosario de horas y piruetas improductivas.

Ahora leo, impertérrito, como a quien no le va la cosa, como aquél que busca la distancia para no identificarse con un pasado demasiado desquiciado y doloroso, el fragmento de un libro cualquiera de neurología que a continuación te transcribo para que me acompañes en el sentimiento y para que te llegue el estallido de huesos que me revientan por dentro: «… El ritmo de progresión puede variar ostensiblemente. El hecho de que el reposo tenga un efecto adverso sobre el curso de la enfermedad es de gran importancia práctica. […] En aquellos niños de corta edad en que los síntomas se encuentran presentes de una manera clara y evidente, la posibilidad de que acaben en una silla de ruedas antes de los veinte años es considerable». Leo y releo con el asombro de quien ve escrito con total nitidez en un trozo de papel desconocido el texto de una profecía cumplida que le atañe y hace referencia a él; como quien contempla su propia esquela en la que además, supongo que porque no alcanzaba el presupuesto, están englobados y pueden verse perfectamente identificados otros como yo (una para todos, así se ahorra papeleo y dinero, a la par que resulta mucho más impactante y escalofriante), y no puedo impedir que me embargue una llamarada de rabia y de maldición asesina hacia el escriba que ha sido capaz de compilar en apenas unas palabras tan secas y frías todo el acontecer corporal de mi vida con tanta exactitud y precisión, con tan nulo error caligráfico, con tan poco espacio para la improvisación y para el libre albedrío («… la posibilidad de que acaben en una silla de ruedas antes de los veinte años es considerable»). Leo y despotrico en silencio, y suspiro y me golpeo virtualmente la cabeza hasta sangrar al constatar que mi porvenir físico ya estaba escrito, que llevaba y lleva desde tiempos inmemoriales redactado, inmutable e insensiblemente, en una simple y lacónica frase que no permite modificaciones ni retoques de ninguna clase; y me siento como aquél que en sueños volaba y que creía imperecedera esta facultad, y que luego, al despertar, se da cuenta de que está clavado pesadamente en la cama; o como el que se vanagloriaba de haber dado la vuelta al mundo y descubre con sorpresa que ha estado siempre atado a un poste con recias cadenas sobre el que gira y gira, y todos aquellos países por los que presumía haber viajado sólo los ha conocido a través de su imaginación («… la posibilidad de que acaben en una silla de ruedas antes de los veinte años es considerable»). Leo y me pasan por encima la risa y el llanto, la irritación y el enternecimiento por la retrospectiva que me viene a la mente de ese crío canijo y perdonavidas que litigaba contra las leyes universales establecidas; que pretendía ser una excepción a los determinismos biológicos imperantes, cambiarlos, retocar esos caracteres atávicos escritos con la tinta proteínica armado únicamente con una espada de madera y con un simple gorrito de papel. Anda, chaval, no molestes, vete a jugar a otra parte. Voy a decirle a tus padres que no te dejen ver tantas películas.

Era como una pulga al pie del Himalaya, y mis gritos no consiguieron derribar la inconmovible montaña. Era, inapelable e irreparablemente, tanto si me gustaba como si no, uno más cuyo devenir está trágicamente escriturado y contemplado en el libro de la Vida Injusta. No había manera de escapar, todas las fases se iban y se van cumpliendo a rajatabla, con una dramática puntualidad. Estaba acabado, vencido. Mi vida entregada no valía nada.

Yo había sido un niño bueno, había rezado diariamente y hecho actos de bondad; pero nadie me había escuchado. Había sido un niño atleta disciplinado que trabajaba a destajo los ejercicios, pero nadie se había fijado en mí. Mundo de sordos y de ciegos, mundo desalmado y bárbaro exento de alguien que me tuviera un mínimo de consideración. Pues me voy, me marcho de esta tierra inhóspita, me largo a otra parte. ¿Qué puedo perder? Adiós, hasta nunca. Si al que reina y gobierna en los cielos de arriba le importo un carajo, y en el orbe terrestre no existe ni un conciudadano caritativo que se interese por mí, la única alternativa que me queda es irme hacia abajo; adentrarme y explorar el infierno. Adiós, mundo cruel, me exilio forzosamente. Reniego de todo: de mi cuerpo y de mi condición de humano. Hasta nunca. Quedaos con mis escasas pertenencias. Seguro que el diablo me tratará mejor y, si no lo hace, al menos tendré a alguien a quien dirigirle el desentono de mis lamentos. Goodbye. Tierra: ¡trágame!, ¡enséñame lo que escondes bajo tu vientre; enséñame tu útero, negro y tremebundo, en el que pueda aniquilarme y desbarrar gustosamente de tanto chillar!

Y el infierno me acogió con los brazos abiertos, sin pedirme apenas nada a cambio. Solamente, creo que para gastos de mantenimiento o para hacer con ellos un buen caldo para el almuerzo, se apoderó de algunos restos que me quedaban: me despojó de mi lengua (y a partir de entonces sólo atiné a pronunciar palabras lúgubres y tristes), de mi vista (y a partir de esa privación sólo atisbaba vasos medio vacíos de melancolía), de los muelles de mi ánimo, y, por último, me desposeyó también de la corriente eléctrica que alumbraba la plaza de mi mente, dejándome en una oscuridad absoluta y total.

Ahora sé que mis días como caminante estaban contados, que estaba previsto y calculado que ocurriera, más pronto o más tarde, según está mandado y decretado en el manual de mi porvenir físico que comparto con otros desdichados. Ahora sé que el percance en mi rodilla lo único que hizo fue adelantar unos meses lo inevitable, el proceso ilógico pero normal en mí de dejar de andar. Ahora sé lo que antes ignoraba, pero, aunque lo hubiera sabido, dudo mucho que lo hubiera aceptado tranquilamente sin presentar batalla y sin la posterior frustración e impotencia derivadas que, del fuerte puntapié que me dieron, me enviaron directamente al recibidor de las tinieblas.

El primer mandamiento que me masculló la impregnación infernal fue que abandonase los estudios. Después de mi caída seguí más o menos el ritmo académico gracias a los apuntes que me iban pasando mis compañeros, ya que estaba convencido de mi pronta restitución y de que ese período de absentismo era solamente un breve paréntesis, una escueta parada sin grandes consecuencias. Pero según pasaba el tiempo y no mejoraba, fui dejando y renegando de las labores empollonas: primero porque el foco principal de mi preocupación se centró por completo en el tema de una inalcanzable rehabilitación que de tanto demandarme horas y más horas agotó y se apoderó de la partida destinada en un principio para estudiar: me quedé, materialmente, sin tiempo para ello; pero después las razones que propiciaron mi paulatina renuncia fueron, sencillamente, que ya no me restaba ni un ápice de motivación, ningún porqué residual perdido por el fondo de la bolsa de patatas, ninguna razón lo suficientemente estimulante para ello: y me plantaba delante del libro y apenas lograba leer unos párrafos antes de despistarme irrevocablemente o de quedarme trabado, enganchado en un punto fijo y difuso sin fuerzas para continuar. Nunca me había ocurrido algo así. Hasta entonces siempre me había jactado de lo bien que había conseguido aislar mi mente, del grado bastante alto de independencia que había alcanzado respecto a los problemas de declive que continuamente masacraban mi cuerpo, minimizando y atemperando su incidencia. Me sentía dichoso de haber reforzado y engrosado este biombo separador; y de haber hecho precisamente de mis estudios el anclaje principal y prácticamente único que me mantenía unido, como uno más, al resto de mis compañeros, como la última isla que permanecía pura y a salvo de una civilización llamada disgregación. En mi larga y experimentada carrera como catador de esfuerzos había reseñado y colocado, subrayado en lo más alto de la clasificación, que el único esfuerzo que valía la pena, el único recompensado con un mayor porcentaje de equidad era el de estudiar. Pero ya no podía, ya no le encontraba un sentido; su sabor: insípido a mi paladar. El último lazo, el último puente, el último denominador común con los demás se había roto, definitivamente. Caía y caía, seguía cayendo hacia las abisales profundidades.

No era yo el único que no estaba preparado para el acontecimiento de dejar de andar: nadie en mi casa lo estaba; y aunque era una noticia anunciada a voces, tal vez por eso mismo, por el espanto y la petrificación que produce el chillido en plena cara, nadie atinó a tomar la iniciativa y a actuar con celeridad. Había tanto miedo, tanta negación, tanto rechazo a la despiadada realidad que nos acogíamos al eslabón de la fantasía final: esperar que poco antes de atropellarme y hacerme pedazos, el tren encontrase un desvío que evitase la catástrofe. Pero no fue así.

Mi padre, dado que vivimos en el primer piso de una casa, había comentado en alguna ocasión la idea de poner un ascensor; sugerencia que era rápidamente rechazada por mí esgrimiendo que era un atentado contra el empeño de mi esfuerzo y que, además, en caso de que me viera obligado a utilizarlo, quedaba aún mucho tiempo para ello: mientras yo pudiera, quería subir las escaleras al estilo natural con estas piernas antinaturales, costase lo que costase, con ayuda o sin ella, pero no pensaba renunciar. Como siempre, me parecía totalmente imposible que algún día se me suprimiese completamente esta facultad de superar los escalones: iría tal vez más lento o requeriría de más manos que me auxiliasen, pero poder, podría siempre.

Erré, otra vez, los cálculos y las previsiones, y al amputárseme la capacidad de poder andar y por ende también la de no subir nunca más las escaleras, me quedé prácticamente encerrado en casa, como una trampa para ratones que hubiera aguardado taimadamente mi entrada para cerrarse, atraparme, y no dejarme salir nunca más para ir a respirar la luz del sol. Parecía como si todos mis enemigos se hubieran confabulado y puesto de acuerdo para tenderme una emboscada, para taparme las salidas de emergencia e impedirme con sus furibundas lanzas que me acercase a ellas; por lo que no tuve más remedio que seguir hacia abajo, por el único pasadizo libre que conducía directamente hacia los calabozos sin billete de vuelta.

Estuve muchos meses, casi un año, sin apenas sacar los pies de mi casa; viviendo y experimentando todas las penas y rigores derivados del encarcelamiento, consumiéndome y errando entre cuatro paredes; porque ahora ya era un preso, ya podía decir que había probado en carne propia y con bastante exactitud los efectos y las sensaciones que quería designar tal palabra. Un preso.

Y las razones de esta reclusión fueron, en gran parte, por las dificultades arquitectónicas aparecidas, por el vía crucis que me representaba superar esa escalera; pero también porque la disposición invertida de mi ánimo me conminaba a cualquier cosa menos precisamente a salir: a enterrarme en la negrura, a revolcarme en el lodazal, a no contemplar más vistas que el páramo desolador de mi propia destrucción. El nuevo apéndice en forma de oscura burbuja que me crecía y me iba rodeando impedía, con su viscosidad impenetrable, con su filtro que oportunamente lo tamizaba, que me llegara algún destello o palabra bienhechora que consiguiera cambiar, aunque fuera brevemente, mi rictus hierático de res colgada en el gancho del matadero. Mi optimismo, ¿qué era eso?, que alguna vez, decían, había esbozado y me había distinguido, no era más que un recuerdo lejano del jurásico, un antepasado cavernícola del que hacía mucho tiempo me había separado. No me sentía en absoluto identificado con él, yo nunca había exhibido un talante alegre y jovial; había sido siempre así: gélido, apocado e inexpresivo.

Y la peste de la depresión se fue apoderando de mí, se fue extendiendo como una plaga que iba devorando, fácilmente, sin encontrar resistencia, toda viruta vital que pillaba en su recorrido. Asociado a esta intromisión, el concepto del tiempo sufrió otra variación: si de pequeño me pasaba volando ya que nunca tenía el suficiente para retozar y jugar, y después, según fuera pasando más horas en casa, la calidad y la aireación del mismo se iría enturbiando hasta hacerse un poco más soporífero, ahora, la vivencia del tiempo había vuelto a experimentar otra transformación radical: a las manecillas encargadas de marcarlo se les pegaron varios kilos de microorganismos corruptores que transformaron su paso en un transcurrir lento y grávido, que empellaban en dirección contraria a la voluntad de éstas haciendo que la duración de los segundos se dilatase, se espaciase interminablemente. Nunca antes en mi vida el tiempo había discurrido con tanta lentitud, con tanta parsimoniosa rugosidad de la que saltaban náuseas, pero, sobre todo, de una manera tan vacía, tan carente de significado. Recuerdo que mi ocupación principal y prácticamente única era la de mirar constantemente el reloj y esperar a que esa hora pasase, se descompusiese de una vez por todas y algo nuevo, portador de mejores vibraciones, ocupase su lugar. Pero cuál era mi sorpresa en este juego del sin sentido que, al arribar la siguiente, constataba con estupor que era exactamente igual a su predecesora y que ninguna buena nueva me había deparado: su misma laxitud, su misma desazón, su misma insubstancialidad… Eran todas iguales, como clones orondos y grasientos que había que mascar. Era la primera vez que los minutos me sobrevenían de esta manera, y no me estoy refiriendo a la sensación de aburrimiento que había probado, como todo el mundo, en alguna que otra ocasión; no, no se parecía en nada a esto, sino que iba mucho más allá de la típica desgana para describirse como una incapacidad absoluta y total para poder emprender cualquier actividad; como una extirpación de la apetencia, como un desposeimiento de la iniciativa. Me sentía anulado y descalificado para poder manejar el tiempo, para asirlo enérgicamente con mi mano y llenarlo de ocupaciones como había hecho hasta entonces. No sólo se me había privado de la posibilidad de poder andar sino que, aunque a simple vista resulta inviable colegir qué relación pueden tener una con otra, se me había despojado también de los utensilios mentales para transformar provechosamente las horas.

Incapaz de sacarle un rendimiento, de darle forma con la inventiva expropiada, la materia bruta temporal, inmensa, gigantesca, impresionante, sin correas ni presas que la contuvieran, se me echó encima como una dañina pedregada de congoja.

Los minutos pasaban y pasaban, me golpeaban insistentemente por todos los lados; pero no sabía qué hacer con ellos.

Mi voluntad, que tan fuerte creía, que tan satisfecho me sentía de ella, que tanto dominio presuntamente infalible ejercía sobre los elementos que entraban en contacto con ella, se había encogido y arrugado hasta convertirse en una diminuta canica con la que jugaban depravadamente las agujas del reloj haciéndola rebotar de un lado a otro; confundiéndola, estragándola…

Mi jornada diaria, antes sin huecos libres y cuajada de actividad, empezó a acontecer, en estos días del ocaso, anodina y siempre igual, sucediéndose con una monotonía larguísima: me levantaba, desayunaba, encendía el televisor y me apoltronaba delante de la pantalla; dejándome llevar por el carrusel de imágenes que me transportaban ante atractivos paraísos artificiales donde constantemente pasaban cosas, antítesis de la insulsa vida mía. Nunca hasta entonces había mirado tanto la televisión, ya que anteriormente apenas me quedaba tiempo para ello de tantos quehaceres prioritarios que tenía, y, aunque mi atención se desenvolvía preferentemente en una neblina en la que seguía con escasa concentración el hilo de los argumentos que se desarrollaban delante de mis narices, sí que hice méritos para comenzar a saberme los horarios de los diferentes programas en emisión o para conocer de qué trataban los culebrones venezolanos. Cierto que, de tanto en tanto, me revenía un achaque de remordimiento o de añoranza por el brío o salubridad mental de antaño; se me hacía inaguantable este vacío existencial y apagaba el televisor y me ponía a leer un libro. Pero era inútil: apenas aguantaba un rato delante de esas páginas desafiantes y hostiles entre las que intachablemente me perdía. No quedaba nada de esa antigua fruición por la lectura. Era un analfabeto convertido que no acertaba a relacionar dos frases seguidas. No podía. No podía leer, como si ese cansancio que desde siempre derrengaba mis músculos se hubiera extendido, como una espantosa metástasis, hasta alcanzar y emponzoñarme el cerebro. Pero me daba igual, me importaba un pito; y volvía a encender el televisor y a engancharme al borbollar de ondas electromagnéticas que tan bien obnubilaba y entontecía la mente.

Después, finiquitada la mañana, llegaba el almuerzo y la segunda entrega de ración televisiva salteada ocasionalmente con algo de música que no conseguía escuchar ni saborear con la atención y seguimiento que ella merecía, junto a los ratos residuales en los que enredaba colocando y volviendo a descolocar los cachivaches varios que se amontonaban por encima de mi escritorio. Hasta que aparecía la noche, hasta que arribaba el período de oscuridad que mejor describía y con el que más se identificaban mis penumbras internas: cenaba, zanganeaba un poco más, y me iba a la cama. Y así día tras día. Así transcurrieron esos días completamente planos.

Pero el tormento al que estaba sometido no se detenía para descansar, sino que estaba programado para una sesión continua, y, aunque pueda parecer que en un lugar tan frecuentado como es el infierno deberían disponer de la última tecnología del mercado en cuanto a los aparatos más sofisticados de tortura se refiere, en realidad se servían para el suplicio psicológico de técnicas muy sencillas y rudimentarias, al alcance de cualquiera, que en nada se asemejaban al martirio de colocarte unos auriculares con las estridencias desafinadas a todo volumen de un guitarrista de heavy metal. No, no hacía falta tomarse tantas molestias en la organización: en el marco incomparable de la noche bastaba aplicar la voz interna del propio sentimiento de culpabilidad que, aprovechándose del silencio nocturno, se alzaba para vociferarme en la cámara que retronaba de mis oídos sus invectivas correspondientes con la finalidad de desequilibrarme un poco más. «Eres culpable —me susurraba—, tú tienes la culpa de no haber conseguido detener la enfermedad. Eres tan inútil que ni siquiera puedes ya andar. Fracasado, fracasado, qué gracia me haces, ja, ja, ja…» Esta cantinela se me repetía, una y otra vez, una y otra vez, corroyendo mi aguante con su taladradora hasta que, extenuado, sacaba la bandera blanca de mi lengua. Era, sin duda, la más eficaz de las torturas. No hacía falta mucho más para hacerme cantar como un descosido que se retuerce y convulsiona aparatosamente. Cada noche tenía una cita inexcusable con la administración de este castigo basado en las propiedades sinuosas de la voz. Cada noche lo mismo, la repetición de la misma historia.

Para poner una piedra más sobre mis hombros, a ver si acababa de hundirme de una puñetera vez, a ver si el proceso se aceleraba, había otros que esperaban ser atendidos, haciendo cola para el pelotón de linchamiento, las visitas de mis amigos y compañeros fueron poco a poco distanciándose y disminuyendo de frecuencia. Tal vez comenzaban a aburrirse, asuntos más nuevos e instintivos con los que definitivamente no podía competir tiraban de ellos con más fuerza, pero la verdad es que empecé a echar de menos las reuniones de los viernes. Pero no sólo lamentaba la oportunidad perdida de restar, por ínfimas que fueran, un puñado de horas a la presidencia de la soledad desmesurada, sino que los encargados de mi tormento, qué listos, siempre al acecho y a la expectativa de encontrar nuevos aparejos y procedimientos que aplicarme en la penitencia, descubrieron que este hecho podía ser utilizado como un potro para el correctivo más en mi contra; y así, cada viernes me ponía a esperar, en parte por inercia, en parte por esperanza, la visita de mis amigos. A la hora señalada, mis oídos, en alerta roja, se afanaban en filtrar todas aquellas señales que captaban; tratando de detectar en aquel ruido del motor de una motocicleta o en aquellas pisadas que me parecía escuchar taconeando la escalera, la prueba clara e inconfundible, gozosa, de su llegada, que, al no materializarse, al resultar ser una falsa alarma, convertían esa tarde de infructuosa espera en un logrado aparejo para mi consternación. Me prometía, cada vez, después de la cara de estúpido que me quedaba, que no volvería a caer en tamaña y humillante celada, que debía prepararme y mentalizarme para no esperar a nadie: volverme más duro e independiente, organizar ese día como otro cualquiera si no quería atiborrarme a comer ilusiones y luego sufrir la colitis por no plasmarse en realidades. Era tan fácil decirlo…; pero después, en el bochorno de los días, en la cáustica rutina prácticamente sin interacción humana y saturada de fatalismo, la venida de los viernes era recibida, tanto si quería como si no, como la ansiada posibilidad de beber unas gotas de la fuente del prójimo que tanto me revitalizaba y apaciguaba; por lo que me resultaba muy complicado permanecer impasible ante el advenimiento de dicho día, dejar de crearme unas expectativas que luego, al no cumplirse, se tornaban en una descarga más, agria y amarga, de desconsuelo.

No sabía qué hacer con mi vida, con esa vida cuyo tasador más generoso y desprendido no hubiera tenido ningún reparo en valorarla con un cero. Ni un céntimo valía; ni un duro por ella. El recetario de motivaciones para luchar se había declarado insolvente. No presentaba objeciones ni ningún tipo de resistencia al tifón que me exportaba en dirección a la abrupta catarata. Dejaba que me llevase, como un muñeco sin iniciativa, que hiciera conmigo lo que quisiera; y asistía con imperturbable frigidez al alocado traqueteo de mi familia, que, espantados y trastocados por mi estado desidioso, buscaban como fuera y donde fuera quemar las últimas naves de la esperanza restablecedora. Yo les veía ir y venir de un lado a otro con la mirada perdida que no acertaba a precisar y a reconocer los rostros: eran sólo sombras, sombras conturbadas que danzaban a mi alrededor.

Y esas sombras sin rostro me cogieron y me embarcaron en mis últimos viajes en busca del remedio milagroso que ya no importaba que fuese de gran calibre, sino que con uno que me devolviera parcialmente la capacidad de andar habría más que suficiente. Y me visitaron los últimos médicos que me recetaron un «lo siento, nada se puede hacer» con la negación de sus cabezas; y las últimas remesas de curanderos me pusieron las manos encima y experimentaron conmigo, personajes curiosos, divertidos, a los que entregué sin vacilaciones y resueltamente mi cuerpo: haced lo que os plazca con él, desconfiando no de sus artes sino absolutamente convencido de que el tratamiento que podían aplicarme sería simplemente el de unas cosquillas en comparación al calvario por el que estaba pasando.

Nadie en mi casa podía resistir la contemplación de mi cuerpo encajado en la silla de ruedas; no disponían de refractores lo suficientemente potentes para rebajar un poco la impresión que causaba tal imagen. No sólo era yo el que estaba sumido en el caos más profundo sino que, al levantar la cabeza, me encontraba con el espectáculo de más avernos particulares que, lejos de aplacar o suavizar el mío, lo recrudecían más aún. Y no había posibilidad de escapatoria. Noche cerrada, inacabable, que no tenía fin.

¿Cómo salir de aquí? Palpaba y palpaba pero no encontraba ninguna salida, ni una pequeña ranura en la pared por la que se filtrase un tenue estambre de fe. Recinto herméticamente clausurado. Había tocado fondo, y el eslogan de «no pasa nada, puedo seguir adelante» que tanto había utilizado y me había identificado se había vuelto inservible y caduco; palabras hueras que no levantaban ni una pizca al zaherido optimismo. Mi consustancial capacidad para buscar rutas alternativas que sorteasen la privación y me permitieran ir tirando se había embotellado: había tocado fondo y, allí abajo, en un barrizal desnudo y resbaladizo, no existía ninguna repisa donde poder depositar catapulta de sus cualidades.

¿Dónde estaba mi espíritu de superación, esa tenacidad de antaño de la que tanto me enorgullecía? ¿Dónde estaba esa capacidad de apretar los dientes en los malos momentos, de levantarme y volverme a levantar, otra vez, tozudo, cuyo magnetismo, creía, me acompañaría toda la vida, llevaría siempre conmigo como un imperdible de oro enganchado en la solapa de la chaqueta? Pues se había extraviado, esfumado, embocado por la obscuridad. Y lo peor de todo era que la garantía para exigir su devolución había expirado.

Dormía mucho, pesadamente, dormía muchas horas en un letargo legamoso en el que los sueños habían desaparecido, brillaban por su ausencia, como si me echase sobre una imperturbable y permanente línea horizontal. Sólo quietud, silencio, ausencia, la inobservancia sepulcral; estupefaciente natural que anhelaba para acurrucarme y desconectarme de la realidad. Suspiraba porque llegase la noche; miraba, inquieto, una y otra vez el reloj esperando el momento de irme a la cama, de perderme bajo esas sábanas blandas y aislantes. La negrura de mi interior clamaba ansiosa por la puesta de la noche como el cachorro que busca a su madre, como un cierto estado de ánimo que únicamente encuentra cierta comprensión y compañía al lado de otro de semejante. Sólo en la noche podía albergar un relativo sosiego, una precaria tranquilidad.

Había un ejercicio que solía hacer cuando me iba a acostar y consistía en, una vez tumbado boca arriba, levantar repetidamente la cabeza en varias series hasta tocar con mi barbilla la base del cuello. Pero este ejercicio, que como todos sus camaradas anteriores y por venir estaba continuamente expuesto a la privación bucanera que paulatinamente lo iba diezmando hasta convertir el esfuerzo en más y más enorme, vio, por esta época, su extinción cuando finalmente, como cabía esperar, la fuerza de la gravedad ganó la partida y me quedé sin poder levantar la cabeza para siempre amén. Los músculos de mi cuello yacían vibrátiles y se contraían a mi llamada, pero les faltaba el fuelle para convertir la intención potencial en realidad animada. Se acabó; un muerto más, al hoyo. Y aunque públicamente ya me daba igual y me importaba un comino pervivieron unos rescoldos de culpabilidad por haber sido incapaz de mantener con vida activa un movimiento aparentemente tan sencillo que se unieron, con sus mordaces puyas, al furgón general de recriminaciones varias encabezadas por el luctuoso suceso de haber dejado de caminar que, siempre que podían, cada vez que se les presentaba la ocasión, me arrojaban su bilis negra que tanto escocía al órgano de mi estima. Y así, en el trasfondo de la noche, en ese tablado silencioso más desprovisto de vigías y con los sistemas de alerta bajo mínimos solía despertarme, sofocado, con la idea persistente de tratar de levantar el cuello otra vez; lo intentaba y volvía a intentar, hasta que el cansancio baldío y la infructuosidad me dejaban inmóvil, extenuado, con la mirada fija hacia un techo que no veía, momento en que los fantasmas del pasado hacían su aparición y me fustigaban y fustigaban…

Y para ahuyentarlos o para intentar aplacarlos, yo me ponía a pensar y a pensar, buscaba inútilmente alguna fórmula o remedio para desembarazarme de ellos, para encontrar una solución a este callejón sin salida y poder dormir, definitivamente, en paz…

Fue en uno de estos intervalos de insomnio en el que la calma había insonorizado todas las cosas excepto el latir de mi respiración cuando vislumbré una posible puerta de salida a este asfixiante e insoportable infierno. Poco importaba si ese presumible desenlace hundía sus raíces en el bando opuesto, en una manera de actuar totalmente contraria a la que había conjugado durante toda mi vida. Daba igual, lo único digno a tener en cuenta era que mis ojos se iluminaron con la perspectiva de un punto y final, de un descanso definitivo que no entendía de métodos ni de moral para conseguir su objetivo.

En los días que siguieron a esa resolución conseguí hacerme, por clandestinas vías, con una cuchilla de afeitar que guardé entre las páginas de un libro, cerca, siempre a mi lado. Y comencé a alimentar esa idea con ojeriza y malaria, inflándola y respaldándola hasta convertirla en el designio principal de mi existencia. Encontré en ella, paradójicamente, la motivación esencial para acometer los días: vivir para morir. De estas rumiaduras y cavilaciones saqué el empuje para pasar los días. Yo, que me había pasado toda mi existencia pregonando y batallando contra la tiranía del Reino de las Sombras, que había luchado a capa y espada, dejándome la piel, por preservar mi constitución lo más alejada posible del avance del ejército de las tinieblas que lentamente la iban escomando, había cedido, por fin, a su atosigamiento; había dejado de ser el último baluarte del idealismo, de las causas perdidas, para pasar a engrosar el censo de los que bajan los brazos. Resultó ser que no era, en definitiva, nada más que un mercenario que, cansado de los continuos juramentos incumplidos de una tierra prometida próspera y ubérrima, se había pasado al enemigo; un judas que acabó vendiéndose al mejor postor.

Había sentido, esporádicamente, alguna que otra vez, el regusto de la idea de morir y desaparecer localizado en los momentos límite; pero fueron instantes efímeros, de duración fugaz, rápidamente neutralizados por el ímpetu y las ganas de vivir. Breves borrones anecdóticos que en nada podían compararse a esta hondonada de inanidad y repudio permanentes en la que me hallaba sumido, donde mis negros pensamientos sólo eran capaces de dar vueltas y más vueltas alrededor del mismo propósito, en la consumación de un proyecto que terminó por convertirse en mi única y exclusiva razón de ser. Que la enfermedad no se preocupase en su sufrida y abnegada labor: yo le ayudaría, saldría a su encuentro, le allanaría el camino. Se lo pondría fácil, en bandeja.

Inspirado por las musas del hartazgo y la desolación escribí alguna que otra carta de despedida que después, al considerarlo un acto ridículo, rompí y arrojé a la basura junto con mis cuadernos pulcros y cuadriculados donde tenía anotados mis fútiles registros y marcas venidas a menos.

Lo tiré todo, todo; también mi infatigable determinación de seguir adelante, de seguir participando en esta farsa.

Y miré al calendario situado sobre mi mesa; escogí y fijé, al azar, un día: el día de mi suicidio.